Página AnteriorPágina Siguiente

CAPITULO I

Tarma-Camino Inca-Valle de Juaga (sic: Jauja)-Indios quechuas-Comercio-Río Juaja (sic: Jauja)-Montañas de nieve Puente de piedra y carbón de piedra-Temperatura de los manantiales-llamas-Teniente de la policía-Minas de azogue de Huancavelica-Producción de lana-Posta* de Molina, o posada campestre-Minas de plata de Castro-Virreyna (sic: Castrovirreyna)-Población de Huancavelica-Sus productos minerales-Pirámides de arenisca-Chicha* y chupe*-Un hombre de Nueva Inglaterra en los Andes-Frutas y flores de Huanta-Herreros.

Tarma, pequeño pueblo del Perú, entre alfa y beta, Centauro, latitud sur 11º 25', está ubicado en un valle estrecho, fértil y bien cultivado, entre la cadena de montañas de los Andes por el este, y la elevada cadena de montañas de la Cordillera por el oeste.

El 9 de julio de 1851, el autor tomó rumbo hacia el sureste en compañía de Henry C. Richards, originario de Virginia, en los Estados Unidos; y de José Casas, de ascendencia española, originario del Perú.

Un voluntario mestizo, Arriero*, con su pequeño hijo guiaban la recua de mulas que llevaba el equipaje.

Nuestra senda estaba sombreada por sauces, y manadas de llamas cargadas con sal de piedra proveniente de las minas de los alrededores que obstruían el camino.

Parecía que las hojas de los árboles necesitaban agua, mientras que la temperatura del aire, al mediodía, a la sombra, era de 68º Fahrenheit. Las hojas de los durazneros y de los manzanos estaban dobladas, con ambos bordes en dirección del sol; el fruto es pequeño, oblongo y aparentemente de crecimiento lento.

La cañada por la cual subimos está densamente poblada por indios quechuas. Sus casas están construidas con piedra y barro y techadas con gruesos pastos de las montañas.

Los nativos trabajan diligentemente en la recolección de la cosecha de maíz, que es de granos pequeños y de cuatro colores: rojo, blanco, amarillo y azul. Es de excelente calidad, por lo general sirve de alimento, ya sea tostado o seco.

Las papas, de las cuales existen múltiples variedades, también se recolectan ahora; crecen perfectamente, aunque mucho más pequeñas que sus descendientes en los Estados Unidos.

Las pequeñas haciendas - chacras* (sic:chacras) - son propiedad de descendientes de españoles, indios o mestizos, siendo estos últimos una mezcla de los dos primeros.

En la mayoría de los casos, son los aborígenes quienes se encargan del cultivo de la tierra, con jornales de diez a veinte centavos.

A medida que subimos y va quedando abajo el follaje, las cimas de las montañas empiezan a verse desiertas y áridas, con rocas y arcilla roja. Abajo tenemos una vista maravillosa del pueblo de Tarma, rodeado de árboles verdes y campos de pasturaje. Mi mula, Rose, está jadeante; está tan gorda y rechoncha que le resulta difícil subir.

En la ladera está sentado un indio de aspecto agradable, tocando una trompeta semicircular, hecha con varios cuernos de vaca, introducidos uno dentro del otro, con las uniones selladas. Parece estar más interesado en la distancia en que se le escucha que en la tonada que toca y hace resonar el valle. José piensa que está tratando de concertar una boda con una bella que se encuentra abajo entre las flores. Los indios celebran el tiempo de cosecha con fiestas. Preparan sus comidas en los campos, hasta donde llevan sus utensilios de cocina. Bailan al compás de la música sobre los rastrojos de cebada. Es divertido ver a estas alegres personas divirtiéndose al aire libre. Cuando pasamos, los segadores están sentados junto al camino, en un campo de cebada, comiendo, sobre la tierra, en filas uno detrás de otro, riéndose y conversando entre ellos. Al acercarnos se muestran atentos, modestos y discretos. Los hombres llevan cargas enormes de cebada o trigo sobre sus espaldas, mientras que las mujeres arrean los asnos que llevan la carga, y llevan a los niños sujetos en una manta colgada sobre sus propios hombros. Sus caballos, mulas, ovejas, ganado encornado, cerdos y perros, son todos admitidos, junto con la familia, a los campos de cosecha; mientras el padre siega, y la madre recolecta, los hijos cuidan el rebaño, y las hijas mayores atienden a los bebes y cocinan, encargándose a la vez de hilar lana a mano, para las medias. Una de ellas ofreció un par a veinticinco centavos, tan largas que casi podían servir de pantalones. Siempre están ocupados, se acuestan temprano, y se levantan antes de que salga el sol, tal como sus incas les enseñaron.

En la cima de la montaña no se veían casas ni árboles, tampoco rastros de cultivos. Un rebaño de ovejas estaba alimentándose de los hacecillos de gruesos pastos de las montañas; algunas eran merinos, y de buen tamaño. Su lana es enviada a Lima donde se vende, y luego se exporta a través del Cabo de Hornos a los fabricantes del Norte.

Hacia el este se ve una montaña cuya cumbre está cubierta de nieve, y a medida que sale la luna, como si lo hiciera del Océano Atlántico, nos sigue un viento frío del norte. El cielo está claro y de un color azul oscuro. A nuestra izquierda vemos los restos de un antiguo camino peruano, utilizado en el tiempo de los Incas. Se dice que los buenos caminos son indicios de civilización; si mi mula, Rose, pudiera dar su opinión, con seguridad se decidiría a favor del camino inca, prefiriendo éste último a aquellos que existen en el Perú actualmente. En dichos restos se puede apreciar un pavimento de roca de treinta pies de ancho, con guardacantones bien ubicados a cada lado. En las partes que el camino tiene una inclinación considerable, se han colocado transversalmente hileras de piedras, sobrepasando el nivel general del pavimento, de modo que parece una escalera sobre la ladera de una colina. No hay duda alguna de que no fue un camino para carruajes; es anterior al caballo, el asno o la vaca, animales que fueron traídos de Europa a América del Sur. Fue construido para el indio y su llama, es más que seguro, y por lo tanto, su perfeccionamiento habla en favor de la civilización de aquellas épocas de las que sólo tenemos referencias basadas en la tradición.

Al pasar por una planicie en la cima de la montaña, vimos que había una cisterna a un lado de nuestro camino, en la que se recoge agua durante la estación lluviosa para aplacar la sed durante la sequía. Aquí la estación lluviosa comienza aproximadamente a mediados de setiembre, algunas veces más tarde, y dura seis meses. El resto del año hay sequía.

La noche nos sorprendió en un lugar donde no se divisaba ser viviente alguno, a excepción de un águila negra, que regresaba a su lugar de descanso ubicado debajo de unas rocas sobresalientes, en el lado oeste de un elevado pico. Armamos nuestra pequeña tienda de campaña; apllamos y cubrimos el equipaje junto a la puerta; dejamos sueltas a las mulas durante la noche para que se alimentaran de los pastos de las montañas de los alrededores. Encendimos una fogata, calentamos agua de un pequeño manantial, y preparamos té. José sacó pan y queso de su alforja; los puso encima de una tela limpia sobre un baúl; mirando hacia el interior de la tienda de campaña, dice, muy despacio, "lSeñorl La hora de cenar"*. Tanto los hombres como las bestias se ven cansados; hemos subido todo el día. El primer día de viaje es siempre el más pesado. Nuestro arriero*, Francisco, un mestizo, es un hombre de constitución pequeña y ligera, de maneras respetuosas; junto con su pequeño hijo Ignacio se turnan para vigilar las mulas. El niño se queda fuera mientras su padre cena. La noche estaba clara y fría; la luna brillaba resplandeciente. El mundo no es tan silencioso en medio del océano. Creo que no escuché nada; casi llegué a oír a la tierra girar sobre su eje. Mucho rato después de que todos se quedaran dormidos, oí al pequeño Ignacio cantar, envuelto en su poncho hecho en casa, a la vez que iba tras las mulas.

Al amanecer encontramos gruesas capas de escarcha y hielo a nuestro alrededor, con 24º en el termómetro, y 30º en el termómetro húmedo. Las mulas estaban cargadas; el desayuno terminado; las observaciones hechas; y ya estábamos en marcha poco después de la salida del sol. Por estas alturas donde no se encuentra habitante alguno se viaja de esta manera.

Las montañas se vuelven más accidentadas, y están cubiertas con una especie de pasto fino. Las pastoras van tras miles de ovejas y corderos. Las muchachas hilan lana y conversan entre ellas, mientras que los perros van detrás tranqullamente. Si pasamos junto al rebaño, y las ovejas se alejan corriendo, los perros nos atacan furiosamente, manteniéndose entre nosotros y el rebaño. " temperatura de un manantial de aguas excelentes próximo al camino era de 48º. Hacia el sureste se levantan picos nevados que se aprecian en toda su magnitud. El día es cálido y agradable. Aquí viene un alegre grupo de damas y caballeros montados en caballos. A medida que nos cruzamos, los caballeros se sacan el sombrero, y las damas se ven muy lindas bajo sus sombreros de paja. Sus figuras se ven bien en trajes de montar, y dirigen y montan bien sus caballos. El aire frío de las montañas les da un color fresco a sus rostros, lo cual hace un buen contraste con la belleza de sus ojos de gacela y largos cabellos negros. Pensé que sus trajes eran algo cortos, pero una mirada al pequeño pie de una de ellas, me hace recordar que existen pruebas definitivas a favor de lo conveniente que resulta que un hombre viaje por este mundo solo.

