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CAPÍTULO VIII
RIO NEGRO ARRIBA

Partida de Barra para el alto Río Negro- Canoa y cargamento- La gran anchura del río- Carvoeiro y Barcellos- Rocas graníticas- Castanheiro- Un anciano cortés S. Jozé- Una nueva lengua- Las cataratas- San Gabriel- Nossa Senhora da Guía El Senhor L. y su Jamilia- Visita al río Cobati- Un pueblo indio - La sierra Gallitos de las rocas- Regreso a Guía- Frei Jozé dos Santos Innocentos..

El último día de agosto de 1850, a las 2 en punto de una hermosa tarde, me despedía de Barra mirando con esperanza y espectación hacia las distantes y poco conocidas regiones que ahora iba a visitar. Encontré nuestra canoa tolerablemente espaciosa, de alrededor de treinticinco pies de largo y de siete de ancho. La parte posterior tenía una tosca cubierta hecha con troncos partidos de palmera, cubierta con un toldo o tejado semicircular lo bastante alto para sentarse cómodamente bajo él y bien techado con hojas de palmera. Una parte de la abertura frontal estaba tapada por cada lado, dejando una puerta de cerca de tres pies de anchura. La parte anterior estaba cubierta con un toldo similar, pero mucho más bajo, y sobre él había una cubierta plana, formada como la otra, y sujeta por los lados en palos rectos. Esta recibía el nombre de jangada o balsa, y en ella se ponen los indios para remar con remos hechos de paletas fijadas a largos palos. La canoa iba bien cargada con todos los artículos que más podían desear los habitantes salvajes y semicivilizados de la parte alta de Río Negro. Había balas de tela áspera de algodón y del calico más común, con estampados débiles pero de los colores más brillantes, de algodones a cuadros y a rayas, y de pañuelos azules o rojos. Había también hachas y machetes, gran abundancia de cuchillos toscos y puntiagudos, miles de anzuelos, pedernales y eslabones, pólvora, munición, gran cantidad de cuentas azules, negras y blancas, e innumerables espejos pequeños; agujas e hilo, sin olvidar botones y cintas. Llevábamos también abundante provisión de caxaça (el ron del país), vino para uso de los propios comerciantes, así como un poco de brandy a modo de "medicina", y té, café, azúcar, vinagre, aceite para cocinar y para iluminar, galletas, mantequilla, ajo, pimienta negra y otros pequeños lujos domésticos, suficientes para proveer a la familia para por lo menos 6 meses, y para cubrir las necesidades urgentes de cualquier viajero hambriento.

Mi anfitrión, el Señor João Antonio de Lima, era un hombre robusto de tamaño mediano, con un rostro parecido al de un Lord desterrado de la National Gallery. Sin embargo, poseía toda la cortesía de sus compatriotas, puso "a mis órdenes" la canoa y todo lo que en ella había y se comportó muy agradablemente. Nuestro toldo contenía numerosas cajas y paquetes suyos y míos, pero había aún espacio suficiente para que nos sentáramos o tumbáramos allí con comodidad; y con el frescor de la mañana y de la noche, permanecíamos de pie en los tablones de su entrada o nos sentábamos arriba gozando del aire fresco y de la perspectiva de las oscuras aguas que nos rodeaban. En los dos primeros días no encontramos tierra, pues todas las orillas del río se habían inundado, pero a partir de entonces encontramos muchos lugares para pisar tierra firme y hacer fuego. Generalmente, en cuanto descubríamos un lugar conveniente después del amanecer, desembarcábamos y hacíamos café, en el que desmigajabamos un poco de galleta y un trozo de mantequilla, lo que descubrí que resultaba de mucha ayuda cuando no había leche. Hacia las doce o las once nos deteníamos de nuevo para el desayuno, la comida principal para los indios. Cocinábamos una gallina o algo de pescado si habíamos cogido alguno durante la noche. Hacia las seis desembarcábamos de nuevo para preparar la cena y el café, que bebíamos sentados encima del toldo, mientras seguíamos viajando, hasta que a las ocho o a las nueve de la noche anclábamos la canoa en algún lugar de la costa en el que pudiéramos colgar las hamacas y dormir cómodamente hasta las cuatro o las cinco de la mañana. A veces variábamos este plan deteniéndonos para pasar la noche a las seis de la tarde, y entonces partíamos de nuevo a media noche, o a la una o las dos de la mañana. Con frecuencia nos deteníamos en alguna choza en la que pudiéramos comprar una gallina o algunos huevos, unos cuantos plátanos o naranjas; otras veces, lo hacíamos en un hermoso claro del bosque desde donde alguien partía con una escopeta para matar algún hoco o pava de monte, mientras que otros pescaban con caña, y pronto teníamos algunos peces pequeños pero deliciosos para asar en la parrilla. El Señor L. tenía mucha experiencia en los viajes en canoa y por eso iba siempre bien provisto de anzuelos e hilos de pescar. Normalmente, el cebo se preparaba con todo cuidado durante el día y por la noche se echaban los anzuelos; con frecuencia nos veíamos recompensados con un buen pirahiba de veinte o treinta libras de peso que nos servía para el desayuno y la cena del día siguiente.

Un poco más arriba de Barra, el río se extiende en grandes bahías a cada lado, de entre seis y diez millas de anchura; y aquí, cuando hay mucho viento, se levanta mar gruesa, lo que resulta muy peligroso para las canoas pequeñas. Más arriba el río se estrecha de nuevo hasta una anchura de milla y media y poco después se divide en canales divergentes, con islas de todos los tamaños entre ellos. A partir de aquí, y durante varios cientos de millas, en ningún momento se pueden ver las dos orillas del río al mismo tiempo: probablemente tienen una separación de entre diez y veinticinco millas. Algunas islas son de gran tamaño, de treinta a cuarenta millas de longitud, y a menudo hay más islas entre ellas y la costa.

En los días segundo y tercero desde que salimos de Barra, las orillas del río eran altas, pintorescas y pedregosas. Un poco más allá aparecen algunas rocas aisladas, y en el pueblecito de Ayrão, al que llegamos al cabo de una semana, había arrecifes rotos de roca de arenisca de una textura bastante cristalina. Un poco más abajo habíamos pasado por algunos lugares de arenisca suave, en donde la acción del agua había formado cuevas y fantásticos agujeros. Más allá, en Pedreiro, la roca era completamente cristalina; todavía más allá, en la desembocadura del río Branco, aparece roca verdaderamente granítica.

En Pedreiro nos quedarnos a pasar la noche con un amigo del Señor L., con quién discutimos las noticias de la ciudad y a quién le comunicamos los precios del pescado, la zarzaparrilla, la piassaba, etc. Al día siguiente pasamos algunas pintorescas rocas graníticas frente a la desembocadura del Río Branco, en donde vuelven a verse de nuevo las dos orillas del río. En una pequeña isla hay unas curiosas pinturas indias, que representaban numerosos animales y hombres, toscamente grabados sobre el duro granito. Realicé cuidadosos dibujos de ellas y me llevé muestras de la roca.

Llegamos al día siguiente a Carvoeiro, un pueblo desolado y semidesértico como todos los del Río Negro. Sólo lo habitaban dos familias, un herrero y un brasileño que llevaba el título de Capitão Vasconcellos, un hombre civil y de buen talante que nos trató muy bien el día que permanecimos con él. Por la noche cenamos tortuga con tenedores y cuchillos de plata, aunque nuestra mesa era una esterilla sobre el suelo. Por la tarde el Capitão se emborrachó con su viejo amigo el Señor L. y luego se puso muy violento, tratándole de villano portugués, indigno y remolón, utilizando epítetos más de los que tanto abundan en la lengua. El Señor L., que se enorgullece de no emborracharse nunca, se lo tomó muy fríamente y a la mañana siguiente el Capit5o le expresó su sincero arrepentimiento jurándole eterna amistad y lamentando mucho haber dado razones al "estrangeiro" para pensar mal de sus compatriotas.

