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CAPITULO VII

Diamantes-Animales de Chiquitos-Decreto de 1837y acta del Congreso-Viaje del Señor* Oliden por el río Paraguay-Sal-Caída de árboles-Descendiendo las montañas-Carne de mono-Planta de la coca-Espíritu Santo (sic: Espíritu Santo)-Trabajadores criollos-Una noche en el monte desolado-Yuracares cazando-Río San Mateo-Provincia de Yúracares.

Es un hecho singular que no se haya encontrado diamantes en el lado boliviano de la cuenca Madeira Plata o cuenca de La Plata, mientras que en aquellos arroyos del Brasil que desembocan en estos ríos, los diamantes abundan. La opinión general es que estas piedras preciosas no existen en Bolivia. Los arroyos que pagan tributo al Madeira y al Paraguay, desde el este del Brasil, son ríos de aguas claras. Los diamantes se encuentran fácilmente en estas aguas transparentes. El arrastre de tierra en ese lado no es muy grande, ni siquiera en la estación lluviosa del año.

Todos los ríos en el lado occidental o boliviano llevan agua lodosa; el desgaste en ese lado es muy grande. La cuenca Madeira Plata se llena desde ese lado, al igual que el Lago Titicaca se llena más rápidamente por su orilla occidental, de modo que los diamantes de Bolivia, si es que existen, se pierden en el lodo. Los buscadores de diamantes nos contaron que en los ríos donde los buceadores descienden cierta distancia, encuentran el agua más fría en el fondo donde recogen la piedra preciosa, y que cuando retornaban a la superficie tenían tanto frío que necesitaban calentarse al lado de una gran fogata, incluso bajo el calor del sol tropical.

El tapir o alce del Brasil, cuya carne se parece a la del buey, y que los indios consideran una exquisitez, anda errante en el monte y en las pampas de Chiquitos. Los pájaros abundan en los bosques, en los campos y cerca de los ríos. El jabalí se abre camino a través del pasto. El león americano o jaguar salta para pelear con el tigre con manchas por causa del ternero cebado. El oso y el lince merodean entre las enmarañadas enredaderas, mientras que los monos y los loros parlotean en sus idiomas peculiares. El zorro y el armadillo viven en las laderas; la tortuga deposita sus huevos cerca de las riberas de los ríos. Las serpientes grandes y pequeñas no necesitan buscarse.

Desde la costa del Pacífico hasta el río Paraguay, en el paralelo 180 de latitud sur, hay tres climás diferentes; aquel de Oruro, frío, con un suelo improductivo, escasamente poblado, y cuyos habitantes generalmente son pobres; cada año los poblados están más deshabitados, y los recursos de la región tienen menos valor que en años anteriores. Las ruinas de los antiguos peruanos se erigen allí como recuerdo veraz "del Pasado". Descendiendo la estepa de Cochabamba, el clima es templado, el suelo más productivo, hay una mayor población, y la raza hispana es más numerosa. Aquí se encuentra un mayor intelecto y los más grandes adelantos. En el corazón de la nación hay ejemplos vivientes "del Presente".

Avanzando hacia la parte baja de la cuenca Madeira Plata hasta Chiquitos, encontramos los recursos para la agricultura, el comercio y las manufacturas de primera línea de, la navegación a vapor, mostrándonos elementos de las bendiciones de un 'Tuturo" pacífico.

La nación de Bolivia se encuentra ahora frente a la costa del Pacífico. La aparición de un pequeño barco de vapor en el río Paraguay, anclado en la costa de Chiquitos, "haría cambiar todo".

El 27 de diciembre de 1837 el Presidente de la república de Bolivia, Andrés Santa Cruz, promulgó un decreto por el cual la mercadería del extranjero entraría a la provincia de Chiquitos y de Mojos libre de todo derecho o impuesto de cualquier clase, y que todos los productos de estas provincias deberían ser exportados según el principio de libre comercio.

El 5 de noviembre de 1832, el congreso boliviano otorgó a un emprendedor ciudadano, Don* Manuel Luis de Oliden, una extensión de tierra de 25 leguas "desde todas las direcciones partiendo de un punto en el río Otuguis (sic)", como compensación por servicios revolucionarios.

El Señor* Oliden me envió un pequeño informe sobre una exploración realizada por un pariente suyo, el Señor* Don* José León de Oliden, en el año 1836.

El señor Oliden echó al agua una canoa en el río Cuyaba (sic: Cuyabá), del pueblo del mismo nombre, en la provincia de Matto Grosso, en el Brasil. Fue durante la estación seca, en el mes de octubre, cuando el río estaba poco profundo. Descendiendo encontró las riberas bajas y la región tan plana como un piso en algunos lugares, mientras que aquí y allí la tierra sobresalía como una suave elevación del océano en la quietud. Durante la estación húmeda del año, una parte del viaje de Cuyaba (sic) hasta la frontera del Paraguay puede hacerse en canoas siguiendo el mismo camino -el mismo que durante la estación seca se haría a caballo- estándo toda la región inundada, excepto en los terrenos más elevados. Al séptimo día desde su partida del pueblo, la canoa llegó a las aguas del río Paraguay, cuyas riberas están habitadas por una nación de indios llamados "guatos", quienes vinieron en forma amigable para ofrecer sus pescados en venta, y estuvieron encantados de recibir en pago un vaso de ron. En la orilla boliviana, al otro lado de la desembocadura del Cuyaba (sic), la tierra es escarpada, las elevaciones se extienden a lo largo del río, llegando hasta el territorio boliviano. Entre estas colinas hay un gran lago, llamado Gaiba. Al descender por el río Paraguay durante dos días, la canoa llegó al otro lado del antiguo pueblo de "Alburquerque" (sic: Albuquerque), que estaba abandonado y cuya población se había marchado a otra parte del país. A dos días de travesía río abajo estaba la misión de los "guanas", habitada por unas cincuenta familias, quienes conformaban el nuevo poblado de Alburquerque (sic). Cerca de las fronteras del Brasil y del Paraguay, pasó por la fortaleza de Coimbra, erigida en 1775.

Luego el señor Oliden entró en territorio del Paraguay, buscando en la orilla occidental del río la desembocadura del Otuguis (sic), por el cual quería ascender hasta el pueblo de Oliden. Súbitamente se puso en la mira de los doce cañones del Forte de Borbon, desde los cuales hicieron varios disparos a su canoa. Siguió adelante y desembarcó en el puerto, donde encontró a un soldado que lo condujo hasta la ribera. Envió sus saludos al comandante en jefe y pidió permiso para entrar; el soldado retornó con el permiso. Se le solicitó su pasaporte; entregándoselo al comandante, le dijo que tenía una carta de recomendación para su Excelencia el Supremo Dictador del Estado escrita por el Gobernador de la provincia brasileña de Matto Grosso. El comandante respondió que no podía permitirle descender por el río Paraguay sin un permiso especial para hacerlo otorgado por el único hombre que gobernaba la región. El señor Oliden solicitó se le permitiera continuar río abajo hasta Asunción, la capital de Paraguay, y presentar su carta personalmente al "Dictador". El comandante replicó que no podía hacer "ni lo uno ni lo otro"*.

El señor Oliden encontrando que su solicitud era en vano, que las puertas del Paraguay se cerraban en sus narices, y que este gran camino que se abre en la tierra estaba cerrado definitivamente por el poder de este único hombre, que el comercio de Chiquitos y todo el de Bolivia estaba bloqueado por este pasaje, y que el camino hacia la paz y el comercio se veía interrumpido para la gente de su país, se despidió y retornó a su canoa para esperar un pasaporte que le diera permiso para volver sobre sus pasos. Los leños de madera que flotaban en la corriente del río despertaron envidia en el corazón del emprendedor Oliden; éstos eran libres y él estaba encadenado, porque era forzado a ir donde no deseaba -río arriba nuevamente. Si se atrevía a desatracar la canoa y dejarla flotar silenciosamente río abajo al lado de los leños, había cien soldados listos para dispararle, y hacerlo volver de modo insultante. Notó que los soldados tenían rostros muy expresivos, eran altos, de buena contextura, muchachos bien parecidos, robustos y blancos. Hablaban el guaraní y el español. Le trajeron "mate" y tabaco, los que intercambió por un poco de pólvora y un pañuelo de algodón.

Los soldados se encontraban casi en estado de inanición. El gobierno, negligentemente, no les había enviado provisiones desde Villa Real, un pueblo a poca distancia río abajo. No había ni un solo alimento en todo el fuerte. Ningún hombre se atrevía a ir cien pasos más allá de los muros, por temor a ser asesinado por la tribu salvaje de los "guaicurus", que vivía en las tierras de alrededor.

