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CAPITULO X
PRIMERA ASCENSION POR
EL RIO UAUPES

Corriente rápida- Una maloca india- Los residentes- Una fiesta- Pintura y ornamentos- Enfermedad- São Jeronymo- Pasando las cataratas- Jauarité- El Tushaúa Calistro- Una palmera singular- Aves- Provisiones baratas- Hormigas y lombrices de tierra comestibles- Una gran danza- Ornamentos de plumas- La danza de la serpiente- El Capí- Un cigarro de Estado- Ananá rapicóma- Pescado Chegoes- Bajar por las cataratas- Aves domesticadas- Orquídeas - Piuims- Comer suciedad- Envenenamiento- Vuelta a Guía- Manoel Joaquim- Molestos retrasos..

Al final llegó la esperada canoa y preparamos inmediatamente nuestro viaje. Habíamos elegido anzuelos, cuchillos y cuentas convenientes para los clientes que íbamos a encontrar y de quienes el Señor L. esperaba conseguir fariña y zarzaparrilla; y yo, por mi parte, peces, insectos, aves y todo tipo de arcos, flechas, cerbatanas, cestas y otras curiosidades indias.

Partimos a las seis de la mañana del tres de junio. El tiempo había aclarado unos días antes y era ahora muy bueno. Sólo llevábamos dos indios con nosotros, los mismos que habían escapado de Javíta, y que habían cobrado sus salarios de antemano, por lo que ahora tenían que trabajarlo. Los que acababan de regresar de Barra no deseaban volver a salir inmediatamente, pero esperábamos encontrar suficientes hombres al penetrar en el Uaupés. Esa misma tarde llegábamos a São Joaquim, en la desembocadura del río; pero como no había hombres allí nos vimos obligados a seguir avanzando y comenzaron entonces nuestras verdaderas dificultades, pues teníamos que enfrentarnos a la poderosa corriente del río que se hallaba crecido. Al principio, nos vimos favorecidos por algunas bahías en las que había contracorrientes; pero en las partes más expuestas las aguas se precipitaban con tal violencia que nuestros dos remos no podían mover la canoa.

Sólo podíamos avanzar tirando de los arbustos, plantas reptantes y ramas de los árboles que cubrían el margen del río, ahora que casi todas las tierras adyacentes estaban inundadas en mayor o menor medida. Al día siguiente cortamos unas pértigas en forma de ganchos, mediante las cuales podíamos halar y empujar en los puntos difíciles, lo que resultaba más ventajoso. En ocasiones teníamos que avanzar así durante millas, mientras la canoa se llenaba y nosotros nos cubríamos de hormigas, que mordían y picaban, de cincuenta especies diferentes, cada una de las cuales produce su efecto peculiar, desde un cosquilleo suave a un agudo pinchazo; cuando se enmarañaban en nuestros cabellos y barbas, y recorrían todas las partes del cuerpo bajo nuestras ropas, no resultaban unos compañeros muy agradables. A veces encontrábamos también enjambres de avispas cuyos nidos se hallaban ocultos entre las hojas, que atacaban siempre del modo más furioso a los intrusos. Los cuerpos desnudos de los indios no ofrecían defensa alguna contra sus aguijones, por lo que varias veces ellos sufrieron unas consecuencias a las que nosotros escapamos. No son éstos los únicos inconvenientes de viajar corriente arriba durante la creciente, pues como todas las orillas del río se hallan inundadas, sólo en alguna punta rocosa que sobresale por encima del nivel del agua se puede hacer un fuego. Y como esos puntos son escasos y alejados entre sí, con frecuencia teníamos que pasar todo el día a base de fariña y agua, junto con un trozo de pescado frío o una pacova (Pacova: en Brasil, variedad de banana grande. (N. del T.)), si éramos lo bastante afortunados para tener alguna. Todos estos puntos, o lugares para dormir, son bien conocidos por los comerciantes del río, por lo que siempre que llegábamos a uno, a cualquier hora del día o de la noche, nos deteníamos para hacer café y descansar un poco, sabiendo que sólo llegaríamos a otro tras ocho o diez horas de remar o tirar de la canoa con duros esfuerzos.

Al segundo día encontramos un pequeño "sucurujú" (Eunectes murinus) de un metro de largo solazándose en un arbusto que había encima del agua; uno de los indios lo abatió con una flecha, y esa noche, al detenernos, lo asamos para la cena. Probé un trozo y me pareció excesivamente duro y viscoso, pero su sabor no era desagradable; no me cabía duda de que bien guisado sería muy bueno. Al detenernos en . un si . ti . o, compramos una gallina que nos sirvió de excelente cena, cociéndola con arroz.

El séptimo día entramos en un canal estrecho y serpenteante que salía de la orilla norte del río y al cabo de una hora llegamos a una "maloca", o alojamiento nativo indio, la primera que habíamos encontrado. Era un edificio grande y macizo, de casi cien pies de longitud por cuarenta de anchura y treinta de altura, sólidamente construido con maderos redondeados, lisos y descortezados, y techado con hojas en forma de abanico de la palmera Caraná. Un extremo era cuadrado, con un ramadón, y el otro circular; los aleros que colgaban de las paredes bajas llegaban casi hasta el suelo. En el centro había una ala ancha formada por las dos hileras de columnas principales que sostenían el techo, y entre éstas y los costados había otras hileras de maderos más pequeños y cortos; todos ellos estaban firmemente unidos por vigas longitudinales y transversales hasta la cumbrera, sustentando las traviesas, y estaban unidos todos, con gran simetría, mediante bejucos.

Proyectándose hacia adentro desde los muros de cada lado había breves divisiones de hoja de palmera, de disposición exactamente similar a los cajones de una casa de comidas londinenses o a los de un teatro. Cada uno era el apartamento privado de una familia, que vivía así en una especie de comunidad patriarcal. En las alas laterales están los hornos de fariña, tipitís (Tipití: En Brasil, cesto de paja para exprimir la mandioca. (N. del T.)) para exprimir la mandioca, enormes cazuelas y vasijas de barro para hacer caxirí, así como otros artículos grandes que parecen poseer en común; en cada apartamento separado están las pequeñas ollas, escabeles, cestas, redes, cacharros de agua, armas y ornamentos de los ocupantes. El ala central no está ocupada y constituye un bello pasillo a través de la casa. En el extremo circular hay una barandilla o partición cruzada de unos cinco pies de altura, separando una sección mayor que el semicírculo, pero con una amplia abertura en el centro: ésta constituye la residencia del jefe o cabeza de la maloca, con sus esposas e hijos; los parientes más distantes residen en la otra parte de la casa. La puerta del extremo del ramadón es muy ancha y elevada, mientras que la del extremo circular es más pequeña, siendo éstas las únicas aberturas por las que pueden entrar la luz y el aire. La parte superior del ramadón está cubierta de hojas de palmera que colocadas de forma rala, cuelgan verticalmente, a través de las cuales se filtra lentamente el humo de los numerosos fuegos de leña, dejando a su paso un lustre negro en la parte superior del techo.

Al entrar en la casa, me agradó encontrarme por fin en presencia de los auténticos habitantes de la selva. Un hombre anciano y una joven y dos mujeres eran los únicos ocupantes, pues los demás habían salido por diversos motivos. Las mujeres se hallaban absolutamente desnudas; pero al entrar los "brancos" se pusieron unas faldas, que suelen poseer en estas partes bajas del río, aunque sólo las usan en esas ocasiones. Sus cabellos eran moderadamente largos y no llevaban otro ornamento que unas ligas fuertemente anudadas que ataban inmediatamente abajo de las rodillas.

Eran los hombres, sin embargo, los que presentaban una apariencia más novedosa, tan diferente de la de las razas semicivilizadas entre las cuales había vivido tanto tiempo, que era como si de pronto me hubiera transportado a otra esquina del globo. Tenían los cabellos cuidadosamente divididos por la mitad, peinados por detrás de las orejas, y atados por detrás en una larga cola que descendía casi una yarda por la espalda. El cabello de esta cola estaba firmemente unido con un largo cordel hecho con pelo de mono, muy suave y flexible. En lo alto de la cabeza llevaban fijado un peine, ingeniosamente construido con madera de palmera y hierba, y ornamentado con pequeños copetes de plumas del obispillo del tucán en cada extremo; llevaban las orejas horadadas con un pequeño trozo de paja colocado en el agujero; en conjunto, todo eso le daba al rostro un aspecto muy femenino que aumentaba con la ausencia total de barba y bigote, y por el hecho de que se habían depilado casi totalmente los pelos de las cejas. Una pequeña cinta de "tururí" (la corteza interior de un árbol) pasada entre las piernas y fijada con una cuerda alrededor de la cintura, junto con un par de ligas anudadas, constituía su sencilla vestimenta.