Siguiendo con nuestro viaje entramos en un laberinto de pequeñas islas tan inundadas que parecían grupos de arbustos que crecieran en el agua. Aunque el Señor L. conocía bien el río, casi nos perdemos aquí, y encontramos otra canoa que se había perdido realmente. Como era tarde, nos quedamos en una punta de tierra seca a pasar la noche y colgamos las hamacas bajo los árboles. A la mañana siguiente llegamos a la casa de un hombre que le debía algo de dinero al Señor L. y le pagó con tortugas, embarcando ocho o nueve de ellas.

Sólo por un momento vimos las dos orillas del río. Nos metimos de nuevo en un mar de islas y de canales que se abrían entre ellas extendiéndose con frecuencia hasta el horizonte. A veces, una orilla distante se veía ininterrumpida durante varios días, pero al final descubríamos que se trataba de una isla alargada. Ahora, todo el suelo era nuevamente aluvial, por lo que a veces teníamos dificultades para encontrar tierra seca sobre la cual cocinar nuestra comida. Unos días después llegamos a Barcellos, en otro tiempo la capital del Río Negro, pero ahora despoblada y casi desértica. En la ribera había varios bloques de mármol traídos de Portugal para algunas edificaciones públicas que nunca se levantaron. Las antiguas calles son ahora senderos en la jungla, en donde los naranjos y otros frutales se entremezclan con las casias y con las altas hierbas tropicales. Las casas que permanecen son en su mayor parte ruinosas cabañas de barro, encontrándose de vez en cuando alguna bien terminada y encalada.

Visitamos a un viejo italiano que tenía fama de ser rico pero muy avaro. Era, sin embargo, bastante alegre. Nos dio café endulzado con melaza, y nos rogó que nos quedáramos a tomar el desayuno con él, comida que se sirvió en un viejo almacén lleno de cables, anclas, cordeles, frascos y garrafones. Tuvimos cuchillos y cucharas de plata y una sucia toalla como mantel, y sobre él, colocó la comida a base de alcohol puro y carne dura de hoco. Sin embargo, nos dio una cesta de naranjas para que nos la lleváramos a la canoa.

Uno o dos días después pasamos por otro pueblo en decadencia llamado Cabuqueno. En Barcellos había empezado a aparecer una hermosa y pequeña palmera que crecía al borde del agua, una especie nueva de Mauritia, muy abundante a partir de entonces. Había aquí más peces que en la parte baja del río, y algunas especies que no se encontraban más abajo. El Señor L. solía mandar a dos hombres en una canoa pequeña a pescar a primeras horas de la mañana, los cuales solían estar de vuelta hacia las 10 con suficiente pescado para el desayuno y la cena. Comencé a tomar ahora un gran interés por la belleza y variedad de las especies, y siempre que podía hacía dibujos y descripciones precisos de los peces. Muchos de ellos tienen un sabor excelente que sobrepasa a todo lo que he probado en Inglaterra tanto de agua salada como dulce; y muchas especies tienen verdadera grasa que convierten el agua en la que se cuecen en un caldo rico y agradable. No se tira ni una sola gota del caldo, consumiéndose todo con un poco de pimienta y farinha con tanto placer como si se tratara de la más delicada sopa. Nuestro toldo estaba muy caliente durante el día, generalmente con una temperatura de 95º a 100º en el interior. A primeras horas de la mañana la temperatura era de unos 75º, y el agua a esas horas tenía unos 85º y parecía muy tibia; al mediodía o por la tarde el agua tendría unos 86º, pero parecía deliciosamente fresca por el contacto con el aire caliente.

Gozábamos de un clima excelente, aunque todas las tardes, o por lo menos cuatro o cinco veces por semana, teníamos un "trovoádo", o tormenta, que se producía de repente, con rachas violentas de viento y a menudo con truenos y lluvia, pero pasaba en una o dos horas, dejando una atmósfera hermosamente suave y clara. Un gran lujo de este río es la ausencia de mosquitos. La puesta de sol, en lugar de ser la señal de las incomodidades y molestias, nos traía la parte más agradable del día. Podíamos sentarnos arriba del toldo, gozando de la fresca brisa vespertina, y sorber una taza de café, nuestro mayor lujo, hasta que el esplendor de la puesta del sol desaparecía rápidamente y las estrellas brillaban sobre nosotros. En esta hora tranquila, los chotacabras salían a cazar sus insectos sobre la corriente y nos divertían con sus rápidas evoluciones; las ranas arborícolas iniciaban sus quejumbrosos cantos, algunos papagayos retrasados cruzaban el río dirigiéndose a sus nidos, mientras los guarhibas llenaban el aire con sus voces ululantes. Cuando el rocío nocturno caía abundante sobre nosotros, me ponía bajo el toldo, mientras el Señor L., envolviéndose en una sábana, prefería. reposar en el exterior.

El 30 de septiembre, justo un mes después de haber salido de Barra, vimos de nuevo la orilla opuesta del río y lo cruzamos por donde tiene unas 4 millas de anchura. Al día siguiente llegamos a la parte donde aparecen por primera vez las rocas graníticas y disfruté saliendo de la canoa y poniendo el pie en una hermosa pendiente granítica recorrida en varias direcciones por venas de cuarzo. A partir de aquí, el río se hace más pintoresco. Abundan las islas pequeñas y rocosas y son frecuentes las hermosas playas de granito, que ofrecen lugares deliciosos para hacer las comidas al aire libre. También el pescado se volvió aún más abundante y rara vez nos quedamos sin este lujo.

El 3 de Octubre llegamos a un lugar en donde residía un mestizo brasileño llamado João Cordeiro (Juan Cordero), amigo y cliente del Señor L. Nos quedamos allí dos días, mientras sacaron buena parte de la carga de la canoa para que el Señor João eligiese lo que más le gustara. Aquí, por segunda vez desde que dejamos Barra, vimos algunas vacas y tuvimos leche para el café. Disfruté paseando por el bosque y cogiendo algunos insectos, entre los que había muchas especies nuevas. Al final, una vez hecha la selección entre los alegres algodones y gasas, las cuentas de collar y la cuchillería, los vinos y los alcoholes, el azúcar y la mantequilla, seguimos nuestro camino y el Señor João prometió obtener abundante piassaba, salsa y otros productos para pagar al Señor L. la próxima vez que fuera a la ciudad.

Llegamos al día siguiente a Santa Isabel, un mísero pueblo recubierto de hierba y espesura que tenía en estos momentos un solo habitante, un portugués que nos ofreció una taza de café que tuvimos que endulzar, sin embargo, con nuestra propia azúcar, pues él no contaba con ese lujo. Era uno de los numerosos hombres decentes que llevan aquí una existencia miserable, soportando penalidades y privaciones que en una comunidad civilizada solo serían el resultado de la mayor pobreza.

El día ocho llegamos a Castanheiro, y pasamos un día con otro portugués, uno de los comerciantes más ricos del río. Debía su riqueza principalmente a haberse negado persistentemente a entregar mercancías a crédito, que es la maldición de este país: de ese modo era siempre su propio dueño, en lugar de ser el esclavo de los comerciantes de Barra y Pará, y podía comprar en los mercados más baratos y vender en los que prefiriese. Con economía y un carácter reservado había acumulado cinco o. seis mil libras que luego crecieron rápidamente, pues en este país la vida no cuesta nada a menos que un hombre beba o juegue. Comercia con los indios, lleva el producto en su propia canoa hasta Pará, compra los artículos que sabe que pueden venderse más fácilmente y obtiene un beneficio de aproximadamente un 100 por 100 en todos los negocios que emprende. Puede dar una idea del estado de este país el saber que, aunque este hombre se diferencia de casi todos los demás comerciantes por su estricta justicia e integridad, que todos le conceden, sin embargo raramente se habla bien de él, porque no se permite las extravagancias y el libertinaje que piensan que podría permitirse.