Ahora nos encontramos con el indio del mercado arreando asnos cargados de papas, maíz, y lomo de carnero, hacia Tarma. Quería comprar algo de carnero para el destacamento, pero el pedido de José fue rechazado rotundamente por una anciana, que se apartó de su camino torciéndole la cola a su burro, el cual estaba decidido a llegar a un arreglo para ser aligerado de su carga. Me contaron que los indios muy rara vez venden sus productos antes de llegar a la plaza. Puedo dar fe de ello al haber visto el deseo de la mujer por ir al pueblo, a pesar de que José ofreciera pagarle por encima del precio del mercado.

Al final de un valle densamente poblado, que se prolonga hacia el sureste, nos detuvimos en una cabaña india para comer. La esposa estaba en casa con sus hijos, - pequeños, de apariencia agradable y saludable. Sobre el piso junto a la puerta, colocaron carne de carnero, papas y huevos sancochados, acompañados de un buen pan de trigo. Los niños y los perros formaron un círculo alrededor de nosotros. Después de la comida, la mujer me dio una naranja, y dijo que provenía de los montes, señalando hacia los Andes, al este de donde estábamos. Algunos de estos indios cruzan la cadena de montañas, y cultivan sobre la ladera oriental para luego vender sus productos en el mercado, cultivan en aquellas mesetas -Puna - que es como los españoles llaman a las llanuras elevadas.

El esposo estaba trillando cebada junto con sus vecinos. Con el pisoteo de bueyes y caballos separan los granos de la paja. Por las tierras de este valle plano existen muchos de estos grupos para efectuar la trilla.,Para desbrozar el grano lo arrojan por encima de la cabeza de un hombre en un día de mucho viento. Muchos de ellos sufren inflamaciones a los ojos, e incluso en ocasiones los pierden debido a un cambio del viento, que hace que las barbas de la cebada les entren a los ojos.

Hay bastante ganado vacuno por aquí, y también al pie de las montañas; asimismo, hay iglesias blancas que se levantan en medio de una densa población de indios. Nos encontramos con un grupo de recaudadores de tributos, que pasaban entre los trilladores, con sus bastones con puños de plata, recibiendo como tributo una medida de grano en lugar de dinero. Son indios ya todos ancianos, muy bien vestidos, con una cierta apariencia respetable de cuáqueros; con sombreros de ala ancha y cuellos parados. También es una época de mucha actividad para los sacerdotes, quienes van de un lado a otro para cobrar el diezmo a los campesinos. En el valle todo es actividad, y la gente está contenta. Las mujeres van de visita de un lado a otro, a horcajadas sobre burros pequeños y rechonchos. Es una estación de abundancia. Cuando se pierde la cosecha en estas mesetas, el padecimiento de los indios es muy grande. La época de siembra es en setiembre, poco antes de que comiencen las lluvias. Si hay fuertes heladas en febrero, muy posiblemente vendrá un periodo de hambruna.

Al cruzar una pequeña colina sobre el lado este, pudimos apreciar en toda su magnitud el gran valle de Juaja (sic) que se prolonga hacia el sur. Los picos nevados se encuentran representados en un bosquejo hecho desde nuestro campamento ubicado cerca del pueblo.

La esposa de José y sus hijos vinieron a la tienda de campaña, y nos trajeron la cena, y alfalfa para las mulas. Uno de los hijos, un muchacho de apariencia agradable de dieciocho años, se ofreció a ir conmigo. José deseaba que le permitiese ir, y no tuve ninguna objeción; pero cuando su madre vino a preguntarme si no estaba satisfecho con llevarme a su esposo sin llevarme a su hijo que era su único amparo, dejé el asunto de José y su hijo en sus manos. Resolvió el caso a su manera, y me dio su bendición.

Juaja (sic) tiene una población de casi 2,500 habitantes. Digo casi, porque no se conoce nada parecido a un censo por estas alturas. Las calles son de un piso, con paredes de adobe, o de ladrillos no cocidos, y con techos de tejas. Las calles están bien pavimentadas, y se extienden en ángulos rectos. Una iglesia pequeña, bonita y de paredes encaladas se levanta en la plaza, donde las mujeres venden sus mercancías y rezan sus oraciones. Los indios vienen al mercado y a la iglesia al mismo tiempo; el domingo por la mañana es el gran día para comprar o vender. El aspecto de una manada de caballos es tan miserable que parecen ratones; los caballos de las tierras bajas y de las costas son muy superiores a éstos.

Los hombres llegan a edades bastante avanzadas en este,clima; 70, 80, y 90 años son edades comunes; algunos viven hasta los 120 y 130 años. Tengo la impresión de que los indios tienen una vida más larga. Se ha sabido que las muchachas mestizas y las criollas españolas han dado a luz niños a los 8 y 9 años de edad.

La población criolla española es limitada; por lo general son tenderos, siendo los únicos que comercian con mercaderías del extranjero, las que son vendidas al por menor a los indios con enormes ganancias. Viajan a Lima a comprar la mercadería, la cual es utilizada como un incentivo para que los indios trabajen en las minas de plata, que existen a tres leguas al este de Juaja (sic), en la cadena de montañas de los Andes, pero que actualmente son poco explotadas. Los indios prefieren el azul en sus trajes a cualquier otro color, y utilizan cantidades considerables de índigo. La demanda de cera por parte de las iglesias es de cierta consideración. Los principales artículos que se exportan a Lima son huevos y lana, los cuales cruzan la Cordillera a lomo de burros. Los viajeros no saben por qué encuentran tantos huevos malogrados en el desayuno en Lima. Es costumbre que circulen por toda la región como moneda corriente o dinero por algún tiempo antes de ser enviados a la costa para servir de alimento. La señora de José dice que con tres huevos podría comprar un vaso de aguardiente, o cualquier otra cosa por el valor de seis peniques en el mercado. Los indios inspeccionan el negocio de transporte.

Los mestizos son zapateros, herreros y talabarteros. Parece gustarles la música y el baile, y adoptan la altivez de un superior, y tratan despóticamente al indio honrado.

Nuestro camino atraviesa un valle fértil, que en casi toda su extensión tiene cuatro millas de ancho, y es tan plano como un piso. Las montañas que se levantan a ambos lados son áridas e improductivas, excepto en los barrancos. El deslizamiento de suelos que ocurre cada seis meses es de enormes proporciones; durante la estación lluviosa los torrentes de montaña vienen desde las cumbres cargados de tierra. La disminución del tamaño de las montañas desde cuando fueron creadas hasta el día de hoy, y el hecho de que esta cuenca se haya llenado, hacen que uno se pregunte espontáneamente, si es que este valle no fue alguna vez un lago. El río Juaja (sic), que nace en el Lago Chinchaycocha al norte de Tarma, corre lentamente y serpenteante a lo largo de todo el valle, se desliza a través de los Andes, y súbitamente se precipita a una gran velocidad, como si fuese consciente de su larga travesía, por el Ucayali y el Amazonas, hacia el Océano Atlántico. El lecho del río tiene media milla de ancho, y en la estación lluviosa es probable que tenga dieciocho pies de profundidad. Lleva muy poca agua ahora. Las riberas descienden perpendicularmente. Los árboles pequeños y las flores que crecen en el valle le dan una apariencia de frescura, sin embargo, el sol calienta mucho a medida que avanzamos por el camino polvoriento. Los manzanos son casi del mismo tamaño que los arbustos de frambuesas.

Hay pocas variedades de pájaros en el valle; algunos pichones y tórtolas mantienen la mesa bastante bien abastecida. El pequeño Ignacio se interesa mucho por la cacería, sus ojos penetrantes se mantienen en constante alerta para disparar. Cerca del río se encuentran las agachadizas; entre las flores, se ve y se oye al colibrí.

El camino atraviesa varios lechos secos, arroyos de dimensiones considerables durante la estación lluviosa. En estos momentos, sólo hay agua suficiente para las lavanderas, quienes con la espuma del jabón echan a perder el agua quedando inservible para nuestras bestias. Atravesamos la aldea de San Lorenzo, y el pequeño pueblo de Concepción (sic: Concepción). Un silencio de muerte invade estos parajes; la gente está en los campos, a excepción de algunos criollos que están sentados entre las flores de sus bonitos y pequeños patios. Las calles son estrechas y las casas pequeñas. Todos los pueblos de la Puna están construidos casi en un mismo estilo, y del mismo material; la única diferencia en su apariencia exterior la da el cultivo de follajes y flores, donde el suelo y el clima lo permiten. Cuando no es éste el caso, el pueblo tiene un aspecto simple e insulso. Los niños, los perros y los cerdos, las ollas de barro y las camas de paja están alrededor de una fogata encendida en el piso de tierra de una casa de una sola habitación. El humo sale por la puerta, que es la única abertura por donde entra luz o aire. Durante las tormentas, o en las noches, se cierra la puerta. Un vistazo al interior basta al norteamericano para saber que ahí no puede descansar. Sin embargo, aquí en el valle, se cocina bajo los árboles, y los ocupantes de la casa se pasean bajo la sombra. A menudo, hemos observado expresiones de amistad entre niños y perros; éstos últimos expresan su alegría moviendo la cola, mientras que el niño sonríe y le jala las orejas. El chancho es la criatura más inquieta que hay por estas alturas. Mientras está solo, se le ve caminando de un lado a otro en la parte baja del valle; pero cuando ve que el niño y el perro están juntos, mueve la cola como si fuera un sacacorchos, da saltos y camina balanceándose emitiendo gruñidos que invitan a jugar. Al poco rato está echado de costado, con el niño encima de él, girando la cola graciosamente, mientras que el perro la toca con su pata y trata de cogerla con los dientes. El afecto que manifiestan las diferentes especies animales, en estas asociaciones, es extraordinario. El perro en cualquier otro lugar en ocasiones mata y se come a las ovejas; aquí, las protegen día y noche. El chancho forma un vínculo con el burro, el cual lo abandona, en esta época del año, por una hembra de su propia especie. El carnero intima con el caballo o el toro, y no es sino con dificultad que pueden ser separados. El cordero va tras las niñas indias en abierta desobediencia al llamado de su madre. Hay pocos gatos domésticos. No pueden vivir en zonas de gran altura.