El "Capitán Comandante"* (sic: Capitán Comandante) era más bien un anciano, habiendo llegado casi al centenario, y rara vez dejaba su lecho. Oliden expresó que éste tenía gran confianza en sus soldados, ya que sólo había un mosquete afuera de la bodega, en manos del centinela que estaba a la entrada de la fortificación. Los soldados estaban casi desnudos y no había ninguna mujer entre ellos. Muchos de los sargentos venían a la canoa a conversar con Oliden. Observó a dos hombres de edad enviados por el comandante a escuchar lo que se decía; las noticias eran más bien escasas en esas regiones. El señor Oliden los instó a hablar del gobierno de su país, lo que rehusaron; y cuando Oliden habló del Supremo Dictador, inmediatamente se quitaron el sombrero, pero se negaron a hablar de política o a expresar sus opiniones con relación al gobierno del Paraguay. Los soldados se enrolaron en este puesto por un período de veinte años.

Un soldado regresó con el pasaporte que otorgaba al señor Oliden permiso para retirarse - para regresar a su país. Su tripulación de Cuyaba (sic) movió la pequeña canoa río arriba hacia el norte, y remó lentamente en contra de la corriente. El espíritu patriótico de Oliden se afligió cuando descubrió que su expedición era un fracaso. El era hijo de un hombre que había peleado por la libertad de Bolivia.

El señor Oliden informa que el Paraguay es navegable para todo tipo de embarcaciones desde Borbon (sic: Borbón) hasta Alburquerque (sic) y menciona que no hay cascadas ni en el Cuyaba (sic) ni en el Paraguay hasta Villa María, a donde llegó en veinticuatro días, desde Alburquerque (sic).

El camino desde Villa María hasta Cuyaba (sic) se hace a lomo de mula y de caballo. Para los artículos pesados la ruta es río abajo por el Paraguay hasta la desembocadura del Cuyaba (sic), y desde éste, río arriba hasta el pueblo del mismo nombre, en grandes canoas hechas de un solo leño, y tripuladas por los Indios de la región. Me veo inducido a creer que este viaje se puede hacer en canoas durante la estación seca; que estos ríos pueden ser navegables para pequeños barcos de vapor al menos seis meses al año, y más abajo de la confluencia de es -tos ríos durante todo el año.

Cuyaba (sic) está entre los 15º y 16º de latitud sur. Desde este pueblo el río fluye hacia el sur, serpenteando a través de una fértil región, por más de mil millas, hasta el Océano Atlántico sur. Cualquier camino, esté construido de madera, hierro o agua, que pase por esta latitud, presentará una gran variedad de vegetación. En Cuyaba (sic) florecen el cafeto y el cacao. No hay nada que hacer más que plantar y recolectar. En la desembocadura del río La Plata no crecería ninguna de estas plantas. El plantador debe estudiar la altura por encima del nivel del mar, o calcular las distancias desde el ecuador, tal como lo hacen los marineros, y plantar aquellas cosechas que son compatibles con el clima en el que vive; observando también atentamente en qué lado de las colinas siembra cebada o planta caña de azúcar, por que si planta ambas en la misma ladera, uno de ellas se debilitará.

La región en la desembocadura de estos grandes ríos -Paraguay y La Plata- es una tierra de pasturaje; su comercio es de cuero, sebo y cola. El ganadero no tiene tiempo para plantar, sembrar o recolectar granos; preferiría intercambiar cueros por harina elaborada donde se produce el trigo. Daría carne a cambio de café y azúcar, que él no puede cultivar. El quiere calderas de cobre para preparar el sebo, y la corteza del interior del país para curtir las pieles. El clima en la desembocadura del río es frío durante la mitad del año; los vientos «pamperos" soplan a través de las pampas de Buenos Aires (sic) desde las heladas regiones de la Patagonia, donde los cerros están cubiertos de nieve, y los icebergs flotan a lo largo de la costa. El ganadero, por lo tanto, necesita la lana de las mesetas, sombreros de lana de vicuña y algodón; puede hacer sus propios zapatos y botas, pero su esposa no tiene tiempo para hilar lana y tejer sus medias, aún cuando supiera cómo hacerlo. Los mercaderes en la desembocadura del río negocian con barcos que vienen de todas partes del mundo.

El ganado de las pampas de Buenos Aires (sic) y del Brasil sufre por la falta de sal. Quienes preparan la carne de res de las provincias del sur para los mercados de las regiones del norte de América del Sur, necesitan tanto sal como salitre.

La recua de mulas detrás de la cual viajamos está parcialmente cargada con bloques de sal de la meseta de Potosi (sic), que el arriero* indio dice que es producto de un lago de agua formado por el río de una montaña. Cuando se le pregunta minuciosamente, como si fuera dudoso que sea producto de un río de agua dulce , mirando muy conocedoramente dice: "Si saco mi azadón y llevo las aguas de arriba entre las filas de mis papas el lago no producirá sal."

La gente que vive en las regiones lluviosas está muy angustiada a causa de un bulto en sus cuellos y gargantas, llamado bocio, el cual atribuyen a la falta de sal en el agua.

Los indios del desierto de Atacama, donde las lluvias no son lo suficientemente fuertes como para arrastrar la tierra de la sal de piedra, hacen llegar, con sus azadones, pequeños arroyos directamente por encima de una veta de sal, de manera que su ganado pueda engordar lo más rápido posible en una tierra de pasturaje pobre.

La mula, Rose, me ha transportado durante casi dos mil millas, y está en mejores condiciones ahora que después de haber viajado con una manada desde Tucumán (sic: Tucumán) en la república de Argentina, a 27º de latitud sur, a través de las montañosas regiones, hasta Lima. Ella es la admiración de todo buen conocedor, comenzando por el arriero*. La razón por la cual se ha mantenido en buenas condiciones mientras que las demás mulas, a lo largo de todo nuestro trayecto desde Lima hasta Oruro se ven miserables, es porque José constantemente le da sal, y noto que no es costumbre general de la región hacerlo. El buen y anciano padre que encontramos en la montaña* del Cuzco era una excepción. Llamaba a su ganado del monte -para ofrecerles sal. Ni bien escuchaban su voz los toros venían corriendo como si estuvieran molestos con él. Era un hermoso espectáculo ver a los animales de fiero aspecto detenerse delante del anciano caballero, ataviado con sus vestiduras clericales, y lamer agradecidos la sal de sus manos; en seguida restregaban sus cuernos contra sus piernas a modo de agradecimiento. A él parecía no gustarle mucho esto. Debe mencionarse en secreto que los padres en estas regiones a veces andan sin calzones.

Conocí a un inteligente caballero, el señor Mauricio Bach, quien ha pasado algunos años en la provincia de Chiquitos, y a él le debo mucha información.

El señor Bach ha viajado por tierra desde Río Janeiro (sic: Río de Janeiro) hasta Bolivia; acababa de salir de su país, y estaba tan impresionado con el valor de las tierras, los productos y el clima de Chiquitos, que se quedó allí algunos años, tiempo durante el cual tuvo una buena oportunidad de formarse una opinión sobre éstos. Me dijo que la ruta a través del Brasil estaba habitada por algunos indios salvajes; en las planicies se crían rebaños de ganado, y había mucha madera. El prosiguió con un grupo numeroso, que estaba preparado para protegerse de los indios hostiles; pero actualmente el correo de Río Janeiro (sic) llega a Cuyaba (sic) mensualmente.

El pueblo de Santiago, en la parte sur de Chiquitos, se encuentra en la colina del mismo nombre, y tiene una población de 1,380 habitantes. El clima es deliciosamente fresco, saludable, y es comparable al de Chiquisaca (sic: Chuquisaca), con la diferencia de que el aire no es tan seco en Santiago; también está libre de toda clase de molestos insectos. La región está bien irrigada. Los arroyos que desembocan en el río Oluquis (sic: Otuquis) contienen oro, plata, rastros de cinabrio, y una pizca de piedras preciosas. En los bosques hay maderas ornamentales y plantas medicinales. Hacia el sur de Santiago la región está densamente arbolada con una gran variedad de palmeras. En las planicies el pasto provee a un amplio surtido de ganado vacuno y equino que ya se encuentra allí. El suelo es tan fértil, tanto en las zonas tórridas como en las temperadas, que puede producirse desde cacao hasta cultivos de trigo y azúcar. A orillas del río Agua Caliente, el Sr. Oliden, en el año 1836, estableció un pueblo, y lo llamó Florida, sobre las ruinas del antiguo poblado de Santiago, en esta selva virgen donde los Jesuitas se establecieron originalmente. Los indios construyeron grandes casas de madera, removieron la tierra, y cultivaron arroz en abundancia, superior a aquel de Bengala.