Poco más allá pasamos junto a curiosos petroglifos sobre una roca de granito, de las que hice un esbozo. El día once llegamos a Wanawacá, sede de un brasileño de Pernambuco desterrado a Río Negro por unirse a alguna insurrección. Yo había oído las historias más horribles sobre los crímenes de este hombre. Había asesinado a los indios, se había llevado a sus esposas e hijas y cometido barbaridades demasiado desagradables para mencionarlas. Sin embargo, como tenía una carta de presentación para él y era amigo del Señor L. tuvimos que visitarle. Descubrí que era un caballero amable, tranquilo, cortés, de pelo blanco y edad avanzada que nos recibió con la mayor afabilidad, nos dio un buen desayuno y conversó con nosotros de un modo inusualmente racional. Al irnos, el Señor preguntó si no me sorprendió ver a un hombre de tan amable apariencia. Pero luego añadió: "Estas personas que hablan suavemente son luego las peores. Es un verdadero hipócrita que no vacilará ante nada. Entre sus amigos alardea de sus crímenes y afirma que no hay nada que no haga por su propio placer o beneficio".

Al día siguiente llegamos a otro pueblo, São Jozé, en donde tuvimos que dejar nuestra pequeña embarcación y proseguir en dos de menor tamaño, pues la corriente era ahora tan rápida que no podíamos avanzar, y las cataratas que había un poco más arriba no las podíamos pasar con la canoa grande. Pasamos aquí dos días dedicados a la descarga y a la carga. Estuve muy ocupado capturando mariposas, varias de ellas de especies raras que abundan sobre las rocas calientes de la orilla del río. Al final, una vez arreglado todo, continuamos el viaje en dos canoas sobrecargadas y bastante limitados de espacio en comparación con el que habíamos tenido hasta entonces. Tuvimos que pasar varios rápidos pequeños, y rodear puntas sobresalientes de rocas, en donde los indios tenían que saltar al agua y empujar la canoa hasta pasar la dificultad. Dos días después, llegarnos al pueblo de São Pedro, en donde el Señor L. consiguió prestada otra canoa mucho mejor y más conveniente, por lo que tuvimos otra vez medio día de retraso. El propietario era un joven comerciante brasileño, muy hospitalario y civilizado, con el que pasamos una agradable velada. El y el Señor L. eran viejos amigos y comenzaron a hablar en un lenguaje que yo no podía entender, aunque sabía que era una especie de portugués. Poco después, sin embargo, me di cuenta de lo que se trataba, y el Señor L. más tarde me contó que lo había aprendido cuando era un muchacho e iba a la escuela. Consistía en añadir a cada sílaba otra que rimara con ella pero empezando con p. Así, para decir "Venha ca", ven aquí, dirían "Ven penhapa capa", o en español, 'Venpen apaquipi", así al hablar rápidamente, es totalmente ininteligible para cualquier persona que no esté acostumbrada. Este Senhor tenía algunas habilidades musicales y nos divirtió con algunas melodías sencillas tocadas con la guitarra, casi el único instrumento utilizado en esta parte del país.

Después de dejar este lugar, pasamos junto a la desembocadura del pequeño río Curicuriarí, desde el que tuvimos una buena vista de las sierras del mismo nombre. Son las montañas más hermosas que he contemplado nunca, formadas por masas cónicas o irregulares de granito de unos tres mil pies de altura. Están muy dentadas y tienen muchas cimas, revestidas por bosques en todas las pendientes, pero con muchos precipios sin vegetación en los que brillan enormes nervaduras y masas de cuarzo, haciéndome una idea de cuál debe ser el aspecto de los Andes recubiertos por la nieve. Más abajo, cerca de Santa Isabel, habíamos pasado por varias cimas cónicas, pero ninguna de ellas de más de mil pies de altura: éstas se elevaban todas abruptamente desde una llanura absolutamente plana, sin formar parte de ninguna cordillera.

Ese mismo día, el 19 de octubre, llegamos a las famosas cataratas del Río Negro. Pequeñas islas rocosas y masas de rocas desnudas comienzan a llenar el río por todas partes. La corriente fluye con rapidez rodeando las puntas sobresalientes, y el canal principal está lleno de espuma y remolinos. Llegamos pronto al comienzo de auténticos los rápidos. Lechos y arrecifes de rocas se extienden a través del río, mientras entre las aberturas que hay entre ellos el agua se precipita con terrible violencia, formando más abajo peligrosos remolinos y rompientes. Aquí fue necesario cruzar al otro lado para poder subir. Nos precipitamos en la corriente, fuimos arrastrados rápidamente hacia abajo, nos vimos en medio de las hirvientes olas y entonces pasamos de pronto a unas aguas tranquilas que había al abrigo de una isla; partiendo de allí llegamos por fin al otro lado, aproximadamente a una milla de distancia. Nos encontramos a los pies de un gran torrente de agua y todos nos subimos a las rocas, mientras los indios, con uña fuerte cuerda, parte en el agua y parte en tierra, empujaron hacia arriba la canoa y así pudimos proseguir. Mientras avanzábamos constantemente nos íbamos encontrando con nuevas dificultades. A veces teníamos que cruzar hasta la mitad de la corriente para evitar masas de rocas que no podíamos pasar; en otras ocasiones la canoa era arrastrada y empujada por estrechos canales que apenas nos permitían el paso. Los indios, completamente desnudos, con los pantalones atados a la cintura, se movían por el agua como peces. A veces, había que llegar con el cabo de remolque a un espolón sobresaliente. Un indio lo coge en la mano y salta en la rápida corriente, siendo arrastrado por su fuerza irresistible. Pero bucea hasta el fondo y allí nada y se arrastra por donde la corriente tiene menos potencia. Tras dos o tres intentos llega a la roca y trata de encaramarse a ella; pero ésta es elevada y abrupta, y tras numerosos esfuerzos cae hacia atrás exhausto, flotando de nuevo hasta la canoa entre el regocijo y la risa de sus compañeros. Luego lo intenta otro con los mismos resultados. Luego otro se sumerge sin la cuerda, y así, sin nada que le estorbe, sube a la roca, y echa una mano a su compañero; entonces todos se ponen al trabajo y logramos sobrepasar el obstáculo.

Pero un poco más adelante hay una extensa masa de rocas. La canoa no puede pasar y tenemos que cruzar hasta una islita que hay allá lejos en medio de la corriente, por donde el Señor L. y el piloto juzgan, por la altura del agua, que podremos pasar. Cada piedra, incluso las que hay bajo el agua, forma remolinos o corrientes inversas en donde una canoa puede descansar en su paso. Hacía allí vamos, tratando de alcanzar una de éstas. En un momento nos encontrarnos en una corriente que se precipita como el chorro de un molino. "¡Tirad, muchachos!", grita el Señor L. Caemos rápidamente río abajo. Un fuerte rápido nos lleva, y nos estrellaremos contra esas masas negras que se elevan sobre las aguas espumeantes. "¡Muy bien, muchachos!" grita el Señor L; y cuando parecemos hallamos en el mayor de los peligros, la canoa gira en un remolino y nos encontramos a salvo bajo el abrigo de una roca. Estamos en aguas tranquilas, pero cerca, a cada uno de los lados, el agua se precipita y bulle, y tenemos que cruzarla de nuevo. Ahora los indios están descansados; de modo que continuamos -la canoa se precipita hacia abajo- de nuevo los hombres se esfuerzan con los remos, -de nuevo estamos cerca de rompientes espumeantes: no veo escapatoria, pero al cabo de un momento nos hallarnos en un remolino producido por una masa rocosa sumergida más arriba; de nuevo seguimos adelante y llegamos por fin a nuestro objetivo, una isla rocosa, que rodeamos empujando y tirando de la canoa, y desde su punto superior cruzamos a otra, y así seguimos un rumbo en zig-zag hasta que, tras varias horas de duros esfuerzos, llegamos a la orilla, quizá sólo a cincuenta yardas más arriba del obstáculo que nos había obligado a abandonarla.

Así avanzamos hasta alcanzar un buen lugar de descanso hacia las cinco de la tarde, donde nos quedamos a pernoctar para que descansasen los indios, y estuviesen preparados para las fatigas que habrían de afrontar al día siguiente.