El joven se columpiaba perezosamente en una maqueira (Maqueira: En Brasil, hamaca de red para dormir. (N. del T.)), pero desapareció poco después de que entráramos; el más viejo estaba ocupado haciendo una de las cestas huecas y planas que constituyen una peculiaridad de la zona. Prosiguió tranquilamente su ocupación, respondiendo a las preguntas que le hacía el Señor L. sobre el resto de los habitantes en un "Lingoa Geral" muy imperfecto, pues esta lengua es comparativamente poco conocida en el río, y eso sólo en las partes más inferiores y frecuentadas. Como deseábamos conseguir uno o dos hombres que nos acompañaran, decidimos pasar allí la noche. A cambio de algunos anzuelos de pesca, logramos comprar algo de pescado fresco que trajo otro indio; luego preparamos nuestra cena y el café y trajimos las maqueiras hasta la casa, colgándolas en el ala central, para pasar allí la noche. Al anochecer llegaron muchos más indios, tanto hombres como mujeres; se encendieron fuegos en los diversos compartimentos, se pusieron sobre ellos cazos con pescado o caza para la cena y se hicieron tortas de mandioca fresca. Pude ver ahora que varios de los hombres llevaban su ornamento más peculiar y valioso: una piedra blanca opaca y cilíndrica, que parecía mármol pero que era en realidad un cuarzo imperfectamente cristalizado. Estas piedras tienen de cuatro a ocho pulgadas de longitud y aproximadamente una pulgada de diámetro. Han sido redondeadas y aplanadas por los extremos, un trabajo muy laborioso, y se les ha hecho un agujero en un extremo a través del cual se pasa una cuerda para colgarlos del cuello. Parece casi increíble que puedan hacer este agujero en una substancia tan dura sin ningún instrumento de hierro. Dicen que utilizan el vástago de la hoja, flexible y puntiagudo, del plátano silvestre grande, taladrando con arena fina y un poco de agua; no me cabe duda de que sea, tal como dicen, un trabajo de años. Sin embargo, mucho más tiempo debe costar horadar el que lleva el Tushaúa como símbolo de su autoridad, pues generalmente es el de más tamaño y lo lleva transversalmente en el pecho, para lo cual el agujero se taladra longitudinalmente de un extremo a otro, operación que me dijeron ocupa a veces dos vidas. Las piedras mismas las consiguen a una gran distancia río arriba, probablemente cerca de sus orígenes en la base de los Andes; por tanto, son muy valoradas y raramente se puede inducir a sus propietarios a deshacerse de ellas; los jefes más difícil todavía. Compré aquí una maza de madera rojiza y dura a cambio de un pequeño espejo, una cresta a cambio de media docena de anzuelos de pesca pequeños y algunas otras bagatelas.

Esa noche sólo llegó una parte de los habitantes, pues cuando vienen los comerciantes se esconden, temerosos de que les obliguen a irse con ellos. Muchos de los peores personajes de Río Negro vienen a comerciar a este río, obligan a los indios a subir a sus canoas, con amenazas de dispararles, y a veces no tienen escrúpulos en llevar a cabo las amenazas, pues aquí están fuera del alcance de incluso esa mínima parte de la ley que todavía lucha por existir en el Río Negro.

Pasamos la noche en la "maloca", rodeados por indios desnudos colgados junto a sus fuegos, los cuales proyectaban una luz vacilante en el oscuro techo lleno de humo. Fuera caía una lluvia torrencial y yo no pude dejar de admirar el grado de sociabilidad y comodidad de las numerosas familias que vivían así juntas en patriarcal armonía. A la mañana siguiente, el Señor L. persuadió a un indio para que se ganara una "sala" (falda) para su esposa embarcándose con nosotros, y así nos despedimos del Assaí Paraná (río Assaí). Al levantar la esterilla que cubría nuestra canoa encontré cómodamente enroscada descansando sobre la parte alta de mi caja a una boa joven y bella, de una especie de la que ya poseía dos ejemplares vivos en Guía: probablemente, había caído sin que lo percibiéramos al pasar entre los arbustos de la orilla del río. Por la tarde llegamos a otro pueblo, situado más arriba de un estrecho igaripé, compuesto por una casa y dos malocas situadas a cierta distancia. Los habitantes habían ido a un pueblo vecino en el que había caxirí y baile, habiendo quedado allí tan sólo dos mujeres y algunos niños. Por alrededor de las casas había varios papagayos, guacamayos y guacos, que todos estos indios crían en gran número. Al día siguiente llegamos a Ananárapicóma, o "Punta de la Piña", el pueblo donde tenía lugar la danza. Lo formaban varias casas pequeñas situadas junto a la maloca grande, pues muchos de los indios que habían convivido con comerciantes en el Río Negro los imitaban utilizando moradas separadas.

Al entrar en la gran "maloca" presenciamos una escena de lo más nueva y extraordinaria. Había unos doscientos hombres, mujeres y niños esparcidos por las casas, tumbados en maqueiras, sentados en cuclillas sobre el suelo, o sobre los pequeños escabeles pintados que solamente los habitantes de este río fabrican. Casi todos se hallaban desnudos y estaban pintados, llevando sus diversas plumas y ornamentos. Algunos paseaban o conversaban, mientras otros danzaban o tocaban pequeños pífanos y silbatos. La festa oficial había terminado esa mañana; los jefes y hombres principales se habían quitado los adornos de plumas de la cabeza, pero como todavía quedaba caxirí las mujeres y hombres jóvenes seguían bailando. Tenían el cuerpo totalmente pintado con diseños regulares en forma de rombo o diagonal, con colores negros, rojos o amarillos; predominaba el primero, un negro purpúreo o azulado. Llevaban el rostro ornamentado con diversos estilos, generalmente de un color rojo brillante con audaces puntos o barras, que aplicaban en gran cantidad en cada oreja de forma que al caer por los lados de las mejillas y el cuello producía un aspecto temible y sanguinario. La hierba de las orejas la habían decorado con un pequeño copete de suaves plumas blancas, y algunos habían añadido tres pequeñas sartas de cuentas a un agujero perforado en el labio inferior. Todos llevaban las ligas, pintadas ahora generalmente de amarillo. La mayor parte de las mujeres jóvenes que danzaban llevaban además un pequeño delantal de cuentas de unas ocho por seis pulgadas, dispuestas con un diseño diagonal de mucho gusto; aparte de esto, su único ornamento era la pintura con la que habían decorado sus cuerpos desnudos; no tenían ni siquiera el peine del cabello, la cual no falta nunca en los hombres.

Los hombres y los muchachos se habían apropiado de todos los ornamentos, invirtiendo así la costumbre de los pueblos civilizados e imitando a la naturaleza, que decora invariablemente al sexo masculino con los colores más brillantes y los ornamentos más notables. Llevaban sobre la cabeza una coronilla de plumas de tucán de brillantes colores amarillo y rojo, colocada sobre un anillo de paja trenzada. El peine colocado en el pelo se ornamentaba con plumas, y con frecuencia un manojo de plumas de garza real blanca sujeto a éste caía graciosamente por la espalda. Alrededor del cuello, o sobre un hombro, llevaban grandes collares de muchas vueltas de cuentas blancas o rojas, además de la piedra cilíndrica blanca que colgaba en el centro de una sarta de cierto tipo de semillas negras y brillantes.

Los extremos de los cordones de pelo de mono con los que ataban el cabello los llevaban ornamentados con pequeñas plumas, y colgaba del brazo un manojo de semillas curiosamente formadas, ornamentadas con plumas de colores brillantes unidas por los cordeles de pelo de mono. Alrededor de la cintura llevaban uno de sus ornamentos más valiosos, que sólo poseían, comparativamente, unos pocos: el cinturón de dientes de onza. Y finalmente, atados alrededor de los tobillos, llevaban grandes manojos de un fruto curioso y duro que produce un alegre sonido al bailar. Algunos llevaban en las manos un arco y un manojo de curabís, o flechas de guerra; otros llevaban un murucú, o lanza de madera dura y pulida, o una calabaza ovalada pintada, rellena con piedras pequeñas y unida a un mango, la cual, al agitarla durante la danza a intervalos regulares, producía un sonido castañeante de acompañamiento a la canción y a los adornos de la pierna.

La apariencia salvaje y extraña de estos hermosos indios, desnudos y pintados, con sus curiosos ornamentos y armas, las pisadas, canciones y castañeos que acompañan a la danza, el zumbido de la conversación en una lengua extraña, la música de los pífanos, flautas y otros instrumentos de caña, hueso y conchas de tortuga, las grandes calabazas de caxirí en constante ronda, y la gran casa en penumbra ennegrecida por el humo producían un efecto al que ninguna descripción puede hacer justicia, y del que la visión de media docena de indios exhibiendo sus danzas sólo puede dar una muy ligera idea.

Permanecí mucho tiempo mirando, muy complacido por tal oportunidad de ver a estas interesantes personas en su fiesta más característica. También yo era objeto de gran admiración, principalmente por mis gafas, que ellos veían por primera vez y no podían entender en absoluto. Cien pares de brillantes ojos se dirigían constantemente hacia mí desde todas partes, y yo era sin duda el principal tema de conversación. Un anciano me trajo tres piñas maduras y yo le di media docena de pequeños anzuelos, con lo que quedó muy contento.

