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CAPITULO IX
JAVITA

Partida de Guía- Marabitánas- Serra de Cocoí- Entrada en Venezuela- São Carlos- Paso del Cassiquiare- Antonio Dias- Indios constructores de barcos Trabajo con plumas- Maróa y Pimichín- Un jaguar negro- Serpientes venenosas Pesca- Paseo hasta Javita- Residencia en Javíta- Indios constructores de carreteras- Lenguaje y costumbres- Una descripción de Javita- Indios fugitivos Colecciones en Javíta- Regreso a Tómo- Una riña doméstica- Marabitánas y sus habitantes- Llegada a Guía.

Cuando por fin se fueron nuestros visitantes comencé a preparar el viaje hacia la parte alta del país.

El Señor L. me prestó una canoa y tenía cuatro indios para acompañarme, de los cuales sólo uno, un anciano llamado Augustinho, podía chapurrear un poco de portugués. Me llevé conmigo el reloj, el sextante y la brújula, cajas para insectos y aves, escopeta y munición, junto con sal, cuentas, anzuelos de pesca, calico y telas de algodón basto para los indios. Mis hombres llevaban sus gravatánas y aljabas de flechas envenenadas, unos pantalones, camisa, remo, cuchillo, yesca y la rédé, lo cual comprende el equipaje completo de un indio.

El 27 de enero de 1851 dejamos Guía remando contra la corriente. La canoa acababa de ser calafateada, pero seguía filtrando tanto que teníamos que achicar constantemente; por la tarde, cuando nos detuvimos para la cena, realicé un examen y descubrí la causa de la fuga. La carga, que era pesada, se apoyaba en una pequeña plataforma o piso que descansaba sobre travesaños en el fondo de la canoa; descuidadamente, los extremos de los travesaños se habían situado justo sobre una juntura, de modo que todo el peso de la carga tendía a forzar la plancha y producía de este modo la filtración. Me vi obligado, por tanto, a descargar completamente la canoa, poniendo los travesaños en mejor posición, tras lo cual descubrí con satisfacción que la filtración había disminuido mucho.

El día 28, por la tarde, llegamos al pueblecito de Mabé, en un momento muy oportuno, pues sus habitantes acababan de regresar de una expedición de pesca: habían obtenido una gran cantidad de peces envenenando un igaripé cercano, y les compré lo suficiente para la cena y el desayuno. Encontré varios que no había visto antes, entre ellos una especie muy pequeña y curiosa relacionada con el Centrarcus, también llamado pez mariposa por el extraordinario desarrollo de sus aletas y su hermoso diseño a base de bandas.

El día 29, hacia el mediodía, pasamos por la desembocadura del río Xié, una corriente de agua de color negro, tamaño moderado y no demasiada longitud. Hay en su curso poco comercio, pues los indios que lo habitan están sin civilizar y son casi desconocidos.

El día 30 tuvimos a la vista las Serras de Cababurís, y la larga fila de colinas que reciben el nombre de Pirapucó (el pez largo): están compuestas de cimas graníticas elevadas y aisladas, igual a las que suelen encontrarse en esta zona. Al día siguiente llegamos a Marabitánas, el fuerte fronterizo del Brasil: solo quedan allí los restos de un parapeto de barro y un destacamento pequeño de soldados. Como el Comandante no se hallaba allí, nos quedamos sólo lo suficiente para comprar algunos plátanos.

El día primero de febrero llegamos a la Serra de Cocoí, que señala los límites entre Brasil y Venezuela. Es una roca granítica, muy escarpada, que forma casi un prisma truncado cuadrangular, de alrededor de mil pies de altura. Surge de pronto de una llanura boscosa, y ella misma está, en la cima y en las zonas menos escarpadas, cubierta de espeso bosque. Abundaban allí los piums, o pequeñas moscas mordedoras, produciéndonos grandes incomodidades durante el resto del día. Teníamos ahora un clima muy bueno y por la noche dormimos cómodamente en una hermosa playa granítica. La noche siguiente la pasamos en una roca en la que encontramos varias figuras curiosas grabadas por debajo de la marca superior del agua. Teníamos desde allí una vista clara desde el río hacia el norte, y pude ver a mi buena amiga la estrella polar, aunque me encontraba solo a 1º 20´ de latitud norte. Todos los días encontrábamos ahora hermosas playas rocosas, a lo largo de las cuales yo paseaba mientras que el joven Luiz cazaba para nosotros con el arco y las flechas. Tenía gran habilidad y llevaba siempre su arco con él; cuando nos acercábamos a una roca o a aguas superficiales preparaba una flecha y la lanzaba sobre algún reluciente acarrá o algún tucunaré de brillantes colores.

Finalmente, en la tarde del 4 de febrero, llegamos a São Carlos, principal pueblo venezolano del Río Negro. Este fue el punto más lejano al que llegó Humboldt desde una dirección opuesta, por lo que estaba entrando ahora en un terreno que había recorrido cincuenta años atrás ese ilustre viajero. En el lugar en que desembarqué me sorprendió agradablemente ver a un joven portugués que había conocido en Guía, y como él pensaba ir río arriba hasta Tomo uno o dos días después acepté esperarle y llevarlo conmigo. Fui con él hasta la casa del comisario, me presentó y comencé a familiarizarme con la lengua española. Fui recibido cortésmente y me encontré en medio de un grupo de caballeros liberalmente vestidos que sostenían una conversación sobre cosas en general. Tuve bastantes dificultades para entenderla, tanto por la peculiaridad del acento como por el número de palabras nuevas que aparecían constantemente, pues aunque el español es muy similar al portugués en los verbos, pronombres y adjetivos, los sustantivos son muy distintos y el acento y la pronunciación son peculiares.

Comimos en la mesa del comisario y con todas las comidas tuvimos café, costumbre que me gustaba bastante. Al día siguiente, caminé por el bosque a lo largo de la carretera que llevaba a Soláno, un caserío del Cassiquiare. El suelo era seco y arenoso y había muy pocos insectos. El pueblo de São Carlos está trazado con una gran plaza y calles paralelas. La casa principal, llamada el Convento, en donde solían residir los sacerdotes, está ocupada ahora por el comisario. La plaza se conserva limpia, las casas están enjabelgadas, y el pueblo es mucho más bonito que los de Brasil. Todas las mañanas tocan las campanas para los maitines, y los muchachos y muchachas jóvenes se reúnen en la iglesia para cantar algunos himnos; lo mismo sucede por las tardes; y los domingos la iglesia está siempre abierta y son realizados servicios por el comisario y los indios.

Poco después de dejar el pueblo, bajamos por la desembocadura del Cassiquiare, esa singular corriente que une el Río Negro con el Orinoco cerca de las fuentes de ambos. Es una mezcla de aguas blancas y negras, en la que abundan los piums, muy abundantes río abajo hasta São Carlos; pero nada más cruzar la desembocadura del Cassiquiare desaparecen inmediatamente y, hasta las fuentes del Río Negro, nos vimos liberados al menos de esta peste. Nos quedamos por la noche en una cabaña india y compramos un hermoso cabeçudo, o tortuga de cabeza grande a cambio de un cuenco de sal; nos proporcionó una cena excelente para ocho personas y ni siquiera al día siguiente lo habíamos terminado. El clima era caluroso ahora, y muy hermoso, contrastando mucho con las lluvias constantes de Guía; y, suena increíble al contarlo, las gentes de allí nos dijeron que no había llovido nada en los últimos tres meses. Los efectos podían verse en el río, que estaba ahora muy bajo y seguía descendiendo y tan lleno de rocas y zonas de aguas someras que resultaban algo difícil encontrar un paso para las canoas.

Tras pasar el pueblo de São Miguel estas dificultades aumentaron, hasta que llegamos a una zona en la que todo el canal, de una milla de anchura, parecía un lecho rocoso sin que hubiera en parte alguna agua suficiente para que pasara la canoa, aunque unas dieciocho pulgadas hubieran bastado para ello. Caminamos de un lado a otro en esta llanura rocosa buscando alguna abertura y, tras muchas dificultades, conseguirnos empujar y arrastrar la canoa sobre las rocas. Pasamos por dos o tres "caños", o canales que conducen al Cassiquiare, por los que ascendían ahora muchos habitantes de la zona para conseguir provisiones de pescado y cabeçudos para el "tiempo del faminto" (tiempo del hambre), tal como llaman a la estación húmeda en la que se puede obtener muy poco pescado y caza.

El 10 de febrero llegamos a Tómo, un pueblo que se encuentra en la desembocadura de una corriente del mismo nombre. Los habitantes son todos indios, salvo uno que es blanco, un portugués llamado Antonio Dias, de quien había oído hablar mucho en Barra. Lo encontré vestido con camisa y pantalón, cubierto de polvo y sudor, pues estaba ayudando a sus hombres a trabajar en algunas canoas que estaba construyendo. Me recibió amablemente, con una extraña mezcla de portugués y español, y puso a mi disposición la "casa de nação", o casa del extranjero, un simple y sucio cobertizo que barrieron para que me acomodara durante unos pocos días. Como la mayoría de los hombres blancos que hay en esta zona, se dedica casi totalmente a construir grandes canoas y goletas para el comercio en el Río Negro y el Amazonas. Cuando están terminadas, se envía sólo los cascos río abajo hasta Barra o Pará, generalmente con una carga de piassaba o fariña, y se venden allí. Tenía ahora una de casi doscientas toneladas de carga; pero la mayoría de ellas son de treinta a cien toneladas. Estos grandes barcos han de bajar por las cataratas del Río Negro, lo que sólo puede hacerse durante la estación húmeda, cuando el agua es profunda.