Por el tamaño de los arroyos que desembocan en el río Otuguis (sic), por su corriente lenta y uniforme y sus aguas profundas, el Sr. Bach considera que un barco de vapor podría llegar desde el océano hasta estas ricas tierras arroceras, pero ni él ni el Sr. Oliden podrían descender a examinar, en parte por el temor que sus indios tienen a los salvajes, y por su falta de habilidad con las canoas, que ellos no utilizan como los indios brasileños. El Sr. Oliden abandonó su residencia, retornó a Sucre, y finalmente a Buenos Aires (sic), a través de la confederación Argentina, dejando sus valiosas tierras y sus producciones a los indios, que tienen una vida fácil, en abundancia y con un clima acogedor.

Actualmente hay una disputa entre los brasileños y los bolivianos con respecto a las líneas fronterizas entre ambos países. Bolivia reclama hasta la mitad del río Paraguay; pero uno de los comandantes brasileños le advirtió a un boliviano que el gobierno brasileño reclamaba tan al oeste como el ganado del Brasil anduviera errante, de manera que es más bien una cuestión difícil determinar exactamente dónde debe estar el punto inicial, y luego por dónde se puede trazar una línea.

Según un tratado entre los españoles y los portugueses, redactado hace más de un siglo, el punto inicial al sur estaba marcado en la desembocadura del río Jauru (sic: Jaurú) donde desemboca en el Paraguay; de allí en una línea recta hasta el punto más cercano en el Guapore (sic: Guaporé) o Itenez (sic: Iténez), debería estar la línea fronteriza oriental del territorio de Bolivia, lo que ciertamente hace la mitad tanto del Paraguay como del Guapore (sic) o Itenez (sic) la línea divisoria entre ambos países. El asunto, sin embargo, no era de mucha importancia en tiempos pasados ni para el Brasil ni para España, pero ahora que los sudamericanos están empezando a cobrar conciencia de la importancia del comercio y de la navegación a vapor, los bolivianos plantean el problema de hasta dónde tienen derecho a estas vías naturales de comunicación y mercados esenciales. Este es un asunto de interés para Bolivia, puesto que si renuncia a su derecho al río Paraguay no tiene nada a dónde recurrir en su frontera sur, excepto el río Otuguis (sic), que quizá no sea navegable. Luego que el río Paraguay sale de Bolivia y Brasil, entonces fluye sobre el suelo del Paraguay y de la confederación argentina. Cada uno de los cuales reclama la posesión de las aguas navegables en la cabecera de La Plata, que Dios hizo para todos.

Empezamos a descender la gran cordillera hacía el noreste, con la esperanza de no vernos forzados a volver sobre nuestros pasos. Cuando llegamos a la ceja de la montaña, un denso banco de niebla se irguió delante nuestro, alzándose como una gran fortificación. La barrera estaba claramente marcada a lo largo de la cordillera, mientras que en el lado suroeste el sol brillaba deslumbrantemente. Las mulas, una a una, penetraron la densa masa de vapor con gran hesitación. Fue con dificultad que los arrieros* pudieron empujarlas, tanto les disgustaba descender. Como habían recorrido el camino antes, se dieron la vuelta y regresaron corriendo hacia la luz, pero los hombres finalmente lograron hacerlas entrar a todas.

Detrás nuestro, a plena luz del sol, crecía un poco de pasto, con una porción del suelo quemada formando una costra dura y escamosa, como el exterior de una caldera de vapor. Tan pronto como atravesamos la niebla, encontrarnos la tierra cubierta de césped verde; las flores florecían en nuestra senda y el follaje de los arbustos cubría las laderas de la cañada, mientras que los árboles del bosque se alineaban al fondo. La superficie verde se parecía a las aguas del mar cuando fluyen en la tierra, empujando hacia la parte superior de la cañada de la montaña en algunos lugares, mientras que en otros, donde se erguía un risco, el follaje retrocedía, corno si la elevación fuera muy alta para que la oleada verde la cubriera.

Bajo esta densa nube el indio encuentra leña; aquí quema carbón, que usan los plateros, los herreros y los cocineros de la ciudad. En el valle recolecta maderas ornamentales para el ebanista. Luego que ha talado los árboles y los ha vendido, descubre que su cosecha de maíz le rendirá una abundante provisión sin molestarse en conducir las aguas a través de los campos con su azadón, ya que las lluvias caen encima tan copiosamente que no tiene nada que hacer más que admirar lo que éstas hacen por él; mientras que su vecino, al otro lado de la montaña, sólo come con el sudor de su frente.

Para su comodidad, el indio debe construirse una casa para protegerse de las lluvias. Corta cuatro horcones y los coloca como soporte de un techo de paja, cuelga su hamaca de algodón de un poste a otro, y allí goza de su descanso, meciéndose en un clima fresco y agradable, mientras observa crecer el maíz y escucha las vigorosas aguas de los ríos de la montaña.

Nos detuvimos y pedimos permiso para acampar en la tercera noche desde Cochabamba, y armar nuestra tienda de campaña en medio de un huerto de durazneros. Cocinamos la cena en la fogata de los indios, asamos un ganso silvestre, cazado durante el día en un pequeño lago, mientras José hacía té y comerciaba forraje con el indio.

14 de mayo de 1852.- A las 5 p.m., termómetro, 58º; termómetro húmedo, 57º; nublado y tranquilo. Esta observación se realiza en el huerto de duraznos, no mucho más abajo de la garganta a través de la cual pasamos. Luego de pasar una incómoda noche en nuestra tienda de campaña, que encontramos más bien sofocante en esta atmósfera densa, cargamos y nos movimos hacia abajo, a través de los árboles del bosque, por un camino más peligroso. En algunos lugares las mulas se sobresaltaban cuando los árboles estaban tan cerca unos de otros que el equipaje se enganchaba en ambos lados. Tenía un temor constante de que los instrumentos se arruinaran, o de que alguno de los animales se rompiera el cuello o nos lo rompiera a nosotros. Al ser el nivel del agua de los arroyos de la montaña muy bajo, cruzamos algunos de ellos vadeando. Pasamos las corrientes rápidas atravesando puentes miserables hechos con largos palos derribados y luego cubiertos con ramas de los árboles. Sus amplios lechos secos indicaban grandes inundaciones en la estación lluviosa. El arriero* mencionó haber perdido la mitad de su recua, con todo el equipaje, en un intento por cruzar durante la estación húmeda.

Nuestra ruta desde Tarma hasta Oruro fue hacia el sur. Viajamos adelante del sol. En diciembre, cuando llegamos a Cochabamba, el sol nos acababa de pasar. Tan pronto corno esto sucedió, las lluvias se precipitaron fuertemente en este lado de la cordillera; era imposible proseguir. Los caminos estaban inundados, las cañadas infranqueables, y los arrieros* pospusieron su viaje hasta que la estación seca haya comenzado. Cuando el sol pasó el cenit de Cochabamba y ya había movido completamente la faja de lluvias que estaba tras él hacia el norte, entonces salimos de nuestro refugio y ahora estamos caminando detrás de la faja de lluvias en clima seco, mientras que los habitantes están muy ocupados en cuidar sus cosechas.

Después de viajar todo el día por el monte, acampamos cerca de una casa, propiedad de un hombre blanco, quien tenía esposa y muchos hijos. El sitio se llamaba Llactahuasi. En el camino matamos un pavo silvestre, lo que fue afortunado, pues la mujer rehusó vendemos la única gallina vieja que tenía, ya que sus pollitos eran muy pequeños para prescindir de la atención de sus padres. Las únicas criaturas vivientes en los alrededores de la casa, fuera de los niños, eran dos perros. " primero que nuestra gente pregunta al llegar a una casa es por provisiones, para adelantarse a la misma pregunta de los pobres pobladores, los que se encuentran a lo largo del camino a distancias variables. Por otra parte, puede decirse que la región no está habitada, ni siquiera por indios salvajes.