El Señor L. conversaba con muchos de los indios, a quienes conocía bien, y estaba acordando con uno de ellos para que subiera por un ramal del río, en un viaje de varios días, a comprar para él un poco de salsa y fariña. Logré comprar un hermoso murucú ornamentado, insignia principal del Tushaúa, o jefe. No tenía muchas ganas de separarse de él por lo que tuve que darle un hacha y un cuchillo grande del que tenía él gran necesidad. Compré también dos portacigarros, de cerca de dos pies de longitud, sobre los que se coloca un cigarro gigantesco y se va pasando de uno a otro en estas ocasiones. A la mañana siguiente, tras pagar los artículos que habíamos comprado, fuimos a despedimos del jefe. Un pequeño grupo procedente de una zona distante se estaba despidiendo al mismo tiempo, caminando alrededor de la gran casa en fila india, y hablando en tono de murmullo a cada jefe de familia. Primero iban los ancianos, que portaban lanzas y escudo de fuerte mimbre, luego los más jóvenes, con los arcos y las flechas, y finalmente las mujeres ancianas y jóvenes, llevando a los niños y los escasos utensilios domésticos que habían traído con ellas. En estas fiestas sólo se proporciona bebida, en cantidades inmensas, trayendo cada grupo un poco de torta de mandioca o de pescado para su consumo, el cual, mientras haya caxirí, es muy escaso. La pintura de los cuerpos es muy duradera, pues aunque no dejan nunca de lavarse dos o tres veces al día permanece una o dos semanas antes de desaparecer por completo.

Dejando Ananárapicóma, llegamos esa misma tarde a Mandii Paraná, en donde había también una "maloca" que, por la gran crecida del río, sólo podía alcanzarse vadeando por en medio de la selva inundada. En consecuencia, me quedé para supervisar la preparación de un fuego, lo cual, tras la abundante lluvia que habíamos tenido toda la tarde, era algo bastante difícil, mientras el Señor L. iba con un indio a la casa para arreglar algún "negocio".(En español en el original. (N. del T.)) y obtener pescado para la cena. Nos quedamos aquí durante la noche y a la mañana siguiente los indios bajaron en grupo hasta la canoa para hacer algunas compras de anzuelos de pesca, cuentas, espejos, tela para pantalones, etc, del Señor L., que pagarían en fariña, aves de corral y otros artículos a nuestro regreso. Yo pedí también una pequeña canoa como muestra, así como algunas cribas y abanicos para el fuego, que pagué con bagatelas similares; estos indios están tan habituados a cobrar previamente que sin ello no puedes depender de que te hagan nada. Al día siguiente, doce de junio, llegamos a São Jeronymo, situado a una milla más abajo de la primera y más peligrosa de las cataratas del Uaupés.

Los cinco días últimos me había sentido muy enfermo de disentería y de dolores continuos de estómago, imagino que producidos por haber comido con muy poca precaución el gordo y delicioso pescado, el pirahiba blanco o laulau, tres 0 cuatro veces consecutivas sin acompañarlo de ningún alimento vegetal. Aquí los síntomas se agravan bastante, y aunque yo no me sentía en absoluto inclinado a desesperarme por la enfermedad, como sabía que ésta suele ser fatal en los climas tropicales, y carecía de medicinas e incluso de los alimentos apropiados, empecé a sentirme un poco alarmado. Lo peor de todo era que continuamente tenía hambre, pero no podía comer ni beber lo más mínimo sin que se produjeran inmediatamente después dolores estomacales e intestinales, los cuales duraban varias horas. La diarrea era también continua, con evacuaciones mucilaginosas y sanguinolentas que mi dieta de los últimos días, a base de gachas de tapioca y café, parecía haber aumentado bastante.

Permanecí la mayor parte del día en mi maqueira, pero por la tarde trajeron algo de pescado y como encontré un par de especies nuevas, me puse a dibujarlos, decidido a no dejar pasar ninguna oportunidad de aumentar mi colección. En este pueblo no hay maloca, sólo algunas casas pequeñas, habiendo sido fundado por los portugueses antes de la independencia. Se halla situado agradablemente en la orilla en pendiente del río, que tiene media milla de anchura, con tierras bastante altas en el lado opuesto, y una vista sobre el canal estrecho, en donde las aguas rebotan, espumean y saltan al aire por la violencia de la cascada, aunque quizá fuera más apropiado darle el nombre de rápido.

Residía en esta villa un joven "negociante" (En portugués en el original. (N. del T.)) brasileño con su esposa, y como también subía río arriba para conseguir fariña acordamos hacerlo juntos. A la mañana siguiente partimos, dirigiéndonos junto a la orilla hasta cerca de la cascada, que cruzamos entre remolinos e hirviente espuma entrando en un pequeño igaripé, en donde fue descargada totalmente la canoa, transportada la carga por un abrupto sendero a través de la selva, y la canoa llevada por alrededor de una punta saliente, en donde la violencia de la corriente y las olas provocadas por la cascada imposibilitan el paso de todo que no sea una pequeña obá vacía, y eso con las mayores dificultades.

El sendero terminaba en un canal estrecho a través del cual una parte del río fluye en la estación húmeda, aunque durante el verano se halla totalmente seco. Si no fuera por esta corriente, el paso de los rápidos sería totalmente imposible en la estación lluviosa; pues aunque la caída real del agua es insignificante su violencia es inconcebible. La anchura media del río se acercará a tres veces la del Támesis a su paso por Londres; y en la estación húmeda es muy profundo y rápido. En la catarata, se ve encerrado en un estrecho cañón rocoso e inclinado, de la anchura del arco central del Puente de Londres, o incluso menos. No es necesario decir nada más para demostrar la imposibilidad de ascender por tal canal. Hay en él remolinos inmensos que se tragan canoas grandes. Las aguas ruedan como las olas del océano, elevándose a intervalos de cuarenta o cincuenta pies en el aire, como si se estuvieran produciendo grandes explosiones subacuáticas.

Los indios aparecieron con la canoa y, ayudados por una docena más que vinieron en nuestra ayuda tiraron de ella por aguas de poca profundidad, menos violentas. Venía a continuación otro momento difícil; nos metimos de nuevo en la selva con la mitad de los indios llevando la carga, mientras el resto se quedaba con la canoa. Encontramos varios puntos peligrosos más, teniendo que desembarcar y transportar la carga por tierra en otras dos ocasiones, la última de ellas a una distancia considerable. Por encima de la catarata principal, el río se ensancha convirtiéndose de pronto en una especie de lago, cubierto de islas rocosas, entre las cuales se produce una confusión de rápidos y cascadas menores. Sin embargo, como contábamos con la ayuda de muchos indios pasamos todos estos peligros poco después del mediodía y llegamos a una "maloca", donde nos quedamos durante la tarde reparando el deterioro y los desgarrones de los toldos y esterillas de palma, así como limpiando la canoa y reordenando la carga, para preparar la partida a la mañana siguiente.

Dos días más tarde llegábamos a otro pueblo, llamado Jukeíra Picóma, o Punta de Sal, donde permanecimos un día. Me satisfizo encontrarme aquí considerablemente mejor, creo que debido a que había probado el ayuno como último recurso: durante dos días, sólo había tomado un poco de gachas de fariña una vez en veinticuatro horas. En día y medio, llegarnos desde Jukeíra hasta Jauarité, un pueblo que se halla situado debajo de la caxoeira del mismo nombre, el segundo gran rápido del Uaupés. Habíamos decidido permanecer aquí algunos días y luego regresar, pues es muy peligroso pasar la caxoeira y, por encima de ésta el río, durante muchos días de viaje, es toda una sucesión de rápidos y fuertes corrientes que hacen la subida en esta estación tediosa y desagradable en el más alto grado. Por tanto, desembarcamos la carga en una casa, más bien un cobertizo, cerca de la orilla, que había sido hecha para acomodo de los comerciantes; la limpiarnos, tomamos posesión de ella y nos sentimos bastante cómodos tras las molestias que habíamos sufrido para llegar a este lugar. Fuimos después andando hasta la "maloca" para hacer una visita al Tushaúa. Esta casa era una edificación noble en su tipo, teniendo ciento quince pies de longitud, setenticinco de anchura y alrededor de veinticinco pies de altura, con el tejado y los maderos superiores ennegrecidos como el azabache por el humo de muchos años. Al lado había una docena de casas privadas que formaban un pequeño pueblo. Esparcidas por alrededor, había un número inmenso de la palmera Pupunha (Guilielma speciosa), cuyo fruto constituye una parte importante de la alimentación de estas personas durante la estación; ahora estaba empezando a madurar. El Tushaúa era un hombre de aspecto bastante respetable, poseedor de unos pantalones y una camisa que se puso en honor de los visitantes blancos. Sin embargo, el Señor L. me dijo que era uno de los mayores bribones del río, y que no le fiaría mercancías como hacía con la mayoría de los otros indios. Se regocijaba con el nombre de Calistro y me satisfizo mucho por su semblante y sus maneras tranquilas y dignas. Se dice que posee grandes riquezas en dientes de onza y plumas debidas a sus guerras con los Macú y con otras tribus de los ríos tributarios; pero que no las enseña a los blancos por miedo a que le obliguen a venderlas. Detrás de la "maloca", me agradó ver un camino bueno y ancho que conducía, a través de la selva, a varias rhossas de mandioca. A la mañana siguiente, temprano, me fui a explorarlo con mi red y descubrí que la zona era prometedoramente buena para insectos, teniendo en cuenta la estación en que nos hallábamos. Me alegró mucho encontrar la encantadora mariposa de alas transparentes afín a la Esmeralda, que con tanta escasez había conseguido en Javíta; también conseguí un ejemplar de otra del mismo género que era totalmente nueva para mí. Abundaban también aquí las Acroea de colores planos que había visto por primera vez en Jukeíra.

