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CAPITULO VI
SANTAREM Y MONTEALEGRE

 

Dejar Pará- Entrar en el Amazonas- Sus rasgos peculiares- Llegada a Santarem La ciudad y sus habitantes- Viaje a Montealegre- La plaga de mosquitos y su remedio- Viaje a las Serras- Una hacienda ganadera- Rocas, petroglifos y cueva- La Victoria regia- Campos de mandioca- Una festa- Regreso a Santarem Hermosos insectos - Curioso fenómeno de marea- Dejar Santarem- Obydos Villa Nova- Un amable sacerdote- Serpa- Día de Navidad en el Amazonas.

Nos preparamos entonces para nuestro viaje por el Amazonas, y por la información que habíamos obtenido de la zona, decidimos ir primero hasta Santarem, ciudad que se encuentra quinientas millas río arriba y es sede de un considerable comercio. Tuvimos que esperar mucho tiempo para procuramos un pasaje, pero al final, tras algunas dificultades, conseguimos ir en una pequeña canoa vacía que regresaba a la ciudad.

Teníamos a nuestra disposición la bodega, que encontramos muy olorosa a pescado salado, y algunos cueros que todavía quedaban en ella no mejoraban ese olor. Pero los viajeros que recorren el Amazonas no deben ser demasiado delicados, por lo que subimos nuestras cosas a bordo y colgamos nuestras hamacas lo mejor que pudimos para el viaje.

La canoa tenía una cubierta muy desigual, y pronto descubrimos también que hacía mucha agua, lo que resultaba bastante molesto, pues humedecía nuestras ropas y hamacas; carecía de borda, innecesaria en las tranquilas aguas del Amazonas. Subimos a bordo para el viaje una buena cantidad de provisiones y pedimos prestados a nuestros amigos ingleses y americanos algunos libros que nos ayudaron a pasar el tiempo; dejarnos Pará a principios de agosto con buen tiempo, el cual nos llevó pronto más allá de las islas que hay frente a la ciudad, hasta el ancho río que hay tras ellas. Cruzamos al día siguiente el pequeño mar que se forma frente a la boca del Tocantins, y navegamos remontando una hermosa corriente hasta que volvimos a encontrarnos entre islas, y poco después en el estrecho canal que forma la comunicación entre los ríos Pará y Amazonas. Pasamos junto al pequeño pueblo de Breves, cuyo comercio consiste principalmente en goma india y en cacharros y loza pintados con colores muy brillantes. Algunos de nuestros indios bajaron a tierra firme mientras aguardábamos la marca y volvieron bastante borrachos y con unas pequeñas palomas de arcilla en forma de tetera que eran muy valoradas en la zona alta del país.

Recorrimos durante varios días esos estrechos canales que forman una red de agua; un laberinto totalmente desconocido salvo para los habitantes de la zona. Teníamos que esperar diariamente la marea, y remolcar luego la canoa desde la orilla, pues no había viento. Se enviaba por delante una pequeña montaria con una larga cuerda que los indios ataban a algún matorral o árbol sobresaliente; volviendo luego con el otro extremo hasta la canoa grande y tirando de él para remolcarla. Entonces se llevaban de nuevo la cuerda y se repetía la operación continuamente hasta que volvía la marea, pues entonces ya no podíamos ir en contra de la corriente. En muchas zonas del canal me gustaron mucho los brillantes colores de las hojas, que exhibían toda la variedad de los tonos otoñales ingleses. La causa, sin embargo, era distinta: las hojas estaban allí brotando, en lugar de cayéndose. Al abrirse eran de un color rojizo claro, luego rojo brillante, marrón y finalmente verde, había algunas amarillas, otras ocres y otras cobrizas que, junto con los diversos tonos de verde, producían una hermosísima impresión.

Unos diez días después de dejar Pará la corriente empezó a ensancharse y la marca a dirigirse al Amazonas en lugar de hacia el río Pará, produciéndose una menguante más larga para avanzar con ella. Dos días más tarde estábamos ya en el propio Amazonas, contemplando con admiración y respeto la corriente de este poderoso y famosísimo río. Viajamos con la imaginación hasta sus fuentes en los distantes Andes, hasta los incas peruanos de la Antigüedad, a las montañas de plata del Potosí y a los españoles buscadores de oro y los indios salvajes que habitan ahora el país donde se hallan sus mil fuentes. ¡Qué grandioso resultaba pensar que contemplábamos ahora las aguas acumuladas de un curso de tres mil millas; que todas las corrientes que a lo largo de mil doscientas millas bajaban de los Andes cubiertos de nieve se congregaban aquí en la vasta extensión de agua de color ocre que se extendía ante nosotros! Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Brasil, seis poderosos estados, extendidos en una zona mucho más grande que Europa, habían contribuido a formar la corriente que nos transportaba tan pacíficamente en su seno.

Sentimos ahora la influencia del viento del este, que durante los meses de verano sopla uniformemente río arriba, permitiendo a las embarcaciones vencer su potente corriente. A veces tuvimos tormentas acompañadas de truenos, con rachas violentas que nos ayudaban a ir más rápido, pues soplaban generalmente en la dirección adecuada; y por dos veces nos encontramos con bajíos que nos causaron algunos problemas y retrasos. Tuvimos que pasar parcialmente la carga de la canoa a la montaria, y luego, echando las anclas en aguas profundas, conseguimos desencallarnos tras duros esfuerzos. A veces cogimos peces, que eran un gran lujo para nosotros, o íbamos hasta la orilla para comprar frutas en alguna choza india.

