Página AnteriorPágina Siguiente

CAPITULO III EL TOCANTINS

EL TOCANTINS

Canoa, almacenes y tripulación- Rio Mojú- Igaripé Wiri- Cametá - El Señor Gomez y su establecimiento- Buscando una cena- Jambouassú- Una carta cortés Baiao y sus habitantes- Un enjambre de avispas- Entrada en el Distrito Rocoso- La Mutuca - Dificultades para conseguir hombres- Un pueblo sin casas La caza de un caimán-Tiro al pato- Aroyas y las cataratas- Un concierto nocturno- Guacamayos azules- Huevos de tortuga- Un pequeño accidente Posibilidades del país- Regreso a Pará.

En la tarde del 26 de agosto dejamos Pará en dirección a Tocantíns. Mr. Leavens había dispuesto todos los detalles del viaje. Había alquilado una de las canoas del país, no muy bien terminada, pero conveniente en algunos aspectos, pues tenía un toldo sobre la popa, un techo de palmera que se asemejaba a una tienda de gitanos, que nos hacía las veces de camarote; en la parte anterior llevaba otro toldo similar, aunque más pequeño, bajo el que se guardaba la mayor parte de nuestras provisiones y equipaje. Encima de éste había una cubierta -de tablas de cedro desde la que remaban los tripulantes, y sobre la cual podíamos comer cuando el sol no era demasiado fuerte. La canoa tenía dos mástiles, velas delanteras y traseras, unos siete metros y medio de larga y dos y medio de ancha.

Además de las escopetas, munición y cajas para guardar las colecciones, llevábamos provisiones para tres meses, compuestas por fariña, pescado y caxaca para los tripulantes; para nosotros habíamos añadido té, café, galletas, azúcar, arroz, carne de vaca salada y queso. Todo ello, junto con la ropa, cacharros de cocina y un saco de alrededor de una fanega de monedas de cobre, la única moneda corriente en el interior, se acomodaba bastante bien en nuestra pequeña embarcación. Nuestra tripulación se componía del viejo Isidora como cocinero; Alexander, un indio de los molinos, que fue nombrado capitán; Domingo, quien ya había estado río arriba y sería, por tanto, nuestro piloto; y Antonio, el chico al que antes mencionamos. Otro indio desertó cuando estábamos a punto de salir, por lo que zarpamos sin él, confiando en obtener dos o tres hombres más por el camino.

Aunque íbamos en una embarcación tan pequeña, y pensábamos subir por un río de la misma provincia, no se nos permitió abandonar Pará sin los pasaportes y permisos de Aduanas, y aún así con tantas dificultades y retrasos como si lleváramos un barco de doscientas toneladas a un país extranjero. Pero tal es la reglamentación aquí, y de ella no está exento ni el comercio interior de la provincia llevado a cabo por súbditos brasileños. Los formularios que hay que rellenar, las firmas y visados en distintas oficinas, las solicitudes que hay que realizar y las formalidades que hay que observar son tan numerosos y complicados que a un extranjero le resultan totalmente imposibles de cumplir; de no haberse encargado Mr. Leavens de esta parte del asunto, probablemente nos hubiéramos visto obligados a abandonar nuestro proyectado viaje sólo por esta causa.

Anocheció poco después de abandonar la ciudad, y como la marea iba en contra nuestra tuvimos que anclar. Al levantamos a las cinco de la mañana descubrimos que nos hallábamos en el río Mojú, que desemboca en el río Pará desde el sur y por cuyo curso va nuestro camino. La mañana era deliciosa; los suacuras, una especie de rascón (* Aves de la familia Rallidae (N. del T.)), entonaban sus melancólicas notas, las cuales se pueden oír siempre en las orillas de los ríos por la mañana y por la noche; altas palmeras se elevaban a ambos lados, y todo parecía fresco y hermoso cuando salió el sol. Hacia las ocho pasamos por Jaguararí, una hacienda perteneciente al conde Brisson, en donde viven ciento cincuenta esclavos dedicados principalmente al cultivo de la mandioca. Desayunamos a bordo y, hacia las dos de la tarde arribamos a Jighery, hermosísimo lugar de orillas en pendiente cubiertas de hierba, en donde abundan los naranjos, los cocoteros y otras palmeras. Nos detuvimos allí por causa de la marea, cenamos en tierra firme y Mr. B. y yo fuimos a buscar insectos. Los hallamos en abundancia, cazando inmediatamente dos especies de mariposas que no habíamos visto nunca en Pará. No habíamos esperado encontrar, a tan escasa distancia, tal diferencia en los insectos. ¿Pero por qué no iba a ser así, cuando lo mismo sucede en Inglaterra? Vi una serpiente muy larga y delgada, de color marrón, enroscada entre los arbustos, por lo que hasta que se movió apenas se la podía distinguir del tallo de una planta trepadora. Por la mañana nuestros hombres habían capturado un perezoso cuando nadaba por el río, que tenía cerca de media milla de anchura; se diferenciaba de la especie que habíamos tenido viva en Pará, pues sobre el lomo tenía una zona de pelaje corto de color amarillo y negro. Los indios lo guisaron para su cena, y como consideran que su carne es muy delicada, yo la probé, encontrándola tierna y muy agradable.

Por la tarde, a la puesta del sol, la escena era encantadora. Los grupos de elegantes palmeras, los grandes árboles del algodón ("Cotton trees" en el original. (N. del T.)) que se destacaban contra el cielo dorado, las casas de los negros rodeadas de naranjos y mangos, la orilla cubierta de hierba, el noble río y el telón de fondo de la selva eterna, todo ello suavizado por la agradable luz de la mágica media hora tras la puesta del sol, formaban un cuadro de indescriptible belleza.

A las nueve de la mañana del día 28 entramos en el Igaripé Mirí, que es un corte de cerca de media milla que conecta el río Mojú con una corriente que fluye hacia el Tocantíns, casi frente a Cametá; se forma así un pasadizo interior, más seguro para la navegación que el río Pará, en el que las embarcaciones se ven expuestas en ocasiones a fuertes oleajes y vientos violentos, y en donde hay encalladeros rocosos que resultan muy peligrosos para las *canoas pequeñas con las que se realiza principalmente el comercio de Cametá. Cuando estábamos a medio camino, vimos que la marca iba en contra nuestra y que el agua era muy poco profunda, por lo que nos vimos obligados a atar la canoa a un árbol y esperar. Al poco tiempo la cuerda con la que estábamos amarrados se rompió y nos vimos llevados de costado a la deriva corriente abajo; hubiéramos acabado volcando al chocar contra un encalladero, pero por fortuna pudimos girar hacia una pequeña bahía en donde el agua era tranquila. Al salir del canal, nos impulsamos a vela y a remo por un río serpenteante que a menudo discurría completamente encajonado entre muros de una lujuriante vegetación de árboles y plantas trepadoras. No era infrecuente un bello árbol repleto de flores moradas, y un gran Arum acuático, de bellas flores blancas y curiosos. frutos, crecía por todas partes en las orillas cenagosas. Aquí la palmera mirití cubría extensas áreas de suelo, alcanzando a menudo una enorme altura.