Parece asombroso que unos barcos tan grandes puedan ser construidos por personas que ignoran totalmente los principios de la arquitectura naval. Están totalmente construidos por indios sin dibujos ni diseño. En la época en que Brasil y Venezuela estaban bajo el Gobierno portugués y español, se establecieron astilleros en diversos lugares en los que se podía encontrar buena madera, empleándose a los indios, bajo la dirección de arquitectos navales de España y Portugal, en la construcción de barcos para el comercio costero e interior. Cuando se produjo la independencia de estos países, desaparecieron todos estos establecimientos y se produjo una larga sucesión de revoluciones y disturbios, Sin embargo, los indios empleados habían aprendido un arte que no lo olvidaron, enseñándoselo a sus hijos y compatriotas. Sólo con sus ojos y manos daban forma a la estructura y ajustaban las planchas de pequeños y hermosos barcos, de cien toneladas o más, sin más herramientas que el hacha, la hachuela y el martillo. Muchos portugueses que apenas habían visto un barco salvo en su viaje hasta Brasil, contratan a media docena de indios con algún viejo carpintero indio a la cabeza, compran una docena de hachas y unos miles de clavos y establecen un astillero. Los productos de la parte alta de Río Negro, principalmente piassaba, resina y farinha, son voluminosos y necesitan embarcaciones grandes para llevarlos río abajo, pero su valor en mercancía de hierro y algodón puede volver a subirse de nuevo en una canoa muy pequeña. Además, posiblemente los barcos grandes no podrían volver a ascender por las cataratas. Por tanto, los que se hacen en el Alto Río Negro nunca vuelven allí, y los pequeños comerciantes necesitan uno nuevo cada año. Son utilizados más abajo en la navegación por el Amazonas y por todos los ramales de éste que no están obstruidos por cataratas o rápidos. Los barcos se hacen toscamente y con poco dinero, rara vez con las mejores maderas, difíciles de obtener en suficiente cantidad. Por término medio, estas canoas no duran más de seis u ocho años, muchas no más de dos o tres, aunque hay maderas que resisten perfectamente durante 30 años. Por estas circunstancias peculiares hay una demanda constante de los barcos españoles, como ellos los llaman; y los pueblos São Carlos, Tiriquím, Sao Miguel, Tómo y Maróa están totalmente habitados por constructores de canoas.

Mientras estaba en Tómo se hallaban limpiando el pueblo, quitando las hierbas allí donde aparecían dentro de los límites de las casas. Con este trabajo, aquellas gentes dieron un ejemplo de su peculiar delicadeza: no tocaban ninguna zona en la que hubiera algún excremento de perro u otro animal, o el cuerpo muerto de algún ave o reptil, sino que cavaban cuidadosamente a su alrededor, dejando un pequeño mechón circular de hierba que señalaba el punto donde había tal impureza. Esto se debe en parte a una especie de superstición; pero también demuestran de otros muchos modos su repugnancia a tocar, aunque sea remotamente, cualquier sustancia animal desagradable. Esta idea la llevan a veces tan lejos que desasisten al enfermo de alguna dolencia desagradable. Parece ser un tipo de sentimiento muy similar al que se da en muchos animales con respecto a los enfermos y moribundos.

El Señor Antonio Dias era bastante notorio, incluso en este país de moral tan relajada, por sus inclinaciones patriarcales, componiéndose su harén de una madre y una hija y dos jóvenes indias, a todas las cuales empleaba en artesanía de plumas, que realizaban con gran habilidad; el propio Señor Antonio, que tenía cierto gusto para el diseño, hacía los modelos. Los gallitos de las rocas, garzas blancas, espátulas rosadas, jacamares dorados, los quetzales de colores metálicos y los exquisitos y pequeños tanagras de siete colores, junto con muchos alegres papagayos y otras hermosas aves, ofrecían una amplia gama de colores capaz de producir los efectos más exquisitos. Este trabajo se aplica principalmente a los bordes y flecos de las hamacas. Las hamacas mismas están hechas de cuerda de fibra de palma finamente tejida, teñida de rojo, amarillo, verde y otros colores brillantes. Los flecos tienen alrededor de un pie de largo, también finamente tejidos, con el mismo material, y sobre éstos se pegan, con la leche del "árbol vaca", ramitas, estrellas y flores hechas con plumas. En los mejores pone en el centro las armas de Portugal o de Brasil bellamente ejecutadas; y el conjunto, sobre un fondo de níveas plumas de garza blanca, produce un efecto muy agradable.

El Señor Antonio me dijo que, con lo baja que iba el agua, no podía avanzar más en mi canoa y tenía que conseguir por tanto un obá indio, de una sola pieza de madera, para poder pasar sobre las rocas hasta Pimichín; por tanto, el día 13 dejé Tómo con el Señor Antonio en su canoa para dirigirme a Maróa, un pueblo que se encontraba varias millas más arriba, donde esperaba conseguir una obá apropiada para el resto del viaje. Era un pueblo grande habitado totalmente por indios y tenía a un indio como comisario el cual sabía leer y escribir e iba vestido muy a la moda con buenas botas de cuero, pantalones y correajes. Conseguí aquí una obá que me prestó un comerciante gallego y me llevé conmigo a dos indios del lugar para que se la devolvieran. El Señor Antonio regresó a Tomo y hacia las tres de la tarde inicié mi viaje en la pequeña y bamboleante canoa.

Una milla por encima de Maróa llegamos a la entrada del pequeño río Pimichín, por el que teníamos que ascender. En la desembocadura misma había una roca que cubría el canal y tuvimos grandes dificultades para pasar. Encontramos después aguas profundas durante cierta distancia, pero en seguida volvieron las rocas y aguas someras en donde nuestra canoa, pesadamente cargada, se movía sólo con grandes esfuerzos. Llegamos por la noche a una bella playa arenosa, en donde desembarcamos, pero no tuvimos suerte para conseguir ningún pez, por lo que sólo pudimos cenar farinha, mingau y una taza de café, colgué después mi hamaca bajo un pequeño cobertizo de hojas de palma que había hecho algún viajero anterior.

El desayuno fue una repetición de la cena y proseguimos después el viaje, en el que cada media hora teníamos que detenernos, descargar parcialmente la canoa y arrastrarla por encima de algún obstáculo. En muchos lugares solo había un lecho liso de roca por encima del cual corría un reguerillo de agua, o una serie de escalones que formaban cascadas en miniatura. La corriente se introducía después por un pequeño canal o barranco de quince a veinte pies de profundidad y con una interminable sucesión de giros y vueltas en todas las direcciones de la brújula. Al final, bien entrada la noche, llegamos al puerto de Pimichín, antiguamente un pueblo, pero ahora sólo con dos casas. Encontramos un antiguo cobertizo sin puertas y con un tejado roto, la casa del viajero, del que tomamos posesión.

Una vez descargada la canoa, me dirigí a una de las casas a buscar comida, encontrando en ella a un desertor portugués, un hombre muy cortés, quien me dio la única cosa comestible que tenía en la casa, un trozo de pescado ahumado y seco que era tan duro como la madera y tan correoso como el cuero. Se lo di a los indios y le pedí que viniera a tomar conmigo un poco de café, el cual, aunque había algunos cafetales por alrededor de su casa era todo un festín, pues el no tenía ni azúcar ni melaza. Desde este lugar, un camino que cruza durante unas diez millas el bosque conduce hasta Javíta, un pueblo que se halla en el Témi, un ramal del Atabapo, que fluye hasta el Orinoco. Al descubrir que no podía conseguir aquí nada de comer no pude quedarme tal como era mi intención, viéndome obligado a llevar todas mis cosas por el camino hasta Javíta, decidiendo caminar hasta allí al día siguiente para ver si conseguía hombres que pudieran hacerlo. Al atardecer cogí la escopeta y penetré un poco por el camino del bosque, hasta el lugar que tantas ganas tenía de llegar, y fui recompensado encontrándome con uno de los señores de la selva, algo que había deseado desde hacía mucho tiempo.

Cuando iba caminando tranquilamente vi salir del bosque, a unas veinte yardas de mí, a un animal grande y negro, como el azabache, cogiéndome tan de sorpresa que al principio no imaginé lo que era. Cómo se movía lentamente, cuando pude verlo de cuerpo entero con su larga y curvada cola, en medio del camino, me di cuenta que era un hermoso jaguar negro. Involuntariamente me llevé la escopeta al hombro, pero recordando que ambos cañones estaban cargados con munición pequeña, y que el dispararle le exasperaría en lugar de matarle, permanecí en silencio y mirándolo. En medio del camino volvió la cabeza, se detuvo un instante y me miró, pero como tenía, supongo yo, otros asuntos que atender, siguió andando y desapareció en la espesura. Mientras él avanzaba, oí como escapaban los animales pequeños y el vuelo zumbante de las aves terrestres, dejando el camino libre a su temible enemigo.

Este encuentro me satisfizo mucho. Estaba demasiado sorprendido y admirado para sentir miedo. Por fin había podido ver plenamente, en su selva virgen nativa, a la variedad más rara del más poderoso y peligroso animal que habita el continente americano. Sin embargo, no tenía el menor deseo de encontrarlo por segunda vez y, como se acercaba la puesta del sol, consideré más prudente dar la vuelta y volver al pueblo.

A la mañana siguiente envié a pescar a todos mis indios y yo fui caminando hasta Javíta, cruzando así la división entre las cuencas del Amazonas y el Orinoco. En términos generales el camino está nivelado y se compone de una serie de pequeños ascensos y descensos, sin que probablemente estos tuvieran en lugar alguno una elevación mayor de l5m.; una gran parte de él estaba sobre pantanos y ciénagas, en donde numerosas corrientes pequeñas se cruzan entre sí. En estas zonas se ha colocado en forma longitudinal troncos de árboles desbastados, formando estrechos senderos o puentes sobre los cuales tienen que caminar los viajeros.

