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CAPITULO XI
EN EL RIO NEGRO

Dificultades para salir- El descenso de las cataratas- La captura de un caimán Papagayos domesticados- Una quincena en Barra- La diplomacia de Frei Jozé - El adobo de un pez vaca - Una tormenta en el río - Veracidad brasileña Wanawáca- Productividad del país- Una gran serpiente- São Gabriel - São Joaquim- Fiebre y escalofríos.

Finalmente, el uno de septiembre, tras otra semana de retraso, habiendo conseguido dos indios más y un piloto, emprendí mi deseado viaje. A uno de los indios sólo pude persuadirle a ir después de enviar a otros cuatro para que le ayudaran durante tres días en limpiar su rhossa de mandioca, sin lo cual no se hubiera partido. Mi canoa estaba plenamente cargada, pues llevaba una cantidad de fariña y variedad de bienes para el Señor L., y tenía un poco de miedo del paso de las cataratas, el cual no disminuía por el hecho de que mi piloto estuviera completamente borracho por las libaciones de caxirí que había hecho al despedirse. También él tenía bastante miedo, diciendo que la canoa estaba demasiado cargada y que él no conocía bien el canal que había más abajo de Sao Gabriel; y que desde allí hasta Camanaú tendría que conseguir otro piloto.

Los rápidos que hay antes de llegar a São Gabriel no son muy peligrosos y, con gran satisfacción por mi parte, llegamos allí sanos y salvos hacia las cuatro de la tarde. Allí descargamos parcialmente la canoa para pasar por el estrecho canal que hay en el Fuerte, lo cual hicimos también a salvo; aunque no sin peligro en un punto, en donde la canoa se salió de su curso y las olas penetraban en ella de modo bastante temible. Conseguí acordar entonces con un buen piloto que nos llevara hacia abajo a la mañana siguiente, quedando muy aliviado cuando éste me dijo que, como el río venía muy crecido, las cataratas no eran peligrosas y la canoa podría pasar con toda seguridad sin descargarla más. Le pagué por tanto lo que él me pidió, cuatro milreis (unos nueve chelines); a la mañana siguiente, tras volver a cargar apropiadamente la canoa, nos despedimos del Comandante y en dos horas descendimos sanos y salvos hacia Camanaú.

La navegación por estas cataratas es muy distinta de cualquiera de las que se realizan en nuestra parte del mundo. Una persona que mire el río sólo ve una corriente rápida, algunos remolinos, oleaje, y pequeños rompientes, sin que parezca existir nada formidable. Sin embargo, cuando uno se encuentra en medio de todo esto queda confundido por los violentos movimientos de las aguas. Remolinos espumeantes, que estallan desde el fondo a intervalos, como si hubiera alguna explosión subacuática, con breves olas cruzadas, y zonas tranquilas entre medias, que casi le hacen a uno descuidarse. En un lado de la canoa, suele haber una fuerte corriente hacia abajo; mientras que, en el otro lado, fluye en dirección opuesta. De pronto hay una corriente cruzada en la proa, y otra diagonal en la popa, con una Scilla espumeante en un lado y un Caribdis remolineante en el otro. Todo depende del piloto, el cual, conociendo bien todas las rocas hundidas y los remolinos peligrosos, supera todos los peligros: mandando unas veces a la tripulación que empuje con fuerza, otras que afloje, según lo requieran las circunstancias, y preparando hábilmente la canoa para que reciba el empuje de las corrientes cruzadas que él ve más adelante. Imagino que la proximidad de los arcos del viejo puente de Londres, en determinadas fases de la marca, debe haber presentado, a pequeña escala, peligros similares. Cuando el río está bajo, el descenso es más peligroso; pues aunque la fuerza de las aguas no sea tan grande, están tan llenas de rocas en todas las fases de inmersión que el evitarlas se convierte en un trabajo que exige el mayor conocimiento y cuidado por parte del piloto. Habiendo pasado los temibles rápidos, proseguimos nuestro viaje agradablemente hacia São Jozé, en donde permanecimos un día, para sacar parte de la carga del Señor L., y recargar la canoa apropiadamente para el viaje hasta Barra.

Por la tarde, trajeron un hermoso ejemplar de una de las especies más pequeñas de caimán, o Jacaré, y se hicieron los preparativos para cortarlo para la cena. Sin embargo, decidí inmediatamente despellejarlo y pedí que me permitieran hacerlo, prometiendo quitarle la cola y el cuerpo con fines culinarios en muy poco tiempo. Al cabo de una hora de duro trabajo, extraje la parte más carnosa de la cola, que se considera la mejor, y en otra hora saqué el cuerpo, dejando para limpiar al día siguiente, en la canoa, la cabeza y las patas. El animal tenía casi seis pies de largo y las escamas del vientre sólo se podían cortar golpeando fuertemente un gran cuchillo con un martillo. Había sido capturado con un cordel al que en el centro se le había unido un palo corto, fuerte y puntiagudo cebado con pescado; al tragárselo, el palo queda fijado con firmeza en el estómago del animal. La carne tiene un olor muy fuerte pero bastante agradable, corno el de la guaba o cualquier fruta almizclada, y es muy estimada por los indios y muchos blancos; pero en mi opinión, para que sea una comida agradable, tiene que ser la carne de un animal joven, grasa y bien aderezada. Al día siguiente tuve mucho trabajo limpiando la cabeza y las patas, lo que proporcionó más carne para la cena de los indios.

