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CAPITULO IV
MEXIANA Y MARAJO

Visita a Olería- Hábitos de las aves- Viaje a Mexiana- Llegada- Aves Descripción de la isla- Población- Esclavos, su trato y costumbres- Viaje al lago Hermosa corriente- Peces y aves del lago- Cazando caimanes- Sonidos extraños y abundancia de vida animal- Camino de regreso- Carne de Jaguar- Visita a Jungcal en Marajó- Embarque de ganado- Ilha das Frechas.

Poco después de nuestro regreso a Pará tenía la mano tan inflamada que me vi obligado a poner el brazo en cabestrillo y a visitar a un doctor, bajo cuyo tratamiento permanecí una quincena, incapaz de hacer nada, ni siquiera de alfiletear un insecto, por lo que me sentía bastante desgraciado. Como tenía intención de visitar, lo antes posible, la gran isla de Marajó, para buscar algunas de las curiosas y raras aves acuáticas que allí abundan, obtuve permiso de Mr. C., un caballero inglés, para visitar su hacienda ganadera; pero como en unas semanas no había ninguna canoa para ir allí, pasé el intermedio en Olería, donde M. Borlaz me ofreció amablemente una alcoba y un lugar en su mesa.

Encontré ocupación suficiente en procurarme ejemplares de los diversos pájaros y en familiarizarme con sus hábitos. Ninguno abundaba más, ni en especie ni en individuos, que los alcaudones ("Bush-shrikes", en el original. N. del T.) de los arbustos, todos notables por el mismo tipo de nota caída a la que ya he aludido, aunque cada uno tenga una ligera peculiaridad por la que puede distinguirse. Generalmente se ocultan en los arbustos más espesos e impenetrables, donde es imposible verlos a no ser que uno se arrastre hasta una distancia de dos metros, desde donde es difícil dispararles sin deshacerlos completamente. Son unos pájaros pequeños de plumas muy sueltas, largas y sedosas, bellamente listados o moteados con blanco y negro, que andan saltando constantemente entre los arbustos y ramitas, recogiendo cualquier insecto pequeño que puedan encontrar allí.

Los zorzales hormigueros ("Ant-thrushes", en el original (N. del T.)) forman otro grupo muy relacionado con el anterior y son igualmente abundantes. Tienen las patas más fuertes y unas colas muy cortas, caminan más por el suelo, cazando insectos, especialmente hormigas, de un modo muy semejante a como lo hacen las aves de corral. Cuando se mata uno suele ser peligroso ir a cogerlo, pues generalmente en el suelo hay un enjambre de hormigas que atacan al intruso implacablemente con aguijones y mandíbulas. En numerosas ocasiones, tras un intento fallido, me he visto obligado a dejar el cuerpo muerto en el suelo y batirme en deshonrosa retirada.

En todos los trabajos de historia natural encontramos constantemente detalles de la maravillosa adaptación de los animales a su alimento, sus hábitos y a los lugares en que se encuentran. Pero los naturalistas empiezan ahora a mirar más lejos, viendo que puede haber otro principio regulador de las formas infinitamente variadas de la vida animal. Resulta sorprendente que los pájaros e insectos de diferentes grupos, sin tener apenas parecido alguno entre ellos, pero que sin embargo se alimentan de la misma comida y habitan en los mismos lugares, no hayan sido construidos y adornados de modo tan diferente tan sólo para ese propósito. Así, los chotacabras, las golondrinas, los papamoscas tiranos y los jacamaras utilizan todos el mismo tipo de alimento y se lo procuran de la misma forma: todos ellos capturan insectos al vuelo, pero sin embargo, ¡qué diferente es la estructura y el aspecto general de estos pájaros! Las golondrinas, con sus poderosas alas, son habitantes casi permanentes del aire; los chotacabras, muy cercanos a aquéllas, pero de estructura mucho más débil y de ojos más desarrollados, son pájaros seminocturnos que vuelan a veces al atardecer en compañía de las golondrinas, pero con más frecuencia se posan en el suelo, cazando sus presas por medio de cortos vuelos desde éste, para volver luego al mismo punto. Los papamoscas son de patas fuertes pero de alas cortas, y pueden posarse aunque no volar con la facilidad de las golondrinas; generalmente se posan en un árbol desnudo, vigilando desde él los insectos que puedan ponerse al alcance de una corto vuelo y que les permita cazar su fuerte pico y su ancha boca. No sucede así con las jacamaras, cuyo pico es largo y puntiagudo -en realidad, un pico de martín pescador débil- pero con hábitos similares a los precedentes: se posan sobre ramas de las partes abiertas del bosque, vuelan desde allí tras los insectos, que capturan en el aire, regresando entonces al punto anterior para devorarlos. Luego están los quetzales o trogones, de pico fuerte y aserrado, con hábitos similares; y los pequeños colibríes, aunque generalmente se procuran insectos de las flores, a menudo los cazan en el aire, como cualquier otro pájaro de pico hendido.

¿Qué pájaros hay con el pico de forma más peculiar que el del ibis, la espátula o la garza real? Y sin embargo se les ve uno al lado del otro, cazando los mismos alimentos en las aguas superficiales de la playa; y sí les abrimos el estómago encontramos en ellos los mismos pequeños crustáceos y mariscos. Luego, entre los pájaros que comen frutas, encontramos a las palomas, papagayos, tucanes y cotingas -familias muy distintas y separadas entre sí-, a los que sin embargo vemos alimentándose juntos en el mismo árbol; pues en los bosques de Suramérica hay algunos frutos favoritos de todos los pájaros frugívoros. Algunos autores de la Historia Natural han supuesto que cada fruto silvestre es el alimento de algún pájaro o animal, y que la estructura y forma variadas de sus bocas pueden ser una necesidad debida al carácter peculiar de los frutos de los que se alimentan; mas esta afirmación tiene más de imaginación que de realidad: el número de frutos silvestres que suministran alimento a los pájaros es muy limitado, mientras que el mismo árbol es visitado por pájaros de la estructura más variada y de cualquier tamaño.