15 de mayo .- A las 4 p.m., termómetro 73º termómetro húmedo, 71º. claro y tranquilo. Un incremento de l5º de temperatura, desde esta misma hora, ayer. Temperatura de un río, 56º Fahrenheit. Cuando las montañas se reducen a colinas, los árboles aumentan de tamaño y la maleza se vuelve más densa. Miles de enredaderas se enmarañan en la forma más confusa. Las ramas de los bosques están cargadas de denso musgo y masas inmensas están amontonadas en las copas de los árboles. Las enredaderas crecen rápidamente en los troncos, cubiertos de musgo en el lado que da al sur, se arrastran sobre las ramas y de allí crecen hacia abajo, hasta el suelo, al pie del árbol, donde asciende otra enredadera, hasta que la rama está tan cargada que se rompe por el peso. Las copas de los árboles crecen y luego estas inmensas enredaderas, que cuelgan como cables de cáñamo, las tiran hacia abajo. Mientras que el clima y el suelo favorecen a los árboles del bosque, los parásitos trepadores parecen determinados a arrastrarlos hacia abajo. Hay un chasquido constante de ramas crujiendo, acompañado de un descomunal estruendo cuando grandes troncos se vienen abajo. Grandes troncos obstruyen nuestro camino y no osamos mirar arriba, por temor a ver un peligro mayor. Una enredadera sube por el tronco de un gran árbol y por una rama desciende a otro gran árbol y se enrolla al tocón como si fuera hecho a mano; luego serpentea hacia arriba para realizar el mismo esfuerzo nuevamente, mientras que las ramas o raíces están jalando como sí fueran muchos tirantes, hasta que la rama se rompe del árbol. Cuando cae al suelo, hay un espeso musgo listo para asirlo, y pronto el leño se cubre hasta quedar fuera de la vista y se pudre.

Algunos de los árboles más grandes han sido arrancados desde las raíces y han caído hacia el este, como si fuera hecho por una súbita ráfaga de viento repercutiendo del lado de la montaña. Todos los vientos del este que golpean las vastas laderas de los Andes no se desplazan hacia arriba, pero la corriente a veces se divide. " parte más baja voltea, precipitándose sobre los bosques con tal fuerza, de vuelta hacia el este, que quiebra los árboles y los coloca en la posición referida. Los vientos no pueden rebotar horizontalmente, ya que se encontrarían uno con otro y producirían una calma. Su único medio de escape es ya sea muy próximo a la superficie caliente de la tierra, o arriba en las regiones más enrarecidas. Cuando los fuertes ventarrones, que a veces soplan en la estación lluviosa desde el este, golpean estos dominantes Andes, con una fuerza que desarraiga los árboles del bosque, destruye las cosechas y hace enfurecer al mar, se acumulan aquí y deben abrirse camino hacia afuera. Estos partirían las pesadas velas de lona de los marineros y soplarían a través de éstas; pero aquí la gigantesca fuerza de las montañas los resiste con una serenidad que hace que el bosque sea la víctima. Estas cumbres del lado este de los Andes están entre los ramales más extraordinarios de la tierra. Parecen corresponder a las costas rocosas del océano, donde las olas golpean fuertemente contra sus riberas. Los árboles, arbustos, parras, enredaderas y musgos se amontonan aquí, al igual que encontrarnos alga marina colgando de las rocas del litoral. El pescador rema su canoa hacia el océano calmado más allá de las agitadas oleadas que golpean tierra firme. Aquí no encontramos habitantes. Nunca los hubo. No encontramos ruinas o señales de épocas pasadas. Estos bosques primitivos no están habitados por los salvajes de la época actual. Aquí no se encuentra pájaros entre los árboles, excepto el pavo silvestre; éste camina a través de los arbustos y se alimenta de bayas. Hay muy pocos de esta familia, muy a nuestro pesar. Pocos animales silvestres andan errantes por acá.

Cuando descendíamos las montañas hacia el este del Cuzco, encontramos lo que vemos aquí, un gran número de caracoles terrestres. Esta, entonces, podría ser llamada la región de los caracoles. Estos son indudablemente la mayoría y la única cosa con vida animal que parece florecer en estos lugares inhóspitos. Si nuestras pobres mulas no fueran tan seguras, nunca hubiéramos podido descender por este camino, que es tan escarpado en algunos lugares que los caballos no podrían andar y cargar con un hombre. El burro, con sus patas cortas, estaría perdido en los profundos hoyos llenos de lodo, a los que las mulas saltan y luego salen brincando de ellos. Durante la noche las llevan al camino para devorar hojas de los arbustos, o buscar alguna hierba apetitosa entre los árboles; no hay ni refugio ni forraje para ellas. Nuestro destacamento acampó en la selva virgen tan exhausto como los animales. El clima es húmedo y sofocante y cuando nos echamos a descansar el tiempo está tan nublado que parece un trance largo y tedioso. Nuestro viejo arriero* resulta ser un personaje cortés y entretenido. Es un criollo; se gana la vida llevando sal por este camino y regresando con chocolate. De cuando en cuando, después que hemos pasado una parte difícil, se voltea con aspecto abatido y dice: "¡Ah! ¡Patrón*! Sus cajas son muy pesadas para mis mulas." Nosotros le decimos que los caminos son malos en su país. "Están mucho mejor de lo que solían ser." Dijo que cuando viajó por las mesetas, nos fatigamos mucho de cabalgar todo el día, pero aquí íbamos tan despacio que no se sentía fatigado, particularmente camino arriba, cuando sus mulas estaban en estado miserable y apenas podían ascender lentamente. Nos dijo que requería al menos seis semanas de descanso para las mulas en Cochabamba, manteniéndolas bien alimentadas con alfalfa todo el tiempo, antes de que estuvieran suficientemente corpulentas para ser cargadas nuevamente para otro viaje. Su nombre completo es Cornelio Céspedes; ha estado ocupado viajando arriba y abajo de los Andes por muchos años y parece ser un hombre honesto y respetable. Cornelio me ruega que le venda a Rose. Yo me opongo, pues tendría que viajar por este camino espantoso.

Descendiendo alguna distancia, la primera señal de vida animal activa era un enjambre completo de monos capuchinos. Se mueven entre las copas de los árboles a gran velocidad, primero colgándose de una rama con la pata y luego de sus largas colas. Uno pequeño, cuya cara parecía la de un negro joven, a veces se asusta y va a buscar a su madre, la que rápidamente va en su ayuda, cuando el gracioso pilluelo salta a su espalda, se agarra bien a la pata posterior de la mona con su cola y la hace galopar hasta el siguiente árbol. El ruido que hacen nos ensordece, particularmente después de hacer un disparo. No es fácil matarlos. A los hombres les gusta mucho la carne, probablemente porque no hay otra que puedan obtener en el camino.

Nuestras camas se mojaron con las lluvias durante la noche; esto alienta a las pulgas de nuestras frazadas a molestarnos, y a pesar de que estábamos lo suficientemente cansados como para dormir, no pudimos hacerlo. Ascendimos muy exhaustos, mientras que nuestros animales se tambaleaban con el peso.

Los arrieros* amontonan el equipaje en una pila y lo cubren con las albardas. Nuestras cajas fueron bien cubiertas con encerados antes que dejáramos Cochabamba y yo las tenía reforzadas y soldadas adentro con estaño, para que fueran impermeables. Resultó ser un buen plan. Sin duda nos hubieran faltado provisiones si nuestras cajas tuvieran agujeros porque la lluvia corría por las laderas de las colinas fluyendo alrededor,del equipaje. Los viajeros se proveen con galletas bien horneadas, sin sal, ya que se derriten en este clima húmedo y el pan se malogra. Llevábamos queso, té, azúcar, arroz, bizcochos de chocolate y sardinas, con dos galletas al día, y lo que podíamos cazar de gansos, pavos y monos. Nosotros funcionábamos mejor que nuestros pobres animales. La mercancía más valiosa era el arroz. Un pavo silvestre, cortado en pedazos y bien cocido con arroz, sazonado con poca cantidad de ajé (sic), un terrón de sal de Potosi (sic) pulverizado con éste, era lo más refrescante después de un día de viaje difícil. El mayor favor que se le hace a un viajero que se encuentra en el camino en el bosque es obsequiarle una galleta. El patrón que comparte su pan con los hombres siempre saldrá adelante. Los arrieros* generalmente cargan una bolsa de maíz tostado o seco. Es entretenido verlos deleitarse con la pata trasera del mono capuchino, comiéndola alternando con un grano de maíz seco. Dicen que la cola del mono es la parte más exquisita cuando el pelo se quema apropiadamente. Si no teníamos caza y se convertía en mono frío o en nada, abríamos nuestra caja de queso. La carne del mono se conserva mucho más que cualquier otra en este clima; cargada en el costado del equipaje, se vuelve más suave durante el día golpeándola contra los árboles cuando pasa la recua. De las pieles los arrieros* hacen bolsas, en las que cargan semillas de coca y maíz tostado, colgadas de la cola a una correa alrededor de la cintura, con las patas amarradas una con otra, con los pelos hacia afuera. Se cree que esto es ornamental y una mayor protección contra el clima húmedo que el mejor cuero curtido. Los arrieros* generalmente son compañeros alegres y siempre están ansiosos por señalar animales de caza, generalmente buscando pavos, sabiendo que la especie de cuatro patas caerá sola en sus manos.