Los rasgos más impresionantes del Amazonas son: su vasta extensión de aguas lisas, generalmente de tres a seis millas de anchura; su color amarillo aceitunado claro; los grandes lechos de hierbas acuáticas que revisten las orillas, parte de los cuales se separan a menudo y forman islas flotantes; la cantidad de frutas, hojas y grandes troncos de árboles que transporta río abajo, y sus planas orillas cubiertas por la inviolada y alta selva. En algunos lugares, las hojas y tallos blancos de las Cecropias dan un aspecto peculiar, y en otros los troncos rectos y oscuros de los elevados árboles de la selva forman una pared viva a lo largo de la orilla del agua. También hay mucha animación en este río gigante. Numerosas bandadas de papagayos y los grandes guacamayos rojos y amarillos lo cruzan volando todas las mañanas y tardes, lanzando sus ásperos gritos. Muchos tipos de garzas y rascones frecuentan los pantanos de sus orillas, y el hermoso y gran pato (Chenalopex jubata) se ve a menudo nadando en sus bahías y canales. Pero las aves más características del Amazonas son quizá las gaviotas y golondrinas de mar, pues las hay en gran abundancia: durante toda la noche se oyen sus gritos sobre las orillas arenosas, donde depositan los huevos, y durante el día atraían constantemente nuestra atención por su costumbre de posarse en fila sobre un leño flotante, a veces una decena o una veintena de ellas una al lado de la otra, recorriendo durante millas la corriente abajo tan graves e inmóviles como si estuvieran realizando un importante negocio. Estas aves depositan los huevos en pequeños huecos de la arena, y dicen los indios que durante el calor del día llevan agua en sus picos para humedecerlos e impedir que se asen bajo los ardientes rayos del sol. A parte de esas aves, hay aves buceadoras y anhingas, o pájaros serpiente, en abundancia, delfines soplando en todas las direcciones y caimanes a los que se ve a menudo nadando y cruzando el río lentamente.

En la orilla norte del Amazonas, durante unas doscientas millas, hay filas de colinas bajas que, como el campo que hay entre ellas, están en parte sin vegetación y en parte cubiertas por matorrales y espesuras. Su altura varía entre los trescientos y mil pies, y se extiende tierra adentro, donde probablemente conectarán con las montañas de Cayena y Guyana. Una vez que se pasan éstas, ya no se ven más colinas desde el río en dos mil millas, hasta que se llega a las cadenas más bajas de los Andes: se llaman Serías de Paru, y terminan en las Serras de Montealegre, cerca del pueblo de Montealegre, unas cien millas más abajo de Santarem. Pasamos otros pueblos pequeños, y de vez en cuando la casa de campo de un brasileño o la choza de algún indio, a menudo completamente metidas en la selva. Veíamos algunas veces a los pescadores en sus canoas, y de vez en cuando bajaba una goleta grande por el centro del río, mientras que con frecuencia, durante todo un día, no pasábamos por ninguna casa ni veíamos a ser humano alguno. También el viento era raras veces el suficiente como para que navegáramos contra corriente, por lo que teníamos que avanzar siguiendo el laborioso y tedioso método de arrastre ya descrito.

Por fin, tras un prolongado viaje de veintiocho días, llegamos a Santarem, en la desembocadura del río Tapajoz, cuyas aguas azules y transparentes formaban un agradabilísimo contraste con la corriente turbia del Amazonas. Llevábamos cartas de presentación para el capitán Hislop, un anciano escocés afincado aquí muchos años. Inmediatamente, ordenó a un sirviente que nos consiguiera una casa, lo que logró tras algunas dificultades, y hospitalariamente nos invitó a tomar nuestras comidas en su mesa mientras nos pareciera conveniente. Nuestra casa no era en absoluto elegante, pues tenía los suelos y paredes de barro, y un techo de tejas abierto, además de que todo estaba polvoriento y ruinoso; pero fue lo mejor que pudimos conseguir y nos contentamos por tanto con ello. Como pensábamos ir a Montealegre, a tres días de viaje río abajo, antes de asentamos por algún tiempo en Santarem, aceptamos la amable invitación del capitán Hislop por lo que respecta a la cena, pero tratamos de procuramos el desayuno y el té por nosotros mismos.

La ciudad de Santarem está agradablemente situada en una pendiente en la desembocadura del Tapajoz, con una playa de arenas finas y una colinita en un extremo, desde donde un fuerte de barro vigila lo que se acerca desde el Amazonas. Las casas son bonitas y las calles regulares, pero como no hay vehículos con ruedas y sólo algunos caballos, están cubiertas de hierba. La iglesia es un hermoso edificio con dos torres, y las casas están en su mayor parte pintadas de blanco o amarillo, con las puertas y ventanas de color verde vivo. No hay ningún tipo de muelle o desembarcadero, todo se desembarca en montarias, por lo que es difícil llegar a la orilla sin un zapato o una media mojados. Hay una hermosa playa que se extiende varias millas por arriba y por abajo de la ciudad, donde se realizan todas las operaciones de lavado, blanqueándose hermosamente el lino sobre la arena caliente. A todas las horas del día hay muchos bañistas, pues los niños negros e indios son seres muy anfibios. Por detrás de la ciudad hay extensos campos arenosos, sobre los que crecen esparcidos mirtos, marañones y otros muchos árboles y arbustos, y más allá se encuentran las colinas bajas, algunas de ellas desnudas y otras cubiertas de espesa selva.

El comercio local consiste principalmente en castaña brasileña, zarzaparrilla, -que es la mejor del Amazonas-, fariña y pescado salado*, algunos de estos artículos se obtienen de los mundrucús, una industriosa tribu de indios que habita en el Tapajoz. Hay aquí, como en Pará, muchas personas que llevan una vida ociosa, manteniéndose enteramente del trabajo de algunos esclavos que han heredado. El Gobierno ejecutivo local se compone de un "Comandante Militar", que está a cargo del fuerte y de una o dos docenas de soldados; el "Commandante dos trabalhadores", a cargo de los indios que realizan servicios públicos; el "Juíz de direito" o juez civil y criminal del distrito; el "Delegardo de policia", quien se encarga de la oficina de pasaportes, la policía, etc; el "Vicario" o sacerdote, y algunos funcionarios subordinados. Por la tarde, algunos de éstos y varios de los comerciantes principales suelen encontrarse delante de la casa del capitán Hislop, en una posición aireada desde la que se domina el río, en donde se sientan y fuman, toman rapé y hablan de política y leyes durante una o dos horas.

Aparte del capitán, había en Santarem dos ingleses que habían residido allí muchos años y estaban casados con brasileñas. Uno o dos días después de nuestra llegada nos invitaron a hacer un viaje por una hermosa corriente que forma un pequeño lago una o dos millas más arriba de la ciudad. Fuimos en una bonita canoa con varios indios y negros y abundantes provisiones para realizar un picnic agradable. El lugar era muy pintoresco, con arenas secas, árboles viejos y sombreadas espesuras, en donde nos solazarnos matando aves, cazando insectos y examinando las nuevas formas de vegetación, muy abundantes por todas partes. El agua clara y fresca, nos invitaba a un baño refrescante, tras el cual cenamos y regresamos a casa por la noche bajo la luz de la luna.