Llegué al sitio del Señor Chagas, a quien había conocido en Guía, y recibí de él la información más positiva sobre la existencia, en el río Uaupés de un pájaro-sombrilla blanco, pues él mismo había visto un ejemplar que había matado uno de sus indios.

El día seis llegué al sitio del Señor João Cordeiro, el Subdelegado, en donde me detuve para desayunar; acordé con él quedarme algunos días en su casa, en el viaje de regreso, para despellejar y preparar el esqueleto de un manatí que él prometió conseguirme, pues abundan mucho en el río Urubaxí, el cual desemboca en el Río Negro un poco más arriba de su casa, y en donde él los caza todos los años en gran número con la red y un arpón. Para desayunar tuvimos un poco de su carne, conservada habiéndola cocido o frito en su propio aceite; luego se pone en ollas grandes y se mantiene muchos meses. Al despedirme, me entregó un plato de carne y algunas salchichas para el viaje.

Había terminado de rellenar mi Jacaré y tuve que pedir prestado un taladro para hacer los agujeros para coser la piel. No tenía ninguna caja donde meterlo ni espacio para él en la canoa, por lo que lo até en un tabla, hice una cubierta de hojas de palmera para resguardarlo de la lluvia y lo puse encima de la tolda. El Señor João nos dijo que visitáramos su "cacoarie", o nasa para peces, durante el viaje de descenso, y que nos lleváramos lo que encontráramos en ella. Así lo hicimos, y sólo encontramos un pez: una curiosa especie recubierta con una especie de cota de mallas, muy nueva para mí, que tardé toda una tarde en dibujar y describir. También había cinco pequeñas tortugas de cabeza roja, muy aceptables, que nos proporcionaron la cena durante varios las.

Proseguimos agradablemente nuestro viaje, a veces con lluvia y a veces con luz del sol, viéndonos obligados a menudo a tomar una cena a base de fariña y agua, pues no había tierra alguna sobre la que hacer fuego; pero para entonces ya estaba yo bien avezado a todos estos inconvenientes y lo que un año antes me hubiera supuesto una gran molestia, ahora no significaba nada. En los diferentes sitios a los que llegué, recibí a menudo pedidos para Barra; pues todo aquel a quien había visto una vez era ya, en el segundo encuentro, un viejo amigo, y se tomaba los privilegios de un amigo. Uno me pidió que le llevara una olla de aceite de tortuga; otro, un garrafão de vino; el Delegado quería un par de gatos, y su escribiente un par de peines marfil de dientes pequeños; otro quería taladros, y otro más una guitarra. Por todos estos artículos, no recibí ni un vintem, pero me prometieron darme con seguridad el dinero a mi regreso, o su equivalente en café o tabaco, o algún otro artículo corriente en Río Negro. Muchas personas con las que yo nunca había hablado me conocían bien sin embargo, y se dirigían a mí por mi nombre; éstas me sugerían a menudo que tenían necesidad de tal o cual artículo, y sin pedirme directamente que se lo consiguiera daban a entender que si yo se lo llevaba ellos se sentirían felices de comprármelo.

Los únicos animales vivos que llevaba conmigo eran un par de papagayos que constituían una fuente incesante de diversión. Uno de ellos era un pequeño "Marianna", o macaí de las Indias, de tamaño pequeño, cabeza negra, pecho blanco, cuello y muslo anaranjado; el otro, un anacá, era un ave hermosísima que tenía el pecho y el vientre a bandas azules y rojas, y la parte posterior del cuello y la cabeza cubiertos con largas plumas de color rojo vivo con los márgenes azules, que encrespaba cuando estaba enfadado, formando una bella cresta algo parecida a la del águila harpía; su nombre ornitológico es Derotypus accipitrinus, el papagayo de cabeza de halcón. En el carácter de estos pájaros había una notable diferencia. El anacá era de disposición bastante solemne, osca e irritable; mientras que la marianna era una criatura vivaz, inquisitiva como un mono, y juguetona como un cachorrito. No estaba nunca tranquilo, corría siempre por toda la canoa, subiéndose a todas las grietas y hendiduras, metiéndose en todas las cestas, cazuelas y cazos que podía descubrir, y probando todo lo que contenían. Era absolutamente omnívoro, pues comía arroz, fariña, todo tipo de fruta, pescado, carne y verduras, y bebiendo café lo mismo que yo; en cuanto me veía con un cuenco en la mano, se subía al borde y no se iba sin obtener su parte, la cual lamía con la mayor satisfacción, deteniéndose de vez en cuando y mirando aprobadoramente a su alrededor, como diciendo "este café es muy bueno", y volviendo a sorber después con renovado gusto. Era evidente que le gustaba el auténtico sabor del café, y no el del azúcar, pues se subía al borde de la cafetera, y colgándose del borde hundía audazmente su cuerpo hasta que sólo aparecía por arriba la pequeña cola, y entonces se estaba cinco minutos bebiendo los posos del café. A los indios de la canoa les gustaba imitar su silbido, claro y hermoso, haciéndole contestar y mirar a su alrededor, buscando en vano a sus compañeros. Siempre que desembarcábamos para cocinar, el marianna era uno de los primeros en llegar a la orilla; y no con la idea de escapar, sino para subirse a algún arbusto o árbol y silbar gozosamente desde su elevada posición, pues en cuanto empezábamos a comer bajaba a tomar su ración de pescado o café. El anacá, más sobrio, permanecía generalmente tranquilo en la canoa, hasta que atraído por los gritos y silbidos de su vivo compañerito se aventuraba a salir y a unirse a él; a pesar de su diferencia de disposición, eran grandes amigos, y se pasaban horas sentados uno al lado del otro, rascándose las cabezas o jugueteando como un gato y un gatito; a veces, el marianna exasperaba tanto al anacá con sus arañazos y picoteos, y saltando sobre él, que se producía un combate, el cual terminaba pronto, sin embargo, regresando ambos a su anterior estado de hermandad. Los llevaba como regalo para dos amigos de Barra, pero era una pena separarse de ellos.

