Página AnteriorPágina Siguiente

CAPITULO XII

Cochiquinas Caballo Cocha Caimanes Encantamientos indios Loreto Tabatinga Río Yavarí San Paulo Río Ica Tunantins Preparación de manteiga Río Juza y Fontleboa Río Juruá Río Japurá.

Cochiquinas o Nueva Cochiquinas es una miserable aldea de pescadores, de doscientos cuarenta habitantes; aunque en esta época no parece haber ni cuarenta en la aldea ya que varios de ellos están de pesca o buscando medios de subsistencia. El antiguo Cochiquinas está a cuatro millas río abajo, la cual parece ser una mejor ubicación, pero como la gente temía a los ataques de los salvajes del Yavarí, se mudó a este lugar.

El viejo pueblo al que bajamos a desayunar, tiene ciento veinte habitantes, de los cuales veinticinco son blancos y el resto indios del Yavarí, llamados marubos. Estos se visten con aun más sencillez que los yaguas, prescindiendo del trapo de atrás. Tienen pequeños y rizados bigotes y barbas; son más morenos que los otros indios y para vivir no hacen otra cosa que cazar.

El Gobernador nos trató muy educadamente y nos dio un buen desayuno con sopa, pollos, arroz, huevos y leche recién ordeñada de la vaca. ¡Qué lujo! Frente a su puerta vi una canoa llena de arroz sin pelar de muy buena calidad. El Gobernador nos dijo que el arroz crece muy bien y que da cerca de cuarenta veces más en cinco meses. Parecía una persona joven, alegre y de buen carácter, con una bella familia: una esposa y once niños verdaderamente adorables (algunos nacidos dentro del matrimonio, otros naturales), pero todos cuidados por igual y criados juntos. Cometí la impertinencia de preguntarle cómo sostenía tanta gente. Me dijo que la selva y el río daban en abundancia y que ocasionalmente realizaba una expedición al Napo y recolectaba suficiente zarzaparrilla para comprar ropa y lujos para su familia en Loreto. Dijo que el Napo está lleno de bancos de arena y que a veinte días de su desembocadura los hombres tienen que saltar de sus canoas y jalarlas.

Desde este punto se puede llegar al Yavarí en cuatro días por tierra. En este lugar las orillas del río son escarpadas y tienen casi treinta pies de altura sobre su nivel actual. En éstas también brotan venas de la misma pizarra negra arcillosa que vimos en Pebas y que ardía con un olor bituminoso.

Navegamos al mediodía y llegamos a Peruaté a las 5 p.m. (veinte millas). La población de este pueblo es de cien habitantes, formada por grupos de diferentes tribus (Ticunas y nativos de los pueblos de Barranca, en el Alto Amazonas, y de Andoas, en el Pastaza). Conversé con un negro viejo quien había estado varias veces en el Napo. Confirmó los relatos que yo había escuchado de otras personas.

28 de noviembre. De Peruaté a Camucheros hay treinta millas. Este lugar sólo tiene una población de cuatro familias, recientemente radicadas allí, quienes han limpiado una pequeña parte del bosque y han comenzado sus sembradíos de yucas, maíz y arroz. Justo un poco más allá de Camucheros tenemos aparentemente una vista de todo el ancho del río, el cual tiene casi una milla de ancho. Me sorprendió encontrar, justo en el medio de él, sólo treinta pies de agua. Creo que un banco de arena se extiende desde la orilla izquierda. La velocidad de la corriente era de dos millas y un cuarto por hora. Llegamos a Moromoroté a las seis y cuarto de la tarde (a quince millas de distancia).

Este consiste en una casa de indios cristianizados. A una milla tierra adentro hay una casa de ticunas. Pudimos escuchar el sonido de su música y les mandamos avisar que les queríamos comprar animales y comida. En la noche vinieron a vernos, pero estaban borrachos y no tenían nada que vender.

29 de noviembre. Hoy día pasamos un grupo de pequeñas islas. Entre una de ellas y la orilla derecha, donde el río tiene al menos un cuarto de milla de ancho, vimos varios árboles tirados y en lo que parecía ser la parte más profunda, sólo encontramos doce pies de agua. Sin duda hay más en los otros cauces y se podría encontrar más en éste.

A las 9 a.m., después de un viaje de veinte millas, entramos en el caño* de Caballococha (Lago del Caballo). Tiene casi ochenta yardas de ancho y en el centro tiene dieciocho pies de profundidad. El agua es limpia y hace un agradable contraste con las aguas lodosas del Amazonas; pero al no haber corriente en el caño*, se supone que el agua no es tan buena para beber como la del no principal, la cual es muy buena cuando se le deja asentarse.