Ya conocía al "Juiz de direito", pues lo había encontrado en Pará, y ahora se ofreció amablemente a prestarme una canoa excelente para ir a Montealegre y a darme cartas de presentación para los amigos que tenía allí; pero no tenía hombres que pudiera prestarme, por lo que tuve que obtener éstos por mis propios medios. Esto, como sucede siempre por aquí, era un asunto difícil. El capitán Hislop me acompañó a ver al Commandante, quien prometió cederme a tres indios, pero tras toda una semana de espera sólo obtuvimos dos; sin embargo, el Juiz me prestó uno con la canoa, y con esa tripulación partimos. La primera noche la pasamos en una plantación de cacao, donde obtuvimos un pescado fresco excelente. Por la mañana dimos un paseo entre los árboles de cacao y capturamos muchos ejemplares de una mariposa (Didonis biblis), la cual, aunque es una especie común en Sudamérica, nunca la habíamos encontrado ni en Santarem ni en Pará; ni la volvimos a ver hasta llegar a Javíta, cerca de las fuentes del Río Negro. Como nuevo ejemplo de la peculiar distribución de estos insectos, debo mencionar que durante los cuatro años dedicados a la colección sólo en dos ocasiones vi la hermosa Epicalia numilius, una vez en Pará y la otra en Javíta, a dos mil millas de distancia.

Por la tarde, cuando llegábamos justamente a la desembocadura del pequeño río que fluye junto a Montealegre, se produjo de pronto una tormenta violenta que produjo una mar gruesa y casi hizo naufragar nuestra barca, pues los hombres no sabían muy bien cómo manejarla; pero tras estar algún tiempo en considerable peligro llegamos con seguridad a las aguas tranquilas, y tras remar unas dos horas por el serpenteante río, llegamos al pueblo. Las orillas eran abiertas, cubiertas de hierbas, y estaban medio inundadas, con grupos de árboles a intervalos. Cerca del pueblo había un grupo de altas rocas, de un hermoso color rojo y amarillo, que después resultaron ser simplemente arcilla endurecida, en algunas partes muy dura y en otras más blanda y desmenuzable: estaban cubiertas de vegetación hasta la cima y tenían un aspecto muy pintoresco.

El pueblo de Montealegre está situado en una colina, a un cuarto de milla de la orilla del agua. Se sube hasta él por una barranca poco profunda y el camino está totalmente cubierto de arena suelta y profunda, por lo que andar se hace difícil. A cada lado hay grandes cactos, en forma de candelabro rameado y de veinte a treinta pies de altura: crecen en inmensas masas, con unos tallos grandes y leñosos tan gruesos como el cuerpo de un hombre, y representaban un rasgo completamente nuevo del paisaje. El pueblo mismo es un cuadrado espacioso en el que el objeto más visible es el esqueleto de una iglesia grande y hermosa hecha con arenisca oscura la cual se comenzó a construir hace unos veinte años, cuando el lugar era más populoso y próspero, antes de las revoluciones que tanto daño hicieron a la provincia; pero hay pocas perspectivas de que se termine alguna vez. La iglesia actual es un edificio bajo, con techo de palma, parecido a un granero, y la mayoría de las casas tienen una apariencia igualmente pobre. No hay cercados ni jardines, sólo hierbas y basura por todas partes, y de vez en cuando algunas empalizadas podridas en tomo un corral de ganado.

El comercio de este lugar consiste en cacao, pescado, calabazas y ganado. El cacao se cultiva en las tierras bajas, a lo largo de las orillas de los ríos. Se planta aquí en claros plenamente expuestos al sol, y no parece que prospere tan bien como cuando se halla a la sombra del bosque. Parcialmente clareado, que es el sistema adoptado en el Tocantíns. Cuando un indio consigue plantar varios miles de árboles de cacao, lleva una vida ociosa, tranquila y alegre: lo único que tiene que hacer es quitar las hierbas debajo de los árboles dos o tres veces al año, y recoger y secar las semillas. El fruto del árbol de cacao tiene forma oblonga, unas cinco pulgadas de longitud, y con nervaduras longitudinales poco marcadas. Es de color verde, pero se vuelve amarillo al madurar, y crece en los tallos y ramas más grandes saliendo de un tallo corto y fuerte, nunca en las ramitas más pequeñas; crece con tanta firmeza que, si se lo dejara, no caería nunca y se pudriría totalmente en el árbol. La cubierta exterior es dura y bastante leñosa. Dentro tiene una masa de semillas, que son las nueces de cacao, cubiertas por una pulpa blanca y pura de un sabor agradable y algo ácido, que mezclada con agua y endulzada constituye una agradable y predilecta bebida. Para preparar el cacao no se quita esta pulpa, sino que se pone todo a secar al sol. Se necesita algo de cuidado, pues si se humedece por causa de la lluvia o el rocío se enmohece y se estropea: en las grandes plantaciones de cacao tienen una estructura para el secado instalada sobre rodillos para que se ponga bajo un cobertizo todas las noches o cuando se acerca la lluvia. El precio de un buen cacao es de unos tres s. por arroba (treinta y dos libras).

El pescado es el paiche, abundante aquí en todos los lagos, el cual da trabajo abundante a los indios en la estación seca. Las haciendas ganaderas están situadas en la base de las sierras adyacentes, en donde hay un pasto ralo, pero durante la estación seca los pantanos que se extienden hasta el Amazonas suministran abundante hierba. Las calabazas, o "cuyas", se producen en gran cantidad y se exportan a Pará y a todas partes del Amazonas. Están muy bien terminadas, raspadas, y pintadas de negro brillante o colores vivos y dorados. Los diseños son imaginativos, a veces con figuras de aves y animales, y con mucho gusto y regularidad. Las indias fabrican ellas mismas los colores a partir de diversos jugos vegetales o de la tierra amarilla, y son tan permanentes que los recipientes pueden humedecerse constantemente durante mucho tiempo sin estropearse. No hay otro lugar en todo el Amazonas en el que se elaboren calabazas pintadas con tanto gusto y brillo de color.