El camino tiene entre veinte y treinta pies de anchura, cruzando casi en línea recta la elevada selva. A los lados, crece en gran número la palmera Inajá (Maximiliana regia), la espinosa Mauritia (M. aculeata) de los pantanos, y esa curiosa palmera, la Piassába, que produce la sustancia fibrosa que se utiliza ahora en este país para hacer escobas y cepillos para barrer las calles y con fines domésticos. Este es casi el único punto en donde puede verse este curioso árbol siguiendo una ruta terrestre o de navegación regular. A partir de la desembocadura del Padauarí (una rama del Río Negro situada a unas 500 millas más arriba de Barra), se encuentra en varios ríos, pero nunca en las orillas de la corriente principal. Una gran parte de la población de la zona alta de Río Negro se dedica a obtener la fibra para su exportación; de este modo tuve conocimiento de todas las localidades en las que se encuentra. Son estas los ríos Padauarí, Jahá, y Darahá en la orilla norte del Río Negro, y el Marié y el Xié en el sur. Los otros dos ríos del norte, el Maravihá y el Cababurís, no tienen un solo árbol, como tampoco lo tienen, por el sur, el Curicuriarí, Uaupés e Isánna, aunque fluyan entre el Marié y el Xié en donde los árboles abundan. Abunda en toda la zona del alto Río Negro por encima de Sao Carlos, y en el Atabapo y sus ramales, así como detrás del pueblo de Tómo, en donde yo lo vi por primera vez. Crece en lugares húmedos alcanzando unos veinte o treinta pies de altura, con hojas grandes, pinadas, brillantes y muy suaves y regulares. Todo el tallo está cubierto de una espesa capa de fibras que cuelgan como pelos ásperos, creciendo de las bases de las hojas, las cuales permanecen unidas al tallo. Hombres, mujeres y niños, formando grandes grupos, penetran en el bosque para cortar esta fibra. Es extensamente utilizada en su país nativo para hacer cables y cuerdas pequeñas para todas las canoas y barcos más grandes del Amazonas. Humboldt alude a esta planta con el nombre venezolano nativo, el Chíquichíqui, pero aunque pasó por este camino no parece que la viera. Creo que se trata de una especie de Leopoldinia, de la que se encuentran otros dos tipos en el Río Negro; y sólo las hay allí, lo mismo que este árbol. No pude verla ni en flor ni con frutos, pero realicé un esbozo de su aspecto general dándole nombre de Leopoldinia piassaba, pues éste es su nombre nativo en la mayor parte de la zona en que se produce.

Al llegar al final del camino encontré una "rhossa", o claro, en donde había un indio alto y robusto plantando cassáva. Se dirigió a mí con un "buenos día" y me preguntó que adónde iba, y si quería algo en el pueblo, pues el Comisario estaba fuera y él era el Capitão. Le respondí en el mejor español que pude reunir para la ocasión y acabamos entendiéndonos uno a otro bastante bien. Quedó bastante asombrado cuando le dije que iba a permanecer en el pueblo y pareció dudar de mis intenciones. Le informé, sin embargo, que yo era un "naturalista" y lo que quería era aves, insectos y otros animales; entonces empezó a comprender y finalmente prometió enviarme algunos hombres al cabo de dos días para que trajeran mi equipaje. Por tanto, me di la vuelta sin llegar hasta el pueblo, que se hallaba apenas a una milla.

De regreso a Pimichín descubrí que mis indios habían tenido muy poco éxito en la pesca, pues solo habían podido reunir para la cena tres o cuatro percas pequeñas. Como íbamos a quedarnos allí al día siguiente, les envié a que buscaran algo de "timbo" para envenenar el agua y obtener así más peces. Mientras estuvieron fuera me distraje paseando por el pueblo y tomando notas de sus peculiaridades. De los aleros de nuestro cobertizo colgaba una cabeza seca de serpiente que habían matado poco tiempo antes.

Era una jararáca, una especie de Craspedocephalus, y debía haber tenido un tamaño formidable, pues sus colmillos venenosos, cuatro en total, tenían casi una pulgada de longitud. Mi amigo el desertor me comentó que había muchas como ella entre las hierbas cercanas a la casa, y que salían por la noche, por lo que había que mantener una atenta vigilancia en la casa y sus alrededores. La mordedura de una de esas serpientes significaría una muerte segura.

Había observado en Tómo signos de rocas alzadas y estratificadas cerca del pueblo. Aquí, el pavimento granítico plano presentaba un curioso aspecto: contenía fragmentos incrustados de roca, de forma angular, de arenisca cristalizada y estratificada así como de cuarzo. Hasta llegar a São Carlos, había registrado siempre el punto de ebullición del agua con un termómetro de precisión hecho para ese fin con la idea de averiguar la altura sobre el nivel del mar. Por desgracia, allí se me había roto, antes de llegar a este interesante punto que forma la línea divisoria entre el Amazonas y el Orinoco. Sin embargo, me siento inclinado a pensar que la altura que da Humboldt para S5o Carlos es demasiado grande. El mismo dice que resulta dudosa pues su barómetro tenía una burbuja de aire, y él mismo lo había vaciado y rellenado, rompiéndose antes de regresar a la costa por lo que resultó imposible hacer una comparación de sus indicaciones. En esas circunstancias, creo que sus observaciones tienen poco peso. El da una altura, en São Carlos, de ochocientos doce pies sobre el nivel del mar. Mis observaciones daban un diferencia de 0'5º Fahrenheit en la temperatura del agua hirviendo entre Barra y São Carlos, lo que daría una altura de doscientos cincuenta pies a los que habría que añadir los 50 pies de la altura del punto en el que se habían realizado las observaciones en Barra, lo que nos da un total de trescientos pies. La altura de Barra sobre el nivel del mar no creo que sea de más de cien pies, pues tanto mis propias observaciones como las de Mr. Spruce con el barómetro aneroide indicaban que Barra estaba más abajo que Pará, si la diferencia de presión de la atmósfera se debiese sólo a la altura, ya que el barómetro parecía regularmente más alto en Barra que en Pará, circunstancia que demuestra la inaplicabilidad de ese instrumento para determinar pequeñas alturas en distancias muy grandes. Por tanto, no puedo pensar que São Carlos tenga más de 400 pies, 500 como máximo, por encima del nivel del mar. Si, tal como sospecho, la presión media de la atmósfera en el interior y en las costas de Sudamérica difiere por causas distintas a la elevación, será muy difícil averiguar con precisión los niveles del interior de este gran continente, pues las distancias son demasiado grandes y los bosques demasiado impenetrables para permitir que se realice una línea de niveles.

Cuando los indios regresaron con las raíces de timbo nos pusimos todos a guisarlo sobre las rocas con trozos duros de madera hasta reducirlo a fibras. Lo pusimos entonces en una canoa pequeña, llena con agua y arcilla, y bien mezclado y exprimido, hasta que había salido todo el jugo. Una vez hecho esto, la llevamos un poco río arriba y gradualmente la inclinamos mezclando su contenido con el agua. Empezó en seguida a producir sus efectos: los peces pequeños saltaban fuera del agua, girando y retorciéndose por encima de su superficie, o incluso volviéndose sobre el lomo y los costados. Los indios estaban en la corriente con cestas, cogiendo todo lo que salía a su paso y buceando y nadando tras los peces más grandes que parecían más o menos afectados. De este modo, en una o dos horas, tuvimos una cesta de peces, la mayoría de ellos pequeños, pero incluyendo muchas especies curiosas que no había visto antes. Muchos se escaparon, pues no teníamos una nasa que tapara la corriente; al día siguiente, encontramos varios varados en las orillas y ya putrefactos. Tenía ahora mucho que hacer. Seleccioné media docena de las especies más nuevas e interesantes para describirlos y dibujarlos, dando el resto a los indios para que los limpiaran y pusieran en la cazuela, obteniendo así una cena bastante mejor que la que habíamos tomado en días anteriores.

A la mañana siguiente, bien temprano, aparecieron nuestros porteadores, un hombre y ocho o diez mujeres y chicas jóvenes. Preparamos cargas para cada uno de ellos. Había una cesta de sal de unas 100 libras de peso, cuatro cestas de farinha, además de cajas, cestas, un frasco de aceite, un garrafón de melaza, un aparador portátil y otros muchos artículos. Llevamos la mayoría de éstos en cargas proporcionadas a la fuerza de los porteadores, y dos de mis indios les acompañaron con la orden de volver por la noche e ir conmigo al siguiente día. Sin embargo, llegó la noche y no aparecieron; regresaron cerca de la media noche para decirme que no habían podido mantener el paso de los indios Javíta, y que al hacerse de noche estando ellos a mitad del camino habían escondido las cargas en el bosque y habían vuelto. Por eso, a la mañana siguiente, tenían que partir de nuevo para terminar su viaje y yo me vi obligado a esperar a que regresaran, retrasándome todavía otro día antes de poder llevar allí todas mis cosas.