Hay mucho problema para conseguir fuego; la madera seca está tan empapada por las lluvias que José tiene que inflar sus mejillas hasta que las lágrimas saltan de sus ojos. Cada hombre porta consigo un pedernal y un eslabón. Los arrieros* duermen profundamente con sus cabezas en la lluvia y sus pies en las cenizas.

En la tarde del 7 de mayo llegamos al río Espiritu Santo (sic: Espíritu Santo); siguiéndolo por cierta distancia llegamos a una casa solitaria, situada en un lugar hermoso y romántico. Parados en la puerta, observando la cañada, a través de la cual avanza un río, se asoman los grandiosos Andes con su poderío, cubiertos con su manto nebuloso. La frescura del follaje y el espesor de las hojas revelan grupos de diferentes aspectos, tan densos y grandes, que parece que hubiera dificultad en el suelo para que el montón de árboles y de pimpollos encuentre espacio para crecer. Al pie del escarpado cerro, donde se erguía la cabaña del indio, un pequeño pedazo de tierra plana, al lado del río, estaba densamente sembrado de caña de azúcar. Recolectamos un poco de semilla de tabaco que estaba madurando en tallos de nueve pies de altura. El indio era un quechua; su único alivio parecía ser el másticar coca y sus únicos acompañantes eran tres pavas domesticadas. Su casa estaba bien construida, los costados eran calados y el techo bien empajado con hojas de palma silvestre. Un palo de madera con muescas estaba reclinado en una esquina en dirección al desván. Esta era su escalera. Cuando colgamos nuestras hamacas en la planta baja, el anciano se fue a dormir arriba. La dije a José que le pregunte por qué dormía allá arriba y descubrimos que tenía la costumbre de hacerlo para no estar en casa para los tigres, que lo molestaban con repetidas e inoportunas visitas durante la noche. No tenía ninguna objeción a estas visitas durante el día, ya que entonces estaba dispuesto a cambiar salitre y plomo por una piel de tigre, que se volvió valiosa en la costa del Pacífico.

Mirando hacia abajo de la cañada vemos al río Espíritu Santo (sic) descendiendo por tierras densamente cubiertas de prados. Los árboles del bosque no son tan grandes como esperábamos; ninguno de ellos es igual a los robles de América del Norte. El viejo indio señaló la hoja del quino al otro lado de la cañada, pero dijo que hay pocos árboles en los alrededores, que los recolectores de corteza se adentraban en el monte que está más hacia el noroeste de nosotros.

La pendiente aquí no es tan empinada como al este del Cuzco, a pesar de que la diferencia de altura entre ésta y las últimas cordilleras que atravesamos es muy pequeña. El camino cerca del Espíritu Santo (sic) está sobre cadenas de cerros que corren paralelo a la cordillera, reduciéndose cuando descendemos. Ascendemos una distancia corta y luego descendemos por la falda más alta, como un bote abriéndose paso a la fuerza mar adentro a través de las olas de la costa las que, cuando se aproximan a tierra, se vuelven meras rompientes. Pasamos una noche agradable en la cabaña, la que nos protegió de fuertes lluvias acompañadas de relámpagos.

Más abajo, en un poblado llamado Espíritu Santo (sic), alrededor de cien criollos estaban cultivando la tierra a ambos lados de una cañada, la que se ensancha cuando descendemos. Estaban limpiando los sembrados de coca de mala hierba; se veían pálidos, delgados, cetrinos, y extenuados. El clima no les asentaba. Nunca vi una casta de hombres tan miserablemente débiles y agotados. Las mujeres se veían más saludables, pero había pocas.

Las plantas de coca eran pequeñas y débiles; el musgo que se acumulaba alrededor de sus troncos les daba la apariencia de árboles colocados en un clima y suelo incompatible. Los pedazos de tierra se veían hermosos en las faldas distantes de los cerros; se plantaban hileras sobre escalones formados por pequeñas tapias de piedra de un pie de altura, una más arriba de la otra, con una plataforma para plantar los arbustos a un pie y medio de ancho. El lugar era muy húmedo y frío y el suelo no era suficientemente arenoso. Los indios dicen que la coca de Yungas es mejor que ésta de Yuracares y que aquella del Cuzco es de calidad superior a ambas. El arbusto de coca del Cuzco es más grande; éstos crecen en promedio cuatro pies de altura y producen pocas hojas. Cerca del Cuzco los arbustos se plantan en una región plana, donde el clima es más cálido, más uniforme y no tan húmedo. Allí las esterillas sobre las cuales se secan las hojas se tienden sobre plataformás de tierra seca, Aquí se empareda un pavimento hecho de piedra con una abertura en ambos lados, de manera que cuando llueve el agua pasa a través y lava los pavimentos colocados debajo de la superficie del suelo con el propósito de protegerlos de las súbitas ráfagas de viento que llegan y se llevan toda la cosecha, tanto más fácil cuando las hojas están secas. En las tierras bajas del Cuzco los vientos no son tan violentos y el cultivador de coca puede decir cuándo se aproxima una tormenta y llevar sus hojas a un refugio. El aire es suficientemente seco allí, incluso cuando llueve, para no estropear las hojas, mientras que aquí la atmósfera es tan húmeda que el urador de coca debe proteger cuidadosamente sus hojas o pierden su sabor, disminuyendo su valor comercial. El plantador de coca de Yuracares se encuentra demásiado alto en la falda de los Andes. Si descendiera un poco, probablemente podría encontrar un clima y suelo tan compatible como aquel de las tierras bajas del Cuzco. En Espíritu Santo (sic) hay varios sembrados que se han agotado; constantemente están plantando nuevas cosechas, lo que demuestra que el arbusto es efímero.

La coca es un gran favorito del indio quechua; la aprecia tanto como el chino aprecia su opio. Mientras que éste hace dormir, el otro mantiene despierto. Estándo el cerebro del indio excitado por la coca, viaja una larga distancia sin sentir fatiga, mientras tenga bastante coca, se preocupa poco por comida. Debido a eso, después de un viaje está agotado. En la ciudad del Cuzco, donde los indios mastican coca de la mejor calidad, la usan en exceso. Su aspecto físico, comparado con el de aquellos que viven lejos del mercado de la coca, en un clima igualmente inhóspito, es delgado, débil y enfermizo; menos alegre y no tan bien parecido. Los masticadores también consumen más aguardiente y usan menos la pandereta y el violín; rara vez bailan o cantan. La expresión de su cara es lúgubre, la que se vuelve horrible por las verdes venas de jugo que manan de las comisuras de la boca.

La hoja de coca tiene un sabor muy amargo para aquellos que no están acostumbrados a ella. Los indios la mastican con un poco de cal muerta, que creen la ayuda a bajar y la hace más dulce.

Los incas empleaban la hoja de coca y se dice que la introdujeron en su culto religioso. Se prestó gran atención a su cultivo. Eran cuidadosos al escoger la tierra, descendiendo hacía el este del Cuzco, hasta que encontraron el suelo y el clima apropiados.

Los indios tienen una costumbre curiosa con respecto a la coca. Luego de que la bola en la boca ha perdido todo su sabor, la arrojan contra una roca. A lo largo de los estrechos caminos de los Andes, donde las rocas resaltan en el camino, hemos observado sus superficies salpicadas de hojas de coca luego de haber pasado por una cuidadosa masticación.

Los hombres me dicen que recogen una cosecha de hojas de coca cada tres meses; a veces el tiempo fluctúa. Tan pronto como les quitan las hojas a los árboles, brotan hojas frescas durante la vida del arbusto, el que, en la montaña* del Cuzco, sobrevive al hombre.

Entre los trabajadores había un negro y nunca contemplé una cara más alegre en ninguno de su raza. Cuando nos vio, sonrió hasta que llamó nuestra atención particularmente hacia él. Era gordo y robusto; su piel negra era del color del ébano, mientras que sus dientes eran tan blancos y sus labios tan rojos que era sencillo observar que no tenía predilección por la coca. Fue excesivamente cortés al conseguirnos semillas de la planta, trayéndonos agua y naranjas. Nos encontramos entre frutas y flores ahora - un clima conveniente para el hombre negro. Su cabello estaba rizado en mechones sumamente brillantes y sus talones sobresalían. Vestía una chaqueta y pantalones blancos, sombrero de paja, pero sin camisa.