Llevábamos una carta de presentación al Señor Nuñez, un francés de Cayena, que tenía una pequeña tienda en el pueblo; nos consiguió en seguida una casa vacía a la que llevarnos nuestras cosas. Constaba de dos buenos salones, varios dormitorios pequeños, una galería grande y un patio cerrado detrás. Se nos advirtió (le que aquí los mosquitos eran muy molestos y pronto descubrimos que era cierto, pues nada más ponerse el sol cayeron en enjambre sobre nosotros, resultando insoportables y obligándonos a correr a los dormitorios, que habíamos mantenido cuidadosamente cerrados. Conseguimos allí un respiro durante algún tiempo, pero pronto consiguieron entrar por las rendijas y cerraduras, por lo que pasamos el resto de la noche inquietos e incómodos.

Tras varios días de residencia allí nos resultaban más atormentadores que nunca, pareciéndonos imposible sentamos a leer o escribir tras la puesta del sol. Aquí la gente utiliza estiércol de vaca quemado en las puertas para mantener alejada la "praga" o plaga, tal como suelen muy acertadamente llamarla, y esto es lo único que produce algún efecto. Como teníamos ahora un indio que cocinaba para nosotros; todas las tardes le enviábamos a recoger una cesta de ese necesario artículo, y un poco antes de la puesta del sol encendíamos un viejo recipiente de arcilla lleno de él en la puerta del dormitorio, en la galería, para tener todo el humo posible, gracias al cual podíamos pasar una hora paseando por allí cómodamente. Por las noches, todas las casas y chozas tienen ardiendo su recipiente de excrementos, que produce un olor bastante agradable; y como hay por aquí abundantes vacas y ganado este elemento necesario para la vida no falta.

Aquí el campo es una llanura arenosa y ondulante, con algunas partes muy cubierta de arbustos, pero en otras con árboles más grandes y esparcidos. A lo largo de las orillas de los ríos hay algunos lugares planos y riberas escarpadas todos cubiertos de espesura, mientras a una distancia de diez o doce millas se encuentran algunas bellas montañas rocosas, sobre una de las cuales hay un pilar de roca curioso y conspicuo, con una roca en la cima plana y colgante, que parece un hongo elevado. Los cactos antes mencionados abundaban por todas partes, a menudo en elevados y magníficos grupos. Las piñas crecían silvestres, en grandes lechos en las espesuras, y también abundaban los marañones. En las pendientes rocosas que había encima del río brotaban numerosos manantiales y en la roca humedecida crecían curiosos helechos y musgos y hermosas plantas reptantes. Esos bosquecillos sombreados constituían nuestro mejor campo de recolección de insectos. Aquí encontramos por primera vez la hermosa mariposa añil y azul, la Callithea Leprieurii, posada sobre hojas en la sombra, y después más abundante en los tallos que exudaban una savia gomosa y negra. Abundaban aquí también los quetzales y jacamares; así como un curioso trepador con un largo pico en forma de hoz (Dendrocolapies sp.).

Teníamos muchos deseos de visitar las serras, que cada día nos parecían más atractivas; y lo que habíamos oído de los petroglifos indios que hay allí aumentó nuestra curiosidad. Por tanto, pedimos prestada una pequeña montaria al Señor Nuñez, pues teníamos que recorrer cinco o seis millas por agua hasta una hacienda ganadera situada al pie de la montaña. La canoa estaba provista de una vela de estera, hecha con tiras de corteza de una gran planta acuática, y en cuanto nos alejamos del pueblo la izamos y navegamos con rapidez: era un trabajo bastante difícil a veces, pues la vela resultaba demasiado pesada para la canoa y la hacía muy inestable siempre que había un soplo de viento extra. Numerosos pájaros buceadores y anhingas nadaban por el río o se posaban en los árboles de las orillas. Tratamos de matar alguno, pero en vano, pues estas aves son tan activas en el agua que incluso cuando están heridas bucean y nadan bajo la superficie con tanta rapidez que es inútil cualquier intento de capturarlas. Entramos entonces en un ramal más estrecho del río, al poco tiempo muy obstruido por plantas acuáticas que crecían formando grandes masas flotantes. No teníamos viento ahora y teníamos que remar, hasta que las hierbas bloquearon el canal tan completamente que ya no pudimos proseguir. El indio fue entonces a la costa y cortó dos palos grandes con extremos ahorquillados, y con ellos empezamos a empujar la canoa sirviéndonos de las grandes masas de hierba, tan espesas y sólidas que presentaban un punto de apoyo suficiente para las horquillas. De vez en cuando volvíamos al agua clara y podíamos remar un poco entre hermosas Utricularias y Pontederias. Luego volvíamos a entrar en la masa de hierbas altas que llenaban completamente el canal elevándose por encima de nuestras cabezas, a través de los cuales casi desesperábamos de encontrar nuestro camino; además, esas hierbas cortaban gravemente las manos si las rozábamos. En las orillas se veía ahora una gran extensión de campo plano cubierto de hierba, la mitad agua y la mitad tierra, que durante la estación lluviosa se transforma completamente en un lago. Tras abrirnos paso con grandes esfuerzos durante varias millas, llegamos finalmente a la hacienda ganadera, en donde fuimos amablemente recibidos por el propietario, para quien llevábamos una nota de presentación.

La casa estaba situada cerca del gran pantano que se extiende desde el Amazonas hasta las serras. Estaba construida con barro, tenía dos o tres habitaciones y un cobertizo abierto adjunto que se utilizaba como cocina y dormitorio para los indios. Había cerca un corral -un patio cuadrado y cercado para el ganado-, y por la parte de atrás se elevaba una pendiente que llegaba hasta la montaña. Por los alrededores había a intervalos espesura y campo abierto, y los pintorescos grupos de cactos crecían en todas las direcciones. Dimos un pequeño paseo antes de oscurecer y matamos un par de hermosos periquitos verdes de hombros morados, una de las especies más pequeñas que habita este país. Cuando llegamos a la casa nos ofrecieron leche fresca y nos sentamos fuera de la puerta observando los extraños atavíos de algunos de los pastores, quienes a lomos de caballo se dirigían a una zona distante de la hacienda. Sus curiosas y rústicas sillas de montar de madera, los enormes estribos, los largos lazos y las bolsas de munición de cuero, con largas escopetas y cuernos de pólvora de dimensiones formidables, los convertían en figuras extraordinarias, más pintorescas aún por ser mulatos y morenos. En cuanto se puso el sol aparecieron los mosquitos, se cerraron las puertas de la casa, se encendió un recipiente de estiércol de vaca en la parte de fuera y dentro una lámpara. Al poco tiempo se anunció la cena, nos sentamos en una alfombra en el suelo para tomar una excelente comida a base de tortuga, recientemente traída del Amazonas. Nos dirigimos entonces a nuestras hamacas, colgadas en la habitación en todas las direcciones. En realidad, la casa estaba ya de sobra ocupada antes de que llegáramos nosotros, por lo que ahora nos encontrábamos bastante amontonados; pero a un brasileño eso no le importa, pues está habituado a dormir en compañía. Las puertas y ventanas se hallaban bien cerradas, y aunque hacía bastante calor al menos no sufríamos por los mosquitos, pues cualquier molestia es preferible a ésa.