El poblado está situado en el caño*, a una milla y media de la entrada y a la misma distancia del lago. Tiene doscientos setenta y cinco habitantes, la mayoría indios ticunas. Estos son más íorenos que el resto de indios del Marañón, aunque no tan morenos como los marubos y son lampiños, lo que los libra de ese parecido con los negros que los últimos sí tienen. Sus casas generalmente están tarrajeadas con barro en el interior y se ven bastante limpias y mas cómodas que las otras casas indias que he visto. Sin embargo, esto se debe completamente a la actividad y energía del sacerdote, el padre Flores, quien parece tenerlas en excelente orden. Ahora le están construyendo una iglesia, que cuando esté terminada será la más bella de la Montaña.

Todos los hombres visten decentemente con túnicas y pantalones y las mujeres, aparte de usar la típica falda de algodón alrededor de la cintura, usan una pequeña túnica que les cubre el pecho. Creo que el padre Flores, aunque le falta la simplicidad honesta y bondad de corazón de Valdivia y la noble paciencia, magnanimidad y gentileza del querido padre Calvo, es el hombre indicado para los indios y tiene más éxito en su conducción que cualquiera de los otros. Parece no preocuparse porque vayan a la iglesia ya que el domingo por la mañana no había ni un indio en la misa (aunque el padre* nos dio una breve homilía sobre la importancia de cumplir con un culto); pero hace que ellos le teman, los mantiene en el trabajo, se preocupa porque ellos y sus casas estén limpios y porque las calles del poblado estén en orden y no vi ninguna de las abominables borracheras y bailes con los que los otros indios animan invariablemente el domingo.

El pueblo está ubicado en una planicie bastante extensa; el suelo es de tipo más bien arenoso y suelto y aun en época de lluvias absorbe rápidamente el agua y hace las caminatas más agradables. Este es un caso muy raro en los otros poblados del Amazonas. Se dice que el clima es muy caluroso por el hecho que el poblado está rodeado casi completamente de selva, lo que no deja penetrar el aire y creo que esta situación se da durante la temporada seca. No lo encontré así en esta época.

Es muy peligroso bañarse en el caño* debido a los caimanes. No mucho antes de mi llegada, uno de estos monstruos atrapó y se llevó a una mujer que se estaba bañando junto con su esposo, después de una noche de lluvia. Ella ni siquiera estaba en el caño* sino sentada en la orilla echándose agua a la cabeza con una calabaza, cuando el animal salió de atrás de un tronco donde había estado y la atrapó con su boca, a pesar de que el desafortunado esposo le propinó golpes muy fuertes con un palo. A la mañana siguiente el padre* declaró la guerra a los caimanes e hizo que los indios salieran armados con arpones y lanzas para destruirla. Mataron a un grupo y creyeron lógico que el primero que mataron tuviera en su estómago partes sin digerir de la mujer. Es probable que muchos caimanes tuvieran un pedazo.

El lago es una bella y casi circular extensión de agua de dos millas y media de diámetro, con veinte pies de profundidad en el centro. Había muchas aves acuáticas, pero principalmente grullas y cormoranes.

Como siempre, el padre* Flores nos dio una habitación en su casa y un sitio en su mesa. Admiré una cuchara de plata muy vieja que tenía en la mesa y que Ijurra consideraba era de la época de Fernando e Isabel, debido a las figuras armadas y a la cabeza de león en el mango; después de esto, el padre*, con la cortesía que caracteriza su raza, insistió en que la aceptara. Me alegró tenerla en mi poder y para agradecer la amabilidad del padre*, le di un juego de vasos colocados en una caja de marroquín que me había dado R.E. Johnson, teniente primero del Vandalia.

Después de anochecer propuso que saliéramos y fuéramos a ver algunos de los encantamientos de los indios para curar a los enfermos. A lo lejos escuchamos música y nos acercamos a una gran casa de donde procedía; el padre* nos dijo que allí siempre había por lo menos un enfermo. Escuchamos a través de la puerta que estaba cerrada. Parecía que adentro había un grupo de personas que cantaba, yo mismo estaba casi encantado. Nunca había escuchado esas notas y creo que aun la música instrumental no las igualaría. Siempre me sorprendió el poder de los indios para imitar a los animales, pero nunca antes había escuchado algo así. Los tonos eran tan bajos, tan débiles, tan guturales y al mismo tiempo tan dulces y claros que escasamente podía creer que procedieran de gargantas humanas y parecían ser los sonidos apropiados para dirigirse a los espíritus de otro mundo.