Los insectos abundaban ahora más que nunca y encontrábamos tipos nuevos todos los días. Encantadoras mariposillas adornadas con lentejuelas doradas, o brillando con los más espléndidos tintes metálicos, se escondían bajo las hojas o abrían sus alas al sol de la mañana; entretanto, las más grandes y majestuosas revoloteaban perezosamente a lo largo de los sombreados senderos de los bosques. La que más abundaba era la Hesperidae sombría, y sucedía a menudo que, de doce ejemplares capturados en un día de excursión, no había dos que fueran iguales.

Por fin la canoa por la que había estado esperando estaba lista para zarpar-, el día 31 de noviembre dejamos Pará en dirección a la isla de Mexiana, situada en el brazo principal del Amazonas, entre la gran isla de Marajó y la orilla septentrional. Teníamos que bajar por el río Pará y rodear la punta oriental de Marajó, en donde nos hallaríamos totalmente expuestos al océano, y, aunque la mayor parte del tiempo navegábamos sobre agua dulce, me sentí muy mareado durante todo el viaje, que duró cuatro días. La canoa estaba hecha para el transporte de ganado y cacería, por tanto, de comodidades particulares para pasajeros. Cierto que había una cabinita con dos literas de cinco pies de largo, pero nada convenientes para mí (que mido seis pies y dos pulgadas de altura). por lo que preferí la bodega. Nuestra tripulación se componía de ocho jóvenes tapuyas, buenos y activos compañeros de entre quince y veinte años. Todos llevaban unos pantalones ajustados y una camisa muy corta, por lo que mostraban entre las dos prendas unos quince centímetros de piel rojiza. Los aparejos de la canoa sólo se componían de las cuerdas del estay, sin obenques ni marchapiés, pero se subían por ellas como los monos, sosteniéndose con los pies.

La isla de Mexiana tiene unas veinticinco millas de largo por doce de ancho, es de forma ovalada regular y se halla situada exactamente sobre el ecuador. Es muy plana y todo campo, o tierra abierta, pero con árboles y arbustos esparcidos y con algo de bosque a la orilla del agua. Famosa por sus pájaros, caimanes y onças, el propietario la utiliza como hacienda ganadera. Los caimanes abundan en un lago que hay en el centro de la isla, en donde los matan en gran número por su grasa, con la que se hace aceite.

Me acompañaba Mr. Yates, coleccionista de orquídeas, quien regresaba a Pará tras una estancia de varias semanas en la que no había encontrado una gran variedad de estas plantas. Fuimos recibidos a nuestra llegada por el Señor Leonardo, un alemán que es el superintendente, a quien le presentamos nuestra carta de Mr. C. Nos enseñaron las habitaciones que íbamos a ocupar en la casa, espaciosa y de dos plantas. En cuanto tuvimos el equipaje en tierra firme nos sentimos pronto como en nuestra propia casa. Rodean la casa numerosos y bellos ejemplares de naranjo y mango, tras los que hay una hilera de casas de campo en las que residen los vaqueiros o cuidadores del ganado, en su mayoría negros y esclavos; y más allá, hasta donde la vista alcanza, se halla el campo abierto, punteado por las vacas y los caballos.

Al preguntar por los mejores lugares para insectos, pájaros y plantas, nos alarmarnos cuando nos dijeron que las onças eran muy numerosas, cerca incluso de la casa, por lo que era peligroso pasear solo o desarmado. Pronto descubrimos, sin embargo, que ninguna persona había sido atacado realmente, lo que no les había servido a los pobres animales para vivir sin ser molestados, como demostraban las numerosas y bellas pieles que se secaban al sol y los maxilares y cráneos que había por el suelo. No cabe duda de que no es agradable encontrarse con tales animales, ni de que sus dientes y garras están temiblemente adaptados para destruir todo lo que se ponga a su alcance, por lo que es mucho mejor no correr ningún riesgo y ser un poco precavido: por tanto, por si acaso los encontraba, puse media docena de balas en mi bolsa de caza.

Algunos de los caballos y vacas tenían un aspecto miserable por causa de las heridas inflingidas por los murciélagos, que les producían una gran pérdida de sangre y que en ocasiones, tras sucesivos ataques, los mataban. El Señor Leonardo nos dijo que abundaban especialmente en algunas zonas de la isla y que organizaba con frecuencia partidas de caza de murciélagos en las que mataban varios millares. Es una especie grande de color café, probablemente la Phyllostoma hastatum.

La mañana siguiente a mi llegada cogí la escopeta y me fui a ver qué deportes ofrecía la isla. Me dirigí primero a un árbol cercano a la casa, que me había señalado el Señor Leonardo, donde encontré numerosos colibríes revoloteando por las hojas (húmedas todavía por el rocío), dando la impresión de que se lavaban y refrescaban en la humedad: eran de un color azul y verde y tenían una larga cola ahorquillada (Campylopterus hirundinaceus). Caminando por el campo encontré numerosos papamoscas bemteví, cucos y tanagras, y maté también un milano y un águila negra distinta de las que había visto en Pará. Los insectos, por la sequedad de la estación y la ausencia de bosque, eran muy escasos; por eso abandoné pronto la intención de cazarlos y me dediqué enteramente a los pájaros, que eran abundantes, aunque no demasiado raros o hermosos. En diez días obtuve setenta ejemplares, entre los que había catorce halcones y águilas, varias garzas reales, garcetas, periquitos, pájaros carpinteros y uno de los tucanes grandes de pico amarillo (Rhamphastos toco), que no se encuentran en Pará.