Ningún otro lugar del Perú tiene una población más densa que la del valle de Juaja (sic). Allí, casi al pie de las montañas, en el lado este se encuentra el pueblo de Ocopa, con sus conventos y escuelas. Desde ese lugar, los misioneros han tomado diversos caminos con dirección a la selva que se encuentra al este ' arriesgando mucho sus vidas y perdiendo todas sus comodidades, a fin de enseñar al hombre cobrizo cómo cambiar sus modales, costumbres y creencias. Algunos han tenido éxito, otros han fracasado, siendo asesinados o forzados a retroceder ante los ataques con hachas de armas; sus instalaciones han sido destruidas por el fuego, perdiéndose muchos años de trabajo; sin embargo, algunos nunca se rinden.

Ignacio lleva transversalmente el poste de nuestra tienda de campaña sobre la perilla de su silla de montar. Su sedienta mula corrió entre otras dos que estaban cargadas con equipaje. El poste barrió al muchacho y éste se cayó por encima de las patas traseras de la criatura en medio del arroyo. Al instante ya estaba nuevamente sobre la montura. Su padre se rió de él, y decidió llevar el poste.

En el centro del valle están los restos de una ciudad antigua; las paredes de piedra de estas ruinas tenían una altura de 12 pies, y un espesor de 1 a 1 1/2 pies. Las paredes de hoy en día son de adobe, y tienen un espesor de 3 a 4 pies. Algunas de las construcciones fueron cilíndricas; otras oblongas, pero por lo general rectangulares, de 12 por 18 pies. Las cilíndricas son más grandes y están mejor ubicadas. Las calles son muy irregulares y estrechas; no se ve ninguna plaza o iglesia. Las ruinas tienen una extensión de media milla de norte a sur, y de 200 yardas de este a oeste, están ubicadas sobre una loma, que posiblemente fue una isla antes que el camino inca fuera construido, y que ahora tiene una cerca de cactos por ambos lados. Debido a que las tierras que rodean a esta antigua ciudad se utilizan para el cultivo de maíz, no se pudo hallar restos de cosas interesantes. El trabajo de mampostería es muy tosco, sin embargo, hay restos de argamasa. No se sabe con certeza cómo techaron las casas, pero por la inclinación que presentan las caras internas de las piedras de las casas que fueron circulares, es posible que el trabajo de mampostería haya sido prolongado hacia lo alto hasta un determinado punto, lo cual habría dado a la casa una forma de pan de azúcar. Además de puertas, tenían aberturas para ventanas.

Pasan manadas de burros, cargados con pequeñas bolsas de cuero crudo llenas de azogue proveniente de las minas de Huancavelica, con rumbo a las minas de plata de Cerro de Pasco.

El sábado 12 de julio al atardecer, acampamos en la parte sur del pueblo de Huancayo, y nos quedamos hasta el lunes por la mañana, dándole al destacamento su habitual día de descanso. Al entrar a este pueblo vimos los primeros signos de adelanto en la construcción de un puente de piedra; el trabajo de mampostería es comparable al de los lugares más prósperos. Los hombres y las vacas de este lugar son más grandes que cualesquier otros que hayamos visto. La gente es muy cortés. Los indios nos complacen con todo lo que necesitamos, y parecen interesados en nuestra empresa. José pide permiso para ir a la iglesia., y dinero para comprar zapatos. El canto de las ranas nos hace recordar nuestro hogar. Algunos árboles son mucho más grandes que los que habíamos visto hasta ahora.

Algunas personas tienen marcas de viruela; pero por aquí no hay fiebre intermitente. Algunas mujeres tienen unos bultos espantosos en el cuello, los llaman cota* (sic: coto) o bocio, ocasionados por beber agua de mala calidad, o agua de nieve desprovista de sales. Pero la razón por la cual esta enfermedad ataca generalmente sólo a las mujeres me es desconocida, a no ser que los hombres nunca tomen agua. Fue muy evidente, por la bulla que se oyó después de la misa, que encuentran algo más fuerte. Pienso que la gente por lo general no se distrae, excepto los domingos por la tarde, cuando ambos sexos parecen estar dispuestos a divertirse en grande. Durante la semana están ocupados en otras cosas.

Al salir del valle de Juaja (sic), atravesamos una región abrupta y escarpada. Sobre los rastrojos de cebada las ovejas están pariendo corderitos.

Una mujer que va plantando legumbres tras el arado, lleva a su bebe sujeto en una manta sobre sus hombros; por la bulla que este hacía, tengo dudas acerca de su predilección por las legumbres. Unos bueyes enyugados por los cuernos tiran del arado. Este está hecho de dos piezas de madera - la esteva y la cuchilla forman una sola pieza, a la cual se acopla la cama del arado; la parte inferior de la cuchilla está reforzada con una placa rectangular de hierro, no tiene cizallas, de modo que el surco queda abierto al echar la tierra a ambos lados, al igual que con el arado de una sola cuchilla de Carolina del Norte. Algunos indios están sembrando sobre una colina, mientras que otros están subiendo agua de un arroyo en unos cántaros grandes, con la finalidad de regar las verduras que ya asoman en la tierra.

Algunos indios que están por el camino se ven muy pesarosos después de la jarana del domingo. Un hombre que iba a caballo, con su esposa montada detrás suyo, cargando a su bebe en una manta sobre su espalda, se veía tan incómodo como su pequeño y miserable caballo. El camino está marcado con piedras a cada legua de tres millas: algunas mediciones deben haber sido hechas el lunes por la mañana después de una jarana. Los pequeños pueblos de Guayocachi y Nahuinpacyo están habitados por indios únicamente, y tienen una apariencia ruinosa. Las calles son campos de apacentamiento, y las casas antiguas y destruidas sirven de lugares de descanso para los buitres. Hubo truenos, lluvia y granizo; los pedriscos eran tan grandes como arvejas, y suaves como bolas de nieve. Los relámpagos destellaban a todo nuestro alrededor en el valle, mientras que las nubes negras traídas por los vientos del sureste retrocedían rápidamente debido a la acción de una fuerte ráfaga del noroeste. Termómetro 45º.

Los indios recolectan el estiércol de los animales para utilizarlo como combustible. Aquí, la leña para quemar es sumamente escasa. Las aguas verdes del Juaja (sic) descienden precipitadamente por profundas cañadas; su fuerza se utiliza en un molino de harina. El grano es machacado. Las ramas de unos cuantos cedros de gran tamaño dan sombra a la puerta del molinero, un mestizo anciano y cortés. Al ir río abajo, llegamos a un hermoso puente de piedra, nuevo y encalado, de un solo arco, a 30 pies de la superficie del río. Al pagar un chelín por mula por concepto de pontazgo, atravesamos el Juaja (sic) y entramos al pequeño pueblo de Iscuchaca (sic Izcuchaca). Cerca del río hay sembrados de alfalfa, y durazneros florecientes. Un hombre natural de Copenhague, Dinamarca, se presentó ante nosotros y nos invitó a su casa. La gente le había dicho que unos compatriotas suyos habían llegado. Era platero y boticario, pero el gobierno peruano lo había contratado para construir este hermoso puente de piedra, que ya había terminado, y se había casado con la primera muchacha bonita que vivía en la calle a la cual conducía el puente, hija de un oficial retirado del ejército peruano. Antiguamente, el puente que atraviesa este río estaba construido de madera. Durante una revolución, uno de los bandos le prendió fuego quedando sólo la base de piedra. El hombre de Copenhague reunió una cierta cantidad de estas piedras, las puso al fuego en su forja, y calentó un pedazo de hierro al rojo vivo. Las denominé carbón fósil de pizarra; material bastante resistente; inadecuado para trabajos de herrería; sin embargo, se le utiliza para accionar una máquina en las minas de Castro-Virreyna (sic), en las cuales está interesado. En las cercanías hay manantiales de aguas termales; se recogieron muestras de hierro magnético en una montaña situada a 1 1/2 leguas al noreste del pueblo. Aquí crece el arbusto llamado Matico*. Se cuentan muchas historias acerca de los efectos de esta planta medicinal, que ha sido utilizada como infusión entre los indios, y como una cataplasma para las heridas.

Iscuchaca (sic) tiene una atractiva ubicación, está rodeada por montañas desiertas que parecen aprisionarla. El Juaja (sic) se dirige serpenteante hacia el Atlántico, mientras que nosotros subimos por un despeñadero hacia el Pacífico.

Las aguas de un río de vertiginosa corriente son algo saladas, y su temperatura es de 50º, mientras que la del aire era 65º. Un gran número de excelentes mulas descienden precipitadamente por el estrecho camino. El ganadero me dice que es de I_a (sic: Ica), que va rumbo a las minas de Cerro Paseo (sic: Cerro de Paseo), en donde vende sus mulas a cambio de plata. Ica (sic) está ubicada tierra adentro en relación a Pisco, en la costa.

Entre las montañas, en la cima de un desfiladero peligroso y elevado, hay una cruz de madera que ha sido levantada por la gente de los alrededores. Todos los viajeros sin excepción se sacan el sombrero al pasar, y rezan para poder pasar sin peligro, o en agradecimiento por haberlo hecho. Frecuentemente, las mujeres adornan estos símbolos con coronas de flores, se persignan con devoción, y siguen su camino. José me rogó que colgara el barómetro de montaña a un brazo de la cruz. Mientras yo tomaba la lectura del mismo, él observaba con gran admiración.