Ocupé el tiempo en el bosque cazando algunos insectos, que no eran muy numerosos. No teníamos nada para desayunar a la mañana siguiente, por lo que envié temprano a los indios a pescar con instrucciones precisas de que regresaran hacia las diez para poder llegar a Javíta antes de anochecer. Sin embargo, no volvieron hasta pasado el mediodía, y sólo con dos o tres peces pequeños que no servían ni para tomar cada uno un bocado. Iniciamos el camino, por tanto, a las dos. Yo iba bien cargado con la escopeta, munición, cajas de insectos, etc., pero poco después me había adelantado junto con un muchacho indio que no entendía una sola palabra de portugués. Aproximadamente a la mitad del camino vi un hermoso mutum, un poco fuera del sendero, y lo perseguí, como sólo llevaba munición pequeña, lo herí, sin lograr abatirlo. Lo perseguí todavía y disparé varias veces, pero en vano, hasta que oscureció de repente y me vi obligado a dejarlo. Teníamos todavía varias millas por delante. El sol se había puesto, por lo que apretamos el paso, manteniéndose mi ayudante bien cerca de mis talones. En los pantanos y sobre las pequeñas corrientes, teníamos ahora cierta dificultad para encontrar el camino a lo largo de los estrechos troncos colocados a modo de puentes. Yo iba descalzo y a cada momento me golpeaba con alguna piedra o raíz sobresaliente, o pisaba en las orillas sobre algún objeto, lo que casi me dislocaba el tobillo. Ahora estaba absolutamente oscuro: apenas podían distinguirse nubes oscuras entre, las aberturas que dejaba el alto arco de los árboles, pero el camino por el que andábamos era totalmente invisible. Sabía que abundaban por aquí los jaguares y serpientes mortíferas, y a cada paso esperaba sentir un cuerpo frío y deslizante bajo mis pies, o que se clavaran mortales colmillos en mi pierna. Escudriñaba entre la oscuridad, esperando encontrarme a cada momento con los ojos centelleantes de un jaguar, o escuchar en la espesura su bajo gruñido. Era inútil darse la vuelta o detenerse: sabía que no podíamos estar muy lejos del pueblo, y por eso seguía hacia adelante con la vaga confianza de que después de todo no sucedería nada desagradable y al día siguiente me reiría de mis miedos nocturnos. Sin embargo, venían a mi memoria los afilados colmillos de la cabeza seca de serpiente de Pimichín, y no olvidaba muchos relatos sobre la fiereza y astucia del jaguar. Llegamos por fin al claro en el que había estado yo dos días antes y supe que ya sólo me quedaba por recorrer una breve distancia. Sin embargo, había que cruzar varias corrientes pequeñas. De repente no nos encontrábamos en el agua, que podíamos sentir pero no ver, y teníamos que encontrar entonces el estrecho puente que la cruzaba. Ignorábamos totalmente la longitud del puente, su altura por encima del agua o la profundidad de la corriente; recorrer en esas circunstancias, un tronco de cuatro pulgadas de anchura es un asunto bastante peliagudo. Avanzábamos poniendo un pie delante del otro, y equilibrándonos, hasta que volvíamos a sentimos en tierra firme. En una o dos ocasiones perdí el equilibrio, pero por fortuna me hallaba sólo un pie o dos por encima del suelo o el agua, aunque lo mismo me habría pasado si hubiera estado a veinte pies. Tuvimos que pasar una media docena de torrentes y puentes como éste, y varias pequeñas subidas y bajadas por el camino, hasta que por fin, saliendo de la sombra a un espacio abierto, vimos las luces parpadeantes que nos indicaban que teníamos el pueblo ante nosotros.

Llegamos a él en un cuarto de hora y, llamando a una puerta, preguntamos dónde vivía el comisario. Nos encaminaron a una casa que se hallaba al otro lado de la plaza, en donde un anciano nos condujo a la "Casa de nacáo" (un cobertizo con puerta), en donde estaban todas mis pertenencias. Al preguntarle si podía proporcionarnos algo para la cena, nos dio algunos huevos de tortuga ahumados y un trozo de pescado salado, dejándonos a continuación. Hicimos un fuego con unos palos que encontramos, asamos el pescado e hicimos una sopa con los huevos y algo de farinha; colgué entonces la hamaca y mi compañero se tumbó en el suelo junto al fuego; y dormí bien, sin que me perturbaran sueños de serpientes o jaguares.

A la mañana siguiente llamé al comisario, pues el anciano al que había visto la noche anterior era sólo un Capitão. Le encontré en su casa: era un indio que sabía leer y escribir, pero que no se diferenciaba en ningún otro aspecto de los indios del lugar. Tenía una camisa y unos pantalones cortos, pero ni zapatos ni calcetines. Le informé del motivo por el que había venido aquí, le mostré mi pasaporte brasileño y le pedí la utilización del convento (una casa antiguamente ocupada por los sacerdotes pero que ahora se destinaba a los viajeros) para vivir en él. Después de poner unas pequeñas objeciones me dio la llave de la casa, por lo que le di los buenos días y procedí a tomar posesión de ella.

Hacia el medio día llegaron los indios que habían salido conmigo el día anterior; habían tenido miedo de avanzar en la oscuridad y habían acampado en el camino. Hice entonces limpiar la casa y meter mis objetos en ella. La casa se componía de dos reducidas habitaciones y una galería pequeña en la parte posterior; en la habitación más grande había una mesa, una silla y un banco, y en la más pequeña colgué la hamaca. Los porteadores llegaron entonces para que les pagara por haber traído mis cosas. Todos querían sal, por lo que les di un cuenco a cada uno y algunos anzuelos por llevar una pesada carga durante diez millas; ésa es, más o menos, su paga regular.

Había llegado ya, en esta dirección, al punto más alejado que deseaba alcanzar. Había pasado los límites del imponente valle amazónico, y me hallaba entre las corrientes que iban a engrosar otro de los ríos más grandes del mundo: el Orinoco. Había aquí otra cosa que faltaba en todas las otras partes de la zona del Amazonas: un camino a través de la selva virgen, por el cual podía llegar fácilmente a todos los lugares, y en donde estaba más seguro de obtener los insectos curiosos de una región tan distante, así como las aves y otros animales que la habitan; decidí, por tanto, quedarme aquí por lo menos un mes, dedicado a mi trabajo. Todos los días me encaminaba por la carretera y enviaba a los indios, algunos a pescar en un pequeño y negro río, el Temi, a otros con gravatánas a buscar los espléndidos quetzales, monos y otros animales y aves curiosas de la selva.

Sin embargo, para desgracia mía, la noche misma que llegué al pueblo comenzó a llover, y un día tras otro continuó el clima nuboso y lluvioso. Durante tres meses, Javíta había gozado del más espléndido clima veraniego, con un cielo claro y apenas lluvias. Yo había perdido todo ese tiempo en la zona lluviosa de las cataratas de Río Negro. Nadie podía decirme allí que las estaciones, a tan corta distancia, se diferenciaban de modo tan absoluto, y la consecuencia de ello fue que llegué a Javíta en el último día del verano.

El invierno, o estación lluviosa, había comenzado pronto ese año. El río empezó a crecer rápidamente. Los indios me aseguraban que era demasiado pronto para que empezaran las lluvias regulares, que teníamos que tener de nuevo buen tiempo, que el río descendería y el invierno no empezaría hasta dos o tres semanas después. No fue así, sin embargo. La lluvia caía un día tras otro; todas las tardes o noches eran húmedas, y a lo más disfrutábamos de un poco de sol por las mañanas. En consecuencia, los insectos eran mucho más escasos que en otras circunstancias, y la humedad de la atmósfera hacía extremadamente difícil el secar y conservar los que había obtenido.

No obstante, con perseverancia reuní un número considerable de ejemplares; lo que me dio el mayor placer fue que casi todos los días obtenía alguna especie nueva que no había encontrado ni en la parte inferior del Amazonas ni en Río Negro. Durante el tiempo que permanecí aquí (cuarenta días), conseguí al menos cuarenta especies de mariposas totalmente nuevas para mí, además de una colección considerable de otros órdenes de insectos; estoy seguro de que durante la estación seca Javíta sería un lugar muy productivo para cualquier entomólogo perseverante. Jamás había visto un lugar en donde abundaran tanto como aquí las grandes mariposas azules, Morpho menelaus, M. helenor, etc. En algunos lugares del camino las encontraba por docenas posadas en el suelo o en ramitas junto al camino, y podría haber capturado fácilmente una docena o veinte de ellas en un día si lo hubiera querido. Por lo que respecta a las aves y los mamíferos, no conseguí muchos, pues mis indios querían regresar, se mostraban perezosos y no los perseguían. Durante los paseos por el bosque, yo mismo vi cerdos salvajes, agutis, coatis, monos, numerosos y bellos quetzales, y otras muchas espléndidas aves, así como numerosos tipos de serpientes.

Un día me trajeron un curioso y pequeño caimán de una especie rara, con numerosas crestas y tubérculos cónicos (Caiman gibbus), que despellejé y rellené, con gran diversión para los indios, media docena de los cuales contemplaron fijamente la operación.

También obtuve muchas especies nuevas de peces, pues los indios salían de pesca todos los días para procuramos la cena, y por lo general tenía algunos para dibujar y describir por la tarde. Formé una buena colección de los más pequeños conservados en alcohol. Aquí los dibujos los hacía con grandes dificultades. Por lo general volvía de la selva a las tres o las cuatro de la tarde, y si encontraba un nuevo pez tenía que ponerme a dibujarlo inmediatamente antes de que oscureciera. Me veía expuesto así a la plaga de las moscas de arena, que todas las tardes, de cuatro a seis, venían por millones produciendo una dolorosísima irritación con sus picaduras en el rostro, orejas y manos. A menudo me veía obligado a levantarme de mi asiento, arrojar el lápiz y mover las manos en el aire frío para obtener un poco de alivio. Pero el sol descendía y tenía que regresar a mi tarea, hasta que, antes de haberla terminado, mis manos estaban tan ásperas y rojizas como una langosta cocida, y violentamente inflamadas. Sin embargo, solo con bañarlos en agua fría y dejarlas reposar media hora recuperaban su estado natural; a este respecto, la picadura de este pequeño insecto es muy preferible a la del mosquito, el pium o la mutúca, pues los efectos de las picaduras de éstos se dejan sentir durante días.