Tras varias excursiones de algunos kilómetros hacia el interior de la isla y a lo largo de la costa, me hice una idea aceptable de su geografía. Es por todas partes absolutamente llana, siendo las mayores elevaciones de sólo unos pies. A lo largo de la costa, por casi todas partes, y extendiéndose a lo largo de los riachuelos en tierra adentro, hay un cinturón boscoso cuya anchura varía ente cien yardas y una milla, compuesto por algunas palmeras y árboles elevados y una gran abundancia de bambúes y trepadoras que lo hacen casi impenetrable. Toda la zona interior es campo, o llano abierto, cubierto de hierba áspera, moteado en algunos lugares de palmeras de copa redondeada y árboles de ramas bajas con profusión de flores amarillas. Esparcidos con intervalos de varias millas hay grupos de árboles y arbustos, algunos muy pequeños, pero otros lo bastante extensos para formar pequeños bosques. Se les suele dar el nombre de "ilhas", o islas, muchas de las cuales tienen nombre propio, como la "Ilha do Sao Pedro" o la "Ilha dos Urubus". En la estación húmeda se inunda una gran parte de la isla, por lo que muy al interior se encuentran cangrejos muertos y conchas de agua dulce: entonces las arboledas, aunque no parecen hallarse por encima del nivel general, se convierten probablemente en auténticas islas.

Se produce también aquí un fenómeno que puede verse en las orillas del Mississippi y de la mayoría de los ríos que en ocasiones inundan sus orillas. La fierra es más alta cerca del borde del agua, decreciendo gradualmente hacia el interior, pues los sedimentos más pesados se depositan durante las inundaciones a una distancia más corta, mientras que hacia el interior sólo se acarrea la materia ligera, que se extiende sobre un área más amplia. Al caminar, la superficie de los campos resulta muy irregular, formando pequeños abultamientos o colinitas, por lo que resulta igualmente fatigoso y cansado caminar sobre sus cimas o entre ellas. Los troncos de las palmeras estaban totalmente recubiertos de orquídeas, pero ahora no tenían generalmente ni hojas ni flores y parecía haber muy poca variedad de especies. En los lugares pantanosos abundan las convolvuláceas arbustivas, y hay en otras partes grandes lechos de casias y mimosas, con numerosas y delicadas florecillas entre ellas.

Los cucos, de cola larga y color claro, volaban continuamente de un árbol a otro, emitiendo su peculiar nota, no del todo semejante a la de nuestro cuco, sino algo más bien parecido al crujido de un gozne oxidado que intenta imitar el nombre de Carerú que aquí les dan. Abundaban igualmente los cucos pico de cuerno de color negro, llamados Anús; y en casi todos los árboles podía verse un balcón o milano posados, también con muchas variedades, pues en pocas semanas obtuve ejemplares de ocho tipos diferentes. Abundaban mucho los bellos periquitos de bandas blancas y anaranjadas en las alas, así como otros con una corona anaranjada, y era divertido observar la actividad con la que escalaban por los árboles y la forma repentina y simultánea con que echaban a volar cuando se sentían alarmados. Su plumaje se aproxima tanto al color del follaje que a veces es imposible verlos, aunque se haya visto llegar una bandada entera a un árbol; les oyes gorjear encima de tu cabeza hasta que, tras mirar hasta haber agotado la paciencia, echan a volar repentinamente con un grito de triunfo.

Entre los arbustos había bandadas de las hermosas oropéndolas de pecho rojizo, el Icterus militaris, que por desgracia no tenían buen plumaje en la época de mi visita. Suele verse al buitre negro común volando por encima a buena altura o posado sobre algún árbol muerto; los patos grandes Muscovy vuelan haciendo un fuerte sonido al pasar, batiendo el aire violentamente como una gran máquina aérea para sostener su pesado cuerpo, ofreciendo así un agudo contraste con la gran ibis de los bosques, que cruza el aire sin hacer ruido con las alas en bandadas de diez o doce ejemplares. En los bordes de los bosques y en las "ilhas" más grandes se encuentran a menudo jaguares negros y moteados, donde abundan las pacas, cotias, tatus o armadillos, ciervos y otros ejemplares de caza menor.

La población total de la isla la componen cuarenta personas, de las que veinte son esclavos y el resto negros e indios libres empleados por los propietarios. Se encargan de atender al ganado y los caballos de la isla, que varían en número, siendo mucho más numerosos hace tres o cuatro años. En particular, los caballos fueron exterminados por una enfermedad que apareció de repente entre ellos. Había ahora mil quinientas cabezas de ganado, más un gran número de ejemplares salvajes que habitaban las partes remotas de la isla, y cuatrocientos caballos. A los esclavos y trabajadores sólo se les daba fariña, pero podían cultivar para sí mismos maíz indio y vegetales y recibían pólvora y munición para la caza, por lo que no les iba tan mal. También les daban tabaco, y la mayoría de ellos ganaba dinero haciendo cestas y otras baratijas, o matando onças, cuya piel estaba valorada entre cinco y diez chelines. Además de atender el ganado y los caballos, tenían que construir casas y corrales, matar caimanes para hacer aceite y matar murciélagos, que tanto daño hacían al ganado succionando su sangre noche tras noche. Los murciélagos viven en agujeros de los árboles, en donde se les mata en número considerable, pues el Señor Leonardo me dijo que habían matado unos siete mil en los últimos seis meses. También se dice que sólo en unos años los murciélagos habían matado varios cientos de cabezas de ganado.

Los esclavos, tal como sucede generalmente, parecían contentos y felices. Todas las noches, a la puesta de sol, venían a despedirse del Señor Leonardo y de mí, con un saludo similar a la que tuvo lugar cuando nos conocieron la primera mañana. Cuando un negro va a irse durante el día a una cierta distancia, dice adiós a todas las personas con las que se encuentra, como si se estuviera despidiendo de sus amigos más queridos en la víspera de un largo viaje, esto contrasta mucho con la apatía del indio, que apenas muestra nunca ningún sentimiento o pena al despedirse, ni placer a su regreso. Por la noche tocan y cantan en sus casas; su instrumento es una guitarra hecha por ellos de la que obtienen tres o cuatro notas, las cuales repiten durante horas con la más fatigosa monotonía. Unen a esa música una canción improvisada que generalmente relata alguno de los acontecimientos del día; formando parte de ella con frecuencia los quehaceres de los "brancos" o blancos. Muchos de ellos tienen gallinas y patos, que venden para comprar los pequeños lujos que necesitan, y a menudo van de pesca para abastecer a la casa, quedándose ellos con una parte.