El quince de septiembre, exactamente quince días después de haber dejado Sao Joaquim, llegamos sanos y salvos a Barra. Las casas enjabelgadas y la situación abierta de la ciudad resultaban encantadoras después de tanto tiempo acostumbrado a los pueblos de paredes de barro y enterrados en la selva del Río Negro. Me encontré con que mi amigo Mr. Spruce estaba en la ciudad, siendo allí prisionero, como yo lo había sido en Guía, por falta de tripulantes. Ocupaba una casa que era ya clásica para los naturalistas, pues había sido la morada del Dr. Natterer, y amablemente me acomodó en ella durante mi estancia, que yo deseaba fuera lo más corta posible.

Me esperaban malas noticias provenientes de Pará. Unas cartas fechadas hacía más de tres meses de mi corresponsal, Mr. Miller, me informaban de la peligrosa enfermedad de mi hermano, que había sido atacado por la fiebre amarilla; los síntomas que mostraba cuando había salido la canoa que me traía la carta dejaban entrever pocas esperanzas de recuperación. La única información adicional que había llegado desde entonces, era que el Princess Victoria, con una valiosa carga, se había perdido al entrar en Pará; la excitación y ansiedad consiguiente le había producido a Mr. Miller un ataque de fiebre cerebral que había terminado por matarlo. Nadie pudo decirme una sola palabra de información sobre mi hermano, por lo que quedé en un estado de la mayor incertidumbre. Si se hubiera recuperado, con seguridad él mismo habría escrito; por otra parte, era extraño que ninguno de los residentes ingleses de Pará me hubiera enviado unas líneas para informarme de su muerte, si ésta se había producido.

Estuve una quincena en Barra, ocupado en comprar y vender, en disponer y empaquetar mis diversas colecciones. Tenía que hacer cajas para los insectos y cajas de embalaje, pues al único carpintero del lugar se le había metido en la cabeza dejar ese buen negocio y dedicarse, como todos los demás, a comerciar por los ríos.

Por la noche, y en todos los momentos de descanso, disfruté del placer de una conversación racional; ese era, al menos para mí, el mayor de los placeres, y aquí el más raro de todos. Mr. Spruce y yo deseábamos ascender juntos por el río; pero mi canoa era demasiado pequeña para acomodamos a ambos, y mis hombres demasiado pocos para la suya, cargada, lógicamente, con las cargas de ambos. En Barra no podían obtenerse tripulantes ni por amistad ni por dinero. Hasta las autoridades, cuando tenían que hacer algún viaje por un asunto oficial, se veían obligados con frecuencia a suplicar tripulantes al Señor Henrique o a algún otro negociante (En portugués en el original. (N. del T.)). ¡A tal estado se ha visto reducido este bello país por la inmoralidad y mal gobierno brasileño!

Precisamente cuando yo iba a partir, el Subdelegado mandó informarme que debía conseguir un pasaporte, molestia que había olvidado completamente. Sin embargo, no había remedio, pues al funcionario no le gustaba perder sus honorarios de un "crusado". Primero tenía que conseguir papel sellado (y la oficina del timbre estaba cerrada), después tenía que ir al otro extremo de la ciudad, en donde vivía el funcionario, para obtener el pasaporte. Como todo el mundo estaba a bordo, y dispuestos, esto fue una gran molestia, y el Señor Henrique me aconsejó que me fuera sin pasaporte y que él me lo enviaría después. Como sabía que el Subdelegado no enviaría a buscarme para hacerme regresar, seguí ese consejo y partí. Mr. Spruce vino conmigo para un viaje de un día, llevándose un par de muchachos y una montaria para regresar. Tuvimos un buen viento que nos llevó a través de las grandes bahías que había más arriba de Barra; a las cuatro de la tarde desembarcamos en una playa arenosa cerca de la cual había un par de chozas. Aquí Mr. Spruce encontró algunos nuevos y bellos árboles y matorrales en flor y yo obtuve cinco ejemplares de un pequeño pez, un pacú nuevo para mí, por lo que ambos tuvimos trabajo hasta la hora de la cena; después de la comida, colgamos las redes lo mejor que pudimos bajo los arbustos y pasamos una agradable noche. Nos despedimos a la mañana siguiente; Mr. Spruce regresaba a Barra, y yo proseguí mi viaje río arriba. Al llegar a un sitio, en el que había dejado de bajada mi montaria para que no la robaran en Barra, descubrí que mi precaución había sido en vano, pues unos días antes había sido robada por un indio de Río Branco. Le había quitado la suya, cerca de ese lugar, un hombre que iba al Solimões, y trataba de obligar al propietario a que fuera también, y por tanto, con esa justificación, el indio tomó la mía para proseguir su viaje. Como no había más remedio, seguimos adelante confiando en comprar una montaria en algún lugar poco después. Tuvimos varios "trovoádos" fuertes, bastantes peligrosos porque mi canoa iba muy cargada. Uno vino con gran violencia del otro lado del río, levantando grandes olas que nos hubiera llevado hasta la orilla y roto nuestro barco si no hubiéramos tenido la fortuna de que había varios arbustos en el agua, a los que atarnos la proa y la popa, quedándonos allí meciéndonos y girando más de una hora, achicando el agua con la misma rapidez con la que ésta entraba, y con miedo constante a recibir un golpe de mar que nos enviara al fondo.