A la mañana siguiente nos preparamos para la expedición a la montaña, y como no sabíamos si tendríamos que permanecer en ella por la noche preparamos provisiones suficientes y una calabaza grande para el agua. Caminamos algunas millas rodeando el pantano, en el que había numerosas y curiosas aves acuáticas, hasta que llegamos a una choza desierta, en donde tomamos el desayuno, cogiendo a continuación un sendero que cruzaba a través de un bosque. Al pasar éste, nos encontramos a los pies de una pendiente escarpada, cubierta de enormes bloques de piedra amontonados en la mayor confusión, en los que crecían ásperos matorrales, lo que dificultaba en extremo la ascensión. Encima se hallaba el curioso pilar que habíamos visto desde el pueblo y al que nos habíamos propuesto llegar. Tras trepar fatigosamente sobre las rocas y entre innumerables hendiduras nos encontramos en la plataforma inferior a la columna, la cual se eleva perpendicularmente diez o doce metros, colgando luego en la parte superior en toda su circunferencia de un modo curioso y amenazante. Su origen es evidente. La columna es de piedra erosionable, en capas horizontales, y va deshaciéndose constantemente por la acción climática. La parte superior está formada por un estrato de roca cristalina dura, resistente a la lluvia y al sol, y aparentemente tiene ahora el mismo diámetro que tenía originalmente la columna que la sostiene.

Mirando desde abajo, habíamos pensado que podríamos caminar por el borde de la montaña hasta el otro extremo, en donde se encuentran la cueva y los petroglifos. Sin embargo, veíamos ahora que toda la cima estaba completamente cubierta por las mismas masas gigantescas de roca y por la misma áspera y dura vegetación que había dificultado tanto la ascensión, por lo que quedaba fuera de cuestión el seguir varias millas por un terreno similar. La única solución consistía en descender al otro lado, a la llanura arenosa que se extiende por su base. Primero, analizamos bien la perspectiva que se extendía ante nosotros: una llanura ancha y ondulante cubierta de vez en cuando de árboles y matorrales, con un suelo arenoso y amarillo y una vegetación pardusca. Más allá de ésta se veía, extendiéndose hasta el horizonte, una sucesión de colinas bajas, cónicas y oblongas, marcando la distante llanura en toda las direcciones. No se veía ni una sola casa, y el panorama no parecía el más indicado para impresionar la mente con una favorable idea de la fertilidad del país o de la belleza de la escena tropical. El descenso fue muy accidentado. Rodeando las simas, reptando bajo las rocas colgantes, cogiéndonos a las raíces y ramas, llegamos por fin abajo y pudimos caminar al nivel del suelo.

Vimos entonces todo el costado de la montaña, hasta la cima, partido verticalmente en numerosas columnas desiguales, en todas las cuales la acción de la atmósfera sobre los diferentes estratos de los que estaban compuestas se podía discernir en mayor o menor grado. Disminuían y aumentaban su grosor conforme alternaban los lechos blandos y duros, y en algunos lugares parecían globos situados sobre pedestales, o las cabezas y cuerpos de enormes gigantes. No parecían ser prismáticos, sino más bien el resultado de sucesivos temblores de la tierra que habían producido grietas verticales en todas las direcciones, y que luego la acción del sol y la lluvia habían ampliado las fisuras formando columnas totalmente separadas.

Al andar sobre la arena notamos que el calor era opresivo. Habíamos terminado el agua de la calabaza y no sabíamos dónde podríamos obtener más. El indio nos dijo que había un manantial de camino montaña arriba, un poco más allá, pero quizá no existiese ahora, pues nos encontrábamos en el punto culminante de la estación seca.

Llegamos pronto a avistar el lugar y nos esperanzó un grupo de palmeras Mauritia, las cuales crecen siempre en lugares húmedos, así como algunas zonas de hierba verde y brillante. Al llegar a las palmeras encontramos un suelo húmedo y pantanoso, pero el agua se filtraba tan lentamente entre las hierbas que tardamos casi media hora en llenar la calabaza. Al ver una masa verde en la base misma de las rocas perpendiculares que había más arriba, en donde parecía brotar el manantial, nos dirigimos hasta allí y encontramos, con gran alegría, un chorrito de agua pura y deliciosamente fresca, así como un lugar sombreado en donde pudimos descansar y tomar cómodamente nuestro almuerzo.

Proseguimos el viaje entonces hasta llegar a donde nuestro guía decía que estaba la cueva; pero como sólo había estado allí una vez no podía encontrarla entre la confusa masa de rocas que en diversos lugares parecían presentar aberturas, impresión que se demostraba engañosa al llegar al lugar. Tras trepar varias veces abandonamos la búsqueda y decidimos regresar a casa y conseguir un guía mejor para otro día.

De regreso, pasarnos junto a un alto risco en el que había alguno de los petroglifos que tanto deseaba ver. Estaban escritas con tinta roja, aparentemente producidas al frotarla con trozos de una roca que tiene ese color en algunos lugares. Parecían totalmente frescas y no estaban en absoluto borradas por las condiciones climáticas, aunque nadie conoce su antigüedad. Se componían de diversas figuras rudamente ejecutadas, algunas de las cuales representaban a animales, como caimanes y aves, otras utensilios domésticos, y otras círculos y figuras matemáticas, aunque también había algunas formas muy complicadas y fantásticas: todas ellas se hallaban irregularmente esparcidas sobre la roca a una altura de ocho o diez pies. El tamaño de la mayoría de las figuras era de uno a dos pies.