Todos los sábados por la noche se reúnen para el servicio divino, que se realiza en una sala habilitada corno capilla, con un altar alegremente decorado con figuras de la Virgen y el Niño y varios santos pintados y dorados del modo más brillante. Algunas de estas figuras son obras del Señor Leonardo, excelente escultor autodidacta; cuando se encienden las velas y todo está en orden, el efecto es igual al de muchas iglesias de pueblo. El servicio lo dirigen dos de los negros más ancianos que se arrodillan en el altar; los demás se arrodillan o se quedan de pie en la sala. Creo que lo que cantan forma parte del servicio de vísperas de la Iglesia Católica Romana y todos se unen en la respuesta con gran fervor, aunque sin entender una palabra. El domingo es su día, destinado a trabajar sus huertas, a cazar o al ocio, como prefieran; por la noche suelen reunirse en la galería para bailar, quedándose a veces hasta el amanecer.

Mientras estaba en la isla iban a bautizar a un niño de escasas semanas. Lo consideran corno la ceremonia más importante, por lo que el padre y la madre, junto con el padrino y la madrina, parten en canoa hacia Chaves, en la isla de Marajó, en donde está el sacerdote más cercano. Estuvieron ausentes tres días y regresaron con la noticia de que el Padre estaba enfermo y no había podido celebrar la ceremonia, así que se vieron obligados a traer de vuelta sin santificar a la pobre criatura, quien de morir, según sus ideas, ~a merecer la perdición eterna. Aquella misma noche, a juzgar por las partes que de vez en cuando resultaban inteligibles, cantaron durante tres horas, acompañados de su música usual, la historia completa del viaje.

Ponían todos los hechos en un verso que se repetía varias veces. Por ejemplo, de pronto uno cantaba:

"EL Padre estaba enfermo, y no pudo venir,
El Padre estaba enfermo, y no pudo venir."
CORO
"El Padre estaba enfermo, y no pudo venir."

Luego, durante un tiempo, proseguía la música sin canto, mientras buscaban otro hecho que versificar. Al final, alguien continuaba el tema:

"Nos dijo que volviéramos al día siguiente, a ver si estaba mejor."
CORO
"Nos dijo que volviéramos al día siguiente, a ver si estaba mejor."

Seguían así hasta el final de la historia, lo que me impresionó por la probable similitud con las layas no escritas de los antiguos bardos, quienes daban interés a los hechos bien conocidos cantándolos con música de un modo apropiado y entusiasta. En una nación guerrera, para elevar al máximo el entusiasmo del público, ¿qué cosa habría más necesaria al principio que relatar los hechos audaces de los guerreros, la derrota del enemigo y los trofeos de la victoria? Algunos de estos cantos pasarían de generación en generación, mejorándose el lenguaje, y cuando se redujeran a escritura se añadiría la rima y estaría construido un poema regular.

Habiendo llegado al punto culminante de la estación seca, y con las aguas del lago que mencionamos lo bastante bajas, el administrador alemán me informó que iba a hacer una excursión para matar caimanes y decidí acompañarle. Hay dos modos de llegar hasta allí, por tierra, en línea casi directa, o rodeando hasta el otro lado de la isla en una embarcación y remontando la corriente por la que se puede subir hasta pocos kilómetros del lago, y con el que comunica durante la estación húmeda. La marea permitía al bote zarpar a media noche y decidí ir en él pues pensaba que podría ver así algo más de la isla.

El superintendente iría por tierra a la mañana siguiente. Me levanté a medianoche, subí a la canoa acompañado de tres negros y traté de acomodarme lo mejor que pude para echar un sueño sobre las cestas de fariña y sal con que iba cargada, Era una canoa grande y rústica, pero con la vela y la marea navegábamos muy bien; pero cuando amaneció nos encontrarnos bastante alejados de la orilla en ese río parecido a un océano y, como la marejada empezaba a ser desagradable, me levanté de mi desigual colchón bastante mareado e incómodo.

Sin embargo, hacia las diez llegarnos a la desembocadura del igaripé, o pequeña corriente, por el que teníamos que ascender, alegrándome mucho de hallarme sobre aguas tranquilas. Bajarnos a desayunar a un pequeño claro que había bajo un bello árbol y disfruté de una taza de café y una pequeña galleta, mientras los hombres gozaban de una ración de pescado con fariña. Subimos luego por la corriente, de unas doscientas yardas de anchura al principio, aunque pronto se estrechó entre cincuenta y ochenta yardas. Me complacía mucho la belleza de la vegetación, que superaba a todo lo que había visto antes: en cada curva de la corriente se presentaba algún objeto nuevo: un enorme cedro inclinándose sobre el agua, o una enorme ceiba erguido como un gigante sobre el resto del bosque. Las graciosas palmeras assaí estaban por todas partes, en grupos de diversos tamaños, elevando a veces sus troncos treinta metros en el aire, o doblándose en graciosas curvas hasta tocar casi la orilla opuesta. Abundaba también la majestuosa palmera murutí, con sus troncos largos y cilíndricos como columnas griegas, y con sus hojas enormes en forma de abanico y los racimos gigantescos de frutos, produciendo con todo ello un espectáculo imponente. Algunos de estos racimos eran más grandes que los que había visto nunca, hasta de ocho a diez pies de longitud, con un peso probable de dos o tres quintales, compuesto cada uno de ellos de varias fanegas de frutos grandes y reticulados. Estas palmeras estaban revestidas a veces de plantas trepadoras que subían hasta la copa para florecer allí. Más abajo, al borde del agua, había numerosos matorrales floridos, completamente recubiertos a menudo de convolvuláceas, pasionarias y bignonias. Todo árbol muerto o semipodrido estaba revestido de parásitos de formas singulares o tenía hermosas flores, mientras las palmeras más pequeñas, los troncos curiosamente conformados, y las retorcidas trepadoras formaban un telón de fondo en el interior del bosque.