A las cinco de la tarde llegamos a Santa Anna, pueblecito con una hermosa iglesia de la pintoresca arquitectura italiana habitual en Pará. Ya habíamos previsto tener aquí algún retraso por causa de los pasaportes, pero como no había ningún funcionario para examinarlos, pudimos proseguir nuestro viaje.

Empleamos el día 29 en avanzar lentamente entre intrincados canales y bajíos, en los que encallamos varias veces, hasta que llegamos finalmente a la corriente principal del Tocantíns, tachonada de innumerables islas cubiertas de palmeras,

El día 30, con luz diurna, cruzamos el río, que tiene cinco o seis millas de anchura, hasta Cametá, una de las principales ciudades de la provincia. Comercia con castañas del Brasil, cacao, caucho indio y algodón, que se producen en abundancia en la región circundante. Es un lugar pequeño y disperso en el cual, aunque hay varias tiendas, no pueden obtenerse cosas como una llave de reloj, que yo necesitaba. Situada en una orilla de treinta o cuarenta pies de altura, tiene una apariencia pintoresca; y la vista que hay desde ella del río, tachonado de una isla tras otra hasta donde la mirada alcanza, es muy hermosa. Desayunamos allí con el Señor Le Roque, comerciante amigo de Mr. Leavens, quien nos dio una vuelta por el lugar para enseñárnoslo y se ofreció luego a acompañamos con su barco hasta donde está el Señor Gomez, unos cincuenta kilómetros río arriba, para quien llevábamos una carta de presentación, y de quien esperábamos que pudiera proporcionamos algunos hombres más.

Pero cuando volvimos a nuestra canoa faltaba uno de los tripulantes, Domingo el piloto; como la marea era propicia, el Señor Le Roque zarpó, y nosotros prometimos seguirle en cuanto pudiéramos encontrar a nuestro piloto, quien sin duda se había ocultado en alguna taberna, o establecimiento de licores, de la ciudad. Pero tras hacer todo tipo de investigaciones y buscarle en vano, esperando hasta que la marea había casi desaparecido, decidimos partir sin él, dándole recado por medio del Señor Le Roque, que había de regresar, de que viniera con una montaria al día siguiente. De haber tenido más experiencia con el carácter de los indios, hubiéramos esperado pacientemente hasta la mañana siguiente, cuando sin duda alguna le habríamos encontrado. De este modo no volvimos a verle durante el resto del viaje, a pesar de que se había dejado en la canoa ropas y otros varios artículos.

Como consecuencia del retraso perdimos el viento y los demás tripulantes y el muchacho tuvieron que remar casi todo el camino, lo que les puso de bastante mal humor; antes de llegar encontramos al Señor Le Roque, ya de vuelta. El Señor Gomez nos recibió amablemente y permanecimos con él dos días, esperando a los hombres que trataba de procurarnos. Lo pasamos muy bien, dedicándonos a la caza y la entomología. Cerca de la casa había un gran árbol, de la familia de las leguminosas, cargado de unas floraciones amarillas, que frecuentaban los periquitos y colibríes. Arriba del igaripé abundaban unos pájaros curiosos y bellos llamados "Ciganos" o gitanos (Ophisthocomus cristatus) (El nombre científico actual de esta ave es Opisthocomus hoazin (N.del T.)). Son tan grandes como un ave de corral, en la cabeza tienen una elegante cresta móvil, y un variado plumaje marrón y blanco. Maté a dos, pero no estaban en buenas condiciones; pero como abundan en todas estas corrientes, aunque no se encuentren en Pará, los tiré con poca pena. Andan en bandadas sobre los arbustos y árboles bajos de las orillas del río, alimentándose de las frutas y hojas del Arum grande que mencionamos antes. Nunca descienden al suelo y tienen un vuelo bajo e inestable.

En Campos, como a una milla a través de la selva, encontré picos de cera ("Wax bills" en el original inglés. Probablemente se refiera al género Ramphocelus actual (o al género Cacicus) (N. del T.)), palomas, tucanes y cotingas de alas blancas y azules. En la selva encontramos algunos ejemplares nuevos y hermosos de Heliconias y Erycinidae, y capturé dos Cicadas que estaban posadas sobre el tronco de un árbol: al ser capturadas producen un ruido casi ensordecedor; generalmente se posan en la parte de arriba de los árboles, y aunque se les oye todos los días y a todas horas, raras veces se les ve o se les captura. Cuando regresaba a la casa me encontré con un pequeño niño indio al tiempo que una iguana grande de casi un metro de longitud, con la espalda crestada y la papada colgando, de aspecto muy fiero, cruzaba corriendo el camino. El muchacho corrió inmediatamente tras ella, la cogió por la cola con ambas manos, le estrelló a la criatura la cabeza contra un árbol, matándola allí mismo, y se la llevó a casa, en donde sin duda hizo una cena soberbia.

Tuvimos aquí la oportunidad de conocer algunas de las costumbres y disposiciones de una casa de campo brasileña. En este caso la edificación se alzaba cuatro o cinco pies sobre pilotes, a fin de que se mantuviera por encima del agua durante las crecidas de la primavera. Sobresaliendo de la marca más baja del agua había un sólido embarcadero de madera que terminaba en algunos escalones. Estos conducen a una galería que se abre a una habitación, en la que se recibe a los huéspedes y se realizan las transacciones comerciales, junto a la cual están el trapiche y la destilería. Muy separada se halla la casa en donde, residen el ama de la casa, los niños y los criados, llegándose hasta allí por una galería y a lo largo de un pasadizo elevado de unos cuarenta o cincuenta pies de largo. Tornamos nuestras comidas en la galería con el Señor Gomez y ni una sola vez fuimos honrados con la presencia de su señora o de sus hijas mayores. A las seis de la mañana tomábamos café; a las nueve el desayuno, compuesto de carne de vaca y pescado seco además de fariña, que ocupa el lugar del pan; y para terminar café y pasteles de fariña, junto con el lujo bastante inusual de la mantequilla. Cenábamos a las tres un arroz o sopa de camarones, carne variada, caza o pescado fresco, terminando con fruta, sobre todo pifias y naranjas, cortadas en rodajas y servidas en platillos; a las ocho de la noche tomábamos té y pasteles de fariña. La mesa la servían dos o tres muchachos negros e indios, quienes cambiaban constantemente los platos, quitándolos de la mesa en cuanto estaban vacíos para sustituirlos por otros limpios, pues los iba fregando constantemente una mujer que se hallaba detrás de nosotros.