Hice un esbozo general de la totalidad de los dibujos y tracé con mayor precisión las figuras más curiosas, pero por desgracia los he perdido. Caía la noche, fría y húmeda, y no teníamos nada con que cubrirnos, en caso de dormir en la montaña. Por eso nos fuimos a casa, donde llegamos muy fatigados hacia las ocho, y pronto nos sentimos felices de meternos en nuestras hamacas.

Al día siguiente, el propio Señor Nuñez decidió acompañamos y enseñarnos la cueva y algunos petroglifos más que estaban situados en otra parte de la montaña. Fuimos ahora a lomos de caballo, pero al igual que el día anterior tampoco pudimos encontrar la cueva, por lo que tuvimos que enviar al indio a buscar a un anciano que vivía a un par de millas de distancia y conocía bien el lugar. Entre tanto, el Señor Nuñez me acompañó a buscar las pinturas y las encontramos tras una fatigosa caminata. Estaban situadas en una roca perpendicular, que surgía desde la parte superior de una pendiente empinada y pedregosa, que casi me quitó las ganas de llegar hasta ellas, pues me sentía muy fatigado y sediento y no teníamos agua. Sin embargo, como habíamos ido hasta allí para verlas decidí perseverar y llegamos pronto al lugar. Eran mucho más grandes que las otras, y se extendían sobre la roca a mayor altura; también las figuras eran diferentes, componiéndose principalmente de grandes círculos concéntricos, llamados por los nativos el sol y la luna, y otros varios, más complicados y de tres o cuatro pies de altura. Había entre ellos dos fechas de años, de hacía 1770, en cifras muy claras y bien formadas, que sin duda consideré eran el trabajo de algunos viajeros que deseaban demostrar que conocían cómo las otras habían sido ejecutadas y registrar la fecha de su visita. Cerca de algunas de las figuras superiores había dos o tres impresiones de manos en el mismo color, mostrando con mucha claridad la palma y todos los dedos, como si la persona que ejecutara las figuras superiores se hubiera puesto sobre los hombros de otra persona y se hubiera apoyado con una mano (untada en color rojo) mientras dibujaba con la otra. También hice copias de las figuras de este lugar, que al ser grandes y expuestas, son visibles desde una distancia considerable, y son generalmente más conocidas que las otras, las cuales se encuentran en una posición escondida y alejada de cualquier camino y probablemente no habían sido visitadas por ningún europeo antes de mi llegada.

Caminamos un trecho más allá para obtener agua antes de regresar a la cueva. Al llegar allí descubrimos que habían llegado nuestros guías, los cuales nos encaminaron por un escabroso sendero hasta la boca de la cueva, tan bien oculta por los árboles y arbustos que no era sorprendente que no la hubiéramos descubierto el día anterior. La entrada es una arcada irregular de quince o veinte pies de altura; pero lo más curioso es un delgado trozo de roca que cruza completamente la abertura, aproximadamente a cinco pies del suelo, formando una especie de tablón plano e irregular. Esta piedra no había caído hasta ocupar su posición actual, sino que era una porción de roca sólida más dura que el resto, resistiendo la misma fuerza que había eliminado los materiales anteriormente existentes por encima y por debajo de ella. En el interior, hay una gran cámara de arcos irregulares, con un suelo arenoso y liso, y en el extremo aperturas a otras cámaras; pero no las pudimos explorar, por no haber traído velas. En la cueva no había nada notable salvo la roca plana transversal de su entrada. La vegetación que la rodeaba no era en absoluto lozana ni bella, ni había flores dignas de mención. En realidad, muchas de las cuevas de las regiones calizas de Inglaterra son en todos los aspectos más pintorescas e interesantes.

Había oído hablar de una planta que crecía en las charcas de los pantanos y estaba convencido de que debía tratarse de la Victoria regia. El Señor Nuñez me dijo que las había en abundancia cerca de su casa, por lo que a la mañana siguiente, bien temprano, mandó a un indio que me consiguiera una. Este la obtuvo tras buscarla un rato, con una flor medio abierta, y me la trajo. La hoja tenía alrededor de cuatro pies de diámetro y me complació mucho poder ver por fin esta famosa planta; pero como ahora ha llegado a ser relativamente común en Inglaterra, no es necesario que la describa. Se encuentra en toda la zona amazónica, pero raramente, o nunca, en el propio río. Parece prosperar en las aguas quietas, creciendo en canales, lagos o ramales muy tranquilos del río, siempre plenamente expuesta a la luz del sol. Aquí crece en las charcas formadas en el pantano; pero en el mes de junio el agua tendría veinte o treinta pies más de profundidad, por lo que sus hojas y tallos florales tienen que aumentar rápidamente su longitud cuando crece el agua, ya que ahora no parecían ser muy largos. Me llevé la hoja a casa para secar alguna de sus partes. Los indios le dan el nombre de "Uaupé Japóna" (el Horno de la Jacana), por el parecido de la hoja, con su borde profundo, a los hornos de arcilla que se utilizan para hacer la fariña.

Como deseábamos regresar a casa aquel día, nos despedimos de nuestro amable anfitrión y tuvimos que empujar de nuevo la barca con pértigas por encima de las hierbas y yerbajos de la pequeña corriente. Sin embargo, no pareció resultar tan tedioso como el ascenso y pronto llegamos a río abierto.

Al pasar por una orilla arenosa, nuestro indio vio signos de huevos de tortuga e inmediatamente saltó a tierra firme y comenzó a escarbar en la arena; al poco tiempo volvió con el sombrero lleno de huevos de una tortuga pequeña llamada "Tracaxá". Un poco más abajo había un viejo árbol que ofrecía una sombra tentadora, por lo que hicimos un fuego bajo él, hervimos los huevos, hicimos algo de café y, con un poco de farinha y carne que llevábamos, elaboramos un excelente desayuno. Al continuar el viaje, nos encontramos con un gran número de caimanes de gran tamaño que nadaban en todas las direcciones. Los disparamos a algunos, pero sólo conseguirnos que se sumergieran rápidamente. Los nativos les tienen mucho miedo y nunca se aventuran muy lejos en el agua cuando se bañan. En un lugar en el que nos habíamos bañado unos días antes vimos a uno muy cerca de la orilla y decidimos ser más cuidadosos en el futuro, pues todos los años pierden la vida algunos incautos.