No faltaban allí figuras animadas que completasen el cuadro. Guacamayos de brillante color escarlata y amarillo volaban continuamente sobre nuestras cabezas mientras los chillones papagayos y periquitos pasaban de un árbol a otro buscando alimento. A veces, de una rama situada sobre el agua colgaban los nidos de turpiales negros y amarillos (Cassicus icteronotus), de los que estos bellos pájaros salían y entraban continuamente. El efecto del paisaje era ensalzado mucho por las repetidas curvaturas del río a uno y otro lado, poniendo ante nuestra vista una constante variedad de objetos. En cada curva veíamos ante nosotros una bandada de elegantes garzas reales blancas, posadas en algún árbol seco inclinado sobre el agua; pero tan pronto se ponían a la vista levantaban el vuelo, y las encontrábamos de nuevo al pasar otra curva encaramadas frente a nosotros, y así durante una considerable distancia. En muchos matorrales floridos se posaban alegres mariposas y, en ocasiones, veíamos sobre una orilla fangosa a un caimán joven reposando cómodamente bajo el sol.

Proseguimos así nuestro viaje durante varias horas, con los hombres remando vigorosamente por temor a que la marca se volviera en contra nuestra antes de alcanzar nuestro destino; y eso fue, sin embargo, lo que sucedió en cuanto entramos en una parte más estrecha de la corriente. El paisaje era ahora mucho más sombrío; los altos árboles se cerraban sobre nuestras cabezas, impidiendo la entrada de los rayos de sol. Las palmeras se retorcían y doblaban en diversas contorsiones, de forma que a veces apenas podíamos pasar por debajo, y los troncos hundidos se extendían en ocasiones de orilla a orilla, obligándonos a salir de la canoa a usar todas nuestras fuerzas para pasarla por encima. Nuestro avance era, por tanto, muy lento, y a cada minuto la corriente tenía más fuerza en nuestra contra. Era un lugar adecuado para diversas aves acuáticas: el ibis de los bosques y numerosas grullas y garzas reales tenían sus nidos en las copas de los elevados árboles que había sobre el agua, mientras el pájaro "pico de bote" (Especie de garza (Cochlearius cochlearius) (N. del T.)) prefería los lugares menos altos. Cuando estos torpes pájaros de patas largas echaban a volar alarmados por nuestra proximidad, producían un continuo estrépito al batir sus alas; pero la confusión alcanzó el clímax cuando disparé a un gran ibis de los bosques. Numerosos martines pescadores pasaban arriba y abajo continuamente, o se precipitaban desde una rama muerta hacia el agua para capturar a su presa.

Tras dos horas de duro y desagradable trabajo llegamos al lugar de atraque, donde había una vieja choza desierta en la que el intendente y varios negros con caballos esperaban para coger las provisiones que habíamos llevado al lago. Pusimos inmediatamente pie en una extensa llanura, completamente desprovista de vegetación en algunos lugares y en otros escasamente cubierta de bajos árboles. No podía existir mayor contraste entre el paisaje que acabábamos de dejar y aquel en el que habíamos entrado. El uno era todo lozanía y verdor, el otro lo más pardo y desnudo posible, un triste y desolado pantano agostado ahora por el ardiente sol y cubierto de mechones de delgada hierba, con juncos y plantas sensitivas espinosas, por aquí y por allá, creciendo ocasionalmente entre ellas algunas lindas florecillas. Los árboles, abundantes en algunos puntos, no disminuían mucho el triste aspecto del paisaje, pues muchas de sus hojas habían caído por la sequía continuada, y las que quedaban se hallaban semimarchitas y eran de color marrón. El terreno, difícil para caminar sobre él, se componía de numerosos pequeños montículos y crestas, tan cerca unos de otros que no podías pisar con seguridad ni entre ellos ni sobre ellos: la causa de ello parecía estar en las lluvias e inundaciones de la estación húmeda, que se habían llevado la tierra de entre las raíces de los mechones de hierba, endureciéndose todo después por el calor excesivo del sol y quemándose casi enteramente la hierba.

Tras caminar cuatro o cinco millas por ese suelo llegamos al lago cuando comenzaba a oscurecer. La única edificación que allí había era un pequeño cobertizo sin paredes bajo el que colgaban nuestras hamacas, mientras los negros utilizaban los árboles y arbustos cercanos para el mismo fin. Ardía una gran fogata rodeada de numerosos asadores de madera con los trozos de pescado fresco y cola de caimán de nuestra cena. Mientras terminaba de prepararse fuimos a ver algunos peces recién capturados y que yacían listos para ser salados y secados al día siguiente: eran paiches (Sudis gigas) (Su nombre científico actual es Arapaima gigas, en Brasil llamado "pirarucú" (N. del T.)), ejemplares espléndidos de cinco o seis pies de largo, con grandes escamas de más de una pulgada de diámetro, y con hermosos dibujos y manchas en rojo. En el lago los hay en gran cantidad y se les sala y seca para el mercado de Pará. Es un pez de muy fino sabor cuyo vientre es tan graso y rico que no puede curarse y suele comerse fresco. Este, junto con fariña y café, nos sirvió de excelente cena, además de la cola de caimán, que probaba por vez primera y no es nada de despreciar. Nos fuimos pronto a las hamacas, donde dormimos profundamente tras las fatigas del día. Los jaguares abundaban y se habían llevado algo de pescado una o dos noches antes; los caimanes se sumergían y bufaban a menos de veinte yardas, de nosotros: pero no dejamos que esas menudencias echaran a perder nuestro sueño.

Antes de que rompiera el día tenía la escopeta al hombro, ansioso de atacar a los patos y otras aves acuáticas que abundaban en el lago. Encontré muchas de ellas y, cargando la escopeta con munición pequeña, maté siete u ocho al primer disparo. Eran unas aves pequeñas y muy hermosas, de alas de color blanco y verde metálico, que además de resultar buenos ejemplares, nos proporcionaron un desayuno excelente. Pero tras la primera descarga se volvieron muy cautelosos, por lo que me dediqué a las espátulas rosadas, las garzas reales blancas y los chorlitos de patas largas, que vi en el otro lado: por lo visto también estaban advertidas del destino de sus compañeras, pues no pude aproximarme lo suficiente para disparar y no había medio de ocultar mi avance.