Antonio, nuestro muchacho, se había vuelto aquí perezoso y desobedecía las órdenes, por lo que fue despedido allí mismo, marchándose con un grupo que subía por el Amazonas a buscar pirarucú. Sólo nos quedaba ya un hombre, y con dos que nos prestó el Señor Gomez para llegar hasta Baiao, dejamos Vista Alegre en la mañana del 2 de setiembre. El río tenía allí el mismo aspecto que por la parte de abajo: innumerables islas, muchas de ellas de varios kilómetros de longitud, no pudiéndose ver nunca las dos orillas al mismo tiempo. Como no teníamos nada para la cena, fui con Mr. Leavens en la montaria, que nuestros indios llevaban para el regreso, hasta una que se hallaba en un igaripé, para ver si podíamos comprar algo. Abundaba el ganado y las ovejas, las gallinas y los patos, por lo que pensábamos que habíamos llegado al lugar adecuado; pero nos habíamos equivocado, como se verá por la siguiente conversación entre Mr. Leavens y una mujer negra, la única persona a la que vimos: "¿Tiene gallinas para vender? "No". "¿Y patos?" "No". "¿Algo de carne?" "No". "¿Qué hace usted aquí, entonces?" "Nada". "¿Puede vendernos algunos huevos?" "No, las gallinas no ponen huevos". A pesar de que le dijimos que no teníamos nada para comer nos tuvimos que ir con las manos vacías como las trajimos, pues su amo no estaba en casa y nada era de ella para poder venderlo. En otra casa tuvimos la suerte de comprar una tortuga pequeña con la que hicimos una excelente comida.

Teníamos que acudir a Jambouessú, un lugar situado a quince millas por debajo de Baiao, en donde residía a veces el Señor Seixus, para quien llevábamos una carta. La casa estaba situada sobre un estrecho igaripé, cuya entrada fue difícil de descubrir hasta para nuestros indios, pues era noche cuando llegamos allí. Mr. Leavens y yo subimos con la montaria por la estrecha corriente, que los árboles altos, cuyas copas casi se encontraban por arriba, volvían intensamente oscura y tenebrosa. A unos cientos de yardas de la casa encontramos al Senhor Seixus y le entregamos la carta de su socio de Pará; por ser una buena muestra de la compostura y cortesía portuguesa, daré aquí una traducción literal de ella.

 

"Señor José Antonio Correio Seixus & Co. Baiao.

"AMIGOS Y CABALLEROS,

"Sabedor de que a usted le resulta siempre agradable tener la oportunidad de demostrar sus sentimientos generosos y hospitalarios hacia los extranjeros en general, y muy particularmente a quienes visitan nuestro país con el propósito de hacer descubrimientos y ampliar la esfera de su conocimiento, no he vacilado en aprovechar la oportunidad que representa el viaje de Mr. Charles Leavens y sus dos dignos compañeros para recomendárselos a su amistad y protección en la empresa científica que han emprendido, con el fin de obtener aquellos productos naturales que convierten a nuestra provincia en una tierra clásica en la historia de los animales y las plantas.

"En esta laboriosa empresa que los ilustres (elites) viajeros han emprendido, deseo vivamente que puedan encontrar en usted todo lo que permitan los limitados recursos del lugar, y no s6lo que se superen las dificultades que puedan encontrar, sino también que haga usted menos fastidiosos los trabajos y privaciones que necesariamente habrán de soportar, a unos hombres como ellos, dedicados a la ciencia, cuyo alimento verdadero es la Historia Natural, es fácil encontrar medios de gratificarlos en un país como el nuestro, en el que abundan los productos más exquisitos.

"Por tanto espero, y por encima de todo se lo ruego, que cumpla mis deseos en las atenciones que preste al Señor Leavens y sus compañeros, dándome así otra prueba de su estima y amistad.

"Su amigo y obediente siervo,

"JOÃO AUGUSTO CORREIO."

 

 

Tras leer la carta, el Señor Seixus nos dijo que iba a ir a Baião en dos o tres días, y que podíamos quedarnos aquí o utilizar su casa hasta que él llegara. Decidimos seguir, pues deseábamos devolver al Señor Gomez los hombres que nos había dejado, por lo que regresamos a la canoa con el fin de estar preparados para salir con la siguiente marea. Por la mañana fui por delante en la montaria con Alexander para matar algunas aves. Vimos muchos martín-pescadores y pequeñas golondrinas de lomos verdes, así como algunos bellos pinzones de cabeza roja (Tanagra gularis) (Probablemente se refiera al actual Paroaria gularis (N. del T.)) llamados aquí "marinheiros" o marineros; se encuentran siempre cerca del agua, sobre los arbustos y árboles bajos. Desembarcamos en una extensa playa arenosa sobre la que volaban numerosas gaviotas y golondrinas de mar, y tras muchos intentos infructuosos matamos dos aves, Regresamos a la canoa cuando estaba anclando en Baião, al pie de una ribera muy empinada de unos cien pies de altura que comenzaba varias millas más abajo. Tuvimos que ascender unos ciento veinte peldaños irregulares, hasta que encontramos el pueblo al nivel del suelo, y muy cerca la casa del Senhor Seixus, que aunque tenía el piso y los muros de barro, estaba pulcramente encalada. La casa estaba completamente vacía, por lo que tuvimos que traer de la canoa muchos artículos necesarios, trabajo éste que resultaba muy fatigoso bajo el ardiente sol. En todo el pueblo no vimos una sola casa con piso de madera, lo que no es de extrañar si se tiene en cuenta que en esta parte del país no se encuentran cosas del estilo de una tabla aserrada. Los árboles se cortan longitudinalmente por el medio con un hacha, se desbasta entonces la parte exterior y se termina la superficie con una azuela, de modo que de cada tronco sólo se obtienen dos tablones. Todos los suelos entablados de Cametá, y muchos de los de Pará, se habían construido así, sin utilizar sierra ni cepillo.

Nos quedamos aquí algunos días, e hicimos bastante deporte. Los pájaros abundaban lo suficiente y obtuve una jacamara marrón, un papagayo de cabeza morada y algunas hermosas palomas. Por todos los alrededores del pueblo, a lo largo de varias millas, sobre la tierra alta y seca, están las plantaciones de café y la selva de bosque secundario, con muchas mariposas nuevas para nosotros, particularmente las blancas y amarillas, de las que obtuvimos seis o siete especies con las que nunca nos habíamos encontrado. Mientras preparábamos los insectos o desollábamos los pájaros en la casa, la ventana que daba a la calle estaba llena de chicos y de hombres que esperaban durante horas observando mis operaciones con la más infatigable curiosidad. La exclamación que repetían constantemente al ver desollar un pájaro era: "¡Oh, la paciencia de los blancos!". Luego uno susurraría a otro: "¿Le quita la carne?", "¡Yo nunca lo haría!" "¡Mira, le hace ojos de algodón!" Y luego habría un poco de conversación sobre cuál sería posiblemente el destino que les daríamos. "Para mostrarlos" era la solución general; pero luego parecían pensar que era bastante insatisfactoria, y que los ingleses difícilmente podían ser tan estúpidos como para desear ver unas cuantas pieles de papagayo y palomo. El asunto de las mariposas lo resolvían a su entera satisfacción, decidiendo que servían para obtener nuevos modelos para telas estampadas y otras mercancías, mientras los feos insectos debían servir supuestamente para "remedios" o medicinas. Descubrimos que lo mejor era asentir pacíficamente a esto, pues nos ahorraba muchas preguntas y no había otra explicación que pudiéramos darles y les pudiera resultar totalmente inteligible.