Los criollos masticaban coca y fumaban tabaco. El negro se deleitaba con naranjas y plátanos, los que protegía de los monos capuchinos, que gustaban de la misma comida. Este era su único fastidio, porque naturalmente se pone de parte del hombre blanco.

De los tres colores de hombre, la región fría favorece al cobrizo, la calurosa al negro y la templada al blanco. En las estepas de Cochabamba el hombre blanco prospera mejor. En las regiones nevadas los indios parecen ser menos sensibles al frío; mientras que en el calor del sol tropical el negro muestra sus dientes con mayor facilidad.

Cruzando el río Espíritu Santo (sic) acampamos en la plantación de chocolate, Minas Mayo, cerca de la ribera de un río del mismo nombre. Tuvimos que vadear; la corriente no era muy rápida, pero había peligro de perder nuestro equipaje, ya que el fondo estaba lleno de piedras redondas y resbaladizas, lo que hacía difícil que las mulas se sostuvieran sobre sus patas.

La familia en esta plantación estaba recolectando café en bolsas colgadas del cuello por correas, como lo recolectan los brasileños. Los cafetos aquí son casi del mismo tamaño que los de Río Janeiro (sic) y cargados de granos. Había sólo algunos árboles; la cantidad cultivada es suficiente para el consumo de la gente de los alrededores. Los cacaos son más grandes que los del norte del Brasil y parecen estar bien provistos de una abundante cosecha de nueces verdes. Los bananos y papayos crecen densamente alrededor de una casa de madera techada con palmas. Mientras estaba bosquejando, Don* Cornelio echó un vistazo, con un tallo de caña de azúcar en una mano y un gran cuchillo en la otra. Cortó grandes bocados los que abultaron su mejilla. Un indio de Yuracares, que nos había dado alcance a su regreso de Cochabamba, estaba cerca. La túnica que vestía era el uniforme establecido entre los indios por los jesuitas. Es de tela blanca de algodón, a la manera de un vestido, hecho por los salvajes de la corteza de ciertos árboles. Cuando este indio y su acompañante llegaron a la cima de las montañas, sufrían mucho por el frío. Duplicaron sus "camisas"*, pero los vientos silbaban alrededor de sus piernas tan impertinentemente que decían que caían enfermos. Cuando enviaron sus despachos al Obispo de Cochabamba, de parte de un padre de su región, se refugiaron en la cañada más calurosa que pudieron encontrar y permanecieron allí varios días esperando órdenes clericales. Tan pronto como recibieron permiso para regresar, corrieron de vuelta al clima cálido tan rápido como pudieron. Dejaron Cochabamba después que nosotros. No nos hemos demorado ni un día, así es que han viajado más rápido que nuestras mulas. En estos terribles caminos el indio camina hacia arriba o hacía abajo a paso continuo, mientras que la mula se detiene a resollar y a descansar.

Los pobres indios no han traído nada para comer en el camino y la primera cosa que tomaron aquí fue la caña de azúcar. Les dimos algunas provisiones. No pueden soportar la coca y se ríen cuando ven a los quechuas metiéndose hojas verdes en la boca. Estaban examinando sus arcos y flechas para estar listos para los animales de caza y los peces, los que decían abundaban más lejos tierra abajo. Les dimos anzuelos. Estaban encantados de recibirlos y prometieron que si les dábamos alcance en la mañana, cazarían un pavo o pescarían algo para nosotros. Después durmieron algunas horas; Cornelio dice que se levantaron y viajaron a la medianoche, uno tras otro, por el camino que después seguimos a la luz del día.

Sus figuras son rectas y bien formadas, pero no son hombres fuertes. La expresión de su rostro es femenina. Se ven descoloridos al lado del indio quechua, que era mucho más robusto. Tienen el cabello largo, como los quechuas y los aymaras, llevándolo en una larga cola atrás. Los yuracares tienen más bien un rostro agradable, pero no tienen ojos muy brillantes. Además de su cuchillo, llevaba un pífano de caña, mostrando afición por la música; de la variedad de camisas* de corteza, indudablemente le gustan los colores brillantes, los que obtiene de las maderas de tinte de la provincia. Sus arcos y flechas eran los mismos que los indios usan en California; ambos largos. Aquellos diseñados para tirarle a los peces estaban hechos y preparados en forma preciosa; las puntas o extremos superiores eran de madera dura negra; la flecha de caña con plumas pintadas.

José nuevamente no entiende el idioma de los indios, por lo que tenemos que valernos de Cornelio, quien es un viejo amigo de esta gente y parece ser popular. A menudo lo ven en el camino que pasa a través de sus territorios de caza. Cornelio dice que la gorra que el indio lleva sobre su cabeza, a la usanza india, la compró en Cochabamba en lugar de comprar maíz para el camino.

El maíz y la yuca* sirven de pan aquí. El café, el chocolate y el azúcar son sus abarrotes; los granos y el pimiento sus vegetales; las naranjas, papayas, plátanos verdes y bananas, sus frutas. El criollo constantemente está dando chupadas a la hoja de tabaco para enrollarlo en una panca de maíz como un cigarro. Importa arroz y harina cuando puede conseguirla; pólvora, balas, anzuelos y sedales.

Este negocio de la coca es vigilado por una persona que emplea hombres del valle de Cochabamba, deseosos de tratar de obtener sus fortunas en la selva virgen a razón de veinticinco centavos al día. Uno de los trabajadores fue lo suficientemente amable como para colgar mi hamaca bajo el cobertizo; él y un acompañante durmieron en una cama cerca a mí. El contenido de una olla estaba echando bocanadas de vapor; el hombre corrió a través de la oscuridad en su ayuda; sacando la olla de encima de dos piedras, cortésmente me invitó a unirme a ellos para la cena. Nuestra luz provenía de los ardientes trozos de madera y un hambriento perro estaba de guardia alrededor nuestro y ladró cuando escuchó un ruido en el monte. El empleador de este hospitalario hombre le pagaba quince dólares al año; lo vestía de algodón burdo, lo cobijaba en una cabaña y su comida de arroz nos pareció muy buena. Nuestro posadero era un mestizo, del pueblo de Sacaba, en el valle de Cochabamba. Expresó gran deseo de volver a casa. "El clima es más agradable," dijo; "hay menos enfermedad y allí no tenemos nada que hacer. La vida es alegre; tocamos la guitarra, bailamos y cantamos con las muchachas y tenemos una vida fácil. Las muchachas no vendrían aquí por temor a los* animales* (bestias salvajes). No conseguimos carnero para nuestro chupe*. ¡Ah, señor! sobre todo, nunca vemos una taza de chicha*; pero con la azada en la mano, vamos al sembrado de coca al amanecer y nos quedamos allí durante el día y sólo nos vamos en caso de una fuerte lluvia."

Tratamos de convencer a este honesto jornalero que estaba haciendo una mejor obra para sus hijos y su país cultivando café, chocolate y azúcar, que bailando, tocando música y tomando chicha*. Riendo, meneó la cabeza y dijo, "los hijos deben hacerse cargo de ellos mismos como yo lo hice; y en cuanto al país, aún no tenemos ley en Espíritu Santo (sic), excepto la ley de nuestra Iglesia Católica, la que nos exige una contribución anual, la que debe deducirse de los quince dólares anuales."

Un pequeño arroyo, Minas Mayo, se junta con el Espíritu Santo (sic). Ambos forman el río Paracti, el cual siendo el brazo principal de numerosos tributarios en el lado opuesto, tiene una corriente realmente formidable de setenta yardas de ancho. Sus aguas verdosas fluyen más serenamente, menos rápido y a través de una región con menos declinaciones que algunas otras. En la cabecera del Paracti el termómetro se mantuvo en 73º Fahrenheit y la temperatura del agua, 70º. Los pequeños lagos en los cerros tienen una temperatura de 59º y como nos encontramos ahora en la base del cerro, notamos la diferencia, 11º Fahrenheit. Las aguas que fluyen por las faldas de los Andes en las estaciones secas en parte provienen de la nieve derretida, habiendo pasado por el proceso de helarse hasta convertirse en glaciares que se derriten nuevamente y las aguas forman pequeños lagos en las cercanías. Cuando estos lagos se llenan, el agua se desborda ya sea por un lado o por el otro, a veces por ambos; si es esto último y el lago está encima del cerro más alto de la gran cordillera, aquel que fluye hacia el lado oeste del lago es un tributario del Océano Pacifico y aquel que llega hasta el este va hacia el Atlántico. El brazo principal del río Mamoré no se vuelve navegable para canoas hasta que voltea hacia el norte y se encuentra definitivamente bajo la faja de lluvias, donde llueve a cántaros, en los 171 de latitud sur. La navegación de este río se caracteriza tan claramente por esta agudeza de la estación lluviosa, que el río Piray, que es un tributario del Mamoré y que está en las cercanías, puede descenderse en canoa desde el Puerto de Jeres, mientras que el río principal durante toda su extensión, a del de latitud sur, se atraviesa por puentes o a vado.