El pueblo de Javíta es bastante grande, está regularmente trazado y viven en él unos doscientos habitantes; todos ellos indios de pura raza; no vi un solo hombre blanco, mulato o mestizo entre ellos. Su principal ocupación consiste en cortar piassába en la selva vecina y hacer con ella cables y cuerdas. Son también los porteadores de todas las mercancías a través de la "Estrada de Javíta", y como se han habituado a este servicio desde la niñez, a menudo pueden llevar dos cargas al día durante 10 millas en cada dirección, con menos fatiga que un hombre no habituado al trabajo puede llevar una. Cuando mis indios acompañaron a los javitanos la primera vez desde Pimichín, no pudieron mantener su paso y se vieron obligados, tal como relaté, a detenerse a mitad del camino. Recorren la carretera con una especie de carrera deteniéndose solo dos veces a descansar, unos cuantos minutos cada vez. Pasan por los estrechos puentes con la mayor certidumbre, a menudo en grupos de dos, llevando pesadas cargas suspendidas de una pértiga entre ellos. Además, una o dos veces al año van en grupo a limpiar el camino hasta su punto medio, en donde se ha levantado una cruz. Los habitantes de Maróa, Tómo y otros pueblos del Río Negro se reúnen para limpiar la otra mitad. Mientras estuve allí se realizó una de esas limpiezas. Todo el pueblo, hombres, mujeres y niños, se reunió para ello, los primeros con hachas y machetes, los últimos con haces de varillas que servían como escobas. Se dividían en grupos, acudían a diferentes partes de la carretera y se ponían a trabajar hasta que se encontraban. Los hombres cortaban todos los árboles que colgaban o caían obstruyendo el camino, y limpiaban los matorrales y hierbas que crecían a los lados. Las mujeres, las chicas jóvenes y los muchachos se llevaban todo esto y barrían con sus escobas de varillas todas las hojas muertas y ramitas, hasta que todo tenía un aspecto completamente limpio y respetable. Limpiar un camino de cinco millas de longitud, de este modo, no era un asunto baladí, pero ellos lo conseguían, fácil y enteramente, en dos días.

Poco tiempo después, los hombres se volvían a reunir para hacer nuevos puentes en varios lugares en que se encontraban en mal estado. Era una tarea bastante laboriosa. Había que cortar grandes árboles, a veces a gran distancia del punto en donde se necesitaba; luego eran desbastados por arriba y por abajo, y por medio de cuerdas de mimbre y de trepadoras, y con numerosos leños y palos largos colocados abajo a modo de rodillo, eran arrastrados por veinte o treinta hombres hasta el lugar, los ponían en una posición. adecuada sobre el pantano o la corriente, los afirmaban y calzaban para que estuvieran seguros y hacían ranuras en la parte superior con un hacha para hacer el paso más seguro. Hicieron ocho o diez de estos puentes en pocos días, dejando el camino totalmente practicable. Este trabajo se realiza por orden del comisario general de São Fernando, sin ningún tipo de paga; incluso sin recibir raciones; y con la mayor alegría y buen humor.

Los hombres de Javíta sólo llevan el "tanga" cuando trabajan, yendo por lo demás totalmente desnudos. Las mujeres suelen llevar un gran vestido que las envuelve pasando por encima del hombro izquierdo; pero dejando el brazo derecho totalmente libre, y que les cuelga sueltamente sobre todo el cuerpo. En los domingos y fiestas llevan batas de algodón bien hechas, y los hombres una camisa y pantalones. Aquí existe la misma costumbre que en Sao Carlos de que las muchachas y muchachos se reúnan por las mañanas y por las tardes en la iglesia para cantar un himno o un salmo. El pueblo está notablemente limpio y libre de hierbas, pues todas las semanas lo limpian regularmente con azadones; para ello las gentes son llamadas por los capitãos; que son los funcionarios ejecutivos a las órdenes del comisario.

Mis noches eran muy aburridas aquí, pues no podía conversar mucho ni tenía libros. De vez en cuando hablaba un poco con el comisario, pero nuestros temas se agotaban pronto. Una o dos veces fui a sus fiestas para las que habían hecho una buena cantidad de "xirac", el caxirí de los indios brasileños, y estaban muy alegres. Tenían varias danzas peculiares y monótonas, que acompañaban formando extrañas figuras y realizando contorsiones. Generalmente, las jóvenes acudían bien vestidas, con su brillante pelo hermosamente trenzado, y con alegres cintas o flores en él. Cuando se terminaba el xírac se disolvía el grupo, pues no parece que piensen que sea posible bailar sin él: a veces lo hacen en cantidad suficiente para que dure dos o tres días. Sus danzas parecen muy nacionales, pero han abandonado las pinturas, pues vi que las utilizaban muy poco.

La lengua que utilizaban estas gentes recibe el nombre de Maniva o Baniwa y se diferencia considerablemente del Baniwa del Río Negro, pues no es tan agudo ni gutural. En Tómo y Maróa se habla una lengua muy distinta de ésta, aunque también se le llama Baníwa; un poco más abajo, en São Carlos; se utiliza el Barré; por tanto, casi todos los pueblos tienen su propia lengua. Aquí, todos los hombres y mujeres de edad hablan aceptablemente el español, pues han sido educados por los sacerdotes que vivían en el convento, quienes les dieron instrucciones. Las mujeres más jóvenes y los muchachos y muchachas, no habiendo gozado de esta ventaja; hablan sólo la lengua nativa; pero muchos de ellos pueden entender un poco de español. Encontré considerables dificultades para hacerme entender aquí. Los hombres blancos, que reciben el nombre de "racionales", podían entender muy bien mi mezcla de portugués y español, pero los indios, como sólo conocían un poco de español, no podían comprender las desviaciones del método ordinario de hablar. Me fue necesario, por tanto, atenerme a mi español exclusivamente, pues ellos entendían mejor un poco y bien que una gran explicación con una mezcla de lenguas.

Ocupé algunas de mis aburridas noches en escribir una descripción del pueblo y sus habitantes en lo que probablemente sea un verso libre bastante malo; pero como muestran mis ideas y pensamientos de aquel tiempo, se lo proporciono al lector en lugar de la visión más sobria y factual que podría haberle dado. Lo incluyo tal y como lo escribí en un estado de excitada indignación contra la vida civilizada en general, para aliviar la monotonía de mi situación, bastante diferente de las ideas que tenía cuando escribí el libro en Londres en 1853.

A DESCRIPTION OF JAVíTA

"Tis where the streams divide, to swell the floods
Of the two mighty rivers of our globe,
Where gushing brooklets in their narrow beds
Lie hid, o'ershadow'd by th' eternal woods,
And trickle onwards, -these to increase the wave
Of turbid Orinooko; those, by a longer course
In the Black River´s isle-strewn bed, flow down
To mighty Amazon, the river-king,
And, mingled with his all-engulfing stream,
Go to do battle with proud Ocean's self,
And drive him back even from his own domain.
There is an Indian village, all around,
The dark, eternal, boundless forest spreads
Its varied foliage.Stately palm-trees rise
On every side, and numerous trees unknown
Save by strange names uncouth to English ears.

Hete I dwelt awhile the one white man
Among perhaps two hundred living souls.
They pass a peaceful and contented life,
These black-bair'd, red-skinn'd, handsome, half-wild men.
Directed by the sons of Old Castile,
They keep their village and their houses clean;
And on the eve before the Sabbath-day
Assemble all at summons of a bell,
To sweep within and all around their church,
In which next morn thet meet, all neatly dress'd,
To pray as they've been taugh unto their God.
It was a pleasing sight, that Sabbat morn,
Reminding me of distant, dear-loved home.
On one side knelt the men, their simple dress
A shirt and trousers of coarse cotton cloth:
On the other side were women and young girls,
Their glossy tresses braided with much taste,
And on their necks all wore a kerchief gay,
And some a knot of riband in their hair.
Flow like they look'd save in their dusky skin,

To a fair group of English village maids!
Yet far superior in their graceful forms;
For their free growth no straps or bands impede,
But simple food, free air, and daily baths
And exercise, give all that Nature asks
To mould a beautiful and healthy frame.

"Each day some labour calls them. Now they go
To fell die forest`s pride, or in canoe
With hook, and spear, and arrow, to catch fish;
Or seek the various products of the wood,
To make their baskets or their hanging beds.
The women dig the mandiocca root,
And with much labour make of it their bread.
These plant the young shoots in the fertile earth
Earth all untill'd, to which the plough, or spade,
Or rake, or harrow, are alike unknown.
The young girls carry water on their heads
In well-formed pitchers, just Eke Cambrian maids

And all each mom and eve wash in the stream,
And sport like mermaids in the sparkling wave.