El pequeño pueblo indio de Guando (sic Huando) es el primero que hemos visto construido de piedra. Está ubicado en lo alto de las montañas, y tiene un aspecto sumamente ruinoso. A un lado de una calle estrecha estaban sentados unos niños de escuela, recitando sus lecciones a sus maestros quienes se hallaban en el lado opuesto. A medida que pasamos entre ellos, todos los muchachos se pararon y saludaron cortésmente con una venia. Entre los habitantes se apreciaba un número inusual de mujeres de edad avanzada. La tentación por preguntar sus edades fue grande; pero como a algunas les molestan las preguntas de ese tipo, podría haber ganado una enemiga sin conseguir un solo dato. El bosquejo de una cabaña india del valle representa a los habitantes. José aparece en medio del hombre y su esposa, diciéndoles en quechua que yo vivo en un lugar muy distante en el norte, y que quiero mostrarle a la gente de allá qué clase de gente existe aquí. El anciano indio mastica una gran cantidad de hojas de coca. La mujer se ve sorprendida, y el niño está aburrido, sin embargo, todos continúan en la posición que se les dice. El hombre, estaba trillando cebada con un palo largo. La mujer estaba cocinando, y el niño estaba jugando con el perro cuando nosotros llegamos. Las noches son muy frías, los días cálidos y agradables. A una iglesia y a unas cuantas casas que se hallan cerca al camino se les ha dado el nombre de Acobambilla. Los indios de los alrededores responden al llamado de las campanas que invitan a orar.

Subimos a la cima de la montaña y vemos nieves perpetuas en todas las direcciones, adornadas con nubes cúmulos espesas y negras, encima de las cuales los cirros apuntan hacia lo alto; en el cenit el cielo está despejado y es de un azul intenso. Agua de un manantial 44º; aire 45º.

Richards disparó a cuatro gansos silvestres con su carabina de una sola bala; dos de los gansos escaparon rápidamente, dejando a los otros muy asustados. Los gansos atravesaron volando un lago pequeño cuyas aguas provienen de las nieves. Estas aves son de color blanco, tienen las puntas de las alas y de la,cola negras, y el pico y las patas rojos, son tan grandes como los gansos domésticos, aunque no son tan tiernos. No se vieron peces, sólo renacuajos. Los patos silvestres se mantenían a cierta distancia. Una llama está pastando y pariendo a su cría casi al pie de la franja de nieves perpetuas. Las alpacas y los huanacos (sic: guanacos) -especies de la familia de las llamas- son también numerosos. Las llamas tienen la misma utilidad para la raza aborigen de América del Sur, que los camellos para el hombre errante de Arabia. Estos animales llevan cargas de cien libras, por caminos que resultan demasiado peligrosos para la mula o el asno, y suben por montañas cuyo ascenso es difícil para el hombre. Principalmente, se les utiliza para transportar la plata de las minas. Los indios les tienen mucho cariño; aunque las guían con un látigo, éste es utilizado en raras ocasiones; cuando una se queda atrás o se echa en el camino, el indio le conversa y la convence para que olvide su cansancio y se levante nuevamente. Alrededor de sus garbosos cuellos les cuelgan campanitas, y adornan las puntas de sus orejas con pedazos de cintas de colores. Su carácter, al igual que el de sus amos es apacible e inofensivo, salvo cuando se les apresura demasiado; de ser así escupen a los indios, o se escupen entre ellas; esa es su única arma de ataque; se cree que su saliva es venenosa. Requieren muy poco alimento, el cual encuentran en las montañas, y son mucho más templadas que quienes las arrean; necesitan muy poca agua. Las liberan de su carga al mediodía de manera que puedan alimentarse. Tengo entendido que nunca comen de noche. Buscan las zonas frías de los Andes; la naturaleza les ha proporcionado una tibia capa de lana, y no necesitan de un refugio. Aunque son animales débiles, comúnmente su recorrido diario es de 15 millas; sin embargo, después de tres o cuatro días de viaje deben descansar o de lo contrario mueren en el camino.

El movimiento de su cabeza y cuello al atravesar los despeñaderos de las montañas puede ser comparado al del cisne al nadar sobre aguas tranquilas. De su lana hacen telas gruesas y de buena calidad, de varios colores, rara vez de color entero. Al huanaco (sic) se le reconoce por ser más grande que la llama; se dice que es difícil adiestrarlo, incluso cuando se le empieza a enseñar desde pequeño. Nunca renuncia a sus ideas de libertad, y volverá a unirse a sus compañeros cada vez que se le presente una oportunidad.

La alpaca es la más pequeña, tiene lana abundante y de las más,finas; su cuerpo se asemeja al de una oveja con cabeza y cuello de llama. José me dice que su carne es buena para comer, pero al igual que las otras no es muy sabrosa. La lana de alpaca es muy conocida en los mercados; los indios la utilizan para hacer prendas, y la negocian en la costa por medio del trueque. En este departamento y en las zonas que están más al sur se crían muchos de estos camellos del nuevo mundo. Se ha podido observar que buscan el lado sur de las montañas; probablemente hay menos evaporación que en el lado norte, y los pastos son más frescos y provocativos. Por lo general, en el lado norte de las montañas se cultiva cebada.

Después de un largo y agotador descenso nos detuvimos en la plaza principal del pueblo de Huancavelica, al frente de una pequeña tienda que estaba en la esquina. Saqué una carta de presentación para el dueño de casa, la cual me fue dada por su amigo, mi "compatriota" de Copenhague, y la entregué a una mujer joven y muy bonita, que estaba en la puerta, cosiendo. Me invitó a entrar y pasé al dormitorio de su esposo quien estaba tomando una siesta. Había tantos vestidos de mujer regados por todas partes que me vi obligado a sentarme en la cama. El esposo me estrechó la mano, se frotó los ojos, bostezó, y luego se rió. Dijo que le alegraba mucho verme, que todo lo que había en la casa era mío. Pusieron nuestro equipaje en una habitación, e inmediatamente se iniciaron los preparativos para la cena. Mientras estaba descansando, un oficial, que llevaba puesta una gorra con un cordón dorado, pantalones grises, y una chaqueta militar a medio abotonar, entró, y preguntó de donde venía yo, y dado que él era teniente de la policía, dijo que me agradecería si le mostraba mi pasaporte. A manera de respuesta le pregunté si, en su opinión, el mundo no estaba lo suficientemente civilizado como para permitir que la gente transite sin dichos documentos. Fue muy evidente que al teniente nunca antes le habían planteado una pregunta de este tipo. Le dije que regresara para cuando hubiese desempacado, pero nunca lo volví a ver, aunque oí que Don*_____________había dicho que, "los norteamericanos precisaban de un trato diferente al que se le daba a aquellos que eran de otras partes del mundo; ellos no sabían lo que era un pasaporte, a pesar de que eran personas muy inteligentes."

Don*________administra una casa de juego, en donde se puede tomar café caliente y helados pidiéndolos en la tienda que es atendida por su pequeña y linda esposa. Todas las damas del pueblo visitan la tienda al atardecer para refrescarse al cabo de una caminata, mientras que los criollos españoles dedican su tiempo a un juego llamado Monte* hasta el amanecer. Este es un hotel, en lo que a comida y bebida se refiere, y la única casa del pueblo en su género que es administrada por un español. Abrieron la casa después del matrimonio de la joven pareja, y se piensa que es un buen negocio, a pesar de que a la novia pudiese molestarle llevar una vida tan trabajosa, incluso en medio de tanto helado, durante la luna de miel.

El pueblo de Huancavelica tiene una población de aproximadamente 8,000 habitantes y está situado en una cañada profunda, rodeado por un sinnúmero de picos elevados. Es la capital del departamento, y el nombre que lleva se lo pusieron los incas. La cañada corre de este a oeste, y tiene un ancho promedio de una milla. Por ella atraviesa un arroyo con dirección hacia el este. En las inmediaciones, se encontraron manantiales de aguas termales con 82º Fahrenheit. El pueblo está dividido en dos circunscripciones; tiene un total de seis iglesias, un hospital y un colegio de enseñanza superior para hombres jóvenes, en el cual se enseña física, química y mineralogía. La plaza está adornada con una fuente de piedra. Al lado de la montaña de Cinabrio, en la cual se encuentra la afamada mina de azogue de Santa Barbara (sic: Santa Bárbara), se levanta una catedral. Al subir por esta montaña, llegamos a una entrada de 15 pies de alto y 12 de ancho, abierta en la arenisca. La entrada del lado suroeste del pico parecía un túnel de ferrocarril. Los glaciares eternos se encuentran en esta entrada. De la parte superior cuelgan carámbanos, y bajo nuestros pies se extienden capas de hielo. Unos indios con el rostro lleno de hollín y de aspecto rudo, empujaban unas carretillas cargadas de azogue. Cuando el administrador*, un mestizo alto, con marcas de viruela, me dijo -Señor, estamos todos dispuestos a guiarlo por las minas de Huancavelica- sentí como si fuera a decir, para ser enterrados vivos. Entramos a ese agujero negro, ubicado aproximadamente a 600 pies por debajo de la cima de la montaña. A medida que dejábamos atrás la luz del día, pensé en casa; luego oí un estrépito espantoso, el mestizo me informó que era la parte superior de la mina que se estaba derrumbando. Tras un ruido sordo se oyó cómo las aguas profundas en algún lugar de la parte baja salpicaban en todas direcciones; luego se sintió súbitamente un fuerte olor a sulfuro de arsénico. Un poco más adelante vi un par de ojos en la oscuridad. Le di la voz a Richards para que levantara su antorcha; según mi brújula, estábamos yendo de este a noreste; los ojos pertenecían a un pequeño niño indio que estaba parado a un lado de la mina, con una carga de mineral sobre su espalda, mientras nosotros pasábamos; él había venido por un pasadizo estrecho llamado "Cuidado con la cabeza", caminando sobre sus manos y rodillas, y había levantado una polvareda asfixiante. Después de refrescarnos en un manantial cuyas aguas tenían una temperatura de 50', entramos a una plaza, en donde las mujeres del mercado venden sus productos a los hombres que rara vez salen de las minas. A un lado de esta plaza, al sostener las antorchas por encima de nuestras cabezas, podemos ver un hermoso puente, y más allí de éste, una escalera que conduce a una oscuridad absoluta; al otro lado hay un lago - la otra orilla no se distingue, aunque el sonido de un martillo flota sobre sus tranquilas aguas. A medida que avanzamos entre columnas de color de ladrillo rojo, que sostienen el enorme peso de la parte superior, vemos una antorcha de luz débil junto a un trabajador, el cual está sentado con su martillo y cincel, cortando y agujereando los Andes. El administrador* me dice que hemos recorrido la mitad del camino; si deseo subir las escaleras, podemos acercarnos al pico. Para cualquier lado que tomemos, encontramos un camino que recorrer. Le dije que por favor se mantuviera a una misma altura en la medida de lo posible. Se detuvo, y después de dirigirle unas palabras al guía indio, dijo que había tomado el camino equivocado, y tuvimos que retroceder cierta distancia. Después de golpearnos las cabezas, y caminar doblados en dos, en una posición de lo más incómoda, con unos deseos terribles de respirar aire fresco, finalmente, nos enderezamos en la iglesia de San Rosario, que tiene forma de rotonda, y una altura hasta el techo de 100 pies. Sobre el altar estaba tallada, en cinabrio macizo, la Virgen María, con el Niño en sus brazos. Cuando los indios pasan, con el sombrero en la mano, se vuelven, y arrodillándose debajo de sus pesadas cargas de mineral, rezan una corta oración, se persignan, y siguen su camino a la luz de las velas que están siempre encendidas en el altar. El indio trabajador, que rara vez sale de estas oscuras regiones, acude al llamado de las campanas de la iglesia y ofrece sus oraciones para estar protegido de los peligros de la mina. El domingo por la tarde, en esta rotonda, se reúne con sus paisanos que trabajan al otro lado del lago; ellos cuentan que ven la luz del día en la punta del cincel al dirigirlo hacia lo alto, en lugar de guiarlo hacia las profundidades de la tierra.