Esa misma tarde di alcance a Frei Jozé, quien se hallaba en visita pastoral y comercial a Pedreiro. Nos quedamos a dormir en el mismo lugar y fui a conversar un poco con él a su canoa, que era grande y cómoda. Nuestra conversación giró sobre el predominio de la viruela en Pará, relatándome una anécdota de sus facultades diplomáticas con respecto a esa temible enfermedad, de la cual parecía enorgullecerse considerablemente.

"Cuando estaba en Bolivia", me dijo, "había varias naciones de indios muy belicosos que asaltaban y asesinaban a los viajeros que se dirigían a Santa Cruz. El Presidente envió soldados tras ellos y gastó mucho dinero en pólvora y balas, con escasos resultados. En aquella época había viruela en la ciudad, y para prevenir la infección se había ordenado que se quemaran las ropas de los muertos. Un día, conversando con su Excelencia sobre los indios, le indiqué un método de exterminarlos mucho más barato que el de la pólvora y las balas. En lugar de quemar las ropas, le dije, ordene que las pongan por donde andan los indios: seguro que se apoderarán de ellas y morirán como fuegos fatuos. Siguió mi consejo y en pocos meses no se volvió a oir hablar de las depredaciones de los indios. Cuatro o cinco naciones quedaron totalmente destruidas". "Pues la bixiga", añadió, "arruina por completo a los indios". No pude dejar de estremecerme ante este frío relato de una masacre realizada tan a sangre fría, pero no dije nada, consolándome con la idea de que probablemente se tratara de una de las ingeniosas imaginaciones del fértil cerebro de Frei Jozé; aunque él mostrara que consideraba tal hecho como algo muy político y laudable.

En Pedreiro compré dos buenas tortugas y empleé medio día en matar y cocinar una de ellas. Era muy gorda, por lo que freímos casi toda la carne y la pusimos en un cazo grande con el aceite, pues así se mantiene mucho tiempo, y después, cocida con algo de arroz, es una comida excelente cuando no se tiene pescado. El interior, todo el cual es comestible, junto con la carne adherida a la concha superior e inferior y alguno de los huevos, (de los que había cerca de doscientos) eran comida suficiente para toda la tripulación durante dos días. En Carvoeiro me quedé un día para que me arreglaran las escopetas, me hicieran unos anzuelos grandes y repararan la tolda (que los indios habían construido mal en Barra). El Señor Vasconcellos me dio una curiosa especie de cabeza plana de tortuga de río que yo no conocía; la había traído de la zona inferior del Amazonas y la conservó en una pequeña charca durante dos años. Tuve aquí fuertes síntomas de fiebre y pensé que iba a tener un ataque de la temible "seizãos", enfermedad que ha hecho famosa a Carvoeiro. El arreglo de la canoa bajo el sol ardiente no me había hecho mucho bien; y poco después de partir me encontré completamente indispuesto, con dolores de cabeza, de espalda y miembros, y una fiebre violenta. Había comenzado las operaciones curativas esa misma mañana, tomándome una medicina purgante, y al día siguiente empecé a tomar dosis de quinina, a beber abundante agua con crémor tártaro, aunque me sentía tan débil y apático que a veces me resultaba difícil tener la voluntad de moverme para prepararlo. En esos momentos es cuando uno siente la necesidad de un amigo o ayudante; pues desde luego es imposible conseguir que los indios realicen esas pequeñas cosas sin tantas explicaciones que requieren más esfuerzo que si las hiciera uno mismo. Sin embargo, gracias a otra purga, un vomitivo, lavados y baños, y a tomar quinina tres veces al día, conseguí que la fiebre remitiera; al cabo de cuatro días, sólo me quedaba un poco de debilidad, la cual desapareció totalmente en uno o dos días más. Durante todo este tiempo, los indios condujeron la canoa como quisieron, pues durante dos días y dos noches, apenas me preocupó si navegábamos o nos hundíamos. Mientras me hallaba en ese estado apático, constantemente estaba mitad pensando y mitad soñando mi vida pasada y mis esperanzas para el futuro, las cuales estaban quizá destinadas a terminar aquí, en el Río Negro. Pensé entonces en la oscura incertidumbre del destino de mi hermano Herbert, y de mi otro hermano, quien estaba en California y quizá había caído víctima del cólera, el cual, según los últimos relatos, estaba asolando aquella zona. Pero esos tristes pensamientos pasaron al recuperar la salud, y de nuevo me regocijé con mi último viaje y miré al futuro con firmes esperanzas de llegar al hogar, ¡dulce hogar! Sin embargo, me juré a mí mismo no viajar nunca de nuevo por esas zonas tan salvajes y despobladas sin un ayudante o compañero civilizado.

Había pensado desollar a la otra tortuga durante el viaje y había comprado una gran caja de embalaje para colocarla en ella; pero como no tenía espacio en la canoa, la había asegurado en un costado, y una de sus patas, oprimida, había empezado a pudrirse, por lo que me vi obligado a matarla enseguida y añadir las partes carnosas a nuestra provisión de "mixira" (nombre que se le da a la carne conservada en aceite) para el viaje.