La mayoría de los rápidos y cataratas principales tienen nombre. Están el "Furnos" (hornos), "Tabocal" (bambú) y otros muchos. Al día siguiente avanzamos de un modo similar al anterior por una parte del río muy pintoresca. El brillante sol, las aguas centelleantes, las rocas de formas extrañas y fantásticas, las islas partidas cubiertas de árboles constituían una constante fuente de interés y gozo para mí. A primeras horas de la tarde, llegamos al pueblo de São Gabriel, en donde están las cataratas principales. Aquí el río se hace más estrecho y una isla que hay en el centro lo divide en dos canales, a lo largo de los cuales baja un tremendo volumen de agua por una pendiente formada por las rocas sumergidas. Más abajo, el agua espumea en las grandes rompientes y todavía un poco más allá forma peligrosos remolinos. Por aquí solo pudimos pasar descargando casi completamente la canoa, y jalándola luego entre el agua espumeante lo más cerca posible de la orilla. Una vez hecho ésto, el Señor L. y yo nos vestimos y subimos por la colina hasta la casa del Comandante, quien tenía que dar permiso a cualquiera que pasara más arriba del fuerte. Era amigo del Señor L. y yo le llevaba una carta de presentación; era una persona muy educada, nos dio algo de café, charló con nosotros sobre las noticias del río y de la ciudad durante una o dos horas y nos invitó a desayunar con él antes de partir a la mañana siguiente. Fuimos entonces a la casa de un viejo comerciante portugués a quien había conocido yo en Barra y con el que cenamos y pasamos la noche.

A la mañana siguiente, tras desayunar con el Comandante, seguimos nuestro camino. Por encima de São Gabriel los rápidos son posiblemente más numerosos que en la zona de abajo. Avanzamos bordeando el río, rodeando islas y pasando de roca a roca del modo más complicado. En un lugar en donde nos quedamos para pasar la noche vi, por primera vez en mi vida, un helecho arborescente, y lo miré con sumo placer como la presentación de una zona nueva e interesante: era una especie pequeña, elegante, de delgado tallo, de ocho o diez pies de altura. Por la noche, el día 22, cruzamos el último rápido y encontramos frente a nosotros aguas tranquilas durante el resto del viaje. Por tanto, habíamos empleado cuatro días en subir por los rápidos, que tienen unas treinta millas de longitud. A la mañana siguiente penetramos en el río "Uaupés", grande y desconocido, del que sale otro ramal que va al Río Negro, formando un delta en su desembocadura. Durante el viaje, el Señor L. me había hablado mucho de este río, pues él lo había remontado antiguamente como comerciante y estaba familiarizado con las numerosas tribus de indios sin civilizar que habitan sus orillas, así como con los innumerables rápidos y cataratas que tan peligrosa y fatigosa hacen su navegación. Más arriba del Uaupés, el Río Negro era tranquilo y plácido, de una milla de anchura, a veces de dos o tres, y sus aguas más negras que nunca.

El 24 de octubre llegamos a primeras horas de la mañana al pueblo de Nossa Senhora da Guía, donde residía el Señor L., invitándome a quedarme con él todo el tiempo que yo deseara.

El pueblo se halla situado en la parte alta de una pendiente que desciende repentinamente hacia el río. Se compone de una fila de cabañas de barro con techo de palma, algunas enjabelgadas, otras con el color de la tierra nativa. Inmediatamente detrás, hay algunas zonas de terreno bajo y arenoso, cubiertas de matorrales, y más allá la selva virgen. La casa del Señor L. tenía puertas de madera y contraventanas, lo mismo que un par de casas más. En realidad, Guía había sido en otra ocasión un pueblo populoso y decente, aunque ahora era tan pobre y miserable como todos los otros del Río Negro. De camino hacia la casa me presentaron a la familia del Señor L., compuesta por dos hijas mayores, dos más jóvenes y un niño de ocho años de edad. Me presentó como "madre de sus hijos más jóvenes" a una bonita mamelúca ó mestiza de unos 30 años. Y durante el viaje el Señor L. me había dicho que no estaba de acuerdo con el matrimonio y que consideraba un gran estúpido a todo aquel que se casara. Me había ilustrado las ventajas de mantenerse libre de tales lazos informándome de que la madre de sus dos hijas mayores había envejecido y había sido incapaz de educarlas apropiadamente o enseñarles portugués, por lo que la había echado de casa y puesto en su lugar a una persona más joven y civilizada. La pobre mujer murió entonces de celos, o de "pasión", tal como él dijo. Cuando era joven, ella le había cuidado durante una enfermedad que duró 18 meses y le había salvado la vida; pero él parecía pensar que le había hecho un servicio al echarla; pues como él decía, "era una india que sólo podía hablar su propia lengua y mientras estuvieran con ella mis hijos nunca aprenderían portugués".

La familia completa le recibió de un modo frío y tímido, acercándose a él y pidiéndole su bendición como si se hubieran separado de él la noche anterior, y no tres meses antes. Tomamos entonces café y el desayuno, tras lo cual se descargó la canoa, y me prepararon una casita que estaba justo enfrente de la suya y se hallaba desocupada. Pusieron en ella mis cajas, colgaron la hamaca y pronto me encontré cómodo en mi nueva residencia, saliendo después a dar un paseo.

Había en el pueblo una docena de casas pertenecientes a indios, todos los cuales tenían sus sitios, o casas de campo, a varias horas o días de distancia río arriba o río abajo, o en alguna de las pequeñas corrientes tributarias. Sólo habitaban el pueblo durante las fiestas, o a la llegada de algún comerciante como el Señor L., trayéndole los productos de los que podían disponer o, si no tenían ninguno, obteniendo a crédito las mercancías que pudieran con la promesa de pagarle en algún otro momento.

Había ahora varias familias en el pueblo para dar la bienvenida a sus hijos y esposos, que habían formado nuestra tripulación; y durante varios días, todos bebieron y bailaron de la mañana a la noche. Durante ese tiempo entré en el bosque con la escopeta para matar algunas aves. Inmediatamente detrás de la casa había algunos frutales a los que acudían numerosas cotingas y otras hermosas aves, y conseguí matar algunas todos los días. Los insectos escaseaban mucho en el bosque, pero junto al río hallé con frecuencia raras mariposas, si bien no en número suficiente para que me ocuparan demasiado tiempo. En unos días, el Señor L. consiguió a un par de indios para que cazaran para mí y esperé conseguir así abundantes aves. Utilizaban la "gravatána" o cerbatana, un tubo de diez o quince pies de longitud por el que soplaban pequeñas flechas con tal fuerza y precisión que mataban aves u otras piezas de caza desde la misma distancia, y con igual precisión, como si lo hicieran con una escopeta. Las flechas están envenenadas, por lo que una herida muy pequeña basta para abatir a un ave grande. Pronto me enteré de que los indios habían venido a petición del Señor L., pero que no les gustaba mucho su tarea; con frecuencia regresaban sin ningún ave, diciéndome que no habían encontrado ninguna, cuando yo tenía buenas razones para creer que se habían pasado el día en algún sitio de la vecindad. Otras veces, tras pasar el día entero en el bosque, me traían un ave pequeña y sin valor que podía encontrarse en cualquier casa de campo de los alrededores. Como tenían que recorrer una gran distancia para buscar las buenas aves, no podía acompañarlos y me veía obligado a aceptar lo que me trajeran y contentarme con ello. Me sentía aquí bastante molesto, pues no había buenos caminos en el bosque, por lo que no podía alejarme, y en la vecindad inmediata al pueblo eran pocas las cosas que podría obtener.

Me resultó más sencillo procurarme peces y me sentí muy complacido por poder aumentar con frecuencia mi colección de dibujos. Las especies más pequeñas las conservé también en alcohol. La anguila eléctrica es corriente aquí en todos los torrentes; se pesca con un anzuelo, o con nasas, y se come aunque su carne no sea muy estimada. Cuando el nivel del agua desciende, dejando pozas entre las rocas, se consiguen muchos peces envenenando las aguas con una raíz llamada "timbo". Las desembocaduras de las corrientes pequeñas se cierran con estacas y se obtiene así gran cantidad de todo tipo de peces. Los peces capturados de este modo son muy buenos cuando están frescos, pero se pudren más pronto que los pescados con anzuelo o con nasas.