Un día, mientras me hallaba en el bosque persiguiendo algunos insectos, me atacó todo un enjambre de pequeñas avispas cuyo nido, que colgaba de una hoja, había perturbado inadvertidamente. Me cubrieron el rostro y el cuello, picándome severamente, y en mi prisa por escapar y librarme de ellas perdí las gafas, de lo que no me di cuenta hasta que estuve a alguna distancia, de aquel punto; como estaba muy lejos de cualquier sendero y no había observado en dónde me encontraba, fue inútil buscarlas. El dolor de las picaduras, muy fuerte al principio, desapareció totalmente al cabo de una hora; y corno llevaba conmigo varios pares más de gafas, la pérdida no me supuso inconveniencia alguna.

Aquí el suelo es una arcilla rojiza, de un color tan vivo en algunos lugares que puede utilizarse para pintar los cacharros de barro. Los igaripés son mucho más raros que río abajo, y cuando se encuentran forman pequeños valles o barrancas en la alta orilla. Cuando llegó el Señor Seixus insistió en que comiéramos siempre con él y fue muy amable con nosotros en todos los aspectos. Su hijo, un niño de seis o siete años, corría por la casa completamente desnudo.

Los vecinos se dejaban caer por allí una o dos veces al día para ver cómo les iba a los brancos (los blancos) y charlar un poco, sobre todo con Mr. Leavens, que hablaba el portugués con fluidez. Uno preguntó sí en América (refiriéndose a los Estados Unidos) había algo de terra firma, pues por lo visto tenía la idea de que estaba formada por un grupo de islas. Otro preguntó si había campos, y si la gente tenía mandioca y seringa (Arbol del caucho (N. del T.)). Cuando le respondimos que ninguna de las dos cosas, quiso saber la razón de que no las plantaran, añadiendo que pensaba que sería bueno plantar seringas para tener su leche fresca todos los días y hacer zapatos de caucho. Cuando le respondimos que el clima era demasiado frío para que crecieran la mandioca o la seringa si se las plantaba, quedó muy sorprendido, preguntándose como podía vivir la gente en un país en el que no podían cultivarse cosas tan necesarias para la vida; sin duda sentía una especie de superioridad sobre nosotros, que teníamos que acudir a su país para comprar caucho indio y cacao, de igual modo que los habitantes W Celeste Imperio debían pensar que éramos en verdad unos pobres bárbaros muy desdichados, para vemos obligados a ir tan lejos a comprar su té.

Incluso el Señor Seixus, brasileño educado y comandante del distrito, nos preguntó si el gobierno de Inglaterra era constitucional o despótico, sorprendiéndose al enterarse de que nuestro soberano era una mujer.

Conseguimos finalmente dos hombres y proseguimos nuestro viaje río arriba, tras haber pasado cuatro agradables días en Baião. Mientras íbamos lentamente junto a la ribera, vimos sobre un árbol una iguana, llamada aquí camaleón; Mr. Leavens la mató y nuestros hombres la cocinaron para su cena. Por la noche anclamos junto a una hermosa orilla donde había un gran árbol de la familia de las leguminosas cubierto de racimos de flores rosas y blancas y de unas vainas grandes y aplanadas de color verde claro. Venus y la Luna lucían con gran brillo y el aire era deliciosamente fresco cuando, a las nueve en punto, nos metimos bajo nuestro toldo, pero los mosquitos y moscas de arena -8 Moscas del género Simulium, hematófagas.) no nos dejaron dormir en varias horas. Al siguiente día tuvimos buen viento y marchamos a buena velocidad; el río se había vuelto más estrecho y había menos islas; las palmeras abundaban menos que abajo, si bien la vegetación de las orillas era igualmente lujuriosa. Abundaban aquí los delfines y vimos algunas aves hermosas, parecidas a oropéndolas doradas.

El día 9, a primera hora de la mañana, llegamos a Jutahí, una hacienda ganadera en la que esperábamos conseguir más hombres, pero como el dueño estaba fuera tuvimos que esperar a que regresara. Obtuvimos allí cerca de un galón de leche fresca y deliciosa que fue un gran festín para nosotros. Matamos algunas aves y encontramos algunas pequeñas conchas en el río, aunque ninguna de tamaño o belleza aceptables, y apenas vimos insectos.

Como el hombre al que esperábamos no llegaba, nos fuimos el día 10 con la esperanza de encontrarlo río arriba. Yo caminé por un extenso arenal en el que, como era alrededor del mediodía, hacía un terrible calor. En la arena abundaban los coleópteros carábidos pequeños, muy activos, de un color claro con marcas oscuras, que me recordaban a los insectos que frecuentan en Inglaterra los lugares similares. Por la tarde llegamos a una casa e hicimos fuego en la playa para cocinar la cena. Había allí numerosos hombres, mujeres y niños desnudos. La casa no era más que un cobertizo abierto: una techumbre de palmas apoyadas sobre postes de los que pendían las rédés (hamacas), las cuales servían de cama y de silla. En un extremo había una pequeña plataforma que se elevaba casi tres pies sobre el suelo y a la que se subía por unas hendiduras profundas hechas en un poste, en lugar de por una escalera. Parecía una especie de "boudoir", o sala de mujeres, pues sólo ellas la ocupaban: era útil para mantener las ropas y la comida fuera del alcance de las gallinas, patos, cerdos y perros, que se movían libremente por la parte inferior. El jefe del establecimiento era un brasileño que había venido de las minas. Cultivaba algodón, tabaco, cacao, mandioca y abundantes bananas. Quería pólvora y munición, que Mr. Leavens le proporcionó a cambio de tabaco. Nos dijo que no había llovido nada durante tres meses, por lo que los cultivos estaban muy dañados. En Pará que no estaría a más de ciento cincuenta millas, no habían transcurrido tres días seguidos sin llover. Las causas de esta gran diferencia climática a tan escasa distancia serían, probablemente, la proximidad del gran cuerpo de agua del Amazonas y el océano, junto con la mayor extensión de tierras bajas y jungla densa alrededor de la ciudad.

Siguiendo nuestro camino, pasamos todavía junto a innumerables islas, pues el río tenía unos ocho kilómetros de anchura. Hacia las cuatro de la tarde avistamos las primeras rocas que encontramos en el río, en una punta sobresaliente, de apariencia abrupta y volcánica, con islas pequeñas y distantes en la corriente y numerosos bloques a lo largo de la ribera. Su efecto era pintoresco, después de tanta tierra plana y aluvial. Una milla después llegamos a Patos, una pequeña aldea en donde esperábamos reclutar hombres, y anclarnos para pasar la noche. Di un paseo por la orilla para examinar las rocas, y descubrí que eran definitivamente volcánicas, de un color oscuro, a menudo tan irregulares corno las escorias de un horno de hierro. También había un conglomerado basto que contenía guijarros de cuarzo ennegrecido y, en los huecos, una arenisca de cuarzo blanco muy fina.