Seguimos avanzando, con la más tediosa lentitud, aunque sin accidentes; hasta que el día 29 de octubre llegamos al sitio de João Cordeiro, el Subdelegado, donde pensaba pasar algunos días, para conservar la piel y el esqueleto de un manatí. Me encontré aquí con un viejo amigo, el Señor Jozé de Azevedos, quien nos había visitado en Guía, y se hallaba ahora aquejado de fiebre intermitente, de la que había sufrido ya varios días, con violentos ataques de vómitos y disentería. Como era habitual, carecía de los remedios apropiados, y estaban prohibidos por considerarse venenosos hasta aquellos tan simples como las bebidas refrescantes durante los ataques de fiebre, pues aquí se considera que lo apropiado son los caldos calientes, o la caxaça y los pimientos. Con la ayuda de algunos sudoríficos y purgantes, baños y bebidas refrescantes, y administración de quinina entre los ataques, mejoró pronto: esto le asombró bastante, pues siempre tuvo miedo de someterse al tratamiento que yo le había recomendado.

Pasé aquí una semana entera, pues los pescadores no tenían éxito y durante cinco días no apareció ningún peixe boi. Sin embargo, yo tuve bastante que hacer, pues despellejé una tortuga pequeña y un "matamatá" (Chelys matamatá) que me había dado el Señor João. Se trata de una extraordinaria tortuga de río, con una concha muy aquillada y con grandes protuberancias, cuello y cabeza enormes, anchos y planos, y con curiosos apéndices lobulados y carnosos; las ventanas de la nariz se prolongan en un tubo, lo que da al animal un aspecto muy singular. Varios de nuestros indios iban todos los días a pescar y yo mismo lanzaba a veces la red, procurándonos así muchas especies nuevas para dibujar y describir, lo cual me mantenía en un trabajo constante, llenando los intervalos con visitas a mi paciente, comiendo sandías y bebiendo café. Es éste un buen lugar para la pesca, y a ese respecto me hubiera gustado quedarme uno o dos meses, pues se encuentran aquí muchas especies curiosas e interesantes que todavía no había obtenido.

Finalmente, una mañana llegó el peixe boi que tanto habíamos esperado. Había sido capturado la noche anterior, con red, en un lago situado a cierta distancia. Era un macho casi adulto, de siete pies de largo y cinco de circunferencia. Ayudándose de una larga pértiga y cordeles, cuatro indios lo habían llevado hasta un cobertizo, donde lo habían puesto sobre un lecho de hojas de palmera, y después dos o tres hombres se pusieron a despellejarlo; yo mismo trabajé con las aletas y la cabeza, en donde se necesita una gran delicadeza a la que los indios no están acostumbrados. Tras quitarle la piel, se realizó una segunda operación para eliminar la capa de grasa que tenía debajo, con la que freír la carne que yo trataba de conservar. Le quitamos el interior y obtuvimos enseguida la masa principal de carne del vientre, lomo y lados de la cola. Le entregamos esto al Señor João, quien se dispuso a prepararlo para mí, sus hombres estaban habituados al trabajo, pues tenían que hacerlo docenas de veces al cabo del año. Mis indios cortaron entonces la carne restante de las costillas, cabeza y brazos para sus propias ollas, y en poco tiempo dejaron el esqueleto tolerablemente desnudo. Durante todo este tiempo yo trabajé con las aletas, y vigilando que no se estropearan ni perdieran huesos. Separé el esqueleto en partes apropiadas para meterlo en el barril, limpié la médula espinal , quité un poco más de carne, y tras rociarlo todo con sal lo puse con la piel en el barril para que secara durante la noche, dejando a los indios que hicieran una buena sopa y comieran hasta hartarse. Al día siguiente, tras arreglar la piel y los huesos de nuevo, con algunos problemas afirmé la cabeza del barril, hasta que descubrí que la salmuera rezumaba en todas las direcciones, dándome cuenta enseguida de que el casco estaba agujereado por pequeños escarabajos que taladraban la madera. Los agujeros parecían innumerables, pero me puse a trabajar inmediatamente con dos de mis indios, tapándolos con pequeños pernos de madera. Nos dedicamos varías horas a este cometido, y taponamos no sé cuántos cientos de agujeros hasta que, con un examen atento, no pudimos descubrir ninguno más. Habíamos hecho un gran cazo de salmuera disolviendo sal en agua hirviendo, y como una parte de ella estaba ya fría comencé el relleno con un embudo; pero de pronto, a pesar de todos nuestros esfuerzos, el líquido se salió por una docena de agujeros que no habíamos notado, la mayor parte de ellos situados debajo de las anillas o cerca de ellas. Como éstos no los podíamos taponar, puse bajo las anillas estopa y trapos para embrearlas después. Con el relleno y el taponado ocupamos todo el día; aparecían constantemente nuevos agujeros en otros lugares negándose obstinadamente al taponado. No había nada que se adhiriera a la superficie húmeda, por lo que teníamos que secar la parte superior del casco, cubrirla con brea, luego con trapos, y embrearla de nuevo. Luego, haciendo rodar el barril, apareció en la parte superior otra parte con filtraciones, y la tratamos del mismo modo. Tras grandes esfuerzos, el trabajo parecía completado, pero seguían apareciendo numerosos pequeños chorros; pero como eran muy pequeños y no podíamos descubrir su origen, los dejé con desesperación, confiado en que la sal o la hinchazón de la madera los taponara. Cuando llevé el casco hasta la casa y lo deposité a cargo del Señor João hasta mí regreso, ya había oscurecido; terminé así dos desagradables días de trabajo con el peixe boi. El Señor João me había preparado una olla de carne y de salchichas conservadas en el aceite, que embarqué, disponiéndolo todo para irnos a la mañana siguiente, pues habíamos perdido ya una semana de valioso tiempo. Le dejé también una caja que contenía cuatro especies de tortuga que había disecado aquí o durante el viaje.