Como no podía hacer aquí gran cosa decidí hacer un viaje subiendo una pequeña corriente hasta un lugar en donde, en una solitaria montaña granítica, se encuentran, los "gallitos de las rocas". Un indio que hablaba un poco de portugués había venido hasta aquí desde un pueblo cercano a esta montaña, por lo que acordé ir con él. El Señor L. me prestó una pequeña canoa; me acompañaron mis dos cazadores, uno de los cuales vivía allí. Me llevé abundante munición, una caja grande para las aves, algo de sal, anzuelos, espejos, cuchillos, etc., para los indios, y partí de Guía una mañana temprano. Un poco más abajo del pueblo giramos y nos introdujimos en el río Isanna, una hermosa corriente de media milla de anchura, llegando por la tarde a la desembocadura del pequeño río llamado Cobati (pez), situado en el lado sur, y entramos en él. Hasta ese momento habíamos visto las orillas revestidas por la espesa selva virgen, y de vez en cuando algunas colinas bajas cubiertas totalmente de elevados árboles. Ahora el paisaje estaba formado por matorrales; en parte era arenoso y casi abierto; absolutamente llano, y aparentemente inundado con las crecientes altas. El agua se había vuelto negra como la tinta; y la pequeña corriente, de no más de cincuenta yardas de anchura, corría rápidamente girando de tal modo que nuestro avance se hacía difícil y tedioso. Nos detuvimos a pasar la noche en un pequeño claro arenoso en el que clavamos estacas para colgar las hamacas. A la mañana siguiente, nada más amanecer, proseguimos el viaje. Durante todo el día avanzamos serpenteando por la corriente, que mantenía exactamente el mismo carácter desabrido que antes; no había a la vista ni un árbol de buen tamaño, siendo la vegetación de un carácter muy monótono y triste. Nos detuvimos por la noche cerca de un lago en el que los indios consiguieron algunos buenos pescados que nos permitieron tomar una excelente cena. Al día siguiente dimos más vueltas que nunca; a menudo, tras una hora de remar duramente, volvíamos a cincuenta yardas del punto del que habíamos partido. Al fin, sin embargo, a primeras horas de la tarde el aspecto del paisaje cambió por fin. Sobre las orillas se erguían elevados árboles, las características trepadoras colgaban de ellos formando festones; aparecieron las rocas cubiertas de musgo; y desde el río, gradualmente, se elevaba una pendiente de exuberante selva virgen, cuyos variados tonos de verde y el follaje reluciente resultaban muy agradables para la vista y la imaginación después de la vegetación sombría y monótona de los días anteriores.

Media hora más tarde llegábamos al pueblo, compuesto de cinco o seis miserables chozitas incrustadas en la selva. Aquí me condujeron a la casa de mi guía. Esta estaba compuesta por dos habitaciones con suelo de tierra y un ahumado techo de palma por encima. Tenía tres puertas; pero carecía de ventanas. Cerca de una de las puertas puse mi caja de aves para que sirviera de mesa, y en el otro lado colgué la hamaca. Dimos entonces un pequeño paseo para conocer los alrededores. Los senderos conducían a distintas chozas en las que habitaban grandes familias de hijos desnudos y sus padres casi desnudos. La mayoría de las casas carecían de paredes, siendo simples cobertizos techados apoyados en postes, y a veces con una pequeña habitación cerrada con una cerca de hojas de palma que servía de dormitorio. Había aquí varios jóvenes de 10 a 15 años que me acompañaban constantemente cuando paseaba por la selva. Ninguno de ellos hablaba una sola palabra de portugués, por lo que tuve que hacer uso de mi menguado acopio de Lingoa Geral. Pero los muchachos indios no son grandes habladores, por lo que unos cuantos monosílabos bastaban generalmente para comunicarnos. Uno o dos de ellos tenían cerbatanas y mataron para mí numerosas aves pequeñas, mientras que otros caminaban a mi lado y silenciosamente me señalaban las aves o animales pequeños antes de que yo hubiera podido verlos. Cuando yo disparaba, y tal como solía suceder, el ave escapaba herida cayendo a gran distancia en el bosque, corrían por ella y raramente su búsqueda era en vano. Incluso un pequeño colibrí que cayera en una densa espesura de plantas reptantes y hojas muertas, cuya búsqueda había abandonado yo desesperado, ellos lo encontraban siempre.

Un día acompañé al bosque al indio con quien vivía para conseguir tallos para una cerbatana. Nos alejamos alrededor de una milla hasta un lugar en donde crecían numerosas palmeras pequeñas: eran las Iriartea setigera de Martius, tenían una altura de entre diez a quince pies, y un diámetro variable entre el grosor de un dedo y dos pulgadas. Por el exterior parecían nudosas, por causa de las cicatrices de las hojas caídas, pero tenían en el interior una médula suave que, al quitarse, dejaba un agujero liso y pulido. Mi compañero eligió varias de las más rectas que pudo encontrar, tanto de las más pequeñas corno de las más grandes. Los tallos fueron puestos a secar cuidadosamente en la casa, y luego se les sacó la médula con una larga vara hecha con la madera de otra palmera, limpiando y puliendo a continuación el tallo hueco con un pequeño manojo de raíces de un helecho arborescente, que son empujados de uno a otro extremo por el interior. Son entonces seleccionados dos tallos de tamaño tal que el más pequeño podía introducirse en el interior del más grande; lo hacía así para que cualquier curvatura de uno quedara contrarrestada por la del otro; luego se ajusta a un extremo una embocadura cónica de madera, y a veces se ata en espiral el conjunto con la corteza suave, negra y reluciente de una planta trepadora. Las flechas las hacen con las espinas del puntiagudo Patawá (Oenocarpus batawa), se untan con veneno y se les añade en el otro extremo un pequeño copete cónico del árbol del algodón (la cobertura sedosa de las semillas de un Bombax, para tapar exactamente, pero sin que quede apretado, el agujero del tubo: las flechas las llevan en un carcaj de mimbre bien recubierto de brea por la parte inferior para que pueda invertirse si el clima es húmedo y mantener así secas las flechas. La cerbatana, o gravatána, es aquí el arma principal. Todo indio posee una y raramente se mete en la selva o entra en los ríos sin ella.

Pronto descubrí que los gallitos de las rocas, principal objetivo de mi viaje hasta aquí, no estaban cerca del pueblo. Su punto de reunión principal era la sierra de Cobáti, la montaña que antes mencioné, situada a 10 6 12 millas de distancia a través de la selva, donde me dijeron que eran muy abundantes. Por tanto, me preparé para un viaje a la sierra con la intención de pasar allí una semana. Prometiendo una buena paga por cada "gallo" que mataran para mí, convencí a casi toda la población masculina del pueblo para que me acompañaran. Como teníamos que cruzar la densa selva durante diez millas, no podíamos cargamos con excesivo equipaje: cada hombre llevaba su gravatána, arco y flechas, la rédé, y un poco de farinha, ésta, junto con la sal, formaban todas nuestras provisiones, confiando en que en la selva conseguiríamos carne; incluso abandoné mi único lujo diario, el café.

Partimos, en número de 13, por un sendero medianamente bueno. Al cabo de una hora llegamos a un mandiocal y a una casa que sería la última en nuestro camino a la sierra. Aquí nos quedamos un rato, tomamos algo de "mingau" o gachas hechas con "plátanos" verdes, y conseguimos un voluntario que se unió al grupo. Me sorprendió mucho una anciana cuyo cuerpo era una masa de profundas y apretadas arrugas, y cuyos cabellos eran blancos, signo seguro de una edad muy avanzada en tul indio. por la información que obtuve, creo que tenía más de cien años. Había también una joven "mamelúcá" muy hermosa y bien formada, y con una expresión particularmente inteligente, en el semblante, lo cual se ve raras veces en esta raza mezclada. Al verla dudé de si sería ella una persona de la que me había hablado el Señor L., diciéndome que era la hija del famoso naturalista alemán, el doctor Natterer, que había tenido con una india. Después la vi en Guía y supe que mi suposición había sido correcta. Tenía 17 años, se había casado con un indio, y había tenido con él varios hijos. Era un hermoso ejemplo de la noble raza producida por la unión de la sangre sajona e india.