En una hondonada cercana a un pequeño torrente que cruzaba el sendero descubrí que crecía la palmera singular llamada "Paxiúba barriguda". Es un árbol hermoso, alto y bastante esbelto, con una copa de elegantes hojas rizadas. En la base del tallo, hay una masa cónica de raíces aéreas, de cinco o seis pies de altura, que se desarrolla en mayor o menor grado en todas las especies de este género. Pero el carácter peculiar del que deriva su nombre es que el tallo, a algo más de la mitad, se hincha de repente hasta doblar cuando menos su espesor anterior, para un poco más allá contraerse de nuevo y proseguir en su forma cilíndrica hasta la copa. Sólo cuando se ha visto gran número de estos árboles, en todos los cuales esta característica es más o menos discernible, puede creerse que no se trate una circunstancia accidental del árbol individual, en lugar de una auténtica característica de la especie. Se trata del Iriartea ventricosa de Martius.

 

 

Traté aquí de procurarme algunos cazadores y pescadores, pero si n demasiado éxito. Conseguí que me trajeran algún pez y de vez en cuando un ave. Una curiosa ave, llamada anambé, volaba en bandadas sobre las palmeras pupunha, y tras muchos problemas conseguí matar una, resultando, tal como yo pensaba, muy diferente de la Gymnoderus nudicollis, especie que se le asemeja mucho en su vuelo y es común en todas las zonas del Río Negro. Las busqué varias veces más pero sin conseguir matar otra; pues aunque sólo realizan vuelos cortos, apenas se quedan quietas un instante. Por alrededor de las casas había varios trompeteros, guacos y unos hermosos papagayos, los anacás (Derotypus accipitrinus), que vuelan en absoluta libertad pero al haber sido alimentados en el nido regresan siempre para comer. A los indios del Uaupés les gusta mucho criar aves y animales de todo tipo, y tienen mucho éxito.

Nos quedamos aquí una semana, en la que yo iba diariamente a la selva si el tiempo no era demasiado húmedo, obteniendo por lo general algo interesante. Vi con frecuencia grupos de mujeres y niños que iban a las rhossas y regresaban de ellas. A veces se escondían en la espesura hasta que yo había pasado; en otras ocasiones, simplemente se quedaban a un lado del camino, con una especie de vergonzoso temor a encontrarse con un hombre blanco hallándose en tan completa desnudez, que ellos sabían era extraña para nosotros. Sin embargo, cuando estaban cerca de las casas del pueblo o llegaban para llenar de agua sus cacharros o bañarse en el río cerca de donde vivíamos, no mostraban embarazo alguno, estando, como Eva, "desnudas y sin vergüenza". Aunque algunas eran demasiado gordas, la mayoría tenían figuras espléndidas y muchas eran realmente hermosas. Antes del amanecer en las mañanas, todos estaban en pie e iban al río para lavarse. Es la hora más fría del día, pero mientras nosotros nos envolvíamos con la sábana o la manta oíamos cómo se sumergían y chapoteaban esos tempranos bañistas. La lluvia o el viento les daba igual: nunca se privaban de su baño matinal.

El pescado era aquí muy escaso y teníamos que vivir casi totalmente a base de aves de corral, las cuales, aunque son muy agradables cuando están bien asadas y se acompañan de mermelada y salsa, son bastante insípidas cuando se presentan simplemente hervidas o guisadas, sin variación ninguna en la preparación y sin verduras. Tan completamente me había habituado a la vida en esta parte del país que, como todos los demás, prefería el pescado a cualquier otro alimento. No se cansa nunca uno de él; y repetiré de nuevo que creo que hay aquí pescado superior a cualquier otro del mundo. Las gallinas nos costaban un penique cada una, pagados en anzuelo de pesca o sal, por lo que no resultaban un alimento tan caro corno en nuestra patria. En realidad, si una persona compra anzuelos, sal y otras cosas en Pará, en donde valen más o menos la mitad que en Barra, el precio de una gallina no sobrepasará el medio penique; y el pescado, pacovas y otros comestibles que produce el país cuestan proporcionalmente lo mismo. Una cesta de fariña, que le dura a una persona muy bien un mes, cuesta unos tres peniques; por tanto, con muy poco gasto un hombre puede obtener lo suficiente para vivir. Aquí los indios hacen su pan de mandioca de modo muy distinto, y superior, a los de los ríos adyacentes. Está compuesto en su mayor parte de tapioca, que mezclan con una pequeña cantidad de raíz de mandioca preparada, formando una torta blanca, gelatinosa y granulosa que en cuanto uno se acostumbra un poco a ella resulta muy agradable y es muy codiciada por todos los comerciantes blancos del río. Ellos apenas toman fariña, pero la elaboran para venderla; y como extraen la tapioca, que es la parte glutinosa y pura de la raíz, para hacer su propio pan, mezclan el resto con un poco de mandioca fresca para hacer la fariña, que es entonces de muy mala calidad; sin embargo, es tal el estado de la agricultura en Río Negro que la ciudad de Barra depende en gran medida de este alimento rechazado por los indios, por lo que todos los años se compran varios miles de alqueires (Alqueire: medida de capacidad destinada a medir fariña, que correspondía en Pará a cerca de 30 kg. (N. del T.)) y en su mayor parte se envían allí.

El alimento principal de estos indios es el pescado, y cuando no obtienen éste ni cazan, hierven algunos pimientos en los que untan su pan. En varios lugares donde nos detuvimos, ofrecieron esto a nuestros hombres, quienes comieron con gusto un alimento tan picante. También abundan los ñames y boniatos, que forman con los pacovas un importante elemento de sus reservas de comestibles. Tienen también unas bebidas deliciosas hechas con los frutos de las palmeras assaí, baccába y patawá, así como varios otros frutos.

Las grandes saübas y las hormigas blancas son un lujo ocasional, y cuando no queda nada, en la estación húmeda, comen grandes lombrices de tierra, los cuales, cuando la tierra en la que viven queda inundada, suben a los árboles y habitan en las hojas ahuecadas de una especie de Tillandsia, en donde se reúnen por miles. No es sólo el hambre lo que les hace comer este gusano, pues a veces lo hierven con el pescado para darle un sabor extra.

Consumen grandes cantidades de mandioca haciendo caxirí para las festas, las cuales se celebran continuamente. Como yo no había visto una danza oficial, el Señor L. pidió al Tushaúa que hiciera un poco de caxirí e invitara a sus amigos y vasallos a la danza, para que la viera el extranjero blanco. Aceptó en seguida, y como íbamos a marchar en dos o tres días envió de inmediato un mensajero a las casas de los indios vecinos para hacerles saber el día y solicitarles el honor de su compañía. Como tenía que celebrarse enseguida, sólo pudo citarse a los que vivían en inmediata vecindad.

El día designado, tuvieron lugar muchos preparativos. Las muchachas acudían repetidamente al río, a primeras horas de la mañana, para llenar sus cántaros y completar la preparación del caxirí. Durante la mañana se atareaban en quitar las hierbas por alrededor de la "maloca", y barrer y rociar con agua el interior. Las mujeres traían leña seca para las fogatas, y los hombres jóvenes andaban en grupos tejiendo coronas de paja o disponiendo otros elementos de su ornamentación. Por la tarde, cuando llegué del bosque, varios de ellos estaban dedicados a pintarse, mientras que otros habían completado ya esa operación. Las mujeres se habían pintado a sí mismas o unas a otras, y presentaban un dibujo preciso en colores negro y rojo por todo el cuerpo, tenían algunos círculos y líneas curvas en las caderas y pechos, mientras que en los rostros la moda predominante parecía consistir en puntos redondeados de color bermellón brillante. Suelen derramar por la parte posterior de la cabeza y el cuello el zumo de un fruto que produce unas manchas de hermoso color negro purpúreo, el cual, al caer goteando por la espalda, produce lo que ellos consideran sin duda un dishabille muy elegante. Estas beldades moteadas se dedicaban ahora a realizar la misma operación para sus esposos y novios, unos de pie, otros sentados, pero dirigiendo a las artistas con respecto al modo de disponer las líneas y tintes a su gusto.

Preparamos la cena bastante pronto, y hacia la puesta del sol, cuando recién habíamos terminado, llegó un mensajero para notificarnos que la danza se había iniciado y que el Tushaúa solicitaba nuestra compañía. Por tanto, nos dirigimos en seguida a la "maloca" y, al llegar al apartamento privado del extremo circular, fuimos cortésmente recibidos por el Tushaúa, quien llevaba puesto sólo su camisa y pantalones y nos pidió que nos sentáramos en las maqueiras. Tras unos minutos de conversación me di la vuelta para mirar la danza, que se estaba realizando en el cuerpo principal de la casa, en un gran espacio libre alrededor de las dos columnas centrales. Ejecutaban la danza un grupo de unos quince o veinte hombres de mediana edad; formaban un semicírculo, cada uno con la mano izquierda en el hombro derecho de su vecino. Todos llevaban sus adornos completos de plumas, y ahora veía yo por primera vez el tocado de cabeza, o acangatára, que ellos tanto valoran. Se compone de una corona de plumas rojas y amarillas dispuestas en hileras regulares y firmemente unidas a una fuerte banda tejida o trenzada. Las plumas son todas de la espalda del gran guacamayo rojo, pero no las que este pájaro posee naturalmente, pues estos indios tienen un arte curioso por el cual cambian los colores de las plumas de muchas aves.