Prosiguiendo el viaje, no ocurría nada de particular, salvo algunas tormentas de lluvia y viento acompañadas de truenos, que a veces nos retrasaban y otras veces nos ayudaron a avanzar. Muchas de ellas eran verdaderos huracanes, apareciendo el viento de pronto y en la dirección de todos los puntos de la brújula; tan grandes eran que si nuestra pequeña canoa no hubiera estado bien lastrada por su carga de sal y hierro habría naufragado. Sobre todo una vez, hacia las cuatro de la madrugada, experimentamos una de esas tormentas en una zona ancha del río, con olas que se elevaban a gran altura y nos sacudían con violencia. Un cambio repentino del viento echó hacia atrás nuestra vela y tuvimos grandes dificultades para ponerla otra vez en su sitio. La lluvia caía con fuerza contra nosotros, y se puso el tiempo muy frío; la montaria, amarrada por la popa, se llenó de agua; se sumergía y chocaba contra la canoa, rompiéndole los bancos y perdiendo los remos. Di orden de que la soltaran, pues pensaba que era imposible salvarla; pero los indios no lo pensaron así, y uno de ellos se sumergió tras ella y consiguió guiarla hasta la orilla, a donde llegamos también nosotros con grandes dificultades, amarrando la proa a unos arbustos y tirando una cuerda desde la popa para atarla a un árbol que surgía del agua, impidiendo así que la canoa se pusiera de lado contra las olas, que se precipitaban con furia, y manteniendo a uno de nuestros hombres achicando constantemente el agua; de este modo esperamos el amanecer. Les di entonces una taza de caxaça a cada uno de los hombres y después, cuando la mar gruesa había remitido lo bastante para que pudiéramos remar, proseguimos el viaje. Estas tormentas son lo único que hacen desagradable un viaje por esta zona: son muy frecuentes, pero cada una me daba más miedo que la anterior en lugar de reconciliarme con ellas por la costumbre. No es nada infrecuente que se traguen las canoas o las rompan en pedazos contra las arenas; y el Río Negro tiene una fama tan desagradable por lo repentino y la furia de sus trovoádos que muchas personas nunca levantan la vela cuando hay signo de que se acerque alguno, sino que buscan un puerto seguro hasta que haya pasado.

El 12 de noviembre llegué al sitio del Señor Chágas, donde me detuve para pasar la noche: me dio algunas cartas para que las llevara a São Gabriel, y en el momento de irme me pidió, como un favor, que dijera a todo el mundo que no lo había encontrado en su sitio, pues se había ido al "mato" ("Mato": en Brasil, campo o monte, en oposición a ciudad. (N. del T.)) para conseguir salsa. Como me llevaba bien con él, le dije que sentía mucho no poder servirle, pero que como no estaba acostumbrado a mentir me lo descubrirían inmediatamente si lo intentaba: sin embargo, él insistió en que procurara hacerlo añadiendo que pronto aprendería a mentir tan bien como todos ellos. Le dije por eso que en mi país un mentiroso está mal considerado como un ladrón; ante eso pareció asombrarse bastante. Le hice un breve relato de la picota como prueba de lo mucho que nuestros antepasados detestaban la mentira y el perjurio, y le edificó mucho, llamando a su hijo (un agradable muchacho de doce o catorce años que acababa de regresar de la escuela) para que escuchara aquello y se beneficiara del ejemplo; creo que esto demuestra que las personas que aquí viven son perfectamente conscientes de la enormidad moral de esa costumbre, pero que el hábito constante y universal, y sobre todo la falsa cortesía que les hace incapaces de negarse verbalmente a nada, la ha convertido casi en un mal necesario. Cualquier nativo del país habría aceptado al instante la petición del Señor Chágas, y luego se la habría contado a todas las personas con la que se encontrara en el río, suplicándoles siempre que no se lo dijeran a él, contando así una mentira propia en lugar de la del Señor Chágas.

A la mañana siguiente llegué a Wanawáca, el sitio de Manoel Jacinto, deteniéndome para desayunar con él y gozando de leche con el café y de "coalhado", o cuajada, piña y pacovas con queso; todo esto son lujos que pueden estar al alcance de cualquiera, pero que raramente se encuentran en Río Negro. Posiblemente, su sitio sea uno de los más hermosos del río; sobre todo porque hay un espacio de hierba abierto alrededor de la casa, con algunos frutales y árboles del bosque esparcidos, que dan sombra para el ganado vacuno y lanar, y un gran alivio a la vista, tan fatigada por la selva eterna.

Cuando pienso en la pequeñísima cantidad de trabajo que se necesita en este país para convertir la selva virgen en prados verdes y plantaciones fértiles, casi me siento tentado a volver con media docena de amigos, dispuestos a trabajar, para gozar del país; y mostrar así a los habitantes lo pronto que puede crearse un paraíso en la tierra que ellos ni siquiera han pensado que podría existir.