Más adelante nos encontramos con otro mandiocal recientemente preparado. Aquí el sendero casi no existía y tuvimos que avanzar como pudimos por medio de él. Imagínese el lector los árboles de una selva virgen cortados de forma que caigan unos sobre otros en toda dirección concebible. Cuando llevan varios meses en el suelo se queman; sin embargo, el fuego sólo consume las hojas y las ramitas y las ramas más delgadas; el resto permanece entero, aunque ennegrecido y chamuscado. La mandioca se planta entonces sin más preparativos; y por ese campo, cargados con nuestro equipaje, tuvimos que encontrar el camino. Unas veces subíamos a lo alto de un enorme tronco, otras caminábamos sobre una rama vacilante o nos arrastrábamos entre una confusa masa de carbón; pocos viajes requieren un temperamento más ecuánime que los que se hacen a través de un claro amazónico reciente.

Una vez cruzado, llegamos a la selva. El camino era bastante bueno al principio; sin embargo, poco después no era más que un sendero de algunas pulgadas de anchura, serpenteante, entre espinosas plantas reptantes y sobre profundos lechos de hojas podridas. Por todas partes abundaban gigantescos árboles con contrafuertes, de tallos altos y estriados, palmeras extrañas y elegantes helechos arborescentes, por lo que muchas personas supondrían que por necesidad nuestro paseo tenía que ser delicioso; pero había muchas cosas desagradables. Duras raíces sobresalían formando crestas a lo largo del sendero, las zonas pantanosas y el barro alternaban con guijarros de cuarzo y hojas podridas; y mientras descalzo y dando traspiés disfrutaba yo de todas estas cosas, alguna rama sobresaliente me derribaba la gorra de la cabeza o la escopeta de la mano; o las espinas ganchudas de las palmeras emergentes se prendían en las mangas de mi camisa obligándome o bien a detenerme y desegancharme deliberadamente, o bien a dejar atrás alguna parte de mi desdichada prenda. Los indios iban todos desnudos, y si tenían una camisa o pantalones, los llevaban en un atillo sobre la cabeza; no dudo de que me consideraban un buen ejemplo de la inutilidad y malas consecuencias de llevar puesta la ropa en un viaje por la selva.

Tras andar fatigosamente durante cuatro o cinco horas, a un paso que no habría sido malo en un suelo limpio y llano, llegamos a una pequeña corriente de agua clara que tenía sus fuentes en la sierra a la que nos dirigíamos. Nos detuvimos aquí unos momentos para descansar y beber, y oímos de pronto un extraño movimiento y un gruñido distante en la selva. Los indios dieron un respingo, excitados y animados: "¡Tyeassú!" (jabalíes) gritaron, cogiendo sus arcos y flechas, tensando las cuerdas y empuñando sus largos cuchillos. Yo amartillé mi escopeta, introduje una bala y esperé tener a tiro un "porco"; pero como tenía miedo de perderme en la selva si me iba con ellos, esperé con los muchachos con la esperanza de que la caza pasara próxima a mí. Poco tiempo después, escucharnos carreras y un temible rechinar de dientes, que me hicieron esperar ansiosamente que aparecieran los animales; pero el sonido comenzó a alejarse y desapareció en la distancia.

Apareció entonces el grupo de cazadores diciéndonos que había una gran piara de hermosos jabalíes, pero que se habían ido. Sin embargo, instruyeron a los muchachos para que continuasen conmigo hasta la sierra y ellos se fueron (le nuevo tras la manada. Nosotros por consiguiente continuamos por un terreno muy áspero y desigual, unas veces subiendo por escarpadas pendientes por encima de los troncos podridos de árboles caídos, otras veces bajando a barrancos, hasta que llegamos por fin a una curiosa roca: una enorme mesa de veinte o treinta pies de diámetro, apoyada solo en dos puntos, que formaban una excelente cueva; por alrededor del borde exterior, podríamos permanecer de pie bajo ella, pero hacia el centro el techo era tan bajo que sólo se podía estar tumbado. La parte superior de esta roca singular era casi plana y estaba completamente cubierta por los árboles de la selva, dándonos la impresión al principio de que su peso podría desequilibrarla de sus dos pequeños soportes; pero las raíces de los árboles, no encontrando suficiente alimento en la escasa tierra que había sobre la roca, la recorrían por el borde y desde allí descendían verticalmente penetrando por abajo entre los fragmentos rotos, formando así una serie de columnas de diversos tamaños que sostenían la mesa en todo su borde exterior. Esta sería nuestra morada durante nuestra estancia, dijeron los muchachos, aunque yo no veía que hubiera agua cerca. A través de los árboles, podíamos ver la montaña a un cuarto o media milla de nosotros -una masa desnuda y perpendicular de granito que se elevaba abruptamente de la selva hasta una altura de 200 m.

Colgamos nuestras rédés y esperamos una media hora hasta que aparecieron tres indios de nuestro grupo tambaleándose bajo el peso de un hermoso jabalí que habían matado y colgado de un fuerte palo. Supimos entonces que los muchachos se habían equivocado de campamento, el cual estaba todavía a alguna distancia, al pie mismo de la Serra, y cerca de una corriente de agua, en donde una inmensa roca sobresaliente formaba una cueva grande y espaciosa. Sobre nuestras cabezas crecía el bosque, y las raíces caían también sobre el borde formando una especie de pantalla en la cueva, mientras las más fuertes nos servían de poste donde colgar nuestras redes. Deshicimos pronto el equipaje, colgamos las rédés, encendimos el fuego y llevamos el jabalí al riachuelo, el cual corría por el extremo inferior de la cueva, para despellejarlo y prepararlo para cocinarlo.

El animal se parecía mucho a un cerdo doméstico, pero tenía un lomo más alto, cerdas más ásperas y largas, y un olor más penetrante. Descubrí que el olor procedía de una glándula situada en el lomo, unos 15 cm. más arriba de la raíz de la cola; era una hinchazón con un poro grande en el centro que exudaba una materia aceitosa, la cual producía un intensísimo e insoportable hedor, del cual el animal domesticado sólo nos permite darnos una ligera idea. La primera operación de los indios fue cortar completamente esta parte, y la piel y la carne de unas pulgadas a la redonda, arrojándola lejos. Decían que de no hacer esto, el "pitiú" (catinga en portugués) o mal olor, impediría que se pudiera comer toda la carne. Entonces despellejaron el animal, lo cortaron en trozos, algunos de los cuales pusieron en un cacharro de barro a cocer, mientras las patas y paletillas se ponían a ahumar sobre el fuego hasta que estuvieran completamente secas, pudiéndose conservar así varias semanas sin sal.

La mayor parte del grupo todavía no había llegado, por lo que comimos la cena esperando verlos poco después de la puesta de sol. Pero como no aparecían, encendimos las hogueras, pusimos la carne en el "moqueen", o tarima de ahumado, y nos tendimos cómodamente en nuestras rédés. A la mañana siguiente, mientras preparábamos el desayuno, llegaron todos con el producto de su expedición de caza. Habían matado tres jabalíes, pero como era tarde y tenían por delante un largo camino, acamparon para pasar la noche, trocearon los animales y ahumaron parcialmente las mejores piezas, que traían ahora cuidadosamente empaquetadas con hojas de palmera. El grupo no tenía arcos ni flechas, y había matado a los animales con sus cerbatanas y las pequeñas flechas envenenadas de diez pulgadas de longitud.