Quitan las plumas que desean pintar e inoculan, en la herida reciente, la secreción lechosa de la piel de una pequeña rana o sapo. Cuando las plumas vuelven a crecer de nuevo, son de un brillante color amarillo o naranja, sin la menor mezcla de azul o de verde, tal como sucede en el estado natural del pájaro; se dice que si les vuelven a quitar las plumas nuevas, saldrán siempre del mismo color sin necesidad de otra operación. Las plumas se renuevan lentamente, y se necesita gran número de ellas para hacer una corona, siendo esa la razón de que el dueño de la corona la estime tanto y sólo se separa de ella en caso de la mayor necesidad.

En el peine de la parte alta de la cabeza hay una pluma hermosa y ancha de las cobertoras de la cola de la garceta blanca, o más raramente de las cobertoras inferiores de la cola del gran águila harpía. Son grandes, blancas como la nieve, sueltas y cubiertas de plumón, y de belleza casi igual a una pluma blanca de avestruz. Los indios mantienen estas nobles aves en grandes jaulas o casas abiertas, alimentándolas con aves de corral (de las que consumen dos al día), sólo para obtener el beneficio de estas plumas; pero como las aves son raras, y sólo se obtienen crías con dificultad, sólo unos pocos poseen este ornamento. De los extremos del peine cuelgan hacia la espalda cordones hechos con pelo de mono y decorados con pequeñas plumas, y en las orejas llevan pequeños plumones, todo lo cual forma en conjunto un tocado de cabeza imponente y elegante en extremo. Todos esos bailarines llevaban también la piedra cilíndrica de gran tamaño, el collar de cuentas blancas, el cinturón de dientes de onza, las ligas y las sonajas de los tobillos. Algunos llevaban también un curiosísimo ornamento, cuya naturaleza me asombró: era o bien un collar o bien una corona alrededor de la frente, según la cantidad que poseyeran, consistente en pequeñas piezas curiosamente curvas de color blanco con un delicado tono rosáceo y con el aspecto de conchas o esmalte. Dicen que las obtienen de los indios del Japurá y de otros ríos, y que son muy caras, pues sólo tres o cuatro piezas cuestan un hacha. A mí me parecían más que otra cosa la parte del labio de una gran concha cortada en piezas perfectamente regulares, pero tan regulares de tamaño y forma que dudé de nuevo de que pudiera tratarse de conchas o de que esos indios pudieran darle esa forma.

En las manos llevaban una lanza, un haz de flechas o la maraca de calabaza pintada. La danza consistía simplemente en un paso regular hacia el lado, por lo que los ejecutantes daban vueltas y más vueltas en círculo; la fuerte pisada simultánea, el ruido de los ornamentos de la pierna y las calabazas, y el canto de unas cuantas palabras repetidas en tono profundo, producían un efecto muy marcial y animado. En determinados intervalos se unían las mujeres jóvenes, ocupando su lugar cada una entre dos hombres, a quienes cogían con el brazo por alrededor de la cintura, la cabeza inclinándose hacia adelante bajo el brazo estirado, lo cual, como las mujeres tenían todas poca estatura, no interfería mucho con sus movimientos. Mantenían su posición durante una o dos vueltas, y después, a una señal, se retiraban para sentarse en sus escabeles o en el suelo hasta que llegara el momento en que tuvieran que ocupar de nuevo su puesto. La mayoría de ellas llevaba el "tanga" o pequeño delantal de cuentas, aunque algunas estaban completamente desnudas. Varias de ellas llevaban grandes pendientes cilíndricos de cobre, tan pulidos que parecían de oro. Estos, y las ligas, formaban sus únicos ornamentos; los collares, brazaletes y plumas estaban totalmente monopolizados por los hombres. La pintura con la que decoraban su cuerpo producía un efecto muy bonito y les daba casi el aspecto de estar vestidas; y como tal debían considerarlo ellas; sin embargo, como muchos de los que no hayan presenciado esta extraña escena quizá disientan de lo que digo, he de añadir que hay mucha más inmodestia en las prendas transparentes y de color carne de nuestras bailarinas en la escena que la absoluta desnudez de estas hijas de la selva.

En el espacio abierto que había fuera de la casa un grupo de hombres jóvenes y muchachos que no poseían la vestimenta completa, bailaban del mismo modo. Sin embargo, iniciaron en seguida lo que puede llamarse la danza de la serpiente. Habían hecho dos enormes serpientes artificiales con ramitas y matorrales unidos con sipós, de treinta a cuarenta pies de largo y alrededor de un pie de diámetro, formando la cabeza con un haz de hojas de la Umbo6ba (Cecropia), pintada con un brillante color rojo, lo que la convertía en un reptil de aspecto formidable. Se dividían en dos grupos de doce o quince personas, levantaban la serpiente sobre sus hombros e iniciaban la danza.

Imitaban en el baile las ondulaciones de la serpiente, levantando la cabeza y girando la cola. Avanzaban y retrocedían, manteniéndose en paralelo, y acercándose cada vez más a la puerta principal de la casa. Finalmente, llevaron las cabezas de las serpientes hasta la misma puerta, pero aún retrocedieron varias veces. Los que estaban en el interior habían concluido la primera danza, y tras varias aproximaciones más, entraron las serpientes con una carrera repentina y se separaron, yéndose una por el lado derecho y la otra por el izquierdo. Seguían con el paso de avance y retirada, hasta que al fin, habiendo recorrido cada una un semicírculo, se encontraron cara a cara. Llegadas a este punto, las dos serpientes parecían inclinadas a luchar, y sólo tras muchas retiradas y sacudidas de la cabeza y la cola decidieron pasar corriendo una al lado de la otra. Tras una o dos vueltas más, salieron fuera de la casa, dándose por concluida la danza, que parecía haber satisfecho mucho a todos los espectadores.

Durante todo este tiempo, se suministró caxirí en abundancia, dedicándose tres hombres constantemente a llevarlo a los huéspedes. Uno detrás de otro, se acercaban al centro de la casa, con una gran calabaza en cada mano, medio inclinándose, con una especie de danza apresurada, y haciendo un curioso sonido zumbante: al llegar a la puerta, se separaban yéndose cada uno por un lado y distribuían la calabaza entre todos los que quisieran beber. En uno o dos minutos, estaban completamente vacías y los coperos regresaban para llenarlas, llevándolas siempre con esas formas peculiares que constituían, evidentemente, la etiqueta de los servidores de caxirí. Como cada calabaza contenía algo más de dos cuartos (Cuartos de galán. Unos dos litros. (N. del T.)), la cantidad bebida durante toda la noche siguiendo con este proceso debió ser muy grande.

Luego se presentó el Capí, del que ya sabía algo por un relato del Señor L. Se adelantó un anciano con un gran cacharro de barro recién pintado que puso en el centro de la casa. Se sentó entonces en cuclillas tras el cacharro, lo removió y sacó dos pequeñas calabazas llenas sosteniendo una en cada lado. Tras un momento de pausa, se adelantaron dos indios con arcos y flechas o lanzas en las manos. Cada uno de ellos tomó una taza y la bebió, arrugó la cara, pues es muy amargo, y permaneció inmóvil durante medio minuto. Después hicieron restallar los arcos, agitaron las lanzas, golpearon el suelo con los pies y volvieron a sus sitios. Se llenaron nuevamente los pequeños cuencos y otros dos les siguieron con un resultado similar. Algunos, sin embargo, se volvían más excitados, corrían furiosamente, lanza en mano, como si fueran a matar algún enemigo, gritaban y golpeaban el suelo con los pies salvajemente, parecían muy belicosos y terribles, pero luego, como los demás, regresaban tranquilamente a sus lugares. La mayoría de ellos recibía un murmullo o una salva de aplausos de los espectadores, lo cual se produce a veces también durante la danza.

En ese momento, había en la casa por lo menos trescientas personas entre hombres, mujeres y niños; durante todo el tiempo se mantenía una conversación en voz baja, y cincuenta pequeños pífanos y flautas tocaban constantemente, cada uno por su lado, produciendo una confusión no demasiado armoniosa. Tras oscurecer, se encendió un gran fuego en el centro de la casa, y como a intervalos llameaba brillantemente, iluminando a los danzarines pintados y tocados con plumas y a los numerosos y extraños grupos que en toda variedad de posturas se distribuían por la gran casa, sentí el deseo vehemente de que un habilidoso pintor hiciera justicia a una escena tan nueva, pintoresca e interesante.

Se habían encendido también varios fuegos en el exterior de la casa y los hombres jóvenes y muchachos se divertían saltando sobre ellos cuando llameaban furiosamente' operación que parecía bastante peligrosa puesto que iban desnudos. Tras haber estado allí unas tres horas, fuimos a despedirnos del Tushaúa, antes de retirarnos a nuestra casa, pues yo no tenía muchas ganas de quedarme con ellos toda la noche. Lo encontramos con algunos visitantes, fumando, lo que en estas ocasiones se realiza de un modo muy ceremonioso. El cigarro tiene unas ocho o diez pulgadas de longitud y casi una pulgada de diámetro, está hecho de tabaco machacado y secado encerrado en un cilindro formado por una gran hoja enroscada en espiral. Se coloca en un porta-cigarros de dos pies de longitud, como un gran tenedor de dos dientes. La base es puntiaguda, por lo que cuando no se utiliza puede clavarse en el suelo. Nos ofrecieron el cigarro y el Señor L. tomó varias chupadas por los dos, pues es un gran fumador. El caxirí era muy bueno (aunque la torta de mandioca con la que se hace la mastica una cuadrilla de ancianas), y agradó mucho a la señora del Tushaúa que vaciara la calabaza que me ofreció y dijera que era "purángareté" (excelente). Dijimos entonces "Eré" (adiós) y bajamos por el tosco sendero hasta nuestra casa, junto al río, para dormirnos con el murmullo ronco de la catarata. A la mañana siguiente la danza aún proseguía, pero como el caxirí casi se había terminado, finalizó hacia las nueve cuando los diversos huéspedes se despidieron.