Tras pasar unos días más en el pueblo, hicimos una visita a una plantación de mandioca situada varias millas hacia el interior, en donde hay una extensión considerable de tierra boscosa, y en donde esperábamos, por tanto, encontrar más insectos. Ibamos a pie, cargando nuestras rédés, escopetas, cajas y todo lo necesario para una estancia de una semana. Descubrimos al llegar que el único acomodo consistía en una cabaña baja, pequeña y de techo de palma con el espacio justo para colgar nuestras hamacas, y que habitaban sólo cuatro o cinco negros del lugar.

Sin embargo, nos sentimos pronto como en nuestra casa y la pequeña cafetera nos proporcionó un lujo refrescante y continuo. En el bosque encontrarnos en abundancia varias mariposas muy escasas, y entre ellas una especie nueva de Catagramma, que sólo habíamos visto muy raramente en Pará; abundaban también los quetzales y jacamares, pero no había ninguna variedad grande e importante de aves ni de insectos. No había por aquí ningún riachuelo, pero sí una especie de llanura húmeda y pantanosa en la que con sólo hacer hoyos superficiales éstos se llenaban pronto de agua, siendo esta la única forma de abastecerse de este elemento tan necesario.

De regreso al pueblo, mi hermano se torció la pierna, y se le hinchó formándosele un abceso por encima de la rodilla, lo que le impidió salir durante quince días. Tras algunos problemas, alquilé una pequeña canoa en la que pretendía llegar a Santarem, para después seguir ascendiendo el Amazonas hasta Barra, en Río Negro.

Antes de irnos tuvo lugar una fiesta. La iglesia estaba decorada con hojas y flores y se ofrecían dulces a todos los visitantes. Después se bailó y bebió durante toda la noche y el día siguiente, por lo que tuvimos que cocinarnos nuestra comida, ya que nuestro indio tocaba el violín y no había considerado en absoluto necesario pedirnos permiso para ausentarse dos días. Vinieron indios de toda la zona circundante, y compré varias de las hermosas calabazas pintadas que tanta fama dan al lugar.

Regresamos poco después a Santarem, en donde encontramos ocupada nuestra casa, pero conseguimos otra compuesta por dos pequeñas habitaciones de suelo de barro y un patio trasero situada en el extremo más alejado de la ciudad. Contratamos aquí a una negra anciana como cocinera, y pronto retornamos a nuestra vida rutinaria. Nos levantábamos a las seis, preparábamos las cajas de colección, las redes, cte., mientras nuestra cocinera preparaba el desayuno, que tomábamos a las siete. Tras darle dinero para que comprara carne y verduras para la cena, salíamos a las ocho a dar un paseo de unas tres millas hasta una buena zona de colección que habíamos descubierto más abajo de la ciudad.

Continuábamos trabajando arduamente hasta las dos o las tres de la tarde, obteniendo generalmente algunos insectos nuevos e interesantes. Por aquí habitaba la hermosa Callithea sapphira, una de las mariposas más bellas, así como numerosos ejemplares de la curiosa, pequeña y brillante Erycinidae. En el camino de regreso nos bañamos en el Tapajoz, y al llegar a casa comíamos inmediatamente una sandía, que teníamos siempre preparada, y que en aquellos momentos encontrábamos muy agradable y refrescante. Nos cambiábamos de ropa, cenábamos, preparábamos nuestros insectos y en el frescor de la noche tomábamos el té y hacíamos o recibíamos visitas de nuestros amigos brasileños o ingleses entre quienes estaba ahora Mr. Spruce, el botánico, que había llegado aquí desde Pará poco después de nuestro regreso de Montealegre.

El ejercicio rudo y constante, el aire puro y los buenos hábitos de vida, a pesar del calor intenso, nos mantenían en un estado de salud perfecto y nunca he gozado tanto en mi vida. Hay en Santarem, abundancia de carne, pescado, leche y frutas, un suelo seco y un agua clara, conjunción de ventajas que raramente se encuentran juntas en este país. Había por aquí algunos prados pantanosos, más parecidos a los de Europa que los que suelen encontrar tan cerca del Ecuador, en los que crecían hermosas y pequeñas Melastomas y otras flores. Los caminos y campos estaban cubiertos de mirtos floridos, altas Melastomas, así como numerosas pasionarias, convolvuláceas y bignonias. Por detrás de la ciudad, a una o dos millas de distancia, había algunas colinas cónicas desprovistas de vegetación que visité varias veces. Estaban totalmente formadas por escoria, y eran tan estériles y poco atractivas como pueda imaginarse. Podía verse aquí un curioso fenómeno de las marcas: la marca sube en el Amazonas hasta bastante más arriba de Santarem, pero nunca corre hacia arriba, pues el agua simplemente sube y baja de nivel. El río Tapajoz tenía ahora muy poca agua y su superficie estaba por debajo del nivel del Amazonas con las aguas altas, por lo que todos los días se veía a la marca subir por el Tapajoz, mientras que cientos de metros más abajo, en la corriente del Amazonas, descendía sin embargo rápidamente.

Como nos hallábamos en noviembre, habían caído algunas lluvias y se había asentado un tiempo sombrío, decidimos partir hacia Río Negro lo antes que pudiéramos. Teníamos por fin dispuesta la canoa, tras tardar mucho tiempo en reparar el fondo, que se hallaba totalmente podrido. Tras muchos retrasos, el Comandante nos había proporcionado tres indios, quienes irían con nosotros sólo hasta Obydos, a unos tres días río arriba por el Amazonas, y nos había dado una carta de presentación a las autoridades de allí para que nos proporcionaran otros más. Mr. Spruce había partido hacia Obydos una semana antes que nosotros, en una canoa grande cuyo propietario le había ofrecido un pasaje. Al llegar, lo encontramos desempaquetando sus cosas, y nos dijo que había llegado allí recién la noche anterior, realizando en diez días un viaje que se hace frecuentemente en un día y una noche: la falta de viento fue la causa, además de que el dueño de la canoa, que iba con ellos, no navegaba por la noche. Pero el viajero desafortunado que se aventura en el Amazonas debe aceptar con paciencia tales retrasos. El capitán Hislop había escrito a un amigo suyo para que nos prestara una casa desocupada, en donde tuvimos que permanecer solos varios días, pues nuestros indios, tras descargar la canoa, se fueron inmediatamente y no pudimos conseguir otros hasta que el Comandante tuvo que traerlos de una considerable distancia.