Lo que recibe el nombre de lago es un tortuoso y largo curso de agua, de entre treinta y cincuenta yardas de anchura y escasa profundidad. Está bordeado de matorrales y plantas acuáticas y espesamente recubierto en algunas partes de hierbas flotantes y lentejas de agua. Lo habitan en inmenso número los peces ya mencionados y los caimanes, tantos que apenas hay lugar en el que al acercarse no veas moverse a uno. También hay una gran cantidad de pececillos, de unos cinco centímetros de longitud, que supongo sirven de alimento a los más grandes, los cuales, a su vez, serán devorados probablemente por los caimanes; aunque es casi un misterio el modo en que puedan encontrar subsistencia tantos animales grandes, apiñados en un espacio tan pequeño.

Tras el desayuno, el intendente inició la caza del caimán. Varios negros entraron en el agua con largos palos, llevando a los animales hacia la orilla, en donde les esperaban otros con arpones y lazos.

A veces les lanzaban el lazo inmediatamente sobre sus cabezas, o cuando les arponeaban primero, les sujetaban luego con el lazo por la cabeza o la cola; así, mediante la fuerza unida de diez o doce hombres, les arrastraban fácilmente hasta suelo firme. Si era necesario les echaban otro lazo para tenerlos sujetos por dos extremos, y al sacarlos del agua un negro, se acercaba con precaución con un hacha y hacía un corte profundo en la raíz de la cola, inutilizando tan formidable arma; otro golpe en el cuello paralizaba la cabeza, y el animal era entonces abandonado para iniciar la persecución de otro ejemplar, el cual era reducido rápidamente a la misma condición. A veces se rompía la cuerda, o se soltaba el arpón, y los negros tenían que vadear entre los feroces animales con gran riesgo. Tenían de diez a dieciocho pies de longitud, a veces incluso veinte, cabezas enormes y deformadas y temibles hileras de dientes largos y afilados. Cuando había ya cierto número en tierra firme, muertos o moribundos, se les abría y se les sacaba la grasa, acumulada en grandes cantidades en los intestinos, guardándose dentro de paquetes en las pieles de los más pequeños, que habían sido despellejados con ese fin. Hay otro de tipo más pequeño, llamado aquí Jacaré-tinga, que es el que se come, pues su carne es más delicada que la de las especies más grandes. Tras haber matado doce o quince, el intendente y su grupo se dirigieron a otro lado que había a escasa distancia y en el que abundaban más los caimanes, de los que al anochecer habían matado casi cincuenta. Al día siguiente mataron veinte o treinta más y quitaron la grasa a los anteriores.

Me lo pasé muy bien con la escopeta, reptando entre las altas hierbas para disparar a las tímidas aves acuáticas, o caminando a veces por el campo, en donde un pájaro carpintero o un guacamayo recompensaban mi perseverancia. Quedé muy complacido la primera vez que obtuve un guacamayo azul y amarillo, aunque tuve que trabajar varias horas para despellejarlo y prepararlo, pues tienen la cabeza tan carnosa y musculosa que no es asunto baladí limpiarla completamente. A veces veía caminar majestuosamente al gran tuyuyú (Myctaria americana); pero, a pesar de todas mis precauciones, no logré aproximarme hasta tenerlo a tiro. Abundaban las garzas reales grandes blancas y negras, así corno los ibis negros y grises, los pájaros "pico de bote", cigüeñas azules y patos de diversas especies; había también muchas oropéndolas negras y amarillas y un brillante estornino, de todos los cuales me procuré ejemplares.

Tuve la oportunidad de observar la manera en que se practica aquí la cura del pescado. Los despellejan parcialmente y se corta un gran pedazo de carne de cada lado, dejando el espinazo con la cabeza y la piel. Se corta entonces longitudinalmente cada trozo de carne, extendiéndola en una plancha grande y plana, se espolvorea con sal y se pone sobre una tabla. Se ponen encima otras rodajas y, cuando la sal ha penetrado lo suficiente, se cuelgan de palos o se ponen en el suelo al sol para que sequen, para lo cual no se precisan más de dos o tres días. Se empaquetan entonces en haces de cerca de cien libras cada uno y ya están listos para el mercado. Los huesos y cabezas se convierten en un buen festín para los buitres; en ocasiones se los lleva un jaguar durante la noche, aunque prefiere un pescado entero si se lo deja en su camino.

En cuanto un pescado ha sido cortado, queda ennegrecido por miles de moscas, las cuales producen un zumbido continuo durante todo el día. En realidad, el sonido de la vida animal es incesante. Nada más ponerse al sol las garzas reales, avetoros y grullas inician sus discordantes gritos, y los "picos de bote" y ranas comienzan su lúgubre croar. El sonido de una rana merece un nombre mejor: es un silbido agradable que, si pudiera traerse a la sociedad civilizada, sin duda tendría tantos admiradores como el ratón cantor, o la todavía más maravillosa ostra silbante, descrita por Punch. Los caimanes y peces chapotean continuamente durante toda la noche; pero con las primeras luces de la mañana comienzan los sonidos más extraordinarios. De pronto, diez mil periquitos de alas blancas inician su canto matinal con una confusión tal de gritos penetrantes que resulta imposible su descripción: cien afiladoras de cuchillos trabajando a plena potencia darían una débil idea de ello. Poco después se escucha otro ruido: las moscas, que han estado posadas en cada hoja de hierba, despiertan ahora, y con un sonoro zumbido inician el ataque al pescado: cada trozo que había pasado unas horas sobre el suelo tenía depositadas alrededor masas de huevos tan grandes como nueces. En realidad, la abundancia de vida animal de todo tipo apiñada en un espacio tan pequeño resultaba muy sorprendente en comparación con la escasez con la que se hallaba esparcida en la selva virgen. Eso nos lleva forzosamente a la conclusión de que la lozanía de la vegetación tropical no es favorable para la producción y sostenimiento de la vida animal. Las llanuras están siempre más densamente pobladas que el bosque; y tal como ha afirmado Mr. Darwin, la zona templada parece mejor adaptada que los trópicos para el sostenimiento de grandes animales terrestres.