Hacia el lado del Paracti las colinas son pequeñas y nuestro camino durante la jornada de viaje a menudo es sobre llanuras o laderas, ya que aún estamos descendiendo lo que podría llamarse el gran corazón de los Andes, el que sobresale magníficamente hacia el amanecer en dirección a las deliciosas brisas tropicales que soplan sobre su suelo productivo.

Nuestra recua de mulas está muy fastidiada por trepar las colinas; en el lado este, una de ellas, exhausta, perdió el paso y rodó, con equipaje y todo.

Acampamos en la selva virgen del lado del Paracti, no había,ni una casa cerca nuestro. Dejarnos atrás en el camino a nuestros conocidos, los indios yuracares. Ellos caminaban despacio, con arcos y flechas en la mano, vestidos con sus camisas de corteza, con la cabeza descubierta y sin zapatos; verdaderos hombres salvajes del monte. No tenían ni pesca ni caza. Cornelio dijo que los habíamos tratado tan bien que no se esforzarían en cazar, pero tan pronto como se sintieran hambrientos, conseguirían pescado del río o pavos del monte.

Colgamos nuestras hamacas de dos árboles, se prendió una fogata, se llevó a las mulas de vuelta al monte para que anden errantes, recogiendo lo que quiera que encontraran, bajo el cuidado de la vieja yegua blanca, "la mamá", como la llaman, de la recua. Se está cocinando arroz sin pavo. El clima húmedo ha afectado los fulminantes de las escopetas. Cornelio comienza a verse delgado y ojeroso. Las mulas se han alejado tanto, que es muy dudoso que estén en buenas condiciones para regresar.

Después de la comida nos acostamos a dormir bajo la lluvia. El ruido del río cercano era armonioso. Sentimos que avanzaríamos una vez que entráramos al río. Nuestra salud se mantiene bien, a pesar de haber sido desgastada brutalmente y cada día nos recuperamos un poco. Cuanto más lejos vamos, más lento se mueven los animales; están muy débiles para soportar &premios. Los hombres los ayudan a subir a lugares escarpados por la parte de atrás del equipaje, cambiando el cargamento cada día. La mula que transportó una carga pesada hoy, llevará una más liviana mañana. Nuestras mulas ensilladas lo hacen mejor, ya que cargan un hombre vivo con más facilidad que caja inertes. Una de las mulas de carga pasó debajo de un árbol caído, que atravesaba el camino, golpeó el borde de la caja de instrumentos y la hizo saltar e inmediatamente ésta rodó hacia la ribera.

Los mosquitos nos molestaron durante la noche y los vampiros mordieron a las mulas. Uno mordió a Mamoré en la cola, y otro a Pinto - un arriero* - en el dedo gordo del pie.

En la cabecera del Paracti, encontramos pájaros de hermoso plumaje. Tan pronto como llegamos a donde se encuentra peces en los ríos, allí el monte está lleno de pájaros; el aire, de mosquitos y moscas. Las hormigas y las abejas son más numerosas, así como los animales salvajes. Los indios salvajes no viven aquí permanentemente; sólo vienen a cazar peces y animales en el monte. El pato silvestre rara vez se encuentra donde hay peces. Las diferentes especies de animales parecen alimentarse gozosamente unos de otros. Un pájaro le roba a otro sus huevos, mientras que un tercero se lleva la cría del segundo. Un pájaro se alimenta de las bayas de los árboles y está listo para ser alimento de otro con más fuerza. Algunas aves de corral se alimentan de los peces del río, mientras que la serpiente está ocupada atrapando a sus compañeros. Las abejas fabrican miel y los osos se la comen. Mientras que el arriero* pilla al mono capuchino, el vampiro chupa la sangre de su dedo del pie o la cola de su perro. Las hormigas están inquietas por nuestra fogata; toda la raza parece estar furiosa y mientras que el indio puede viajar todo el día sin zapatos, estos insectos se arrastran dentro de nuestras botas y nos pican despiadadamente.

20 de mayo de 1852.- A las 5 p.m., termómetro, 78º; termómetro húmedo, 74º; nuboso y tranquilo. Cuando llegamos al pie del cerro, nos encontramos con una recua de mulas ascendiendo con una carga de cacao. Los animales estaban miserablemente flacos. Habían bajado cargando sal y mercancía extranjera. Uno de los arrieros* descargó una mula para echar mano de un manojo de sombreros de paja, uno de los cuales quería vender a Richards. Cuando llamaron a la recua para continuar, fue con dificultad que ayudaron a los animales a levantarse, los que se habían echado bajo sus cargas.

Cuando serpenteamos sosegadamente a través de una región llana, las elevadas copas de los árboles están habitadas por una tribu de monos. Una de nuestras mulas de carga se enmarañó con una enredadera. El animal se enrolló por completo en ella. Luchó con toda su fuerza, se asustó, se despojó del equipaje y, al aplicar toda su fuerza, cayó todo el árbol sobre nuestras cabezas. Las ramas fustigaron severamente al pobre animal. Se veía casi enloquecido y tan enrollado que nadie podía entender los cables. " única forma como el arriero* pudo desenredarlo fue cortando la enredadera a ambos lados de la mula, que parecía como si estuviera dentro de las curvas de una serpiente colgando de una rama y enrollándose alrededor del cuerpo del animal. El árbol cerca al cual estábamos parados nos protegió. El que cayó fue atrapado en su descenso, de manera que escapamos de una severa golpiza, o de algo peor.

Cornelio estaba adelante y se detuvo cuando las mulas de carga pasaron de largo. Cuando le dimos alcance, lo encontramos estrechándose las manos con cinco hombres que tenían aspecto bárbaro y salvaje. Sus caras estaban pintadas con franjas rojas, verdes y azules, lo que les daba la apariencia de estar tatuados. Su cabello era corto; sucias telas de corteza colgaban de sus cinturas. Los pies, piernas, pechos, brazos y cabeza estaban descubiertos. En su mano izquierda portaban arcos y flechas; en un cinto llevaban un largo cuchillo de fabricación inglesa. Sus dientes estaban muy desgastados y sucios. Tenían agujeros en las orejas y en las narices, pero no llevaban ornamentos en ellas. Eran hombres de mediana estatura, bien formados, pero de aspecto perezoso. Su color natural estaba encubierto con la suciedad y la pintura. Eramos incapaces de decir, luego de un trato tan breve, cuál era. Sus ojos estaban inyectados de sangre y su aspecto general se evidenciaba con mayor facilidad cuando era contemplado estándo entre amigos. Cada uno de ellos se presentó y estrechó la mano en forma torpe, lo que mostraba claramente que la costumbre no era natural. Sonrieron, sin embargo, y pronto pidieron pan, anzuelos y cuchillos. Cornelio les dijo que nos llevaran animales de caza y pescado al próximo lugar de parada y que cuando descargáramos nuestras mulas tendría algo para ellos. Al momento recibieron pan y lo comieron vorazmente. Rose se sobresaltó ante un ruido en el monte y al mirar alrededor, avistamos tres indios más jóvenes y una mujer. Ella llevaba un pote de barro colgado a la espalda y estaba vestida igual que los hombres. Su cabello era largo, su nariz chata y, en conjunto, una criatura feísima. No pretendo describirla completamente. Era pequeña y parecía una niña al lado de los jóvenes, que eran mejor parecidos y con una expresión más agradable que cualquiera de los otros; estaban menos pintados y portaban armás de menor tamaño. Este grupo de indios eran de la tribu de los yuracares en una excursión de caza. Ellos andan errantes por el monte y a lo largo de los ríos buscando alimento. La mujer los acompaña como cocinera y como ayudante; ella carga los animales cazados y sirve de sirviente de estos hombres salvajes, siguiéndolos durante la caza con el pote de barro ahumado colgando de su espalda. Cuando cae un pavo, o extraen un pescado del río, o sacan la piel del tigre, se los tiran a la mujer, quien los arrastra con su pote hasta que acampan para pasar la noche, cuando ella hace una fogata, cocina la caza y todos se sientan en un círculo y se banquetean, después de un día y medio de morirse de hambre. Por si llueve, se desparraman algunas grandes hojas verdes sobre algunas ramás o arbustos, inclinadas hacia el costado de barlovento de la Ortiga horizontal, sostenida por dos estacas ahorquilladas. En el suelo tienden una cama de hojas verdes del bosque; los siete hombres y una mujer se van a dormir, con los pies hacia el fuego, lo que es una protección contra los mosquitos y los murciélagos. Cuando llueve durante la noche el aire es frío y estos hombres salvajes se mantienen calientes durmiendo cerca unos de otros. En la mañana, antes del alba, están todos de pie; no se habla ni una palabra; un silencio de muerte satura el ambiente antes de que se despierten otros animales. Ni bien el mono capuchino abre los ojos y bosteza luego de su descanso nocturno, el indio alerta dispara su arco; el mono cae gritando al suelo atravesado por una flecha; se retuerce, se voltea y pide ayuda a sus compañeros; los indios permanecen perfectamente quietos, sabiendo que la curiosa familia correrá al rescate y, cuando uno a uno se arrastran para ver de qué se trata, las flechas vuelan silenciosamente a través de los árboles, al tiempo que los gritos son terribles. El pavo silvestre, sin embargo, no se inquieta, ya que la gritería que hace la familia de los monos sólo es un poco más fuerte que de costumbre a esa hora de la mañana y cuando sacude el rocío de sus alas antes de volar de su lugar de descanso, la certera flecha lo trae al piso. Los tigres que andan en busca de su desayuno, olfatean el lugar de reposo de los indios por las suaves brisas que soplan de allí; se acercan gruñendo a la primitiva habitación, pero la flecha va a su encuentro, les hiere en el brazuelo, penetra su corazón; sus garras desgarran la tierra y sus dientes aprietan la delgada flecha en su agonía.