Nos quedamos dos días allí. Mr. Leavens subió por el Ygaripé para buscar cedros y nosotros nos quedamos para cazar aves e insectos y recoger conchas. Maté varias aves muy hermosas y vi, por vez primera, los bellos guacamayos azules que me habían anticipado que encontraríamos en el Tocantíns. Tienen un pico blancuzco y son de un fino color azul índigo; pero vuelan muy alto y no pudimos encontrar el lugar en donde se alimentaban. Los insectos que más abundaban eran las mariposas amarillas, que con frecuencia se asentaban en gran número sobre la playa, elevándose en masa cuando se las molestaba para formar una verdadera nube aleteante de color amarillo y naranja. Las conchas los había en número aceptable, por lo que pudimos añadir algunas nuevas a nuestra pequeña colección. Desde que abandonamos Baião nos había molestado mucho una pequeña mosca, de alas curiosamente marcadas en blanco y negro, que se posaba sobre las manos y cara de la manera más tranquila, horadándolas repentinamente como si pinchara con una aguja. Las gentes le dan el nombre de la Mutúca y dicen que es uno de los tormentos del interior, siendo en varias zonas mucho más abundantes que aquí.

Mr. Leavens se había asegurado de que no había cedros a menos de dos kilómetros del agua y nos dispusimos a partir al siguiente día, después de que un piloto y dos hombres de Patos aceptaran acompañarnos hasta las cascadas. Por la mañana les esperamos hasta las ocho y, como ninguno aparecía, enviarnos a buscarlos; nos dijeron que no vendrían y, tras esperar un día, nos vimos obligados a partir sin ellos con la esperanza de poder llegar hasta las cascadas y regresar. El asunto de la madera de cedro quedaba descartado, pues si no se podía conseguir hombres para trabajar en la canoa, mucho menos para cortar madera. Ya habíamos perdido nueve o diez días en total esperando contratar hombres, y sólo en un caso los habíamos conseguido. Es ésta una de las mayores dificultades a las que se enfrentan los viajeros. Todos los hombres que se desean hay que tomarlos en Pará, y si deciden desertar, siendo casi seguro que lo harán, no puedes procurarte otros.

A las diez de la mañana llegamos a Troquera, en la orilla occidental del río, en donde hay un pequeño igaripé con algunas cascadas pequeñas. Vivían allí varias familias que no poseían casa alguna, sino que habían elegido un agradable claro bajo algunos árboles, entre cuyos troncos y ramas colgaban sus rédés. Numerosos niños corrían desnudos por la arena mientras las mujeres y algunos de los hombres haraganeaban en las hamacas. Tenían las canoas en la playa, las escopetas apoyadas en los árboles, dos grandes potes de barro sobre el fuego y, según su propia estimación, parecían poseer todo el lujo que pueda desear el hombre. Aquel lugar es sólo un campamento de verano, ya que durante el invierno queda cubierto por las aguas; durante esta estación recogen la seringa, cultivan un poco de algodón, mandioca y maíz, y cazan y pescan. Lo único que querían de nosotros era munición y caxaca (ron), que Mr. Leavens les proporcionó a cambio de caucho.

Caminamos alrededor de una milla por la jungla hasta las cascadas del igaripé. Unas rocas negras pizarrosas se elevaban formando un alto ángulo en el lecho del arroyo, en masas estratificadas irregulares entre las cuales el agua espumea y se precipita durante casi un cuarto de milla:"un lugar espléndido para una serrería", comentó Mr. Leavens. No había allí palmeras ni las formas notables de la vegetación tropical; los musgos y plantas pequeñas no tenían nada de peculiar; y, en general, el lugar se parecía mucho a otros que había visto en la patria. Las profundidades de la selva virgen son solemnes y grandiosas, pero no hay nada en este país que sobrepase a la belleza de nuestro escenario del río y las tierras boscosas. Aquí y allá, algún exquisito grupo de plantas cubiertas de flores o un árbol enorme invadido por trepadoras floridas, nos impresiona como realmente tropical; pero no es ése el carácter general del paisaje. En los bosques secundarios, en los campos y en otros muchos lugares, nada hay que indique a alguien, salvo a un naturalista, que se encuentra fuera de Europa.

Antes de dejar Troquera maté algunas chotacabras que revoloteaban sobre las rocas y se posaban en ellas bajo el sol ardiente. Fuimos hasta Panajá, en donde hay una casa que habitan algunos recolectores de seringa, y pasamos allí la noche. A lo largo de la arenosa orilla, desde Baiao hasta aquí, hay casias reptantes y espinosas que forman con frecuencia una barrera impenetrable; y por todas partes hay una especie arbustiva grande que también es espinosa. Habían desaparecido ya los arums de tallo grande, y con ellos los ciganos. A la mañana siguiente fui, con nuestro indio Alexander, a visitar un lago que se encontraba a una milla de camino a través del bosque. Había allí una pequeña montaria, que apenas tenía espacio para dos personas, en la que montamos para explorar el lago y matar algunas aves. Los caimanes, muy abundantes, asomaban de vez en cuando la cabeza por encima del agua. Alexander disparó a uno, que desapareció inmediatamente, pero poco después emergió de nuevo, casi panza arriba y con una pata fuera del agua, por lo que pensábamos que estaba muerto y remamos hasta él para cogerlo. Le cogí por la garra levantada y, con un chapoteo, se dio la vuelta y se sumergió bajo nuestro pequeño bote; llenándolo hasta la mitad de agua y haciéndolo casi zozobrar. Apareció nuevamente en la superficie y esta vez le picarnos con un palo largo para saber si estaba realmente muerto o lo fingía, y de nuevo se sumergió para no reaparecer.

Fuimos hasta el final del lago, que tenía alrededor de una milla de longitud, y regresamos al lugar en el que habíamos embarcado. Yo había disparado a un martín pescador y estaba cargando la escopeta cuando Alexander disparó a una pequeña negreta o rascón, y como había puesto una carga grande, el impacto me desequilibró, me hizo tirar mí escopeta al agua para no caer yo, y estuvo a punto de hacer volcar la embarcación. Pensé que la caza había acabado completamente, para mí en ese viaje, pero, por fortuna, el agua tenía allí sólo tres o cuatro pies de profundidad y pronto pudimos recuperar la escopeta. Empleé el resto de la mañana en quitar las llaves del arma, y después de limpiarla y aceitarla cuidadosamente quedó de nuevo en buen estado.

Seguimos avanzando con buen viento durante unas horas hasta que dos de nuestros hombres propusieron coger la montaria e ir a cazar patos a un lugar cercano en el abundaban. Mr. B. y yo aceptamos ir con ellos mientras Mr. Leavens proseguía una milla o dos para preparar la cena y esperarnos. Habíamos remado media milla para alcanzar la orilla, y caminando otra media milla por una playa arenosa, cuando nuestros indios se introdujeron en la selva por un estrecho camino y nosotros les seguirnos en silencio. Una milla más lejos llegamos a un terreno abierto en el que abundaba la hierba fina y, aquí y allá, grupos de matorrales y árboles bajos con numerosas y hermosas flores. Caminamos una milla por ese terreno siguiendo un sendero que a menudo nos resultaba completamente imperceptible, hasta que llegarnos finalmente a un extenso pantano cubierto de plantas acuáticas con algunos grupos de matorrales y de árboles ennegrecidos.