El intendente me dijo que en este lago había llegado a matar cien caimanes en pocos días, mientras que en los ríos Amazonas o Pará sería difícil conseguir tantos en todo un año. Los geólogos, a juzgar por el número de reptiles grandes cuyos restos se encuentran en gran cantidad en ciertos estratos, nos hablan de un tiempo en el que todo el mundo estaba poblado por esos animales, antes de que se hubiera formado una cantidad suficiente de tierra firme, suficiente para sostener a los cuadrúpedos terrestres. Pero como es evidente que los restos de estos caimanes se encontrarían acumulados si alguna revolución de la tierra hubiera causado su muerte, parece ser que esas descripciones se basan en datos insuficientes y que partes considerables de la tierra debieron estar tan elevadas como lo están en el presente, no obstante los numerosos restos de reptiles acuáticos, que parecen indicar una mayor extensión de las aguas someras que les sirven de morada.

Preparados el pescado seco y la grasa de caimán, nos disponíamos a regresar a casa. Decidí ir esta vez por tierra para conocer el carácter del interior de la isla. Volví con los dos negros a la casa de campo arruinada que antes mencioné para prepararme a caminar al día siguiente diez o doce millas por el campo. En nuestro camino hasta la cabaña pasamos por una zona que estaba ardiendo y pude ver el curioso fenómeno del fuego avanzando en dos direcciones opuestas al mismo tiempo. El viento empujaba rápidamente el fuego hacia el oeste, al tiempo que, al doblarse las altas hierbas bajo las llamas, avanzaba, aunque a menor velocidad, hacia el este. Los campos se queman a propósito todos los veranos, pues al quemarse las ásperas hierbas, dejan espacio para que brote de nuevo una hermosa cosecha con las primeras lluvias. Cerca de la cabaña maté una garza real grande de color gris que nos sirvió muy bien para la cena; colgarnos luego las hamacas para pasar la noche en la pequeña, sucia y ruinosa cabaña, de la que poco tiempo antes un jaguar se había llevado un gran haz de pescado.

Por la mañana se cargó la canoa para el regreso y yo me dirigí a casa por un estrecho sendero. En general, el paisaje era desolado y desnudo. A veces no se veía ni una hoja de hierba en varios kilómetros. Aparecía de pronto un ancho lecho de gigantescos juncos que cruzaba la isla casi de un lado al otro. Había en otros lugares grandes lechos de mimosas espinosas y, a intervalos, grandes zonas estaban cubiertas de árboles sin hojas en los que se afanaban numerosos pájaros carpinteros. Veíanse también halcones y buitres, y el tucán grande de pico rojo (Rhamphastos toco) volaba con rumbo ondulante en bandos de tres o cuatro ejemplares. Estaba nublado y hacía bastante viento; pero en esta época del año aquí no llueve nunca, por lo que no me apresuré por esa causa; a primeras horas de la mañana llegué a la casa, bastante cansado pero muy interesado por mi paseo. Olvidé mencionar que por la noche, tras la caza del caimán, los negros cantaron varios himnos a modo de acción de gracias por haber escapado de sus fauces.

Al día siguiente todos se dedicaron a hervir la grasa para obtener aceite, con el que se abastecen las lámparas de todas las haciendas de Mr. C.. Produce un olor bastante desagradable, aunque no es peor que el de la grasa de pescado. Ahora salía todos los días con la escopeta a deambular por el campo, o a las masas boscosas que recibían el nombre de islas y se hallaban en las orillas de las corrientes más pequeñas. Entre las aves que conseguí, las principales fueron tucanes, papagayos, halcones y milanos, el manakin de cabeza roja, numerosos pinzones pequeños y papamoscas. Los mangos estaban cargados de frutos maduros y atraían numerosos pequeños periquitos y tanagras. Comí el mango por primera vez y pronto llegó a gustarme mucho. En Pará no lo comen mucho, salvo los negros, a quienes les gusta mucho a juzgar por la certeza con que desaparece cada fruto en cuanto está maduro. No parece haber animal al que no le guste: vacas, ovejas, cerdos, patos y gallinas, todos corren a coger el fruto en cuanto cae al suelo.

Poco después de Navidad tuvimos algunos intervalos lluviosos y la hierba empezó a crecer de un color más verde, lo que indicaba que el verano estaba tocando a su fin. Aparecieron algunas mariposas y polillas y las lindes de los bosques se cubrieron de pasionarias, convolvuláceas y otras muchas flores. Empezaban a abundar las abejas y avispas, y aparecieron varias aves acuáticas que no había visto antes. En enero llegó Mr. C.. con su familia y algunos visitantes, para pasar unas semanas en la isla, y el tiempo transcurrió más agradablemente. Enviaron de caza a varios negros, que surtieron nuestra mesa con abundancia de patos silvestres de diversas especies, venados, armadillos y pescado, a lo que hay que sumar la carne de vaca y de cordero. Mataron varios jaguares, pues Mr. C. paga unos ocho chelines por la piel de cada uno: un día tuvimos en la mesa filetes de jaguar, de carne muy blanca y no mal sabor.

Me parece evidente que es totalmente errónea la idea de que lo que come un animal determina la calidad de su carne. Los cerdos y aves domésticas son los animales menos limpios en cuanto a su alimentación, y sin embargo su carne es muy estimada, mientras que las ratas y ardillas, que sólo comen vegetales, son generalmente desestimadas. Los peces carnívoros no son menos delicados que los herbívoros, y no parece haber razón para que algunos animales carnívoros no vayan a proporcionar un alimento sano y agradable. La carne de venado, tan estimada en nuestra. patria, es aquí la más seca e insípida que se puede encontrar, teniendo que cocerse antes de que transcurran doce horas de la muerte del animal.

Ahora llovía mucho más y se formaron pequeñas charcas en algunas zonas de los campos. Se veían andar en el agua alrededor de ellas a chorlitos y otras aves, así como una pequeña bandada del elegante chorlito de patas largas (Himantopus). Tras grandes dificultades, conseguí matar tres o cuatro ejemplares. También se veía a menudo al curioso "píco-tijera" pasar rasante sobre el agua, y el tuyuyú grande se aproximaba ocasionalmente a la casa, pero manteniéndose siempre fuera de tiro; aunque me arrastré por el suelo para tenerlo a mi alcance, siempre me descubría a tiempo para ponerse a salvo.