Durante la danza llegó del Río Apaporis Bernardo, un indio de São Jeronymo. El Señor L. le había enviado un mensaje por medio de su hijo (que había venido con nosotros) para que le consiguiera algunos muchachos y muchachas indios, y venía ahora para hablar del asunto. La operación consistía en atacar alguna "maloca' de otra nación y capturar a todos los que no huyeran o murieran. El Señor L. había ido con frecuencia a estas expediciones y había escapado algunas veces por muy poco de las lanzas y las flechas envenenadas. En Ananárapicóma había un indio con una terrible cicatriz sobre un hombro y parte de la espalda, consecuencia de una descarga de munición B.B. que le había disparado el Señor L. en el momento en que él se volvía con su amo y flecha: ahora son excelentes amigos y hacen negocios juntos. Los "negociantes".(Sic. (En portugués en el original) (N. del T.)) y autoridades de Barra y Pará piden a los que comercian con los indios que les procuren un muchacho o muchacha, sabiendo bien cual es la única manera en que pueden obtenerlos; en realidad, el Gobierno autoriza en cierta manera la costumbre. Hay algo que puede decirse en su favor, pues los indios se hacen la guerra unos a otros -principalmente los nativos de las márgenes del río con los de los igaripés más distantes- para conseguir sus armas y ornamentos, y para vengar cualquier injuria, real o imaginaria, matando entonces a todos los que pueden y reservándose sólo algunas jóvenes para esposas. Sin embargo, la esperanza de vendérselos a los comerciantes les induce a salvar la vida de muchos que de otra manera serían asesinados. Estos son educados entonces hasta un cierto grado de civilización (aunque dudo mucho de que estén mejor o sean más felices que en sus selvas nativas), y aunque en todo momento son maltratados, son libres y pueden abandonar a sus amos siempre que lo deseen, lo cual, sin embargo, hacen raramente si han sido apresados siendo muy jóvenes. Dos personas de Barra, una de ellas el delegado de policía, le habían pedido al Señor L. que le proporcionara una chica india, y como este hombre sabía mucho del asunto estaba acordando con él, suministrándole pólvora y munición, pues tenía una escopeta, y dándole algunas mercancías para que pagara a otros indios que le ayudaran, y para hacer algún pequeño negocio al mismo tiempo si tenía la oportunidad. Tenía que regresar como máximo en quince días y nosotros le esperaríamos en São Jeronymo.

El Tushaúa nos hacía una visita casi todos los días, para hablar un poco y tomar a veces una taza de café. Su esposa y algunas de sus hijas, que poseían una "saía" (Especie de falda de una pieza de tela. (N. del T.)), venían también con frecuencia y nos traían pacovas, torta de mandioca y otras cosas, esperando siempre que se las pagáramos. Compramos aquí una serie de escabeles y cestas que costaban cinco o seis anzuelos cada una; también aves de corral, papagayos, trompeteros y otras aves domesticadas. Cuando llegamos por primera vez casi todos los habitantes vinieron a visitarnos, queriendo saber lo que habíamos traído para vender; extendimos por tanto todo nuestro stock de anzuelos de pesca, cuchillos, hachas, espejos, cuentas, cabezas de flecha, algodones, calicos, que ello manejaron y admiraron en lenguas ininteligibles durante unas dos horas. Es necesario hacer esta exposición en todos los pueblos, pues ellos no traen nada para vender a menos que sepan de antemano que tú tienes lo que ellos desean a cambio.

Dos días después de la danza nos despedimos de Jauarité, y hacia el mediodía Regábamos a Jukeíra, donde habíamos decidido pasar otra semana. No había aquí ninguna casa para acomodo de los viajeros, por lo que tuvimos que tomar posesión de un cobertizo desocupado que el Tushaúa nos había preparado, y donde pronto nos vimos expuestos a una peste que abunda en las casas de todos los indios, los "bichos do pé" o chegoes. Esto no era todo, pues les murciélagos chupadores de sangre eran abundantes y la primera noche mordieron al Señor L. y también a su hijito, quien por la mañana presentaba un aspecto fantasmal, con ambas piernas muy heridas y manchadas de sangre. Sólo tenía una mordedura en el dedo gordo del pie, pero como la sangre fluyó abundantemente y el muchacho estuvo inquieto durante la noche había conseguido producir el efecto sanguinario que he mencionado. Varios indios fueron también mordidos, pero yo escapé siempre envolviéndome bien los pies en la manta.

Aquí, los caminos de la selva no eran -tan buenos como en Jauarité, y me proporcionaron pocos insectos; los indios, sin embargo, eran mejores para traerme aves y peces. Conseguí algunas pequeñas tángaras muy hermosas y varios peces nuevos. En un pequeño lote de peces, que me trajeron en una calabaza, había siete especies distintas, cinco de las cuales eran totalmente nuevas para mí. Abundaba aquí una especie de Chalceus, llamado Jatuarána, delicioso de comer, casi igual al Waracú, pero como él lleno de espinas ahorquilladas, por lo que hacía falta mucha práctica y un manejo delicado para extraerlas, pues de otro modo podían producir peligrosos efectos. Estaban aquí varios indios de la nación Coveu, de una zona del río considerablemente más alta. Se distinguen porque se han horadado el lóbulo de la oreja haciendo un agujero tan grande que pueden meter en él un trozo de madera del tamaño de un corcho de botella común. Cuando entramos en su casa pusieron ante nosotros, en el suelo, pescado ahumado y torta de mandioca, diciendo el Señor L. que esa es la costumbre general en la parte alta del río, en donde los indios no han perdido sus costumbres primitivas al relacionarse con los blancos. El Señor L. había comprado una cantidad de "coroá" (las fibras de una especie de Bromelia, muy parecida al lino), y puso a éstos y otros indios a torcería para convertirla en hilo, lo que hacen enrollándolas sobre el pecho y formando una cuerda muy fina y retorcida de dos ramales, con la cual se anudan las maqueiras. Cada uno, en dos o tres días, producía una bola de cuerda de un cuarto de libra de peso, y se contentaban con un pequeño cuenco de sal o medía docena de anzuelos como pago.

En uno o dos días de sol brillante, revoloteó por los alrededores de la casa una hermosa Papilio, posándose en el suelo en los lugares húmedos: conseguí capturar dos ejemplares; es semejante a la P. thoas, y probablemente es una especie nueva. Fue mi única captura digna de mención en Jukeíra. Había visto la misma especie en Jauarité, pero no pude capturar ningún ejemplar. Compré uno de los guacamayos rojos pintados que mencioné antes. El Señor L. era aquí un verdadero mártir de los chegoes, extrayéndose con frecuencia diez o doce en un día, por lo que sus pies estaban tan llenos de agujeros y heridas que el caminar le resultaba muy doloroso, tal como yo había experimentado en Cobáti y Javíta. Sin embargo, yo escapé bastante bien, teniéndome que quitar raras veces más de dos o tres, creo que en parte por estar mucho tiempo en la selva y por llevar siempre zapatillas en la casa. Cuando una persona sólo tiene uno o dos de vez en cuando, es algo de poca importancia, y puede pensar, como hice yo durante mucho tiempo, que el terror a los chegoes es totalmente innecesario y que los relatos de sus persecuciones se exageran demasiado. Pero que cualquiera de los que así piensan realice un viaje a esta parte del país, viva un mes en una casa india y se desengañará así completamente.

Tras permanecer aquí seis días, como había poco que hacer, seguimos nuestro camino hacia São Jerónymo. Al segundo día, por la mañana, llegamos a Urubuquárra, la "maloca" de Bernardo, situada un poco más arriba de las cataratas. Desde este lugar hay un camino de unas tres millas a través del bosque que conduce al pueblo; y como no había aquí indios para ayudarnos a pasar las cataratas, tuvimos que ponernos a trabajar llevando parte de la carga por él. Por la tarde llegó el hijo de Bernardo, que había regresado antes que nosotros con una canoa cargada de fariña, y nos preparamos para pasar las cataratas a la mañana siguiente. El río había crecido considerablemente desde que subimos, y alcanzaba ahora el punto más alto que se había conocido en varios años, siendo por tanto los rápidos proporcionalmente más peligrosos. Preferí por tanto ir a través del bosque, llevando conmigo dos pequeñas cajas, las cuales contenían los insectos que había capturado y mis dibujos de los peces; la pérdida de éstas cosas hubiera sido irreparable. La mañana era hermosa y di un paseo agradable aunque el camino era muy escabroso en algunas partes, con agudas subidas y bajadas en el cruce de varios pequeños torrentes. Al llegar a São Jeronymo, esperé al Señor L. en la casa del Señor Augustinho, el joven brasileño al que había mencionado antes, el cual había regresado de Jauarité antes que nosotros con más de cien alqueires de fariña. Hacia el mediodía se produjo una tremenda tormenta de viento y lluvia y por la tarde llegó el Señor L. con la canoa, totalmente empapado; me dijo que habían cruzado por un paso muy peligroso, que una parte del camino donde la carga tenía que transportarse a través del bosque estaba inundada con el agua a la altura del pecho; y que en algunos puntos la violencia de la corriente era tan grande que habían escapado por poco de ser arrastrados hasta la gran catarata y de haberse deshecho contra las rocas.