Después de una caminata de dos horas salimos al aire fresco por el lado norte de la montaña. Las capas de arenisca que separan el Cinabrio son tan angostas, que casi podría decirse que el pico es una masa sólida de azogue. Actualmente, hay 120 indios, entre hombres, mujeres y muchachos que se dedican a extraer el metal. Quienes están encargados de picar el mineral trabajan en gran medida como a ellos les parece - es decir, pican sin moderación; esto pone en peligro a quienes se hallan en el interior, ya que el indio ignorante corta lo que en sí constituye los soportes. Sacan el mineral por ambos lados del pico, en bolsas de cuero crudo, colgadas sobre las espaldas de los muchachos, y luego lo llevan en carretillas a los hornos de las cercanías, en donde los hombres lo pican en pedazos pequeños, y las mujeres hacen pequeños bloques con el polvo. Dichos bloques se colocan en el fondo de un brasero de hierro de gran tamaño, lo suficientemente separados como para dejar pasar el calor, y encima se llenan con mineral hasta alcanzar una profundidad de tres pies. Debajo se enciende una fogata con gruesos pastos de las montañas; una fuerte corriente de aire lleva el vapor del cinabrio caliente, a través de una retorta de tuberías de barro, insertadas unas en otras, a lo largo de una distancia de cinco o seis pies, en donde se condensa, y el azogue queda depositado en el fondo. Después de que el mineral se ha calentado bien, lo que por lo general toma ocho o diez horas, se cierran las puertas del horno, continuando la destilación por tres o cuatro horas. Seguidamente, se vacía el azogue en calderas, se lava con agua, y se seca, quedando listo para ser llevado al mercado, aquí se vende a un dólar la libra. Se envía en todas direcciones hacia las minas de plata del Perú.

Debido al método rudimentario de extracción y fundición, la pérdida de mercurio es enorme. Las uniones de las tuberías de barro están cubiertas con arcilla, a través de la cual escapa el vapor antes de tener tiempo para condensarse. Resulta difícil regular el calor con el pasto seco de las montañas, el cual arde y se extingue al poco tiempo, haciendo que las puertas deban mantenerse abiertas, y que un hombre tenga que alimentar constantemente el fuego.

La mina es propiedad del gobierno y es arrendada a una compañía, la cual mantiene en secreto su rendimiento anual. Los salarios de los trabajadores nunca ascienden a más de cincuenta centavos diarios. La compañía les proporciona todo lo que necesitan de la tienda -una especie de bodega para sobrecargos- resultando ser un negocio enteramente beneficioso para la compañía. Sucede con frecuencia, que cuando llega el día de arreglar cuentas, el trabajador está endeudado en los libros de su empleador; entonces, es obligado a regresar a la mina para trabajar.

Se dice que se puede encontrar cinabrio en una distancia de diez leguas, en todas las direcciones, partiendo de Santa Barbara (sic), y que los Incas lo conocieron y lo utilizaron. Se han descubierto restos de pequeños hornos, en forma de retortas. Los indios lo utilizaban para pintar sus rostros.

La única cuenta que se halló sobre el rendimiento anual de esta afamada mina correspondía al periodo entre 1570 a 1790; durante estos 220 años, Santa Barbara (sic) produjo l'040,469 quintales (100 libras) de azogue, o un promedio de 47,294 libras por año. Durante este periodo, el precio fluctuó entre los cincuenta y cien dólares por quintal, según la tabla de precios fijada por la corona española.

Huancavelica se encuentra por la ruta que va tierra adentro y que une Lima y Cuzco, y está a una distancia de 73 leguas de Lima. Aunque éste no es el trayecto más corto hacia la costa, es sin embargo el mejor camino en la actualidad que conduce al mejor puerto marítimo. De esta enorme masa de cinabrio no se exporta una sola libra. Inglaterra encuentra mercado para otro azogue en las minas de plata del Perú; el cual es llevado en cántaros de hierro alrededor del Cabo de Hornos a un gran costo, siendo transportado sobre el lomo de mulas, casi por la misma boca de la mina de Santa Barbara (sic). Los caminos son muy estrechos y accidentados; sería imposible conducir una pieza de artillería por ellos en el estado en que se encuentran actualmente; se llevó un piano de Lima a Huancavelica, y hasta la fecha continúa rajado, a pesar de que la casa en donde está es el centro de diversión y atracción; el dueño espera que la música de "La última rosa del verano" llegue con la siguiente recua de mulas. La carga procedente de Lima llega en diez días; las valijas del correo, en una mula, hacen el recorrido en seis días. A I_a (sic), que está a 50 leguas, la carga llega en ocho días.

No hay extranjeros en Huancavelica. Son pocas las familias criollas, y la población indígena es muy pobre. Las verduras que producen las cultivan en esta fría cañada; los habitantes, por lo general, permanecen dentro de sus casas; casi todos los criollos españoles han estado en Lima de visita, o han sido educados allí, y poseen una manera de ser alegre y agradable, y hacen que las tardes frías y aburridas transcurran gratamente. No tienen chimeneas en sus casas; como un substituto, se entretienen con alegres juegos de brincos y saltos, y haciendo ejercicio se mantienen bien hasta la hora de ir a la cama. Era, sin lugar a dudas, una manera divertida de reunir a las familias, y resultaba agradable ver a la gente mayor correteando despreocupadamente, como niños, junto con los jóvenes. En una de esas ocasiones, a un caballero corpulento se le dislocó el dedo pulgar; una muchacha bonita sujetó la punta del dedo, mientras que otros lo ponían en su sitio jalando de las faldillas de su saco. Uno de los juegos se parece en algo a "la búsqueda del tesoro". Todos los jugadores se quedan parados en el centro de la habitación y continúan al escuchar la música de una guitarra, violín o flauta. Las casas están aceptablemente bien amobladas y alfombradas. Los indios hacen las veces de sirvientes. Se los llevan desde pequeños, crecen junto con los hijos, y comúnmente se quedan toda su vida con la familia; otros escapan al llegar a la mayoría de edad, o cuando quiera que se sienten descontentos. Las muchachas indias, a menudo, son mucho más apegadas a sus patrones, y sirven de cocineras y domésticas; se ven extraordinariamente lindas en sus trajes, semejantes a los de estilo "bloomer". (Vestido de mujer que consta de falda corta. calzones anchos ceñidos en los tobillos y, por lo general. sombrero de ala ancha. Debe su nombre a Amelia Bloomer, feminista norteamericana nacida en Homs (Nueva York). quien hacia 1850 adoptó y popularizó el traje creado por Isabel Smith Miller). La gente usa ropa gruesa aquí, incluso dentro de la casa; es raro ver a las señoras sin chales, o a los caballeros sin capas o sobretodos. El único combustible conocido es el pasto de las montañas, y el excremento seco de la llama, similar a lo que nuestros cazadores llaman "boñiga seca de búfalo".

El Prefecto del departamento fue muy amable y atento. Me dio pasaportes para todos los tenientes de policía del sur del Perú, y los instó a que como buenos ciudadanos colaboraran conmigo; además, me ofreció cartas personales de presentación para sus amigos a lo largo de mi ruta. Manifestó la opinión de que probablemente el Sr. Gibbon estaba yendo a Carabaya, con el propósito de averiguar si es que el oro de allí no era "el otro extremo de la veta de California". Saldé cuentas con Francisco y su pequeño hijo Ignacio, al regresar ellos a casa. Aquí, conseguimos mulas de alquiler en una posta y contratamos nuevos arrieros*, omuleros. Las alforjas de José fueron surtidas generosamente con pan y queso. Una muchacha india llegó a tiempo para que la pequeña y linda esposa de Don* _ comprase parte de un cordero para nosotros, y seguimos nuestra marcha, sintiendo un gran afecto por el pueblo, ya que aun cuando su clima y su tierra son inhospitalarios, su gente bondadosa no lo es.