Como apenas conseguía insectos, y las aves no eran muy valiosas, decidí regresar a Pará con Mr. C., quien se iba a pasar una semana en la otra hacienda que tenía en la isla de Marajó, que se encontraba de camino.

Los negros y mulatos empleados en la hacienda eran en su mayoría jóvenes y hermosos, llevando una vida, en la que alternaba la ociosidad y la excitación, de la que parecían gozar mucho. Realizaban todo su trabajo a lomo de caballo, demostrando gran pericia en ello; sólo vestían unos pantalones y una gorra con borla, dejando al descubierto la fina simetría de sus cuerpos. Nos complacía mucho verles traer el ganado, conducirlo hasta el corral o utilizar el lazo cuando una res debía ser sacrificada. Para ese fin echaban generalmente dos lazos a la cabeza o patas del animal, cuyos extremos eran sujetados por los jinetes. Entonces el "matador" desjarreta al pobre animal con un machete. Esto le deja totalmente incapacitado: trata en vano de ponerse sobre las cuatro patas y huir de sus implacables asaltantes, hasta que el machete le penetra en el cuello y el pecho. Apenas está muerto cuando es despellejado y troceado, precipitándose los perros y buitres a darse un festín en el charco de sangre y entrañas que quedan sobre el lugar. La operación es nauseabunda y no me atrevería a presenciarla una vez más.

Había pocos insectos y aves que mereciera la pena capturar, y no era la época del año de las espátulas e ibis, que tienen una colonia de anidamiento cerca y llegan en inmenso número en el mes de junio.

Tras pasar una semana en Jungcal, embarcamos de regreso a Pará. Nos iba a acompañar una canoa de ganado y teníamos que llevar algunos de los animales a bordo de la goleta. Partimos a primera hora de la mañana y al cabo de una hora llegamos al corral de la orilla del río en donde estaba el ganado. La embarcación ancló a unas veinte yardas de la orilla y se prepararon una polea y un aparejo para subirlos a cubierta. En el corral había veinte o treinta reses no domesticadas que habían estado coceando y chapoteando hasta llenar de barro el lugar hasta la altura (le las rodillas. Varios hombres, lanzándoles el lazo a los cuernos, trataban de sujetarlas. Las reses ponían todo su empeño en tratar de evitar que las cogieran sacudiendo la cabeza y soltándose de las sogas antes de que pudieran sujetarlas firmemente. Cada hombre dirigía su atención a una sola res y la seguía por el corral a todas partes. Tras varios intentos, generalmente conseguían sujetar el lazo en los cuernos, en cuyo momento media docena de hombres venían a ayudarle y sacaban el buey del corral llevándolo al agua. Esto lo hacían tirando de los lazos, mientras otros golpeaban y aguijoneaban al animal con largos palos, lo que lo irritaba tanto que se daba la vuelta y se precipitaba sobre los hombres con toda su fuerza. Estos, que no parecían alarmarse mucho, saltaban hacia un lado o se encaramaban a los palos de la cerca, para volver inmediatamente al ataque. Al final, la criatura era conducida o empujada hasta el agua y, lanzando rápidamente el cabo de la cuerda a bordo de la canoa, el buey era remolcado hasta un costado de la embarcación. Se le anudaba entonces una fuerte cuerda en los cuernos, por lo cual se le levantaba en el aire, ante lo cual el animal se debatía con la misma indefensión que un gatito al que se sujeta por la piel del cuello; se le bajaba entonces a la bodega, donde se quedaba tranquilo tras armar algo de alboroto. Fueron subidos a bordo, de esta manera, uno tras otro, ofreciendo cada uno algo interesante, por su furia o por la gran habilidad y frialdad de los vaqueiros. En una o dos ocasiones el lazo, hecho de cuero retorcido, no caía en la canoa, y admiré entonces la rapidez con que un indio se tiraba de cabeza tras él, no deteniéndose ni para quitarse la gorra de la cabeza; luego le daba la cuerda a los que estaban a bordo y, montado a horcajadas sobre el buey, cabalgaba triunfante hasta la canoa.

No los subimos a todos a bordo sin accidentes. El vaquero principal, un mulato fuerte y activo, estaba en el corral, empujando al ganado hacia un extremo, cuando un buey furioso se precipitó contra él y con la rapidez del rayo le dejó tendido, aparentemente muerto, sobre el suelo. Los otros hombres le cogieron inmediatamente y Mr. y Mrs. C. fueron a la orilla a atenderle. En media hora había revivido un poco. Por lo visto el animal le había golpeado en el pecho con la testuz, pero sin herirle con los cuernos. Muy poco tiempo después estaba de nuevo en el corral, como si nada hubiera ocurrido, y cuando todos los animales habían sido embarcados, subió a bordo y participó en una alegre cena, no pareciendo su apetito afectado por el accidente.

Proseguimos entonces el viaje y en cuanto estuvimos en el Amazonas volví a experimentar la incómoda sensación de marco, a pesar de estar en agua dulce. La noche siguiente tuvimos un viento muy fuerte que hizo pedazos nuestra vela mayor. Desembarcamos al día siguiente en una islita llamada Ilha das Frechas (Isla de las Flechas), pues crece en abundancia en ella un tipo peculiar de caña utilizado por los indios para hacer sus flechas. Nos quedamos casi todo el día en las cercanías, comiendo bajo la sombra de los árboles, y caminamos por aquí y por allá cogiendo un fruto silvestre, parecido a una ciruela pequeña, que crece allí en gran número; también atrajeron nuestra atención muchas frutas curiosas y hermosas flores. Se cuenta que hace unos años abundaban en la isla los jabalíes, pero ahora han sido casi totalmente exterminados. Al día siguiente pasamos por la punta oriental de la isla de Marajó, en donde se produce un cambio repentino de las aguas del Amazonas a las del río Pará, siendo las primeras amarillas y dulces, y las segundas verdes y saladas: se entremezclan, sólo un poco en el punto de la unión, por lo que en un momento se pasa de un tipo de agua a otro. En dos días más llegamos a Pará.

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