Los indios, sin decir una sola palabra, se introdujeron en él hasta la rodilla y vadearon hacia los patos, que podíamos ver a cierta distancia, junto a garzas y otras aves acuáticas. Como nada podíamos hacer en la orilla, les seguimos, andando a tumbos en el barro y el agua, entre los árboles y matorrales sumergidos y las raíces enmarañadas de las plantas acuáticas, con una sensación calurosa y viscosa, como si aquello estuviera habitado por todo tipo de cosas reptantes. No era nada fácil cazar a los patos, que eran muy salvajes y asustadizos. Tras uno o dos disparos distantes e inefectivos, vi uno posado sobre un tocón y, arrastrándome con precaución bajo la cubierta que me proporcionaban algunos arbustos, lo tuve a tiro y disparé. El ave echó a volar, pensé que sin que lo hubiera tocado, pero cayó pronto en el agua y lo recogí muerto. Le había dado en la cabeza, por lo que supongo que echó a volar del mismo modo que las aves de corral siguen corriendo después de que se las ha decapitado.

Salí entonces a tierra firme a esperar a los indios, quienes aparecieron pronto, pero todos con las manos vacías. Abundaban en el lago unos nenúfares de color amarillo claro y hermosos ranúnculos y utricularias. Tuvimos que remar bastante para llegar a la canoa, que encontramos en Jucahipuá, donde residía el Señor Joaquim, de quien nos habían dicho que nos conduciría como piloto hasta las cataratas. Tras una buena cena a base de tortuga despellejé las aves y di un paseo por la playa, en la que encontré rocas de fina arenisca cristalina en lechos regularmente estratificados. Por la noche, unas pequeñas Ephemera abundaban tanto alrededor de la vela que caían sobre el papel como la lluvia y se introducían en el pelo y el cuello en tal número que llegaban a ser una gran molestia.

Por la mañana pasamos por el antiguo asentamiento de Alcobaza, en donde en otro tiempo hubo un fuerte y un pueblo de tamaño considerable, pero sin signos ahora de que nadie lo habitara. Los habitantes habían sido asesinados por los indios hacía cincuenta años y desde entonces no había sido nunca habitado. El río tenía ahora cerca de una milla de ancho y contaba con menos islas. Había aquí una fina arenisca en estratos planos, apropiada para la construcción. Nos enseñaron una piedra en la que se dice que hay una escritura que ningún hombre puede leer, pues se trata de unas marcas circulares y garabatos, que casi parecía más obra de la naturaleza que del arte. El agua era aquí de transparente belleza y abundaban en ella numerosos y bellos peces variadamente marcados y punteados.

Hacia el medio día arribamos a la "Ilha dos Santos", una isla pequeña y arenosa que hay en medio del río, en la que había una casa cuyos habitantes nos pedían continuamente caxaça. Como cena comimos aquel día una tortuga de tierra, casi tan buena como la tortuga de mar.

Dos horas después desembarcamos para pasar la noche. Abundaban ahora en el río las rocas y remolinos y no pudimos avanzar con la canoa grande. A la mañana siguiente, tras poner nuestras rédés y algunas provisiones en la montaria, partimos con dos de nuestros hombres y el Señor Joaquim, dejando a un hombre y al viejo Isidora a cargo de la canoa hasta que regresáramos. Al cabo de una hora todos tuvimos que desembarcarnos para que los hombres tiraran del bote en un pequeño rápido, por encima de algunas rocas. Todo el río está lleno de pequeñas islas rocosas y de masas de rocas por encima y por debajo del nivel del agua. En la estación húmeda el nivel del agua es de quince a veinte pies más alto de lo que era ahora, y entonces esta parte es segura para las canoas grandes. Pasamos por la desembocadura de un igarapé por la orilla occidental y de otro en la orilla opuesta, en los cuales se dice que hay oro. A intervalos aparecen las grandes ceibas, elevando su cabeza semiglobular por encima del resto del bosque, y la castanha, o castaño del Brasil crece en las orillas del río, en donde pudimos ver muchos de estos árboles cargados de frutos.

Pasamos la Ilha das Pacas, que está completamente cubierta de bosque y es muy abrupta y rocosa. Las rocas del río eran ahora más gruesas que nunca y las rozábamos con frecuencia, pero como el fondo de las montarias está hecho de troncos de árbol ahuecados y son muy gruesos, apenas reciben daño alguno. A las tres de la tarde llegamos a Aroyas, una milla más abajo de las cataratas. Aquí desde la orilla del no asciende una pendiente hasta una altura de unos trescientos pies y está muy arbolada. Cerca del río había una casa con numerosos naranjos, y sobre la cumbre de la colina se encontraban plantaciones de mandioca y café. Cenamos allí; al terminar la señora de la casa nos entregó un cuenco de agua y una servilleta limpia para que nos laváramos las manos, refinamiento éste que difícilmente podíamos esperar en una casa que carecía de paredes y que se hallaba a tanta distancia de la civilización.

Después de la cena continuamos para ver las cataratas. El río tenía aún una milla de anchura y era más salvaje y rocosa que antes. Cerca de las cataratas hay grandes masas de roca volcánica; una de ellas en particular, que bordeamos muy cerca con la montaria, es de forma cúbica y tiene treinta pies de lado y veinte pies de altura. También hay pequeñas islas hechas totalmente de rocas amontonadas, parecidas a escorias, con cuevas y agujeros del aspecto más pintoresco, prueba evidente de la violenta actividad volcánica de algún período anterior. A ambos lados del río, y hasta donde se extiende la vista, hay un terreno ondulado, de cuatrocientos a quinientos pies de altura, cubierto de bosque, que constituye el inicio de las llanuras elevadas de la zona central de Brasil.

Al llegar a las cataratas el canal central tenía una anchura de un cuarto de milla, estaba encajonado entre rocas, con una corriente profunda y muy fuerte que se precipitaba en un torrente ininterrumpido de aguas de color verde oscuro que más abajo producía unas corrientes y remolinos más peligrosos para las canoas que la propia catarata. Cuando el río baja crecido los peligros son mucho mayores, pues la fuerza de la corriente es casi irresistible y se requiere mucha habilidad para evitar los remolinos y las rocas sumergidas. El gran bloque cúbico que mencioné se encuentra entonces por debajo del nivel del agua y ha causado la pérdida de muchas canoas. Los estratos eran mucho más retorcidos y confusos, sumergiéndose en varias direcciones a unos 12', con masas volcánicas elevándose entre ellos. Por lo que podíamos juzgar por las distancias que habíamos recorrido, estos rápidos se deben encontrar a unos 4' de latitud sur, donde se produce una curvatura considerable del río. Por la parte de arriba hay numerosos rápidos y cataratas y, al cabo de un tiempo, desaparece el bosque y aparecen las abiertas y ondulantes llanuras. Desde el punto al que llegamos, la zona se vuelve muy interesante y lamentamos mucho que no pudiéramos explorarla más.