Cuando terminamos el desayuno preparamos el ataque a los "gallos". Nos dividimos en tres grupos que tomarían direcciones distintas. El grupo al que yo acompañaba ascenderían por la Serra misma hasta donde fuera posible. Partimos a la espalda misma de la cueva, que como ya dije, estaba formada por la base de la propia montaña. Iniciamos inmediatamente la ascensión por gargantas rocosas sobre enormes fragmentos, y a través de oscuras cavernas, todo ello combinado en la más extraordinaria confusión. A veces, teníamos que escalar precipicios por medio de raíces y plantas trepadoras, después arrastramos sobre una superficie formada por rocas angulares, cuyo tamaño podía variar desde el de una carretilla al de una casa. No podía yo haber imaginado que aquello que desde la distancia parecía tan insignificante pudiera presentar un aspecto tan gigantesco y áspero. Vigilamos atentamente todo el tiempo, pero no vimos aves. Sin embargo, al final un viejo indio me cogió del brazo y me susurró suavemente, "¡gallo!", señalándome una densa espesura. Tras mirar hacia allí atentamente un poco, vislumbré a la magnífica ave posada en medio de la penumbra, y reluciendo como si fuera una masa de brillantes llamas. Di un paso hacia adelante para verla mejor y levanté la escopeta, pero se asustó y echó a volar antes de que tuviera tiempo de disparar. La seguimos, y poco después volvían a señalármela. En esta ocasión tuve mejor suerte, disparé con puntería firme y la abatí. Los indios echaron a correr hacia ella, pero había caído en un profundo barranco entre rocas arriscadas, y tenían que dar una vuelta considerable para llegar a ella. Sin embargo, pocos minutos después me la trajeron y quedé profundamente admirado por el brillo sorprendente de sus suaves plumas. No se veía ni una mancha de sangre, no tenía ni una sola pluma descompuesta, y sus plumas frescas e hinchadas salían de tal manera de su cuerpo suave, cálido y flexible, que ningún animal disecado podría asemejársele. Al cabo de un tiempo, como no encontrábamos más gallos, la mayor parte del grupo inició una excursión por una parte más impracticable de la roca, dejando conmigo a dos muchachos hasta que regresaran. Nos cansamos pronto de esperar, y como los muchachos me indicaron que conocían el camino de regreso hasta la cueva, decidí volver. Bajamos por hendiduras profundas de la roca, escalamos arriscados precipicios, descendimos una y otra vez y pasamos por cavernas con enormes masas de piedra amontonadas encima de nuestras cabezas. Parecía, sin embargo, que no saldríamos de la montaña, pues nuevas crestas se elevaban ante nosotros y teníamos que pasar fisuras cada vez más temibles. Proseguimos trabajosamente, escalando unas veces por paredes perpendiculares, aferrándonos a raíces y trepadoras, arrastrándonos por un estrecho borde con una hendidura abierta a cada lado. No podía imaginar que existieran rocas tan serradas. Daba la impresión de que la escarpada ladera de una montaña hubiera sido cortada por una fuerza gigantesca formando fisuras y barrancos de cincuenta a cien pies de profundidad. La escopeta era una carga muy inconveniente cuando tenía que escalar estos lugares tan escarpados y resbaladizos, por lo que quedó bastante dañada al golpearse el cañón contra la dura roca granítica. Finalmente parecíamos haber llegado al corazón mismo de la montaña: no se veía ninguna salida, y a través de la densa selva y el enmarañado sotobosque, que cubrían todas las partes de estas rocas, sólo podíamos ver una interminable sucesión de crestas, hendiduras y gigantescos bloques de piedra, sin que pudiéramos vislumbrar su terminación. Como era evidente que los muchachos se habían equivocado de camino, decidí regresar. Era una tarea fatigosa. Me sentía ya bastante cansado, y la idea de otra escalada por esas temibles crestas, y un azaroso descenso a las oscuras hendiduras, no resultaba nada agradable. Perseveramos, sin embargo, haciéndose cargo un muchacho de mi escopeta; tras una hora de duros esfuerzos, volvíamos al lugar del que habíamos partido y encontramos que el resto del grupo nos estaba esperando. Descendimos entonces por el camino apropiado, el cual, según me dijeron, era el único camino conocido para subir a la montaña o bajar de ella, y por éste llegamos pronto a nuestra cueva.

Este dibujo ilustra una sección de la montaña tal como puedo representármela. Las extraordinarias melladuras de las rocas no han sido exageradas en absoluto, y resultan más sorprendentes cuando se ven de cerca, pues desde lejos el aspecto es el de una colina llana recubierta por la selva, de altura no muy considerable, y de inclinación gradual, Además de las grandes cuevas y crestas que se muestran arriba, la superficie de cada precipicio se halla extraordinariamente serrada, formando simas de profunda pendiente, cortadas en la cara llana de la roca, u otras veces canales verticales, con bordes angulares, como se supone que podrían formarse cuando el granito, en un estado elástico, fuera empujado contra duras masas angulares.

Al llegar a la cueva, despellejé inmediatamente mi trofeo antes de que oscureciera y nos dispusimos a cenar. Ese día no conseguiríamos ya más "gallos". Encendimos los fuegos, pusimos a ahumar el jabalí sobre ellos, y me vi rodeado por trece indios desnudos que hablaban idiomas que yo desconocía. Solo dos de ellos podían hablar un poco de portugués y con ellos conversé respondiendo a sus diversas preguntas, sobre la procedencia del hierro, del modo en que se elaboraba el calico, y si el papel crecía en mi país, o si teníamos mucha mandioca y plátanos; les causaba gran asombro saber que allí todos eran blancos, y no podían imaginar que los hombres blancos trabajaran ni que pudiera haber un país sin selva. Hacían extrañas preguntas sobre la procedencia de los vientos, sobre la lluvia, y sobre cómo el sol y la luna retornaban a sus lugares de nuevo tras haber desaparecido; cuando yo había intentado satisfacer su curiosidad sobre esos puntos, me contaban relatos de la selva sobre jaguares y pumas, sobre los fieros jabalíes, y sobre el temible curupurí, el demonio de los bosques, así como sobre el hombre salvaje de larga cola que vive muy lejos, en el centro de la selva. También me contaron un curioso relato sobre el tapir del que otros me han asegurado es falso.

Dicen que el tapir tiene el capricho peculiar de dejar sus excrementos solo en el agua, y que nunca los encuentran a éstos a no ser en riachuelos y corrientes, aunque el animal es tan grande y abundante que no podía dejar de ser visto en la selva. Si no puede encontrar agua, el animal hace una cesta con hojas y lo lleva hasta la corriente más cercana, en donde lo deposita. El relato de los indios dice que un tapir se encuentra con otro en el bosque llevando una cesta en la boca. "¿Qué llevas en la cesta?", pregunta uno. "Fruta", respondió el otro. "Dime alguna", dijo el primero. "No quiero", contestó el otro; entonces el primer tapir tiró la cesta de la boca del otro, se abrió ésta, y al ver el contenido ambos se dieron a la vez la vuelta, avergonzados de sí mismos, echaron a correr en direcciones opuestas y nunca volvieron a pisar ese lugar en toda su vida.

Con esta conversación pasamos el tiempo hasta que nos quedamos dormidos. Nos despertamos nada más amanecer, pues los indios desnudos sienten el aire frío de la mañana y se levantan pronto para renovar el fuego y hacer un poco de mingau para calentarse. Como no tenía café, tuve que pasar también con "mingau" (gachas de farinha), tras lo cual todos partimos de nuevo para reiniciar la caza. Esta vez elegí la selva, pues ya había tenido suficiente de Serra, y los dos muchachos se vinieron conmigo como guías y compañeros. Tras deambular durante un buen trecho, encontramos varios hermosos guacos sobre los elevados árboles y conseguí matar uno. Este, y un jacamar grande, fue todo lo que pudimos encontrar, por lo que regresamos a la cueva, despellejamos el jacamara y pusimos el "mutum" (guaco) sobre el fuego para tomarlo como desayuno.

Por la tarde regresaron sin éxito los otros grupos, pues sólo uno de ellos traía un gallo. Al siguiente día no encontramos nada, por lo que decidimos trasladar el campamento a un lugar situado a varias millas de distancia, al otro lado de la Serra, en donde había un lugar al que acudían los gallos a alimentarse. Partimos pues, y si el camino anterior había sido bastante malo, este resultó detestable. Pasaba sobre todo por bosques secundarios, mucho más espesos que la selva virgen, llenos de plantas espinosas, enmarañadas trepadoras, y alternando bajo nuestros pies el barro suave con los guijarros de cuarzo. Como la farinha empezaba a escasear, enviamos a la mitad del grupo a casa para que consiguiera un nuevo suministro que nos permitiera quedarnos una semana en el campamento nuevo.