"The village is laid out with and skill:
In die midst a spacious square, where stands the church,
And narrow streets diverging all around.
Between the houses, filling up each space,
The broad, green-leaved, luxuriant plantain grows,
Bearing huge bunches of most wholesome fruit;
The orange too is there, and grateful lime;
The Inga pendent hangs its yard-long pods
(Whose flowers attract the fairy humming-birds);
The guava, and the juicy, sweet cashew,
And a most graceful palm, which bears a fruit
In bright red clusters, much esteem'd for food;
And there are many more which Indians
Esteem, and which have only Indian names.
The chouses are of posts MM up with mud,
Smooth'd, and wash'd over with a pure white clay;
A palm-trees spreading leaves supply a thatch

Impervious to the winter´s stroms and rain.
No nail secures the beams or rafters, all
Is from the forest, whose lithe, pendent cords
Bind them into a firm enduring mass.
From the thoug fibre of a fan-palm's leaf
They twist a cord to make their hammock-bed,
Their bow-string, fine, and net for catching fish.
Their food is simple-fish and cassava-bread,
With various fruits, and sometimes forest game,
All season'd with hot, pungent, fiery peppers.
Sauces and seasonings too, and drinks they have,
Made from the mandiocca's poisonous juice;
And but one foreign luxury, which is salt.
Salt here is money: daily they bring to me
Cassava cakes, or fish, or ripe bananas,
Or birds or insects, fowls or turtles' eggs,
And still they ask for salt. Two teacups-full
Buy a large basket of cassava cakes,
A great bunch of bananas, or a fowl.

"One day they made a festa, and, just like
Our villagers at home, they drank much beer,
(Beer made from roasted mandiocca cakes,)
Call'd here "shirac", by others "caxiri",
But just like beer in flavour and effect;
And then they talked much, southed and sang,
And men and maids all danced in a ring
With much delight, like children at their play.

For music they've small drums and reed-made fifes,
And vocal chants, monotonous and shrill,
To which they'll dance for hours withouth fatigue.
The children of small growth are naked, and
The boys and men wear but a narrow cloth.
How I delight to see those naked boys!
Their well-form'd limbs, their bright, smooth, red-brown skin,
And every motion full of grace and health;
And as they run, and race, and shout, and leap,
Or swim and dive beneath the rapid stream,
Or, all bareheaded in the noonday sun,

Creep stealthily, with blowpipe or with bow,
To shoot small birds or swiftly gliding fish,
I pity English boys; their active limbs
Cramp'd and confined in tightly-fitting clothes;
Their toes distorted by the shoemaker,
Their foreheads aching under heavy hats,
And all their frame by luxury enervate.
But how much more I pity English maids,
Their waist, and chest, and bosom all confined
By that vile torturing instrument called stays!

"And thus these people pass their simple lives.
They are a peaceful race; few serious crimes
Are known among them; they nor rob nor murder,
And all the complicated villanies
Of man called civilised are here unknown.
Yet think not I would place, as some would do,
The civilised below the savage man;
Or wish that we could retrograde, and live
As did our forefathers ere Caesar carne.

"Tis true the miseries, the wants and woes,
The poverty, die crimes, the broken hearts,
The intense mental agonies that lead
Some men to self-destruction, some
To end their days within a madhouse cell,
The thousand curses that gold brings upon us,
The long death-struggle for the means to five,
All these the savage knows and suffers not,
But then the joys, the pleasures and delights,
That the well-cultivated mind enjoys;
The appreciation of the beautiful
In nature and in art; the boundless range
Of pleasure and of knowledge books afford;
The constant change of incident and scene
That makes us live a life in every year;
All these the savage knows not and enjoys not.
Still we may ask, 'Does stern necessity
Compel that this great good must co-exist
For ever with that monstrous mass of ill?

Must millions suffer these dread miseries,
While but a few enjoy the grateful fruits?
For are there not, confined in our dense towns,
And seattered over our most fertile fields,
Millions of men who live a lower life
Lower in physical and moral health
Than the Red Indian of these trackless wilds?
Have we not thousands too who live a life
More low, through eager longing after gold,
Whose thoughts, from mom to night, from nigth to morn,
Are-how to get more gold?
What know such men of intellectual joys?
They've but one joy- the joy of getting gold.
In nature's wondrous charms they've no delight,
The one thing beautiful for them is-gold.
Thoughts of the great of old which books contain,
The poet's and die historian's fervid page,
Or all the wonders science brings to light,
For them exist not. They've no time to spend
In such amusements: 'Time,' say they, 'is gold.'

And if they hear of some immortal deed,
Some noble sacrifice of power or fortune
To save a friend or spotless reputation
A deed that moistens sympathetic eyes,
And makes us proud we have such fellow-men,
They say, 'Who make such sacrifice are fools,
For what is life without one's hard-earn'd gold?´
Rather than live a man Eke one of these,
I´d be an Indian here, and live content
To fish, and hunt, and paddle my canoe,
And see my children grow, Eke young wild fawns,
In health of body and in peace of mind,
Rich without wealth, and happy without gold!"

Javíta, March, 1851 A.W.

 

 

UNA DESCRIPCION DE JAVÍTA

"Aquí donde se dividen las corrientes, para engrosar el caudal
de los dos ríos más poderosos de nuestro globo;
donde los arroyos que fluyen en sus estrechos lechos,
se esconden, ocultos por los eternos bosques, y discurren
hacia abajo; -unos para incrementar las olas
del turbio Orinoco; otros, con un curso mayor,
bajando por el lecho Reno de islas del Río Negro,
hasta el poderoso Amazonas, el regio río y, mezclándose con su corriente que todo lo traga,
presentan batalla al mismo orgulloso océano, y le hacen retroceder incluso de su propio dominio.
Hay un pueblo indio;
cercándonos, la selva oscura, eterna e ilimitada extiende
su variado follaje. Se yerguen soberbias las palmeras
por todas partes, y numerosos árboles desconocidos
salvo por extraños y agrestes nombres para los oídos ingleses.

Aquí habité por un tiempo, el único hombre blanco
Entre quizás doscientas almas vivientes.
Llevan una vida pacífica y alegre
Estos hombres semisalvajes, hermosos, de roja piel y negros cabellos,
Dirigidos por los hijos de Castilla la Vieja,
Mantienen limpio el pueblo y sus casas;
La víspera del sábado
Se congregan todos a la llamada de una campana
Para barrer el interior y los alrededores de su iglesia,
En la que a la mañana siguiente se reunirán
Todos juntos y aseados
Para rezar a su Dios como se les ha enseñado.
Era un agradable espectáculo, aquella mañana sabatina,
Me recordaba mi hogar, querido y lejano.
En un lado los hombres se arrodillaban
Simplemente vestidos con pantalón y camisa de tosco algodón:
En el otro las mujeres y las jóvenes,
El brillante pelo con mucho gusto trenzado,
Y en el cuello todas llevaban un alegre pañuelo,
Y algunas, una cinta anudada en el pelo.

¡Cómo se parecían, salvo por su oscura piel,
A un bello grupo de aldeanas inglesas!
Y aún eran superiores por sus graciosas formas;
Ya que su libre crecimiento no lo impiden ni fajas ni correas
Sino que el alimento sencillo, el aire libre y los baños diarios
Y el ejercicio, les dan lo que la Naturaleza exige
Para constituir un cuerpo saludable y hermoso.

"Cada día algún trabajo les requiere. Ahora van
A cortar el orgullo del bosque, o en canoa
Con anzuelo, arpón, y flecha, a por pescado;
Ahora buscan los productos del bosque
Para hacer sus canastas o sus camas colgantes.
Las mujeres extraen la raíz de mandioca
Y con mucho esfuerzo de ella sacan su pan.
Plantan sus renuevos en la fértil tierra:
Tierra sin labranza, para la que el arado o el azadón
o el rastrillo o la grada son desconocidos.
Las jóvenes llevan agua en las cabezas
En bien formados cántaros, como las doncellas Cambrianas;

Y todas las tardes y mañanas se bañan en el río,
Nadando como sirenas en las olas chispeantes.

"El pueblo está trazado con habilidad y gusto:
En medio está una espaciosa plaza en donde está la iglesia,
Rodeada de estrechas calles que de ella salen.
Entre las casas, llenando cada espacio
Crece el exuberante plátano de verde y ancha hoja,
Portando los gruesos racimos del fruto más saludable;
También se da allí la naranja y la agradable lima;
De la Inga colgante penden sus largas vainas
Cuyas flores atraen a los colibríes de ensueño.
La guava y el dulce y jugoso casho
Junto a una bellísima palmera cuyo fruto,
en brillantes racimos rojos, es un alimento muy estimado;
Y hay otros muchos que los indios estiman
Que sólo tienen nombres indios,
Las casas son de postes y barro, alisado, y pintado con arcilla blanca y pura;
Las hojas extendidas de una palmera sirven de techo

Impermeable a las tormentas y lluvias del invierno.
No hay clavos que fijen las vigas, todo
procede del bosque, cuyas delgadas lianas colgantes
Las sujetan formando un cuerpo firme y duradero.
De la dura fibra de una hoja de palmera en abanico
Trenzan una cuerda para hacer las hamacas,
La cuerda del arco, sedal y red para pescar peces.
Simple es su comida: pescado y pan de cassava
Frutas diversas y algunas veces caza del bosque
Sazonado todo con pimientos, calientes y picantes como fuego.
También tiene salsas y sazones, y bebidas,
Hechas del venenoso jugo de la mandioca;
Y sólo un lujo extraño, que es la sal.
Aquí la sal es dinero. Todos los días me traen
Tortas de cassava, plátanos maduros y pescado,
Pájaros e insectos, aves de corral y huevos de tortuga,
Pidiendo a cambio sal. Dos tazas llenas
Compran una gran cesta de tortas de cassava,
Un gran racimo de plátanos o un ave de corral.