Cuando el sol brilla radiante sobre las afortunadas aguas del río, los peces empiezan a saltar y a jugar. El indio toma su puesto sobre las rocas en el río y con un ojo que parece penetrar las profundidades, dispara; su flecha se levanta con desayuno para uno, a veces de un pie de largo.

Como los indios no habitan en esta región, la caza es serena, excepto en raras ocasiones. Los animales aumentan y se multiplican sin estar asustados por el sonido de un rifle o el ruido de una escopeta, excepto cuando aparece el hombre blanco.

Los indios yuracares son semicivilizados, o, hablando propiamente, son semiamigables con el hombre blanco. Podemos ser aceptados entre ellos sin peligro. Los criollos tienen cuidado de tratarlos amablemente, sabiendo muy bien que ellos tirarían de las cuerdas de su arco silenciosamente si no lo hicieran. Cornelio era sumamente cordial; les dio parte de lo que pidieron y prometió más cuando nos trajeran caza, lo que les pareció razonable, así es que venían ansiosamente detrás nuestro. Nosotros éramos igualmente amables. Yo me vi obligado a ser extraordinariamente meticuloso, cuando uno de ellos preguntó por la salud del "Patrón*". Después que nos miraron, era evidente que distinguían una diferencia entre nosotros y la raza hispánica. Uno se volteó hacia el otro y pronto reveló su descubrimiento. Luego se acercaron para examinar a los norteamericanos. Cuando Richards comentó "Que estábamos entre los salvajes al fin", todos rieron y conversaron entre ellos en rápida sucesión. Examinaron nuestras botas y guantes; señalaron mis estribos, que eran ingleses, y que difieren de aquellos usados en la región, que están formados con tacos de madera pintada, con un hueco cortado en un lado para pasar el pie y proteger la punta,del pie de las rocas. Los criollos prefieren este estribo porque protege de la lluvia y del barro; pero son incómodos, particularmente en el monte, donde constantemente se enganchan con los árboles y arbustos, así que no los considero una ventaja. Las monturas de montaña con espaldar alto y perilla son sumamente necesarias en la ladera izquierda de los Andes, pero en las mesetas y a lo largo de los caminos, en medio de la Cordillera, la montura simple es más cómoda, aunque probablemente no sea tan segura. Cornelio no usa nada más que su cama de paja, sobre la cual cuelga sus alforjas atadas a una correa, con dos grandes tacos de madera colgados de cada extremo, y una baticola, hacia la cual se voltea y se agarra a menudo cuando la mula salta por un lugar empinado, para riesgo de la cola del animal.

En la tarde del 21 de mayo, nos sentamos derechos en nuestras monturas, las mulas caminaron despacio a lo largo de un camino plano hacia la ribera del hermoso río San Mateo, que fluye rápidamente hacia el norte para unirse a su hermano, el Paracti, que corre hacia el este. El río tenía entre sesenta y setenta yardas de ancho, con un extenso lecho rocoso, que demuestra que durante la estación lluviosa es grande, aunque menos rápido que el Paracti.

El indio vive del lado del San Mateo. Aquí se encuentra días más brillantes y noches más claras. El suelo es fértil, la tierra ondulante. El indio tiene una vista continua del valle del San Mateo, hasta que sus ojos se topan con los Andes.

Nos detuvimos en un lugar llamado San Antonio, compuesto por una sola cabaña, muy hábilmente construida y techada. Colgaron nuestras hamacas y pusieron nuestro equipaje a cubierto. Nos bañamos en las aguas del río y nos refrescamos con nuestra cena. Nos sentimos agradecidos de haber cruzado las montañas sin accidentes, cuando vimos sus cúspides entre las nubes.

La tarde es como aquella de la primavera. Al igual que encontramos al eterno invierno en la cima, el verano es también perpetuo aquí. Las llanuras están cubiertas de árboles, además de los cuales hay cañaverales, bambúes, grueso pasto, arbustos llenos de savia y plantas que demuestran que el suelo es de la calidad más rica. Este es el lugar para el hacha, el arado y la azada. El hacha nunca ha tocado uno de los árboles, excepto cuando el indio quería su cubierta. El aspecto de la región es un verdadero retrato de la naturaleza. La mano de la civilización aún no la ha tocado, aunque probablemente contiene un suelo y un clima que produciría tan bien como el lugar más fértil conocido y asombraría al plantador, no sólo por una cosecha enorme, sino también lo alentaría a plantar una variedad nunca vista.

Una canoa de leño yacía atada a una roca cerca de la ribera del,San Mateo. Esta es la primera embarcación de madera que hemos visto desde que dejamos el barco de vapor "Bolivia" en el Callao, con el perdón de las cucharas, platos y estribos de madera y otros objetos a lo largo de la ruta.

Cornelio ha desempacado una pequeña bala de géneros de algodón y está midiendo varias yardas de tela de algodón blanco como pago por adelantado a cuatro indios yuracares por sus servicios en la mañana al ayudarnos a cruzar el río. El trueque es interesante; los indios han tirado sus arcos y flechas en desorden y están parados observando ansiosamente la exhibición de pañuelos de algodón de colores, cuchillos, agujas, &a. Cuando ven los anzuelos hay un grito de alegría. Se apiñan tan cerca alrededor del viejo Cornelio que él tiene dificultad para que los salvajes se abstengan de probarse todas las gorras de algodón de colores que ha traído. Los indios no tienen ornamentos de oro para canjear por lo que les gusta; están casi enloquecidos de deseo por obtener lo que quieren. No poseen nada más que arcos y flechas, un poco de yuca* y unas cuantas mazorcas de maíz para ofrecer a cambio. La comida animal es tan abundante aquí que no se ven obligados a cultivar el suelo, no importa cuán productivo sea.

La provincia de Yuracares pertenece al departamento del Beni. Comprende los flancos de la cordillera desde la cima hasta la parte baja y, por lo tanto, dentro de sus límites, los climas son fríos, temperados, cálidos y calurosos. Se dice que se ha encontrado oro en sus ríos, aunque fuimos desafortunados, después de buscar todo el camino abajo desde la cima. No vimos gente recolectando quina, prohibido por un decreto del gobierno. Algunos de estos árboles se encuentran en nuestro camino abajo, aún así vimos recuas de mulas cargadas con corteza cruzando los Andes en camino al Pacífico y trabajadores empacándola en balas en el banco de Cochabamba. A menos que se siga un sistema diferente en la recolección, este valioso artículo de comercio se perderá. Las tierras pobladas de quinos pertenecen al gobierno. Las personas particulares no tienen control sobre la preservación de estas partes del bosque. Todos aquellos que desean recolectar pueden hacerlo; este es un plan destructivo. Todo hombre en el país tiene interés en el comercio; pero, aquellos que obtienen los mayores beneficios de éste, destruyen cada árbol que encuentran, cortándolo y descortezando cada pulgada de corteza del tronco y las ramas.

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