Al llegar a aquel lugar encontramos que era un agradable claro con bosque bajo en donde anteriormente había existido un pequeño asentamiento indio. Resultaba mucho más aireado y agradable que nuestra cueva, rodeada de una selva tan alta y densa que apenas podían entrar un rayo de sol. Había aquí numerosos árboles de una especie de Melastoma, que tenían unas bayas moradas que gustaban mucho a los gallos y a otras aves. Había allí un pequeño cobertizo, lo bastante grande para colgar debajo mi hamaca; lo reparamos y techamos, e hicimos de él nuestro cuartel general, pronto me instalé confortablemente. Poco después de estar allí, escuchamos en las cercanías el grito agudo de un gallo. Todos nos dirigimos hacía allí inmediatamente y tuve el placer de ver nuevamente una llama viva volando como una flecha por entre el follaje. Sin embargo, la escopeta se había mojado al pasar por los húmedos matorrales y erré el tiro. Por la tarde, conseguimos dos hermosas aves, lo que era un inicio muy satisfactorio. A la noche siguiente, el grupo que había ido hasta el pueblo regresó con farinha, sal y algunos frutos de mamey que resultaron muy refrescantes.

Nos quedamos aquí cuatro días más, con diverso éxito: algún día no conseguimos una sola ave, mientras otros encontramos abundante caza y uno o dos gallos. Eso, con los monos, pavas de monte, y mutums, nos proporcionaban suficientes proteínas. Un día salí solo y me puse a esperar pacientemente bajo un frutal, bajo un chaparrón de agua, siendo recompensado con la captura de otro hermoso gallo. Trajeron vivos otros dos: uno de ellos lo maté y despellejé en seguida, pues sabía el riesgo que corría si trataba de mantenerlos vivos; el otro lo guardó el indio que lo apresé, pero murió varias semanas después. En algunos lugares, en donde se reúnen los machos, los cazan con lazos. Esos lugares están encima de las rocas, o sobre las raíces de los árboles, y están tan desgastados que son completamente planos y limpios. Se juntan dos o tres machos y ejecutan una especie de danza, paseando y saltando arriba y abajo. En esos lugares no se ve nunca a las hembras ni a los jóvenes, por lo que se puede estar seguro de cazar sólo machos bien crecidos y de hermoso plumaje. No conozco ninguna otra ave que tenga esta singular costumbre. El último día de nuestra estancia nos hallábamos bastante escasos de provisiones. Los indios cenaron bien con un caimán joven que habían cogido en un torrente cercano; pero el olor a almizcle que desprendía era tan fuerte que no podía soportarlo y tras engullir un trozo de cola terminé la cena con mingau.

Al día siguiente regresamos al pequeño pueblo. Con doce cazadores y nueve días en la selva había obtenido doce gallos, dos de los cuales había matado yo mismo; también había conseguido dos hermosos quetzales, varios manakins pequeños de cabeza azulada, algunos curiosos megalaimas y pájaros hormigueros.

Pasé en el pueblo casi quince días más, obteniendo muchas aves pequeñas y buenas, pero no muy raras, Maté un ejemplar de¡ curioso cuervo marrón de cabeza calva (Gymnocephalus calvus), común en Cayena, pero muy raro en la zona de Río Negro; en realidad, sólo los indios habían visto ese ave y la consideraban con la mayor curiosidad. También despellejé un aguti negro e hice dibujos de muchos peces curiosos.

Como el padre había llegado a Guía, casi todos los indios regresaron conmigo para asistir a la festa y bautizar a sus hijos. Sin embargo, al llegar nos enteramos que había partido hacia los pueblos de la zona alta y vendría a éste a su regreso. Ahora deseaba partir lo antes posible hacia el Alto Río Negro, en Venezuela; evidentemente, ningún indio iría conmigo allí hasta que el padre regresara, por lo que me vi obligado a esperar paciente y ociosamente en Guía. Durante varios días salía a la selva sin conseguir una sola ave que mereciese la pena; los insectos eran igualmente escasos. La selva era sombría, húmeda y tan silenciosa como la muerte. Todos los días llovía, y casi todas las tardes había una tormenta: en esos tristes días y aburridos atardeceres, no tenía otro recurso que las repetidas historias del Senhor L., y la conocida conversación sobre la compra y venta de calico, la extracción de la salsa, y el corte de la piassaba.

Finalmente llegó el padre Frei Jozé con el Señor Teniente Filisberto, Comandante de Marabitanas. Frei Jozé dos Santos Innocentos era un hombre alto, delgado y prematuramente envejecido, totalmente desgastado por todo tipo de libertinaje, con las manos lisiadas y el cuerpo ulcerado; sin embargo, le seguía complaciendo contar las hazañas de su juventud, y era famoso por ser el contador de historias más original y divertido de la provincia de Pará. Fue transportado colina arriba, desde la orilla del río, en una hamaca; y se tomó un par de días para descansar antes de iniciar sus operaciones eclesiásticas. Acompañé a menudo al Señor L., cuando iba a visitarle, y siempre nos distraía mucho con sus anécdotas inagotables: daba la impresión de conocer todas las cosas y personas de la provincia, y siempre tenía algo humorístico que contar sobre ello. Sus historias eran, en la mayoría de los casos, desagradablemente crudas. Pero las contaba con tal inteligencia, con un lenguaje tan original y expresivo, e imitando tan divertidamente las voces y maneras, que resultaban irresistiblemente jocosas. Además, siempre hay un particular encanto en escuchar buenas anécdotas en una lengua extraña. El asunto resulta más interesante por el oscuro método de llegar al punto principal; y el condimento que se adquiere de los diversos modos de utilizar los idiomas peculiares de una lengua produce un placer que no se confunde con el de la propia historia. Frei Jozé no repitió nunca la misma historia dos veces en la semana que estuvo con nosotros; y el Señor L., que le conocía desde hacía varios años, dijo que nunca antes había oído las numerosas anécdotas que nos relató ahora. Había sido soldado, después fraile de un convento, y después sacerdote parroquial nos contaba historias de su vida conventual, parecidas a lo que leemos en Chaucer que ocurría en su tiempo. Comparado con Frei Jozé, don Juan era un inocente; pero nos decía que tenía un gran respeto por sus vestiduras y que nunca haría nada indigno...........¡durante el día!

Por fin se celebró la ceremonia bautismal: había unos quince o veinte niños indios de todas las edades dispuestos para la ceremonia. Había siete u ocho procedimientos distintos en el bautismo católico romano, bien calculados para llamar la atención de los indios: se utilizaba agua y óleo santo; se frotaban los ojos con saliva; se hacían cruces sobre los ojos, nariz, boca y cuerpo; y entre medias había que arrodillarse y rezar, todo lo cual guardaba suficiente parecido con las complicadas operaciones de sus propios "pagés" (conjuradores) para hacerles pensar que recibían algo muy bueno a cambio del chelín que tenían que pagar por la ceremonia. Al día siguiente hubo varias bodas, ceremonia que se asemeja mucho a la nuestra. Tras terminar todo, Frei Jozé dirigía a las parejas recién casadas una homilía muy buena y práctica sobre los deberes del estado matrimonial, que les hubiera servido de mucho si aquellos a quienes estaba dirigida la hubieran entendido; no fue así, pues la pronunció en portugués. En todo momento exhortaba vigorosamente a todos los indios a que se casaran y salvaran sus almas... y llenasen sus propios bolsillos. Sin embargo, los otros dos hombres blancos, exceptuándome a mí, eran malos ejemplos: pues ni estaban casados ni se casarían aunque ambos tenían familia numerosa; por eso el padre terminaba diciendo: "No importa lo que hagan estos blancos, pues todos irán al purgatorio, ¡pero no seáis tan tontos para ir allí también". Ante esto, el Señor L. y el Comandante se reían cordialmente mientras que los pobres indios parecían muy asombrados.

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