"Un día hicieron una festa y,
exactamente como nuestros aldeanos en la patria, bebieron mucha cerveza
(Cerveza hecha con tortas tostadas de mandioca)
Llamada aquí "shirac", por otros "caxirí",
Mas es como la cerveza en su efecto y sabor;
Luego hablaron mucho, gritaron y cantaron,
Hombres y doncellas en círculo danzaron
Todos con gran placer, como niños en un juego.
Como música tenían pequeños tambores y pífanos de caña,
Cantos vocales, monótonos y agudos,
Con los que bailaban horas sin fatigarse.
Los niños pequeños van desnudos,
Los jóvenes y hombres no llevan más que una estrecha ropa.
¡Qué placer contemplar a esos muchachos desnudos!
Los bien formados miembros, la piel rojiza, lisa y brillante,
Todos los movimientos llenos de salud y gracia;
Y cuando les veo correr, gritar y saltar
O nadar y buscar bajo la rápida corriente
O todos con la cabeza descubierta bajo el sol de medio día,
Reptar acechando, con cerbatana 0 arco,
Para cazar aves pequeñas o rápidos y escurridizos peces,
De los muchachos ingleses siento pena; sus activos miembros
Constreñidos y estorbados por ropas apretadas;
Los dedos de los pies distorsionados por el zapatero,
Las frentes doloridas por pesados sombreros,
El cuerpo completo por el lujo debilitado.
¡Pero cuánta pena más me dan las jóvenes doncellas inglesas,
La cintura y el pecho confinados
Por el vil instrumento de tortura llamado corsé!

"Y así pasan sus vidas sencillas estas gentes.
Son una raza pacífica; pocos delitos graves
Se conocen entre ellos; no roban ni asesinan,
Y todas las complicadas villanías
Del hombre llamado civilizado son aquí desconocidas,
Mas pienso que no podría yo, como otros harían,
al hombre civilizado por debajo del salvaje;
0 desearía que retrocediéramos y viviéramos
Como lo hicieron nuestros antepasados antes de la llegada de César,

Es cierto que las miserias, las penas y las necesidades,
La pobreza, los crímenes, los corazones rotos,
La intensa agonía mental que conduce
A algunos hombres a la autodestrucción,
A algunos a exterminar su vida en una celda de manicomio,
Las mil maldiciones que el oro trae sobre nosotros,
La larga lucha a muerte por los medios de vida...
Todo eso el salvaje ni lo conoce ni lo sufre.
Pero luego las alegrías, placeres y deleites
De que goza la mente civilizada;
El goce de lo hermoso
En la naturaleza y el arte, la gama ilimitada
De placer y conocimiento que los libros ofrecen;
El cambio constante de escenario y acontecimientos
Que nos permite vivir una vida cada año:
Todo eso el salvaje ni lo conoce ni lo goza.
Todavía podemos preguntamos:
¿La dura necesidad obliga
A que este gran bien coexista
Para siempre con esa monstruosa suma de maldad?

¿Han de sufrir millones esas temibles miserias,
Mientras unos pocos gozan de los agradables frutos?
¿Pues no hay encerrados, en nuestras densas ciudades,
Y esparcidos por nuestros más fértiles campos,
Millones de hombres que llevan una vida inferior,
Inferior en la salud física y moral,
A la de los indios rojizos de esta selva sin caminos?
¿No hay entre nosotros miles que llevan
Una vida inferior, buscando ansiosos el oro,
Cuyos pensamientos, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana,
Son los de cómo conseguir más oro?
¿Qué saben tales hombres de gozos intelectuales?
Sólo tienen una alegría: la de conseguir oro.
No les complacen los encantos maravillosos de la naturaleza.
Para ellos lo único hermoso es el oro.
Pensamientos de los grandes de antaño que los libros contienen,
Las fervorosas páginas del historiador y el poeta,
0 todas las maravillas que trae a la luz la ciencia,
Para ellos no existen.
No tienen tiempo que perder
En esas diversiones: "El tiempo es oro", dicen.

Si escuchan una hazaña inmortal,
Algún noble sacrificio de poder o de fortuna
Para salvar a un amigo o una reputación sin tacha,
Una hazaña que humedezca los ojos piadosos, y nos enorgullezca de ser seres humanos,
Dicen: "Qué tonto el que así se sacrifica,
¿Pues qué es la vida sin el oro que con esfuerzo se ha ganado?
Antes que vivir como uno de ellos,
Prefiero ser aquí un indio, y vivir contento
Pescando, cazando y remando en la canoa,
Ver crecer a mis hijos, como jóvenes cervatillos,
Con salud en el cuerpo y paz de mente,
¡Rico sin riqueza y feliz sin oro!

Javíta, Marzo de 1851. A.W.

Llevaba ya aquí algún tiempo con mi rutina regular; cuando una mañana, al levantarme, encontré que no había ningún indio y tampoco ningún fuego en la galería. Pensando que habían salido temprano para cazar o pescar, como hacían algunas veces, encendí el fuego y me hice el desayuno, pero seguía sin haber ningún signo de ellos. Mirando por aquí y allá, descubrí que habían desaparecido sus hamacas, cuchillos, una sartén de barro, y algunos otros artículos, y que sólo quedaba en la casa lo que me pertenecía a mí. Me convencí entonces de que habían escapado durante la noche y que me habían dejado para que me las arreglara como pudiera. En los días anteriores habían estado bastante inquietos preguntándome que cuando pensaba regresar. No les gustaba estar entre personas cuya lengua no podían hablar, y últimamente habían utilizado una gran cantidad de fariña, esperando que cuando hubieran terminado la última cesta yo fuera incapaz de comprar más en el pueblo, y me viera obligado por tanto a regresar. Pero el día anterior había comprado una nueva cesta, y eso pareció proporcionarles el último estímulo necesario para decidir la cuestión, haciéndoles escapar de esa tierra extraña y del hombre blanco, todavía más extraño, que pasaba todo su tiempo cazando insectos y echaba a perder la buena caxaça para poner en él peces y serpientes. Sin embargo, nada podía hacerse ahora, por lo que tomé mi cazamariposas, cerré la casa, me puse en el bolsillo la llave (una llave de madera hecha por los indios) y me encaminé al bosque.

Por suerte, poco antes había comprado un buen queso venezolano y un poco de carne de vaca seca, por lo que con la abundancia de pan de cassava y de plátanos podía arreglármelas muy bien. Por la noche aparecieron algunos de mis usuales visitantes indios, sorprendiéndose bastante de verme encender el fuego y preparar la cena; al explicarles las circunstancias, exclamaron que mis indios eran "mala gente" (En español en el original (N. del T.)), dándome a entender que siempre habían pensado que no eran mejores de lo que resultaron ser. Logré que algunos de los muchachos fueran a traerme agua del río, y un poco de combustible; luego, con café y queso, plátanos asados y pan de cassava viví con todo lujo. Mi café, sin embargo, se estaba terminando, y en uno o dos días más me quedé sin él. Difícilmente me podía resignar a esto sin más, por lo que me dirigí a la choza de un viejo indio que hablaba un poco de español y le supliqué, "por amor de Dios" (En español en el original (N. del T.)) que me diera un poco de café de una pequeña plantación que él tenía. Había algunas bayas maduras en los árboles, el sol brillaba y me prometió poner a trabajar inmediatamente a su hijita. Esto sucedía hacia las diez de la mañana. Me fui a la selva, y al regresar a las 4 de la tarde descubrí que el café estaba listo. Había sido recolectado, lavada la pulpa, secado al sol (la parte más larga de la tarea) descortezado, tostado y machacado en un mortero; y media hora más tarde pude gozar de una de las tazas de café más deliciosas que he tomado en toda mi vida.

Como quería quedarme 15 días más traté de persuadir a una de las morenas damiselas del pueblo para que viniera a encenderme el fuego y a cocinar; pero por extraño que parezca ninguna se aventuró a ello, aunque en cualquiera de los otros pueblos de Río Negro hubiera podido elegir en cualquier momento entre media docena; me vi obligado, por tanto, a ser mi cocinero y mi sirviente durante el resto de la estancia en Javíta.

Había ahora en el pueblo un viejo comerciante indio que acababa de llegar de Medina, una ciudad situada al pie de los Andes, cerca de Bogotá, y por él y por otros indios obtuve mucha información relativa a esa parte del país y al carácter de los ríos que fluyen desde las montañas hasta el Orinoco. Me dijo que había ascendido por el río Muco, que entra en el Orinoco por encima de las cataratas de Maypures, y desde allí había llegado a un punto situado a veinte millas de las aguas altas del Meta, frente a Medina. El río Muco no tiene cataratas ni construcciones para la navegación, y toda la parte alta de su curso fluye por un campo abierto y tiene hermosas playas de arena; entre este río y el Guaviare se halla el final de la gran selva del valle amazónico.

El clima era ahora terriblemente húmedo. La lluvia fue incesante durante varios días y noches, y las escasas horas de sol se convirtieron en una rareza. Los insectos eran escasos, y los que conseguía resultaba casi imposible disecarlos. En la caja de secado eran destruidos por los mohos, y si los colocaba al aire libre, expuesto al sol, diminutas moscas ponían los huevos sobre ellos, y poco después eran comidos por los gusanos. El único modo que tenía de conservarlos era colgarlos durante algún tiempo todas las noches y todas las mañanas encima del fuego. Empecé a lamentar más que nunca la pérdida de la buena estación, pues estaba convencido de que podría haber obtenido una espléndida cosecha. También estaba iniciando a los muchachos indios para que cazaran escarabajos para mí, y estaba acumulando una buena colección. Todas las noches aparecían tres o cuatro con sus tesoros encerrados en trozos de bambú o cuidadosamente envueltos en hojas. Compraba todo lo que traían; dándoles un anzuelo a cada uno; y entre muchos ejemplares comunes, encontraba generalmente alguna especie curiosa y rara. Los Coleoptera, generalmente tan escasos en las zonas selváticas del Amazonas y Río Negro, parecía ser aquí más abundantes, debido quizá a que estábamos cerca de los márgenes de la gran selva y de las llanuras del Orinoco.