En el regreso a Aroyas, nuestros hombres, al descender por diversos rápidos más pequeños, gritaban y cantaban de la forma más salvaje y excitada, dando la impresión de que disfrutaban mucho con ello. Habían tenido un duro trabajo, diario, habiendo remado e impulsado la embarcación con pértigas durante treinta y cinco kilómetros en contra de una potente corriente, tan fuerte en algunas zonas que se precisaba del máximo esfuerzo para que el bote ascendiera por la corriente. En Aroyas tomamos algo de café y nos fuimos a nuestras rédés, situadas en un cobertizo abierto de unos doce pies cuadrados que estaba en la parte posterior de la casa, en donde otros seis u ocho miembros de la familia se albergaban. El piloto, que se había emborrachado con caxaça y estaba muy violento y abusivo, nos mantuvo despiertos algún tiempo, hasta que para tranquilizarle le dimos uno o dos vasos más que produjeron pronto el deseado efecto sedante. A la mañana siguiente parecía muy triste y avergonzado; es un hecho el que la mayoría de los tapuyas, o indios semicivilizados, consideran una desgracia el embriagarse y después parecen avergonzados.

Tras pagar a nuestra anfitriona con galletas, té y azúcar, grandes lujos para ella, iniciamos el regreso a la canoa, a la que llegamos hacia el mediodía, tras emplear una hora explorando el igaripé en busca de oro sin el menor éxito. En la canoa Isidora tenía listo un guiso de tortuga al que hicimos amplía justicia, y, encontrando al hombre que se había quedado con él muy enfermo, salimos inmediatamente para Jucahipua , en donde las mujeres podrían darle algunos "remedios". Encontrarnos allí una canoa que iba a Baião y lo mandamos con ella, pues así podría llegar a su casa más pronto que si se quedase con nosotros.

Caminando por la playa vi un Polygonum alto, de hojas estrechas y flores blancas, que era tan semejante a la especie británica que me hizo pensar en la patria y en las excursiones botánicas que allí había hecho. Se encontraban allí muchas conchas de tierra curiosas, pero todas muertas y blanqueadas, y no pudimos encontrar especímenes vivos aunque los buscamos repetidamente. En el suelo, en donde algunas personas se habían dado un festín con su carne, había plumas de guacamayo azul, pero no logramos capturar ningún ejemplar.

Mientras nos encontrábamos en la parte superior del río, todas las noches teníamos un concierto de ranas, las cuales emitían los ruidos más extraordinarios. Hay tres clases, que se pueden oír frecuentemente todas al mismo tiempo. Una de ellas hacía un ruido algo parecido al que cabe esperar de una rana, más o menos un croar triste, pero los sonidos que emitían las otras no se parecían a ningún sonido animal que yo hubiera oído antes. Parecían exactamente como un ferrocarril que se aproxima en la distancia y como un herrero golpeando el yunque. Tan exacta era la imitación que, hallándome medio adormilado en la canoa, me imaginaba a menudo hallarme en casa escuchando los sonidos familiares del tren correo aproximándose, o del martilleo de los caldereros en las forjas. Con frecuencia se añadía a eso los "guarhibas", o araguatos o monos aulladores, con sus terribles sonidos, el silbido agudo y discordante de las cigarras y langostas y las notas peculiares de los suacúras y otras aves acuáticas; sumemos a ello el alto y desagradable zumbido del mosquito en tus inmediaciones una buena idea de nuestro concierto nocturno en el Tocantíns.

La mañana del día 19, en Panajá, en donde habíamos pasado la noche, cogí la escopeta y me fui al bosque, pero no encontré nada. Vi, sin embargo, una inmensa ceiba, uno de cuyos contrafuertes sobresalía hasta los veinte pies del tronco. En la playa había una hermosa Oenothera amarilla, común en toda esta parte del río, así como una pequeña pasionaria blanca. Mr. Leavens había comprado un poco de caucho y luego nos movimos a vela o remo durante el resto del día. Por la tarde cogí la montaria, acompañado de Isidora, para tratar de cazar alguna de las bellas oropéndolas amarillas. Maté una, pero cayó en un espeso matorral espinoso y tuvimos que irnos sin ella. Pasamos junto a Patos por la tarde; cerca había un árbol cubierto por flores de color amarillo vivo, más brillantes que el laburnum (Ebano de los Alpes (Cytisus laburnum)), cuya visión era realmente magnífica.

Al día siguiente abandonamos la tierra del guacamayo azul sin un solo ejemplar. Desde aquí hasta las cataratas los habíamos visto todos los días, por la mañana y por la tarde, volando a mucha altura sobre el río. En casi todas las casas había plumas por el suelo, lo que demostraba que esta espléndida ave era cazada a menudo para alimento.

Alexander los tuvo una vez a tiro, pero su escopeta falló e inmediatamente echaron a volar. Algo más abajo del río rara vez se ven, y nunca más abajo de Baião, mientras que desde este lugar hacia arriba son muy abundantes. ¿Cuáles pueden ser las causas que limitan tan exactamente el alcance de un ave de vuelo tan potente? Parecen estar relacionadas con las rocas, y con el indudable cambio correspondiente en los frutos de los que estas aves se alimentan.

Los indios vieron en la playa un lugar con probabilidades de tener huevos de tortuga, por lo que fueron a la orilla con la montaria y tuvieron la suerte de encontrar ciento veintitrés de ellos enterrados en la arena. Son aceitosos y sabrosos, y nos proporcionaron una tortilla inmensa para la cena. La cáscara es correosa, la clara no se coagula nunca y se tira, comiéndose sólo la yema. Los indios los comen también crudos, mezclándolos con fariña. Cenamos en la playa, en donde abundaba una planta muy parecida a la manzanilla. La arena estaba tan caliente que era prácticamente imposible andar por ella con los pies descalzos. Los indios, al cruzar playas extensas, se detienen y cavan hoyos en la arena para refrescar en ellos los pies. Nos movíamos ahora con gran lentitud, teniendo que virar a través del río continuamente, pues como sucede siempre en esta estación el viento soplaba fuerte, río arriba.

Cuando el día 21º nos detuvimos a desayunar maté un pequeño halcón de hermoso dibujo en el plumaje. Los insectos eran también bastante abundantes y capturamos algunos buenos Papilios, así como dos o tres especies nuevas de Heliconias de alas claras. Alexander encontró una colmena de abejas en un agujero de un árbol y obtuvo unos dos cuartos de miel , muy dulce después de colada pero con un fuerte sabor a cera. El panal estaba formado por celdillas ovaladas de cera negra, de tamaño y forma muy irregulares, demostrando esas abejas muy poca habilidad en comparación con las de nuestra patria. A la noche siguiente llegamos, bastante tarde, a Jambouassu, la residencia del Señor Seixus, donde fuimos amablemente recibidos y, hacia las nueve de la noche, nos fuimos a nuestras rédés, colocadas en su galería.