Los exterminadores de perros corrían por las calles con pequeñas porras, y cuando un perro herido vino corriendo para protegerse entre nuestras mulas de carga, la esposa gorda del arriero* se pegó a su perro regalón hasta que los exterminadores se perdieron de vista. Por lo general, las mujeres acompañan a los arrieros* una cierta distancia del camino, llevando provisiones, las cuales comen y beben a un lado del camino justo antes de partir. Al ascender por un camino accidentado y rocoso, al borde de cañadas fuertemente erosionadas, llegamos a las montañas cubiertas de suaves pastos. Entre picos de estratos perpendiculares, unos rebaños de llamás están pastando. Por allá, hay un lago de aguas transparentes provenientes de la nieve, y allí están paradas cinco hermosas vicuñas, mirándonos atentamente. Qué animales tan bellos, y qué apariencia tan salvaje tienen. Vienen a pastar aquí con sus parientes las llamás. "Richards da una vuelta alrededor de la montaña; José ve con el equipaje y sigue el camino, mientras yo subo por esta cañada e intento un disparo. " Todos nos pusimos en marcha. El macho da un silbido que suena entre las colinas como el chillido de un pavo silvestre; las cuatro hembras huyeron. El macho no se mueve; a medida que me acerco a él, grita más fuerte, y mucho antes de poder tenerlo al alcance de mis balas, escapa por la ceja de la montaña. El marinero Richards nunca renunciará a la persecución; hizo correr a su mula hasta dejarla sin aliento, y ahora las persigue a pie.

La vicuña es más pequeña y es un animal de figura mucho más bonita que la llama, con una capa de lana fina y rizada; su color se asemeja al del venado pequeño. Hasta donde puedo opinar, en la distribución de animales, la vicuña busca por naturaleza una atmósfera inmediatamente inferior a la de la llama. Es muy veloz y difícil de capturar. Los indios logran apresarlas llevándolas a corrales. De vez en cuando, es posible encontrar una cría domesticada, a la cual los niños tratan como una mascota; nunca son utilizadas como bestias de carga. De la vicuña se fabrican finas telas y costosos sombreros. Una piel se vende en el mercado por cincuenta centavos, y su carne es mejor que la de la llama, aunque José manifiesta una considerable aversión ante la idea de comer carne de llama.

Vamos rumbo hacia el este. Las montañas cubiertas de nieve están a la vista hacia el oeste. Temperatura de un manantial 48º; 44º aire. Los relámpagos destellan a todo nuestro alrededor; a medida que el viento gira violentamente de noreste a suroeste, la lluvia y los copos de nieve se convierten en granizo, del tamaño de la mitad de una arveja. Los truenos rugen y resuenan en las montañas; las mulas bajan la cabeza, y marchan lentamente; el aborigen que lleva escasa ropa encima camina tiritando a medida que guía la recua de mulas; las obscuras nubes cúmulos parecen envolverse alrededor nuestro.

La primera casa que encontramos fue la Posta de Molina; los hombres pasaron la noche con sus mulas bajo la tormenta, la cual golpeó nuestra tienda de campaña toda la noche. El maestro de postas, un criollo español, nos invitó a su casa; vi a su esposa, dos hijos, un sirviente indio, y cinco perros, sentados alrededor de una fogata hecha con estiércol, sobre la cual la mujer estaba cocinando carne de carnero. La cama era de paja de cebada, y un burro viejo y miserable le echaba un vistazo a través de la puerta; por eso yo tenía la tienda de campaña armada. A las 7 de la mañana el termómetro marcaba 37º Fahr: Esta es una región árida, y parece estar habitada por los animales más salvajes. Cazamos un zorro entre las rocas, y disparamos a dos viscachas* (sic: vizcachas), las cuales se parecen al conejo por su tamaño, color y cabeza, pero con patas y cola como las de la zarigüeya. La gente gusta mucho de ellas. El arriero* sonrió cuando vio su cena. Richards abrió una de ellas para poner su cría en un frasco, pero habíamos juzgado mal su apariencia. Un muchacho indio dijo que si las mulas comieran el pelo de este animal les causaría la muerte instantáneamente. No teníamos mulas adicionales para comprobar esta afirmación. " piel es muy fina y costosa; constantemente entran y salen corriendo de los agujeros que hay en la tierra o de las hendiduras de las rocas, para mordisquear el pasto de las montañas. Las montañas son más sinuosas, y están cubiertas con una capa gruesa de pasto; las montañas están salpicadas de rebaños de ovejas -negras y blancas- muy bien bañadas por las lluvias. Buscan una atmósfera inmediatamente inferior a la de la vicuña, mientras que la bondadosa pastora va tras ellas con un interés muy femenino por los deseos de quienes ama.

Se avecina otra tormenta; nos damos prisa, y llegamos a la siguiente posta en el pequeño pueblo indio de Pancara. El maestro de postas le dijo a José que el Alcalde* había venido a hacemos una visita. Se presentó un indio anciano y respetable, con un bastón con puño de plata, quien no podía hablar español, así que José fue mi intérprete en quechua. "¿Cuántas personas viven en este pueblo, Señor Alcalde*?" Alcalde*, (comiendo maíz seco del bolsillo de su chaleco) "No sé." %Tienen lo suficiente para alimentarse en esta parte del país?" Alcalde*, (con un aire de satisfacción de lo más risible) "Maíz tostado y unas cuantas papas. " gente se está yendo; pronto me quedaré solo. " Alcalde* - ¿Van al Cuzco?" José - "Sí, y como tenemos que hacer un largo viaje, tenemos que alimentar bien a nuestras mulas. ¿Podría conseguirnos cebada?" Alcalde* - "Ahora mismo iré a traerla."

El pueblo se está desmoronando; hay muchas casas desiertas, y sus techos se han caído. El clima es frío y desagradable. Con excepción de nuestro amable amigo, el Alcalde*, la gente se ve desdichada.

Son pocos los productos vegetales de este departamento, y sólo pueden ser cultivados en los valles profundos, en donde la densa atmósfera interrumpe los abrasadores rayos de sol, y en donde están protegidos de los fríos ventarrones nocturnos de las montañas. Ningún otro departamento del Perú es más abrupto y árido que éste, ni con una mayor variedad de climas. Tenemos a la vista picos de nieves perpetuas, que acaban en cumbres puntiagudas del más puro blanco, y que se levantan en hileras; el indio humilde cultiva su sembrado de alfalfa verde en el valle, mucho más abajo.

Los animales que hay son en su mayoría oriundos de la región, y pocos están domesticados. Los caballos, los asnos, y el ganado encornado, son mucho más pequeños que los de la costa, y son poco utilizados. Hay muy pocos pájaros, y en raras ocasiones se les encuentra domesticados; incluso para las aves de corral comunes el clima resulta incompatible.

Hay muy pocos peces y son pequeños; creo que únicamente los pescan en el río Juaja (sic). De los minerales y metales ya conocidos, hay plata, azogue, cobre, plomo, hierro, carbón de piedra y cal.

Las minas de plata de Castro-Virreyna (sic) han sido explotadas por muchos años. Están ubicadas al sur del pueblo de Huancavelica, en la cadena de montañas de la Cordillera. Son treinta minas, de las cuales, en la actualidad, sólo siete son explotadas. En los alrededores se encuentra carbón de piedra suficientemente bueno para ser utilizado en máquinas. Una máquina a vapor hizo el viaje alrededor de Cabo de Hornos y llegó sin contratiempos a estas minas, en donde se dice que está haciendo un buen trabajo. En todos los casos, las piezas no deben tener un peso superior a las ciento cincuenta libras, de lo contrario son retenidas al ser desembarcadas en la costa. Se contrapesan dos piezas sobre el lomo de una mula, la cual lleva las cargas pesadas, que nunca sobrepasan las trescientas libras. Esta es la única manera en que quizás una máquina a vapor pueda viajar por el departamento de Huancavelica. Se dice que las minas que no son explotadas contienen agua, y un aire tan perjudicial, que el ingresar resulta peligroso para los trabajadores.

Este departamento tiene una población, según cálculos del gobierno, de 76,111 habitantes. Una proporción promedio bastante aproximada sería de dos habitantes de raza aborigen por uno criollo. Cuando el anciano Alcalde* confiesa con honestidad, que él no sabe cuántas personas viven en su pequeño pueblo, se entiende cuán difícil es obtener algo similar a una lista correcta. Los habitantes se encuentran dispersos sobre un vasto territorio. Viajamos un día por las desiertas alturas sin encontrar un solo hombre, o encontramos un valle con una población demasiado densa para los productos que en él se cultivan.

El departamento está dividido en cuatro provincias, cada una gobernada por un subprefecto. Dichas provincias se subdividen en distritos, a cargo de gobernadores, quienes son responsables ante el prefecto de la capital -Huancavelica- quien tiene asignados un secretario, tres asistentes, y un portero. El presupuesto anual asciende a seis mil cuatrocientos noventa y cinco dólares. El prefecto es designado por el gobierno de Lima, y mantiene su cargo durante el tiempo que le plazca al Presidente de la República. Los subprefectos y gobernadores también son designados por el gobierno supremo, aunque por lo general mediante la recomendación del prefecto del departamento.

Temprano en la mañana partimos de Pancara; nuestro buen y viejo amigo, el Alcalde*, seguía comiendo maíz tostado, mientras expresaba alegremente el deseo de vernos nuevamente cuando regresaramos. Los indios se muestran muy sorprendidos cuando se les dice que no regresaremos por ese camino, y parecen sumirse en profundas meditaciones, como si les resultara difícil figurarse los movimientos del hombre blanco.