Es un error vulgar, copiado y repetido de un libro a otro, el que en los trópicos la exuberancia de la vegetación venza a los esfuerzos del hombre. Lo cierto es lo contrario: en ninguna parte son la naturaleza y el clima tan favorables para el agricultor, y me atrevo a decir sin miedo que aquí el bosque "primigenio" puede convertirse en ricas tierras de pasto, en prados, en campos cultivados, jardines y huertas que contengan todo tipo de productos con la mitad de trabajo, y lo que es más importante en menos de la mitad de tiempo, de lo que sería necesario en casa, incluso aunque allí tengamos para comenzar un terreno despejado en lugar de bosque. Es cierto que el terreno mal despejado a la manera del país, simplemente cortando la madera y quemándola mientras está en el suelo, en un solo año, si no se hace nada más, se cubrirá de densa vegetación de matorral; pero si el terreno se cultiva y se deshierba regularmente, los troncos y tocones estarán tan podridos en dos o tres años que su completa eliminación será un asunto fácil, y entonces podrá obtenerse una buena cosecha de hierba; después, una vez que se lleve el ganado, ya no se necesita más atención y no volverá a aparecer de nuevo la vegetación de matorrales. Luego, cualquier frutal que se plante alcanzará un gran tamaño en cinco o seis años, y muchos de ellos darán fruta en dos o tres. El café y el cacao producen abundante fruto con un mínimo de atención; los naranjos y otros frutales no reciben nunca ninguna atención, aunque si se podaran producirían sin duda frutas de calidad superior y en mayor cantidad. Las piñas, melones y sandías se plantan y se recogen cuando la fruta está madura, sin ningún otro proceso intermedio. El maíz y el arroz se tratan casi del mismo modo. Las cebollas, judías y otros muchos vegetales prosperan con lujuria. Nunca hay que voltear el terreno, nunca se aplica abono; si se hicieran ambas cosas, probablemente el trabajo se vería muy recompensado. Se pueden tener vacas, ovejas, cabras y cerdos; nadie les da nunca nada de comer y siempre están bien. Todas las aves de corral prosperan. Se puede conseguir fácilmente melaza en cualquier cantidad, pues la caña que se planta en el suelo crece, y no da ningún problema; y no veo la razón de que los procesos utilizados en los Estados Unidos para hacer azúcar de arce no puedan aplicarse aquí. Afirmo, sin la menor vacilación, que dos o tres familias con media docena de hombres y muchachos trabajadores y laboriosos, capaces de traer un capital en mercancías equivalente a cincuenta libras, podrían encontrarse en tres años en posesión de todo lo que he mencionado. Suponiendo que se habituaran a la mandioca y al pan de maíz, no tendrían que comprar ninguna otra cosa necesaria o lujosa, salvo ropas: tendrían abundantes suministros de cerdo, vaca y cordero, aves de corral, huevos, mantequilla, leche y queso, café y cacao, melaza y azúcar, pescado delicioso, tortugas y huevos de tortuga, y una gran variedad de caza suministrarían su mesa con constante variedad, mientras no faltarían los vegetales y las frutas, tanto cultivados como silvestres, en gran abundancia y en una calidad que no pueden conseguir las personas más ricas de nuestro mundo. Las naranjas y limones, higos, uvas, melones y sandías, "jack-fruits", chirimoyas, piñas, cashos, paltas, peras caimán y manzanas de mamey son algunas de los más comunes, mientras que numerosas palmeras y otros árboles de la selva proporcionan deliciosas bebidas que gustan enseguida a todo el mundo. Se pueden obtener aceites animales y vegetales, en abundancia, para la iluminación y la cocina. Y luego, cuando se le ha dado al cuerpo lo que éste necesita, ¡qué encantadores jardines y sombríos senderos pueden hacerse! ¡Qué fácil es construir un jardín de orquídeas natural, bajo un grupo de árboles del bosque, y conseguir las especies más hermosas de los alrededores! ¡Qué elegantes avenidas de palmeras pueden hacerse! ¡Qué abundancia de plantas trepadoras para cultivarlas sobre emparrados o por las paredes de la casa!

En todo el Amazonas no se ha intentado nunca el cultivo ordenado. Nunca se han hecho paseos, avenidas y jardines; pero puedo imaginar la gran belleza y variedad que podría salir de la monotonía triste de la selva.

"¡Inglaterra! Mi corazón es verdaderamente tuyo... Mi amada, mi tierra natal."

 

 

Pero la idea de la vida gloriosa que podría llevarse aquí, liberado de todos los asuntos monetarios y de las molestias de la civilización, me hace a veces dudar de si no sería más prudente despedirme para siempre de mi tierra y llevar una vida fácil y abundante en Río Negro.

Esta zona es superior a cualquier otra parte del Amazonas, quizá a cualquier otra parte del Brasil, por tener un clima libre de largas sequías. De hecho, la variabilidad entre la lluvia y el sol, a lo largo de todo el año, es tan grande como en la propia Inglaterra; y eso mismo es lo que produce el verdor perenne. Hay partes de Río Negro donde abundan la tortuga, el peixe boi y todo tipo de pescado; a cambio de estas ventajas, muchas personas soportan los atormentadores "carapanás" del Solimões, pero aquí se puede disfrutar sin ningún insecto atormentador, y con un clima mucho mejor para fines agrícolas.