Había aquí una buena casa para los viajeros (aunque sin puertas), y tomamos posesión de ella para pasar una semana o diez días. Llenamos casi la casa con fariña, resina, cestas, escabeles, ollas y cazuelas de barro, maqueiras, etc.; teníamos también casi cien aves de corral, que habían venido amontonadas en dos enormes cestas cuadradas y estaban muy satisfechas ahora de gozar de su libertad; también teníamos una gran colección de aves domesticadas, papagayos, guacamayos, periquitos, etc. Que no dejaban de graznar y gritar, lo que no resultaba siempre demasiado agradable. Todas estas aves estaban sueltas y volaban por el pueblo, pero regresaban generalmente para comer. Los agamís y guacos andaban por las casas de los indios y a veces no aparecían en varios días; pero como los habían criado desde el nido, a veces incluso desde el huevo, no había peligro que se escaparan al bosque. Poseíamos nueve hermosos papagayos pequeños de cabeza negra que todas las noches se metían ellos solos en una cesta que les habíamos preparado para dormir.

Por lo que había visto en este río, no existe otro lugar para procurarse una buena colección de aves y animales vivos; esto, junto con el deseo de ver mejor un país tan interesante y tan completamente desconocido, me indujo, tras madura deliberación, a abandonar de momento el viaje que tenía preparado a los Andes sustituyéndolo por otro por el río Uaupés arriba, por lo menos hasta las cataratas Juruparí (del Diablo), la "última Thule" de la mayoría de los comerciantes, aproximadamente a un mes de viaje río arriba desde su desembocadura. Varios comerciantes que habían llegado a Sao Jeronymo desde arriba, así como los indios más inteligentes, me aseguraron que en las zonas superiores hay muchas aves y animales que no se encuentran más abajo. Pero lo que atrajo por encima de todo fue la información de que se encontraba allí una especie blanca de la famosa cotinga-sombrilla. La información que sobre este punto me dieron varios era tan positiva, que aunque me sentía inclinado a dudar de la existencia de tal ave no podía darme por satisfecho sin un intento más, pues incluso aunque no la encontrara no me cabía duda de que obtendría muchas especies nuevas que me servirían de recompensa. Lo peor de todo era que debía ir hasta Barra y regresar, un viaje de mil quinientas millas, lo que resultaba muy desagradable. Pero no había más remedio, pues tenía numerosas colecciones misceláneas aquí y en Guía, así como las que dejé en Barra, que tenía que empaquetar y enviar a Inglaterra si no quería verlas destruidas por la humedad y los insectos. Además, no podía realizar un viaje de varios meses por esta parte salvaje del río sin llevar un suministro abundante de los elementos necesarios así como artículos para comerciar con los indios, todo lo cual sólo podía obtenerlo en Barra; asimismo, la mejor estación para ascender por el río no llegaría hasta dos o tres meses después, por lo que no podría hacer nada si me quedaba aquí. Los meses de noviembre, diciembre, enero y febrero son los de "vasante", o aguas bajas, y entonces está la estación veraniega, cuando el río presenta un aspecto totalmente distinto y mucho más agradable, estando bordeado por todas partes de hermosas playas de arena o rocas, en las que se puede comer y dormir con comodidad a cualquier hora. Entonces los peces son mucho más abundantes; se dice que se encuentran tortugas de una nueva especie en la arena, en la parte alta del río, y que ponen abundantes huevos; entonces han madurado los deliciosos frutos de las palmeras baccába y patawá, y las aves e insectos de todo tipo se pueden conseguir más fácilmente. Esperaba por lo tanto pasar estos cuatro meses allí, para poder descender a Barra, y desde allí a Pará, a tiempo de regresar a Inglaterra en julio o agosto, con una colección numerosa y valiosa de animales vivos.

Por causa de éstos, principalmente, había decidido regresar a Inglaterra un año antes del tiempo que me había fijado, pues era imposible enviarlos sin una asistencia y cuidados personales.

Una vez que me había decidido así, ¡qué placer pensar en el calor del hogar! ¡Qué paradisíaca me parecía esa tierra distante! ¡Cómo pensé en los muchos placeres simples, perdidos durante tiempo -los campos verdes, los agradables bosques, los senderos floridos, los limpios jardines- todo lo que aquí es tan desconocido! ¡Qué visiones conjuré de la chimenea, de la mesa del té, rodeada de rostros familiares! ¡Qué lujo me parecía algo tan simple como el pan y la mantequilla! ¡Y pensar que quizá en un breve año podría tener todo eso! Tanto placer había en pensar eso que me hizo saltar por encima de los largos meses, las fatigosas horas, los problemas y molestias de tediosas jornadas que tenía que soportar primero. Me pasaba varias horas paseando en solitario y pensando en el hogar; todos los años anteriores que había estado pensando en esta tierra tropical no lo hice ni con la mitad de deseo con el que ahora esperaba volver a casa de nuevo.

La estancia en São Jeronymo se prolongó porque Bernardo no aparecía. Los insectos no eran ni siquiera tan abundantes como en Jauarité; pero solía encontrar algo en mis caminatas y obtuve dos hermosas especies de Satyrldae que me eran totalmente nuevas. En un pequeño claro de una zona arbustácea que se encuentra aproximadamente a una milla de distancia del pueblo me satisfizo encontrar abundantes orquídeas. Nunca había visto tantas juntas en un solo lugar; era un campo de orquídeas totalmente natural. En un paseo de una hora, vi unas treinta especies diferentes; algunas eran plantas diminutas, apenas más grandes que musgos, y había una gran especie semiterrestre, que crecía en racimos de ocho o diez pies de altura. Sólo muy pocas estaban florecidas, y la mayoría de ellas eran muy pequeñas, aunque hermosas. Sin embargo, un día quedé muy complacido al encontrar de repente una flor magnífica: crecía del tallo podrido de un árbol, justo al nivel de los ojos, era un racimo de cinco o seis floraciones que tenían unas tres pulgadas de diámetro, casi totalmente redondas, y de un color que variaba desde un delicado y claro pajizo a un rico y profundo amarillo, en la parte basal del labellum. ¡Qué exquisita hermosura presentaba en esa zona salvaje, arenosa y estéril! Uno o dos días después encontré otra hermosa especie, cuyas flores, a diferencia de lo que es habitual en esta familia, tenían muy escasa duración, abriéndose por la mañana y durando un solo día. La vista de éstas me hizo pensar en tratar de enviar algunas a Inglaterra, pues probablemente en un lugar tan distante o inexplorado habría muchas especies nuevas. Empecé por tanto a llevarme a casa unas cuantas cada día, y empaquetándolas en cestas de fariña vacía las puse debajo de un tosco entablado con algunas hojas de plátano para que les sirviera de defensa contra el calor del sol hasta que estuvieran dispuestas a embarcar. Tenía bastantes dudas con respecto al resultado, pues no podrían llegar a Inglaterra antes del invierno, lo que podría hacerles daño; pero en el siguiente viaje esperaba conseguir una colección mayor de estas hermosas e interesantes plantas, pues entonces llegarían en la buena estación del año.

São Jeronymo es famoso por su abundancia de peces, pero en esta estación son difíciles de encontrar en todos los lugares. Sin embargo, casi todos los días teníamos suficiente pescado para el desayuno y la cena, y apenas pasaba un día sin que pudiera añadir algunas clases nuevas y extrañas a mi colección. En estos ríos, los peces pequeños tienen una variedad maravillosa, y la gran proporción de especies que aquí había, p diferencia de las que había observado en Río Negro, me hizo esperar que en la parte más alta del río encontraría algunos casi totalmente nuevos.

Aquí nos veíamos casi totalmente libres de los chegoes, pero teníamos otra plaga mucho peor por ser más continua. En todas las partes del río habíamos sufrido más o menos por los piums, pero aquí se encontraban tan innumerables miriadas que resultaba casi imposible sentarse durante el día. Resultaba extraordinario que antes de este año no hubieran sido conocidos nunca en el río. El Señor L. y los indios afirmaban que hasta entonces un pium había sido algo muy raro, mientras que ahora abundaban tanto como en sus peores guaridas. Habiendo descartado hacía tiempo el uso de calcetines en estas "altitudes", y no habiendo previsto tal plaga, no me había traído ni un solo par, que me habría resultado muy útil para defender los pies y los tobillos en la casa, pues el pium, a diferencia del mosquito, no atraviesa ningún tipo de cobertura, por muy delgada que sea ésta.