Cerca de este pequeño pueblo el camino pasa por varias rocas derechas que han adquirido la forma de pan de azúcar por acción de la lluvia; y son tan uniformes que parecía que estábamos pasando por entre tiendas de campaña de un campamento. La roca es de una suave arenisca, que se desgasta rápidamente en los lados, y no en la parte de encima, que parece ser la punta del grano. Tienen una altura de 12 a 18 pies, y están tan bien formadas, que uno puede llegar a creer erróneamente que fueron obra de una raza de hombres con mentalidad piramidal; sin embargo, luego de un examen más minucioso, encontramos que el trabajo continuaba en la orilla de una ribera, que estaba siendo dividida cada cierto trecho en panes de azúcar. Si hubiéramos entrado a este aparente campamento a medianoche, habría llamado para que salgan, ya que las rocas que se divisan a lo lejos en la meseta, a poca distancia parecen garitas de centinela alrededor del grueso de un ejercito.

El constante desgaste de estas elevadas porciones de tierra se manifiesta aquí de una manera muy hermosa, en donde las altiplanicies parecen estar disolviéndose y asentándose a un mismo nivel - ejemplos de la acción natural del clima sobre las piedras, muy semejante al trabajo que realizan las manos del hombre con el cincel y el martillo. Encontrarnos estas pirámides por un buen trecho a lo largo del camino. Algunas estaban habitadas por familias de indios, al haber cavado grandes agujeros cuadrados o habitaciones en el lado norte. Algunas habitaciones necesitaban de escaleras para subir; otras estaban al nivel del suelo. Encontré a la familia en casa en una de ellas. Cerca de la entrada había una gamella para caballos cavada en la piedra, y encima de ella un sitio parecido al asa de una olla, en donde se ataba la punta del cabestro. Se podía ver utensilios de cocina, perros, y niños en el piso bajo, mientras que la mujer india hilaba lana en la litera superior o alcoba. Unas cuantas casas de piedra, de construcción común situadas en los alrededores no son tan interesantes.

En esta parte de nuestro viaje, unas muchachas indias, que venden chicha* y chupe*, están sentadas en la cima de las escarpadas pendientes. La chicha* es la bebida favorita de los indios. Un grupo -generalmente mujeres de edad- se sienta alrededor de una artesa de madera que contiene maíz. Cada una toma un bocado, y muele el grano entre sus dientes -si es que tiene alguno- y lo arroja a la artesa de la manera más repugnante. Como las muelas están a menudo bastante gastadas, la operación requiere tiempo y perseverancia. La masa a la cual se le añade agua, es hervida a continuación en grandes calderas, después de lo cual se le deja fermentar en enormes cántaros de barro, siendo luego vendida por los cerveceros sin una licencia. Es una bebida embriagadora, pero muy sana, según dicen los indios. El chupe* es el plato nacional del Perú, y puede hacerse de una y mil cosas, siempre y cuando guarde relación con una sopa. Por lo general se hace de carne de carnero, papas, huevos, arroz, todo muy sazonado con pimienta, &a.

Cuando el fatigado viajero llega casi sin aliento a la cumbre de la colina, es tentado por la muchacha. Me detuve junto a una, y me dirigí a ella en español, pero me contestó en quechua, y señaló su chupe*, el cual había mantenido tibio, creo yo, sentándose encima de él durante la mañana. Le agradecí amablemente, y seguí adelante. Aquí y allí, puede verse a lo lejos una cabaña india. En el valle, a nuestra derecha hay rebaños de ovejas; y la risa alegre de las pastoras resuena en las montañas.

Dos muchachas que van caminando tras sus rebaños, llevando cada una su brazo alrededor del cuello de la otra, van bromeando y riendo al salir de casa para iniciar un día en las colinas. Las ovejas recién han sido sacadas de los corrales, y corren una detrás de otra, mordisqueando los pastos cubiertos de escarcha en las puntas. Los perros van detrás de mala gana, con las cabezas y las colas hacia abajo, como si prefiriesen quedarse en casa de haber alguna compañía.

Aquí, a medida que ascendemos hacia la cima de una montaña, divisamos a todo nuestro alrededor una masa abrupta, cerro tras cerro, hasta donde alcanza la vista, como las olas de un océano que es agitado por una tempestad. Nuestras mulas están cansadas, y el cronómetro se niega rotundamente a avanzar más. A medida que ascendemos vemos que los indios están cosechando cebada. Al ganado encornado parece gustarle la presión atmosférica inmediatamente inferior a la de la zona donde habitan las ovejas.

Los arrieros* continúan por el camino más elevado. que nos conduce al lado izquierdo de un valle. Desde la colina vemos el pequeño pueblo de Acobamba, y un recodo del río Juaja (sic), que avanza sobre su lecho rocoso, a medida que el pato silvestre vuela rápidamente contra la corriente. La región tiene una apariencia más fresca. En los barrancos florecen matas de arbustos verdes y flores; en la posta de Parcas, 5 p.m., aire, 43º termómetro húmedo, 30º.

Logré asegurar una cena a base de pato, el cual conseguí en un lago pequeño, que tiene una densa vegetación de juncos en el centro. Se encuentran patos silvestres comunes, y una variedad de color negro, con picos rojos y verdes, y patas rojas. Cuando se asustan, se esconden entre los juncos y en raras ocasiones vuelan. Hay varios lechos de lagos que se llenan en la estación lluviosa; actualmente están secos; por esta ruta es común que los viajeros lleven botellas de agua consigo. Un hombre con poncho y traje de viaje para las montañas cabalgaba cuesta arriba detrás nuestro, con una muchacha india sentada detrás de su montura. El nos reanimó con los saludos de la mañana en buen inglés. Salió del valle, procedente de Acobamba, aunque era originario de New Haven, Connecticut. Su brioso caballo se estaba impacientando en este camino escarpado. Este hombre era propietario de una compañía circense; había estado muchos años en América del Sur, y a medida que ascendíamos serpenteando lentamente la montaña, nos contó la historia de su pasado; lo que había visto, y las veces que pensó en regresar a Nueva Inglaterra. "Pero nadie me conoce ahora. Años atrás oí acerca de los cambios allá, y no creo que deba conocer mi lugar de origen. He adoptado los hábitos y costumbres de esta gente, y si tuviera que regresar a los Estados Unidos nuevamente, temo que mi salario no sería suficiente. He trabajado en este país por años, y finalmente no tengo nada." Sus historias acerca de viajes eran interesantes. Había encontrado viajeros de todas las naciones, y me entretuvo contándome la manera en que algunos de ellos se abrían camino por el territorio accidentado, entre los habitantes de México y América del Sur. Hablando de los caminos de las montañas entre Popoyan (sic: Popayán) y Bogota (sic: Bogotá), en Nueva Granada, por los cuales se lleva a los viajeros en sillas livianas de bambú sobre las espaldas de los indios, descubrí que él había encontrado a dos de mis parientes cercanos por esa ruta, aproximadamente veinte años atrás.

Había enviado una parte de su circo a Cerro de Pasco, y mandado a los caballos, en una balsa por el río Huallaga, para que descienda por dicha corriente, y el tronco principal del Amazonas, hacia Pará. El había navegado el Misisipi en una canoa; y me aseguro al principio que trataría de vender sus caballos para ir conmigo río abajo por el Purus. De vez en cuando, cambiaba súbitamente de inglés a español. Entonces me pedía disculpas por no hablar su lengua materna tan bien como cuando era un muchacho.

Los indios de la región circundante estaban reunidos en la posta de Marcas, para celebrar el día festivo de San Jago; una antigua iglesia del valle. El servicial dueño de la posta recién había regresado de la iglesia, un poco ebrio, como la mayoría de la gente que estaba cerca de él. Los indios estaban vestidos con trajes peculiares, marchando en procesión, con tambores y pífanos, entre multitudes de mujeres; algunos llevaban puestos cuernos de vaca y máscaras negras; otros, sombreros de tres picos y sacos con cordones dorados; mientras que las mujeres llevaban trajes multicolores. Jóvenes criollos pasaban rápidamente montados a caballo; las muchachas cantaban y se colgaban de la manera más cariñosa de los hombros de sus novios. Toda la multitud estaba embriagada a base de una dieta de chicha*. Durante la mañana habían estado orando, después de lo cual el sacerdote dirigió una procesión imponente. Llegamos durante la ceremonia del atardecer. El panorama era tan hermoso como extraño; hacia abajo veíamos la iglesia, y la gente en fila a lo largo del camino desde allí hasta la casa de postas, mientras que los tambores se confundían con los gritos y cantos de las mujer8es. Al pie de las laderas de la montaña, la compañía circense de Sage avanza lentamente. Un mexicano de aspecto peculiar es el payaso. Una muchacha de Guayaquil, pequeña y de tez oscura, diestra amazona, acompaña a un peruano de apariencia agradable, cuya esposa gorda, que tiene la cara quemada por el sol, va detrás. Luego un poni y su compañero de juegos, el perro, que va con una hermosa muchacha peruana, sirvientes, y una larga recua de mulas de carga, todos mezclados entre los feligreses. A medida que el sol se oculta sobre las montañas del oeste, se inicia una tormenta en el suroeste, con truenos y relámpagos.