Todos los productos cultivados son tan escasos que pueden venderse a buenos precios, no sólo en la ciudad de Barra, sino también entre los comerciantes ambulantes, quienes no tienen tiempo o medios para cultivarlos ellos mismos. El tabaco, café, melaza, algodón, aceite de ricino, arroz, maíz, huevos, aves de corral, carne y pescado salados, todo tipo de aceites, queso y mantequilla pueden venderse siempre, pues la oferta es invariablemente inferior a la demanda y además de proporcionar ropas y otros extras, que en este clima son una bagatela, pueden producir un buen beneficio. Para conseguir todo esto se necesita algo de experiencia y de laboriosidad; pero en un grado mínimo comparado con el que se necesita para vivir a duras penas en nuestra patria.

Hacia el mediodía dejamos este agradable lugar y proseguimos lentamente nuestro viaje. Uno de mis mejores indios enfermó de fiebres intermitentes; varios días después, la enfermedad atacó a otro. Era inútil tratar de conseguir hombres que me ayudaran durante el resto del viaje en cualquier sitio o pueblo; ninguna oferta de salarios extra les induciría a dejar sus casas; todos tenían como excusa alguna ocupación o enfermedad, por lo que nos vimos obligados a proseguir lo mejor que pudimos. Dos días antes de llegar a las cataratas compré una canoa más pequeña a un comerciante portugués para subir por el Uaupés y pasé a ella mi carga, dejando en la otra canoa la carga del Señor Lima para enviarla después. En Camanaú, con bastante dificultad y algún retraso, conseguí un piloto y otro indio para que me acompañaran hasta Sao Gabriel. Allí, tras otro día de retraso, conseguí a dos indios que aceptaron llegar hasta Sao Joaquim; y tras hacerme esperar tres o cuatro horas más de la fijada, huyeron por la noche del sitio donde dormíamos después de que les había pagado un salario doble por toda la distancia. Sin embargo, tuve aquí la suerte de conseguir tres que sustituyeran a los dos fugitivos; más como otro de mis indios había enfermado, no teníamos aún la tripulación suficiente para pasar por los numerosos rápidos y rocas que obstruyen el río.

Un día encontramos enroscada en la orilla una gran sucurujú, la primera serpiente grande que veía, y como tenía muchos deseos de conseguirla para conservar la piel, cargué la escopeta y disparé tras advertir a los indios que no la dejaran escapar. Se quedó inmóvil algún tiempo, como si hubiera quedado aturdida por el shock, y luego, lentamente, comenzó a desenroscarse, dirigiendo la cabeza hacia el agua, aunque era evidente que estaba tan herida que no podía mover su cuerpo sobre el suelo. En vano grité a los indios que la cogieran; al piloto le había mordido gravemente una de ellas hacía tiempo, y tenía miedo; por eso, en lugar de obedecerme, se pusieron a golpearla con un palo, lo cual sólo sirvió para precipitar su descenso desde la orilla hasta el agua, en donde se hundió hasta el fondo, ocultándose entre los árboles muertos, y quedó fuera de nuestro alcance. Por lo que pude juzgar, la serpiente tenía entre quince y veinte pies de longitud y era tan gruesa como mi muslo. En São Gabriel también vi, dormida sobre las rocas, a una de las serpientes más mortales de América del Sur, la surucucú (Lachesis mutus). Tiene un hermoso diseño de color marrón ámbar y está armada con terribles colmillos venenosos, dos en cada lado; le tienen mucho miedo porque se dice que su mordedura es incurable.

Al dejar São Gabriel me atacó de nuevo la fiebre y al llegar a São Joaquim me hallaba muy enfermo. Los indios aprovecharon la oportunidad para robar una parte de la caxaça que había traído para conservar los peces, y todo lo que pudiera caer en sus manos; así que me sentí feliz, cuando la fiebre remitió ligeramente, de pagarles sus salarios y despedirles. Al cabo de unos días disminuyó la violencia de la fiebre y pensé que iba a superarla con facilidad; no fue así, pues cada dos días experimentaba una gran depresión y no me sentía inclinado a moverme: esto se producía siempre después de una noche de fiebre en la que no podía dormir. A la noche siguiente, invariablemente, dormía bien sudando mucho, y al día siguiente me podía mover y tenía algo de apetito. Sin embargo, la debilidad y la fiebre aumentaron hasta que me vi confinado de nuevo a mi rédé: no podía comer nada y me sentía tan torpe e indefenso que el Señor L., que me atendía, perdió las esperanzas de que sobreviviera. No podía hablar de modo inteligible, y no tenía fuerzas para escribir ni tampoco para darme la vuelta en la hamaca. Unos días después de esto me atacaron unas graves fiebres intermitentes que recurrieron cada dos días. Tomé quinina durante algún tiempo sin ningún efecto evidente, hasta que casi quince días después los ataques cesaron y sólo me vi afectado por un agotamiento extremo y una gran debilidad. Sin embargo, a los pocos días volvieron los ataques de fiebre intermitente y luego se, produjeron todos los días. Esas visitas tan frecuentes no eran nada agradables; y, con la sucesión de la fiebre y la sudoración, que duraba desde, antes del mediodía hasta la noche, tenía muy poco reposo. Permanecí en ese estado hasta que a principios de febrero las fiebres continuaron pero con menor fuerza; y aunque aumentó mi apetito, y comía saludablemente, ganaba tan pocas fuerzas que sólo con grandes dificultades podía permanecer de pié y tenía que cruzar la habitación con la ayuda de dos palos. Sin embargo, desaparecieron las fiebres y al cabo

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