Me dispuse a abandonar Javíta con gran pena. Aunque hacía bien, considerando la estación, sabía que de haber llegado antes podía haber hecho mucho más. En abril había previsto ir a las zonas inexploradas del Uaupés con el Senhor L., e incluso la perspectiva de su conversación era agradable tras la terrible soledad a la que me veía expuesto aquí.

Sin embargo, recomendaría vivamente Javíta a cualquier naturalista que deseara encontrar una localidad buena e inexplorada en Sudamérica. Puede llegarse allí fácilmente yendo desde las Antillas hasta Angostura, y subiendo luego desde allí por el Orinoco y el Atabápo. Con una libra de anzuelos y cinco de sal, cuentas y calico pagará todos los gastos que tenga allí durante seis meses. El viajero debe llegar en septiembre, y se puede quedar hasta marzo, obtenido todos los beneficios de la estación seca. Sólo por los insectos la expedición merecería la pena; los peces son también abundantes, y muy nuevos e interesantes; y como mis colecciones se perdieron en el viaje de regreso a casa, las suyas tendrían todas las ventajas de la novedad.

Dejé Javíta el 31 de marzo, después de que el comisario enviara cinco o seis indios para llevarme el equipaje, cuatro de los cuales irían conmigo hasta Tómo. Los indios de Sao Carlos, Tómo, y Maróa habían reparado su parte del camino y regresaban ahora a casa, por lo que algunos de ellos aceptaron ir conmigo en lugar de los javítanos. Estos habían encontrado en la selva cierto número de escarabajos arlequín (Acrocinus longimanus), que me ofrecieron cuidadosamente envueltos en hojas; compré cinco pagando unos cuantos anzuelos por cada uno. Al llegar a Pimichin, el pequeño río presentaba un aspecto muy distinto al que tenía la última vez que lo vi. Se hallaba ahora lleno hasta el borde, y el agua llegaba casi hasta nuestro cobertizo, que antes estaba a unas cuarenta yardas de distancia, en lo alto de una orilla rocosa y escarpada. Antes de que mis hombres escaparan, había enviado a dos de ellos a Tómo para que trajeran mi canoa hasta Pimichin, pues el río había subido lo suficiente para poder subirlo, y me la encontré allí. Habían tomado una canoa perteneciente a Antonio Dias, quien había pasado por Javíta algunos días antes de camino a Sao Fernando, por lo que al regresar había tenido que pedir prestado otra para volver a casa.

Descendimos por el pequeño río con gran rapidez y pude ver ahora su extraordinario número de curvas. Con la brújula tomé la orientación de treinta de ellas, pero luego se produjo una tremenda tormenta de viento y lluvia que caía sobre nuestros rostros y hacía totalmente imposible mirar hacia adelante. Antes de que ésta desapareciera llegó la noche, por lo que el resto de las curvas y dobleces del río Pimichin siguen todavía en la oscuridad. El país por el que fluye parece ser una zona arenosa y plana, cubierta por matorrales bajos, muy parecida a la del río Cobáti, por el que subí hasta la sierra para obtener los gallitos de las rocas.

Era de noche cuando llegamos a Maróa y casi pasarnos de largo sin ver el pueblo. Nos dirigirnos a la "casa de nação", un cobertizo bastante mejor de lo habitual, y tras hacer un buen fuego pasamos una noche confortable. A la mañana siguiente visité al Señor Carlos Bueno, un comisario indio muy elegante, e hicimos un pequeño negocio con él. Compré un lote de cestas indias, gravatánas, aljabas y veneno ururí o curarí, y a cambio le di algunos anzuelos de pesca y calico y, tras desayunar con él, seguimos hasta Tómo.

El Señor Antonio Dias se había ido a São Carlos y no estaba allí, por lo que decidí esperar unos días hasta su regreso, pues me había prometido enviar hombres conmigo hasta Guía. Me alojé con el Señor Domingos, quien estaba vigilando la finalización del gran barco antes mencionado, para botarlo con la marea alta, que estaba a uno o dos pies de su base. Me distraje paseando por el campo con la escopeta y conseguí abatir uno de los hermosos papagayos pequeños de cabeza negra, de brillante plumaje verde, carmesí bajo las alas, y carrillos amarillos; sólo se encuentran en estas zonas y son bastante difíciles de obtener. Conseguí también algunos peces curiosos que pude dibujar: en particular dos especies grandes de Gymnotus, del grupo que no son eléctricas.

Mientras estuve allí, los indios celebraron una festa. Elaboraron "shirac" en abundancia y estuvieron bailando durante treinta horas. La peculiaridad principal era que mezclaban sus vestidos civilizados y sus ornamentos indios de una manera extraordinaria. Todos llevaban pantalones limpios y camisas blancas o a rayas; pero también tenían sus penachos de plumas, collares de cuentas y las caras pintadas, en una mezcla que resultaba muy extraña. Llevaban sus hamacas a modo de chales sobre los hombros, y normalmente tenían cilindros huecos en las manos, que usaban para golpear el suelo mientras danzaban. Otros llevaban lanzas, arcos y varas, ornamentados con plumas lo que producía un aspecto singular y salvaje cuando bailaban bajo la luz de la luna.

Antes de abandonar Tómo compré dos de las bellas orlas de plumas a las que antes aludí pagando por ellas tres libras en dólares de plata. Conseguí cinco indios para que fueran conmigo y al mismo tiempo tomé otra pequeña canoa en las que se traería de vuelta varios artículos que el Senhor Antonio necesitaba mucho. Antes de partir, pagamos entre nosotros a los hombres con calico y ropa de algodón, todo lo cual en Inglaterra costaría dos peniques el metro, pero aquí valía 2 s. 6 d. y jabón, cuentas, cuchillos y hachas en la misma proporción. En el camino, conseguí que los indios de Tómo me hicieran un vocabulario de su lengua, la cuál se diferencia de la de los pueblos que hay más arriba y más abajo. Remábamos de día y nos dejábamos llevar por la corriente por la noche; como ésta era ahora tremenda, fuimos tan rápido que en tres días llegamos a Marabitanas, distancia que habíamos tardado nueve días en ascender.

Aquí residí una semana con el Comandante, el cual me había invitado cuando estuve en Guía. Hice muy poco por aumentar mi colección: no había caminos en la selva, tampoco insectos, y muy pocas aves dignas de dispararles. Obtuve unos roedores semiespinosos muy curiosos, y una hermosa ave manchada de blanco, parecida a los estorninos, la cual aparece aquí sólo una vez al año en bandadas, y recibe el nombre de "Ciucí uera" (el pájaro estrella).

Los habitantes de Marabitanas son famosos por sus festas: pasan la mitad de su vida en festas y la otra mitad preparándolas. Consumen inmensas cantidades de alcohol crudo, destilado de la caña de azúcar y de la mandioca: en una festa que tuvo lugar mientras estuve allí, se consumió una barrica de fuerte alcohol y todos se emborracharon. En todas las casas, mientras se celebra la danza, hay tres o cuatro personas que vienen y van constantemente con una botella y vasos, y no se espera que nadie se niegue a beber en ningún momento; siguen así toda la noche, y cuando has probado un vaso te entregan otro, y al menos tienes que dar un sorbito. Los indios vacían el vaso cada vez, y continúan así durante dos o tres días. Cuando todo ha terminado, los habitantes regresan a sus sitios o casas de campo y comienzan a preparar mucho alcohol para la ocasión siguiente.

Quince días antes de cada festa, la cual se celebra siempre en el día de un santo de la Iglesia Católica Romana, un grupo de diez o doce habitantes van en canoas a todas las casas de campo y pueblos indios a cincuenta o cien de ellas a la redonda llevando la imagen del santo con banderas y música. Son convidados en cada casa, se besa al santo y se hacen presentes para la fiesta; unos dan un ave de corral, otro algunos huevos o un racimo de plátanos, otro algunas monedas. Con frecuencia se prometen animales vivos a un santo particular; y a menudo, cuando yo quería comprar algunas provisiones, me decían; "ése es el cerdo de San Juan" o "esas gallinas pertenecen al Espíritu Santo".

Me despedí del comandante, el Señor Teniente Antonio Filisberto Correio de Araujo, quien me había tratado con la máxima amabilidad y hospitalidad, y me dirigí a Guía, a donde llegué a finales de abril, esperando encontrar al Señor L. dispuesto para partir por el río Uaupés; pero de nuevo me vi obligado a retrasarme, pues una canoa que había sido enviada a Barra todavía no había vuelto y no podíamos partir hasta que llegara. Ya tendría que estar aquí, pero iba tripulada por indios que no tenían ningún interés particular en precipitarse, y muy bien podía tardar un mes más. Así fue, pues no llegó hasta finales de mayo. Durante ese tiempo era muy poco lo que podía hacer; la estación era muy húmeda y Guía era una localidad pobre. Los peces eran mi recurso principal, pues el Señor L. tenía un pescador que salía todos los días para procuramos la cena, y siempre me traía a mi primero el producto de la pesca para que seleccionara cualquier especie que no hubiera visto. De este modo obtuve constantemente tipos nuevos, y aumentó mi admiración por la extraordinaria variedad y abundancia de los habitantes de estos ríos. Ya había dibujado y descrito ciento sesenta especies sólo del Río Negro; había visto muchos otros; y seguía encontrando variedades nuevas con la misma abundancia en cada nueva localidad. Estoy convencido de que el número de especies, sólo en el Río Negro y sus tributarios, se elevará a quinientas o seiscientas. Además, el Amazonas tiene sus peces peculiares, y lo mismo sus numerosos tributarios, especialmente en sus aguas altas; por eso, el número de tipos distintos que habitan toda la cuenca del Amazonas debe ser inmenso.

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