Quien no lo haya experimentado, a duras penas podrá imaginar los tormentos que sufría cuando despellejaba un ave o dibujaba un pez. Tenía los pies tan recubiertos por los pequeños puntos sanguinolentos producidos por sus picaduras que parecían ser de un color rojizo oscuro, además de estar muy hinchados e inflamados. Las manos sufrían de modo similar, aunque en menor grado por hallarse constantemente en movimiento. El único modo de descansar un poco durante el día era envolver las manos y los pies en una manta. Los indios cerraban sus casas, pues estos insectos no pican en la oscuridad, pero como nosotros no teníamos puerta no podíamos recurrir a esa solución. El que estas plagas aparezcan así, tan de repente, y en gran número es un misterio que soy totalmente incapaz de explicar.

Cuando llevábamos aquí aproximadamente una semana, unos indios que habían sido enviados a Guía con una pequeña carga de fariña regresaron y nos trajeron la noticia de dos muertes que habían tenido lugar en el pueblo después de irnos nosotros. Una era la de Jozé, un pequeño muchacho indio que había en la casa del Señor L. y que se había matado a sí mismo comiendo suciedad -un hábito muy común y destructivo entre los indios y mestizos en las casas de los blancos. Se habían intentado todos los medios para curarle de este hábito; le habían purgado, azotado y encerrado en el interior, pero cuando no se le ofrecía ninguna otra oportunidad, podía obtener un abundante suministro en las paredes de barro de la casa. Los síntomas producidos eran hinchazón de todo el cuerpo, rostro y miembros, por lo que apenas podía andar, y como no se habían cuidado mucho de él después de que nos fuéramos se comió sus excrementos y murió.

El otro era un indio anciano, el Juiz de la festa de San Antonio, y su muerte se produjo poco después de nuestra partida. Había sido envenenado con caxirí en el que habían puesto el jugo de una raíz que produce terribles efectos: la lengua y la garganta se hinchan, se pudren y se caen, y los mismos efectos parecen tener lugar en el estómago y los intestinos, hasta que al cabo de dos o tres días el paciente muere tras una gran agonía. No se sabía quién le había envenenado, aunque se sospechaba de una mujer joven, hermana de un indio que había muerto en el pueblo poco antes, y cuya muerte imaginaban causada por encanto o brujería; el último asesinato era probablemente una venganza de esa supuesta ofensa. Aquí se desconocen las investigaciones del fiscal, por lo que el pobre hombre fue enterrado sin que se pensara más en el asunto; quizá sus amigos recurrieran a los mismos medios para hacer pagar la culpa a los sospechosos.

Unos días después moría un muchacho en São Jeronymo y durante varias horas hubo muchos llantos y lamentos sobre su cuerpo. Quemaron su maqueira, arco y flechas en un fuego hecho en la parte trasera de la casa, dentro de la cual fue enterrado, siguiendo la costumbre universal de estos indios, y su madre prosiguió con los lúgubres lamentos durante varios días.

Durante el tiempo que estuve allí sólo pude añadir a mis colecciones un tamandua de cola prensil y uno de los pequeños monos nocturnos, llamado "Juruparí Macaco" o mono del diablo, una especie muy cercana a la llamada 10, que habita en el Solim5es. Tras esperar ansiosamente durante quince días, Bernardo apareció con tres de sus esposas y una hueste de hijos: no había obtenido éxito en el ataque proyectado, pues los grupos se habían enterado de sus movimientos y se habían escondido. Había tomado todas las precauciones, entrando por un río distinto de aquel por el que haría el ataque, y penetrando por el bosque; pero sus movimientos se consideraron sin duda sospechosos y los indios pensaron que sería más seguro alejarse de su camino; sin embargo, confiaba en lograrlo la próxima vez en otro lugar, donde pensaba que podría llegar sin que su presencia fuera conocida.

No teniendo ya ninguna razón para más retrasos, cargamos las canoas y a la mañana siguiente abandonarnos Sao Jeronymo, de regreso a Guía, a donde llegarnos la mañana del día veinticuatro tras haber estado ausentes en nuestro viaje cincuenta días.

El acontecimiento más importante que se había producido en el pueblo había sido la llegada desde Barra de Manoel Joaquim, un brasileño mestizo, que residía en Guía desde hacía algún tiempo. Este hombre era un ejemplo de la clase de hombres blancos que se encuentran en Río Negro. Había sido soldado y se había visto envuelto en alguna de las numerosas revoluciones que se habían producido en Brasil. Se decía que había asesinado a su esposa y que por eso, o por algunos otros crímenes, había sido desterrado a Río Negro, en lugar de ser ahorcado tal como se merecía. Aquí acostumbraba a amenazar y disparar a los indios, a quitarles las esposas e hijas, y a golpear a la mujer india que vivía con él, por lo que ésta se veía obligada a esconderse durante varios días en la selva. La gente de Guía decía que había asesinado a dos jóvenes indias y que había cometido otros muchos crímenes horribles. Antes habla sido amigo del Señor L., pero hacía uno o dos años se había peleado con él y había tratado de incendiar su casa; también había tratado de disparar a un viejo soldado mulato que era amigo del Señor L. Por estos y otros crímenes, el Subdelegado de Policía le había procesado y, tras oír los testimonios contra él de los indios y el Señor L., quería enviarlo prisionero a Barra, pero no podía hacerlo por no tener fuerzas a su mando. Acudió por tanto entonces al Comandante de Marabitánas, que se hallaba en esos momentos en Guía; pero éste era "compadre" (En portugués en el original. (N. del T.)) de Manoel Joaquim, se puso de su parte y no lo envió como prisionero, sino que lo dejó ir en su propia canoa, acompañado por dos soldados y llevando una carta de recomendación del Comandante en su favor. Esto había sucedido poco antes de que partiéramos para el Uaupés; y ahora nos encontramos con que Manoel Joaquim había vuelto con gran triunfo: prodigando saludos y cohetes en todos los pueblos por los que pasaba. Había ido a Marabitánas; pero al cabo de uno o dos días regresó trayendo algunas cartas y papeles de Barra. También traía una carta al Señor L. del Delegado de Policía de Barra diciendo que Manoel Joaquim se había presentado, y que él (el Delegado) le había preguntado si venía como prisionero; que él contestó "no; que vino para atender sus asunto?. "Bueno", dijo el Delegado, "como no has sido molestado por esta acusación, es mejor que trates con desdén estas calumnias, y peleas"; y le decía al Señor L.: "Creo que tú deberías hacer lo mismo". Terminó así el intento de castigar a un hombre el cual, si la mitad de los crímenes que se le imputaban fueran ciertos, por las leyes del Brasil tendría que haber sido ahorcado o mandado a prisión de por vida. Parece ser que el pobre Subdelegado, por pura ignorancia, cometió algunas informalidades y que por esa razón Manoel Joaquim pudo escapar tan fácil y gloriosamente.

Lo mejor de todo es que en Barra y en todas las otras ciudades hay un funcionario especial, llamado "Promotor Público" (En portugués en el original. (N. del T.)), cuyo único deber es comprobar que todos los otros funcionarios de la justicia y la policía cumplan con su deber, para que ningún criminal pueda escapar ni hacerse injusticia por conducta laxa o connivencia de alguna de las partes. Pero a pesar de todo esto, nada hay más fácil en Río Negro, para una persona que posee amigos o dinero, que sustraerse a los fines de la justicia.

Encontré ahora otro retraso inevitable en mi proyectado viaje a Barra. Una canoa que me estaban haciendo no estaba todavía lista, y no sabía dónde obtener una lo bastante espaciosa para llevar mi equipaje y colecciones; pero unos días después, llegó a Guía un español, o venezolano, con una canoa para Manoel Joaquim; y como éste iba a regresar por Marabitánas, aproveché la oportunidad de escribir al Comandante pidiéndole el préstamo de su igaripés (Barca con capacidad de 1 a 2 toneladas. (N. del T.)) para el viaje a Barra y de regreso. Aceptó muy amablemente y en una semana la recibí; pero yo me hallaba tan mal como siempre, pues una canoa sin tripulación no sirve de nada; y los indios, temiendo las consecuencias del regreso de Manoel Joaquim, se habían ido todos de Guía retirándose a sus sitios en distantes igaripés, y en las profundidades más inaccesibles del bosque. El Comandante había enviado órdenes a dos indios para que fueran conmigo, pero éstos no bastaban para descender por las cataratas con seguridad; por tanto, como el Señor L. iba a irse a São Joaquim, en la desembocadura del Uaupés, acordé ir con él para intentar procurarme allí más hombres. Mis indios tardaron casi quince días en preparar la canoa con nuevas toldas; lo que era sólo un trabajo de dos días; yo tenía prisa, pero ellos no.

Al Señor L. no le quedaba ni un solo hombre, y tuvo que descender con la canoa él mismo y traerse indios que le ayudaran a llevar sus bienes y su familia, yendo todos juntos a São Joaquim, donde pensaba residir algún tiempo. Pensé que debía irme inmediatamente, pero no era un asunto fácil, pues todo indio al que yo acudía tenía que atender algún asunto propio antes de que pudiera acompañarme a Barra. Uno dijo que su casa estaba muy mal y que primero tenía que repararla; otro había preparado una danza que tendría lugar en una o dos semanas, y cuando ésta terminara estaría a mi servicio; por eso tuve que esperar un poco más y probar el remedio brasileño para todas esas molestias: "paciencia"( En portugués en el original. (N. del T.))

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