Un largo descenso por una pendiente esc8arpada nos condujo al valle de Huanta, por donde entramos al departamento de Ayacucho. El caballo descansa; el cerdo reposa tranquilamente bajo la sombra de una higuera; los colibríes zumban entre las flores, y los arroyos de agua fresca se agitan entre los campos de alfalfa muy bien cultivados. Los rostros alegres y risueños de la gente son señal de la prosperidad del valle, así como las hermosas flores lo son de su riqueza. Venden papas, legumbres, manzanas, chirimoyas* y granadillas al lado del camino. A menudo las muchachas indias nos invitan a tomar chicha*. El clima es agradable. A las 9 a.m., termómetro 60º. La higuera es muy grande, y se está arqueando con los frutos, mientras que las flores del duraznero están colgando por encima del camino; grandes matas de cactos verdes ocultan a la paloma torcaz pequeña y silenciosa; la perdiz llama por debajo de las barbas de cebada; la gente está sentada cerca del arroyo que está bajo sombra en trajes de pleno verano. Ayer estuvimos tiritando bajo una tormenta de nieve de pleno invierno, en lo alto de las montañas.

En el pueblo de Huanta, entregué mis cartas al gobernador, quien amablemente me facilitó la casa del subprefecto, quien se había ido, con su familia, a visitar la región. Huanta tiene una población de dos mil habitantes. Desde el balcón tenemos una vista completa de la plaza y de la gente del mercado, con las colinas de fondo, entre las cuales hay algunas minas ricas en plata. Muchas han sido abandonadas a causa del agua. " gente está ansiosa por recibir barras de plata, pero no demasiado ansiosa en lo referente a pagar los gastos necesarios para conseguirlas. El indio encuentra grandes penurias y pocos beneficios, al ir con su martillo y cincel a extraer el valioso metal. El criollo se sienta en la boca de la mina, envuelto en su capa de velarte, y recibe el tesoro. El indio pobre prefiere cultivar la tierra, de lo cual es difícil persuadirlo; en ocasiones, se aplica la fuerza I . indirectamente a través de la influencia y poder de las autoridades. " raza más inteligente se aprovecha de su ignorancia. Desde luego, algunos muy intemperantes son por lo general muy pobres; a ellos los atraen a las minas ofreciéndoles un aprovisionamiento regular de chicha*; por otro lado, a otros se les enseña a creer que el trabajar en este mundo en beneficio de otros significa acumular tesoros para ellos en un lugar mejor; tienen un miedo terrible a los poderes temporales, y no se atreven a desobedecer. Existen diferentes tipos de esclavitud entre diferentes clases de personas libres. Si tuvieran que escoger, muchos preferirían ser esclavos negros en América del Norte, que indios libres en el Sur.

El gobernador hizo que cuidaran nuestras mulas, y me invitó a su mesa bajo la sombra del balcón que está hacia el este. Era un hombre alegre y agradable; si supiera cómo, sin lugar a dudas mejoraría la situación de aquellos que lo rodean. Sus hijos bien educados y saludables se están volviendo adultos en la ociosidad, y su pequeña y bonita hija está parada la mayor parte del tiempo en el balcón observando a los indios que están en la plaza, bajo la sombra de sus sombrillas, vendiendo fruta. Ella señaló a un anciano criollo español, del cual se dice que tiene ciento cinco años de edad.

Hay mendigos y marcas de viruela. En las cañadas, a lo largo de las laderas del valle, en ocasiones prevalece el paludismo y las fiebres, pero, por lo general, el valle es muy saludable. Las noches son frías y los días cálidos. Durante los pocos días que estuvimos aquí, después del crepúsculo hubo destellos de relámpagos, que iluminaron todo el valle. Las noches están encapotadas, lo cual nos impide observar las estrellas. Las veinticuatro horas de viaje antes de llegar aquí fueron pesadas.

El techo de la casa de gobierno de Huanta está bien entejado, y las paredes están bien enlucidas, con pinturas de cuerpo entero de santos, realizadas finamente sobre ellas; las habitaciones son grandes, están amobladas, y alfombradas. Es la excepción a la regla.

Las mulas y arrieros* de Huancavelica regresaron, y contratamos otros. El maestro de postas examinó el equipaje; iguala las cargas; y recibe por adelantado la mitad del dinero por concepto de viaje un día antes de empezar. Con aire decidido, pregunta a qué hora nos gustaría partir en la mañana. Me he dado cuenta que es mejor decirles que vengan antes de la hora fijada. Son varias las excusas frecuentes -que está faltando una mula, o que el arriero* quiere una esposa- nunca le falta una razón para tenerlo a uno esperando hasta que él esté listo. Lo mejor, después de irritarse un poco al comienzo, es tomar las cosas con un poco más de calma que ellos. Es divertido ver cómo les disgusta ser superados, y cómo se apresuran por vencer la oposición. Cuando quiera que estas personas se encuentran con dificultades, la regla es tomar asiento, y del bolsillo sacar un pedazo pequeño de papel o de panca; una cajita de hojalata proporciona tabaco, que debe enrollarse en forma de cigarro, y se coloca detrás de la oreja; se saca una fosforera y se enciende un fósforo, y se medita acerca de la dificultad de una manera tan tranquila, mientras que el humo asciende en espiral, que si uno no ve que una mula, con equipaje y todo, se ha caído al abrirse un agujero en un puente miserable, o que se ha caído por un precipicio, uno no creería que algo ha sucedido. El tabaco importado de La Habana al Perú tiene un precio muy elevado; y de el se consume una cierta cantidad Los indios venden mercancías de algodón de Mássachusetts, en las plazas de estos pueblos del interior, al triple de su valor en los Estados Unidos.

Al pasar por el pequeño pueblo de Macachara, hice que José preguntara a una mujer india, que estaba sentada a un lado de la calle, qué edad tenia. Ella contestó, cien años, Dios te bendiga, y "muy pobre". Estando por un puente de piedra bien construido, que data de 1770, una bandada de loros pasé volando. Vamos rumbo hacia el sur, por un camino rocoso y polvoriento; el día está claro y tranquilo. Al mediodía, termómetro 71º, con montañas cubiertas de nieve al noreste. Hay muy poca vegetación en las montañas - algunos cactos aquí y allí. Llegamos a la orilla de un arroyo por el cual cruzaba vadeando un grupo de mujeres. No es de extrañarse que lleven cargas tan pesadas sobre sus espaldas, son de una constitución bastante gruesa. Una mujer de edad, con cuatro hijas guapas, mantiene su vestido mucho más seco que cualquiera de las muchachas, aunque éstas eran más cuidadosas después de que vieron cuan profundo era. No están nerviosas, y no les preocupa mucho los hombres. En una meseta se cultiva cebada, y nos sentimos algo interesados por el territorio por el cual viajamos. Es el campo de batalla de Ayacucho, en donde los realistas de España, bajo las órdenes del Virrey Laserna (sic: La Serna), enfrentaron a los sudamericanos independientes, bajo las órdenes del valiente venezolano Sucre. Esta batalla tuvo lugar el 9 de diciembre de 1824, cuando todo el territorio peruano había capitulado, a excepción del Callao.

El territorio a nuestro alrededor es desolado y en él se cavan profundos badenes y barrancos en la estación húmeda. Los españoles afluyeron a esta región por la plata y el oro; construyeron una ciudad grande, y la llamaron Huamanga; los republicanos le cambiaron el nombre por Ayacucho, en honor a la victoria. Es la capital del departamento, el cual está dividido en cinco provincias, y tiene 129,921 habitantes.

El color de la piel de las personas es más claro a medida que avanzamos hacia el sur, y menos indios hablan español. Todos dicen "buenos tardes"* (sic: buenas tardes) cuando nos encontramos con ellos, aun cuando fuese al amanecer. Muchas de sus expresiones en quechua suenan como el idioma de los nativos de las islas del Pacífico Sur, según pude observar hace diez años, al estar de crucero en calidad de guardia marina en el buque de guerra St. Louis.

La ciudad de Ayacucho tiene una población de diez mil habitantes; las casas son de dos pisos, con habitaciones grandes y patios; las calles se extienden en ángulos rectos, y están pavimentadas. En la plaza de armas se levanta una catedral inmensa, de piedra, con campanas pesadas y puertas con aldabillas de hierro. Hay otras veintidós iglesias. Toda la ciudad fue construida a una escala grandiosa y costosa. La población actual indica una disminución en número y riquezas. Las calles están sembradas de niños harapientos y mendigos. Por amplios corredores se ve holgazanear a soñolientos soldados de edad, portando mosquetes que tienen bayonetas fijas; los oficiales se pasean por las calles, abotonados hasta la garganta, con espadas colgantes, y algunos de los sacerdotes más sucios que jamás hayamos visto.

En los dos colegios hay sólo treinta alumnos. Un profesor de literatura y poesía, me informó que sólo se impartía geografía en el colegio de enseñanza superior de Lima; y un profesor de gramática latina dijo que la razón por la cualtenían tan pocos alumnos era, que los padres eran demasiado pobres para costearla educación. Entre los aborígenes es muy raro encontrar a uno que pueda escribir su nombre, y no es raro encontrar criollos que no puedan escribir. En cuanto ala lectura, nunca he visto a una sola persona en esta región dedicada a este quehacer, y no he visto un diario público. En la plaza los indios venden cebada, trigo, maíz, papas, cebollas, alfalfa y frutas, traídas del otro lado de la cordillera oriental. En una herrería encontré a los mestizos quemando carbón de leña, y al preguntarles si utilizaban carbón de piedra, todos dejaron de trabajar, y, con un aire de sorpresa, dijeron que nunca habían visto extraer carbón de la tierra, y hierro tampoco. Uno de ellos me mostró un pedazo de carbón de leña, y me preguntó si había visto otro antes. Como estaban a punto de herrar a una mula, me quedé. El herrero salió a la calle con un látigo de mango corto, tralla larga, y una caja de herramientas, acompañado de cuatro trabajadores. Uno de ellos dobló una soga de crín y colgó la pata trasera de la mula a su cola; al hacer esto hubo algunas patadas. Enseguida pusieron a un lado las herramientas, y la vivaz mula fue azotada de la manera más cruel; después de lo cual clavaron la herradura y cortaron el casco para ajustarla. Las herraduras son importadas.

Página AnteriorPágina Siguiente