Lo pasábamos bien en el bosque, en donde encontrábamos abundantes insectos, aunque en su mayor parte de especies que ya habíamos obtenido. Como viniendo hasta aquí la canoa había hecho tanta agua que temíamos aventurarnos de nuevo en ella, la subimos a la playa y descubrimos algunas de las grietas, que tapamos lo mejor que pudimos con algodón humedecido en alquitrán caliente. Partimos por fin con dos indios que nos acompañarían sólo hasta Villa Nova, la siguiente ciudad, a unos cuatro días de viaje de Obydos. Como sólo teníamos dos, no podíamos hacer gran cosa con los remos, pues uno era necesario en el timón; pero por fortuna el viento fue fuerte y uniforme y avanzamos rápidamente día y noche. Tuvimos que cruzar el río varias veces, generalmente por la noche. El viento creaba grandes turbulencias y como lo teníamos que atravesar violentamente, yo tenía bastantes dudas de que nuestro podrido bote resistiera. Sin embargo, llegamos a salvo a Villa Nova en cuatro días, y me alegré mucho de haber llegado tan lejos en nuestro camino. Fuimos amablemente recibidos en la playa por el cura del pueblo, el padre Torquato, quien nos invitó tan insistentemente a que permaneciéramos en su casa hasta tener hombres para seguir, que no pudimos rehusar. El Comandante para quien llevábamos cartas de presentación, para que nos proporcionara más hombres, no estaba en su puesto; por tanto tenían que ir a buscarlo y pasarían probablemente varios días antes de tener una respuesta, y quizá todavía más antes de que nos consiguiera los tripulantes.

El padre era una persona muy bien educada y caballerosa, y nos procuró la mayor comodidad que pudo, aunque, como sólo tenía dos habitaciones pequeñas que compartir con nosotros, sufrió muchos inconvenientes por nuestra causa. El lector inglés ya lo conoce por haber acompañado al príncipe Adalbert de Prusia hasta Xingú, y se merece plenamente todos los encomios que le ha dedicado el príncipe. Le gustaban mucho los enigmas y se divertía, y divertía a sus amigos, inventándolos y solucionándolos. Le complací mucho traduciendo como pude al portugués algunos de nuestros mejores enigmas; y también le traduje el viejo juego de la palabra "tobacco" -en portugués "tabaco", por lo que servía muy bien-, y le divirtió mucho. También obtuve aquí algunos hermosos insectos, aunque era ya una estación demasiado tardía: sin duda alguna, entre julio y octubre Villa Nova sería un lugar maravilloso para un entomólogo.

Pasó una semana y los hombres no llegaban; como estaba muy deseoso de partir, el Padre acordó con un comerciante que me prestara tres de sus indios, quedándose él a cambio con los que probablemente el Comandante me enviaría pronto. Sin embargo, uno de los indios no quería venir y fue conducido a la canoa con fuertes latigazos y a punta de bayoneta. Estaba muy furioso e intratable cuando subió a bordo, jurando que no iría conmigo y que se vengaría de aquellos que le habían obligado a embarcar. Se quejaba amargamente de ser tratado como un esclavo, y la verdad es que no podía culparle. Hice lo que pude por pacificarle, ofreciéndole buena paga y abundante comida y bebida, pero en vano; dijo que volvería desde el primer lugar en que nos detuviéramos y que mataría al hombre que le había golpeado. Al mismo tiempo, era muy civilizado, asegurándome que no sentía nada en mi contra, pues yo no tenía nada que ver con ello. Partimos por la tarde, y a la puesta del sol nos detuvimos para hacer la cena; entonces, el maltratado indio se despidió de mí cortésmente, y tomando el hatillo de sus ropas volvió por el bosque hasta el pueblo. Como no podía proseguir con sólo dos tripulantes, envié a uno de ellos de regreso a primeras horas de la mañana para encontrar a alguien que ocupara el lugar del que había escapado, y así lo hizo, regresando a las diez de la mañana, por lo que pudimos proseguir el viaje.

Avanzamos lentamente, navegando de vez en cuando a vela, pero generalmente a remo, y sufriendo grandes molestias por la lluvia, que era casi incesante. También los mosquitos eran una gran tortura que nos mantenía noche tras noche en estado de febril irritación, incapaces de cerrar los ojos un momento. Los indios sufrían tanto como nosotros: es un gran error suponer que los mosquitos no les pican. Se les oye toda la noche dándose manotadas en cuerpos desnudos para alejar a los atormentadores mosquitos; o se envuelven completamente en la vela de la canoa, sufriendo la angustia de casi ahogarse, para escapar de sus irritantes picaduras. A lo largo de las orillas del río hay unos puntos determinados en los que no hay mosquitos; y nada podía hacer que nuestros hombres remaran con tanta fuerza como la probabilidad de llegar a uno de esos lugares antes de medianoche, para poder gozar del consuelo de dormir hasta la mañana.

A finales de diciembre llegamos al pequeño pueblo de Serpa, en donde se celebraba una fiesta o procesión: varias mujeres y jóvenes muchachas, con cintas y llores, bailaban junto a la iglesia, con el sacerdote a la cabeza, del modo más jocoso. Por la noche, fuimos a la casa donde se celebraba el baile y tomamos un poco de vino y dulces. Compramos allí un poco de café y una cesta grande de plátanos. El día de Navidad llegamos a una casa en donde acababan de capturar una gran cantidad de pescado y quisimos comprar algunos peces; se negaron a ello pero nos dieron un hermoso y gordo ejemplar para la cena. Compramos algunos huevos y al detenernos a pasar el día preparamos un budín de fariña, y así, con el pescado y el café, tuvimos una cena de Navidad muy aceptable. Mientras comíamos, nuestro pensamiento se dirigía al hogar distante, y a los amigos queridos que en sus abundantes mesas pensarían en nosotros, tan lejos en el Amazonas.

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