A la mañana siguiente fui a dar un paseo para examinar el lugar. Toda la zona de alrededor de la casa, en varias millas, es una plantación de cacao, totalizando sesenta mil árboles, todos ellos plantados; los arbustos y arbolitos fueron arrancados, pero dejaron las seringas y los árboles grandes porque el cacao necesita sombra. La leche de los árboles de la seringa se recoge todas las mañanas en grandes conchas de una valva unidas con arcilla al tronco, a cuya corteza se le ha practicado una incisión un poco más arriba. Utilizando moldes de arcilla se le da forma de zapatos, botellas o tortas planas. Se endurece en pocas horas y se ennegrece con el humo producido al quemar los frutos de la palmera Urucurí, y ya se tiene el caucho indio. Poco antes de abandonar este lugar tuve un accidente que pudo haber sido muy grave. Tenía la escopeta cargada encima de la canoa y, como deseaba disparar a unos pájaros pequeños que había cerca de la casa, la atraje hacia mí cogiéndola por la boca del cañón, pues desde los escalones del embarcadero sobre los que me hallaba era la única parte que podía alcanzar. Pero el martillo de la escopeta estaba en una unión de las tablas y al tirar de la misma se levantó y cayó sobre el casquillo, con lo que se disparó la escopeta y la munición se llevó un pequeño trozo de carne del lado inferior de la mano, cerca de la muñeca, pasó bajo el brazo a pocos centímetros del cuerpo y, por fortuna, pasó sin tocar a un grupo de personas que tenía a mis espaldas. Sentí como si me hubieran arrancado violentamente la mano, y al mirarla vi un chorro de sangre, pero durante unos minutos no sentí ningún dolor. Como no teníamos nada para poner en la herida, la vendé con algodón; hacia las doce, con la marea a favor, nos despedimos del Señor Seixus, quien con tanta amabilidad nos había tratado aquí y en Baião.

El día 20, por causa de la marea, nos detuvimos en una casa que había en una isla en la que abundaba el cacao y la seringa. El agua del río se había vuelto borrosa, pero no tenía mal sabor. El 25º nos detuvimos en una hacienda azucarera en la que había un árbol del que colgaban muchos nidos de japims, o turpiales amarillos. Al ver sobre el río varios pelícanos fragata, partí con Alexander en la montaria para ver si mataba alguno, y Alexander lo logró después de haber fallado varios tiros. Medía siete pies de ala a ala; las patas eran muy pequeñas y palmeadas, y el pico era largo y ganchudo en un extremo. Daban la impresión de vivir casi en el aire, volando en pequeñas bandadas sobre el río y precipitándose a capturar cualquier pez que se acercara a la superficie. Tienen el cuello parcialmente desnudo y muy extensible, como el de los verdaderos pelícanos. Los hay de dos tipos, que vuelan juntos, uno con el cuerpo totalmente negro, el otro con la cabeza y el cuello blancos, que se dice son el macho y la hembra de la misma especie.

El día 26º , por causa de la marca, nos quedamos en una isla baja cubierta de palmeras y matorral bajo. Cuando íbamos a poner pie en la orilla vimos una gran serpiente enroscada en una rama que había por encima de nuestras cabezas, por lo que retrocedimos un poco hasta que Mr. Leavens la mató de un tiro. Tenía alrededor de diez pies de larga y un bello dibujo formado por líneas sesgadas de color amarillo y negro. En el bosque conseguimos un poco de assaí (Euterpe edulis (N. del T.)) e hicimos una porción de la bebida que tanto gusta a las gentes de aquí y que resulta muy buena cuando te acostumbras a ella. El fruto crece en racimos grandes en lo alto de una graciosa palmera tiene el tamaño y el color de un endrino. Al examinarlo cualquiera pensaría que no contiene nada comestible, pues inmediatamente debajo de la piel hay un hueso duro. Lo que se utiliza es la pulpa, muy delgada y apenas perceptible, que hay entre la piel y el hueso. Para preparar la bebida se pone el fruto a remojo durante media hora en agua algo caliente en la que se pueda introducir la mano. Luego se frota y amasa con la manos hasta que toda la piel y la pulpa se separa de los huesos. Luego se frota y se cuela el liquido, que tiene la consistencia de la crema y un hermoso color morado. Se toma con azúcar y fariña y con el hábito se vuelve muy agradable al gusto, algo parecido a las nueces con crema; y sin duda es muy nutritivo. En Pará, donde se utiliza mucho, se vende constantemente en las calles, pues como el fruto madura en diferentes estaciones, según la localidad de donde provenga, se puede encontrar todo el año.

En el lado oriental del río, junto al cual nos habíamos mantenido durante el descenso, había más cultivos que por el lado por el que ascendimos. A poca distancia de la orilla la tierra se eleva y la mayoría de las casas se encuentran situadas sobro la pendiente, con el suelo limpio de vegetación hasta el río. Algunos lugares se hallan en un orden tolerable, pero muchas de las casas y chozas están desocupadas y en ruinas, con la tierra en otro tiempo cultivada recubierta de hierbas y matorrales. La fabricación de caucho y la recogida de cacao y castañas brasileñas son actividades preferida al cultivo regular del suelo.

Por los distritos que pasamos se puede cultivar en cantidad azúcar, algodón, café y arroz de las mejores calidades. U navegación es siempre segura o ininterrumpida, y como todo el país está recorrido por ríos e igaripés, las haciendas pueden transportar por agua sus productos. Mas la disposición indolente de la gente, y la falta de trabajo, impedirán la capacidad de este hermoso país de desarrollarse hasta que se formen colonias europeas o norteamericanas. No hay otro país del mundo en el que sus habitantes puedan producir para sí mismos tantos de los elementos necesarios y los lujos de la vida. Sin demasiadas atenciones, prosperan aquí el maíz indio, el arroz, la mandioca, el azúcar, el café, el algodón, el ganado vacuno, el porcino, las aves de corral, junto con las naranjas, plátanos y una gran variedad y abundancia de otras frutas y verduras. Con estos artículos en abundancia, una casa de madera, calabazas, tazas y cacharros de barro del país, pueden vivir bien sin un solo producto exótico. Añadamos las ventajas que hay en un país en el que las operaciones agrícolas no se detienen durante el invierno, sino que se pueden tener cultivos y criar aves de corral durante todo el año; donde la menor cantidad posible de ropa es lo más cómodo y en donde múltiples pequeñas necesidades de las regiones frías resultan totalmente superfluas. Por lo que respecta al clima, ya he dicho suficiente; repetiré que aquí un hombre puede trabajar igual de bien que en los meses calurosos de verano en Inglaterra, y que si sólo trabaja tres horas por la mañana y tres por la tarde producirá más elementos necesarios para la vida y más comodidades que con doce horas de trabajo en la patria.

No sucedió ninguna otra cosa de importancia y llegamos salvos a Pará el 30º de setiembre, cinco semanas después de la partida. En todo el viaje no habíamos tenido un solo día húmedo, por lo que nos sorprendió saber que, el clima aquí había sido el habitual: una lluvia y una tormenta cada dos o tres días.

Página AnteriorPágina Siguiente