Cuando pareció que alguien se acercaba a la puerta, el padre y yo nos alejamos de ella ya que aunque éramos tan sinvergüenzas como para haber escuchado en la puerta de un hombre, nos avergonzaría ser atrapados allí; pero al no escuchar nada de lejos, regresamos, e Ijurra con su acostumbrada audacia empujó la puerta y propuso que entráramos. El ruido que hicimos al abrir la puerta hizo que algunas personas se retiraran rápidamente, lo que pudimos oír y en parte ver, y cuando entramos sólo encontramos dos indios (uno anciano y otro joven) sentados en el suelo cerca de un pequeño montón de resina llameante, ocupados en masticar tabaco y escupiéndolo en un pequeño recipiente de barro que tenían delante de ellos. El joven volteó el rostro hacia la pared con una mirada malhumorada y aunque el viejo sonrió con una palmadita que se le dio en la cabeza y quería continuar con su música, fue una sonrisa que no demostraba alegría o satisfacción, pero sí claramente que estaba molesto y lo habría expresado si se hubiera atrevido.

La choza era muy grande y lo parecía aún más en la penumbra. En la parte más retirada de ella, ardía una luz que parecía estar a una milla de distancia; Ijurra caminó la distancia y encontró que sólo eran veinticuatro pasos. En los postes que sostenían el techo, había un grupo de hamacas colgadas unas encima de otras y todas parecían ocupadas. En una esquina de la habitación había un pequeño apartado de caña, en el cual, según entendí, estaba confinada una joven quien probablemente nos estaba viendo con ojos curiosos, pero a la que no podíamos ver. Ya me habían contado antes que es costumbre de la mayoría de indios de la Montaña el encerrar a una joven cuando se vuelve mujer, hasta que la familia pueda juntar los medios para una fiesta a la que todos son invitados; todos los asistentes se emborrachan y la doncella es presentada con gran ceremonia y declarada mujer de la tribu, cuya mano se puede pedir en matrimonio. A veces los confinamientos duran varios meses ya que los indios no se apuran en hacer los preparativos; sin embargo están listos cuando se recogen las yucas, se prepara el masato y cuando hay suficiente cantidad de mono seco en la casa; de modo que a veces sucede que cuando se saca a la joven, ésta se encuentra casi blanca. Se dice que cuando el tiempo la vence, ella oculta frecuentemente su situación a la familia, prefiriendo una sonora paliza a una triste reclusión.

1 de diciembre. Perdí mi bello y valioso chiriclis (sic), el cual murió de frío; se le acostó como siempre bajo la jofaina, pero el recipiente no estaba bajo el armavari, su lugar de siempre, y esa noche llovió copiosamente. Me sorprendió la delicadeza de sentimientos que mostraron los boteros indios esa vez; ellos sabían cuán apegado estaba al pájaro y en lugar de echar el cadáver por la borda como lo hubieran hecho con cualquier otro animal, uno de ellos lo llevó a mi habitación antes que me despertara y lo colocó gentilmente y con cuidado sobre la mesa al lado de mi cama. Sentí mucho la pérdida: primero porque era un obsequio del buen padre Calvo sobre cuya cabeza y hombros lo vi frecuentemente descansar; y segundo, debido al pájaro mismo. Este era bello, tierno y cariñoso y tan gallardo que lo llamaba mi jefe Mohawk. Sin resistencia lo vi tomar comida de los picos de los loros y guacamayos, mucho más grandes que él, por la simple reputación de su valor; y libró batallas muchas veces desesperantes con los monos. Su canto triunfal cuando había vencido a un adversario era muy divertido. Con el frío de la noche que caía era muy agradable ver cómo con el pico y las patas subía por mi pantalón hasta llegar a la abertura de mi camisa y oír su leve nota de satisfacción al entrar y abrigarse muy cómodamente en mi axila. Era tan sensible a las caricias y celoso, por ser el predilecto; nunca podía prestarle atención a mi pequeño mono Pinshi en su presencia ya que volaba hacia él y lo espantaba.

Este pájaro es el psit melanocephalus de Linneo. Es casi del tamaño del petirrojo; tiene patas negras, muslos amarillos, el pecho moteado de blanco, el cuello y cabeza negros y la espalda y alas de verde brillante. Hay otros pájaros de la misma especie en el Brasil; allí se le llama "periquito" y se diferencia de éste por tener negras las plumas de la punta de la cabeza, así como por dar la apariencia de usar una capucha. Enrique Antonii, un residente italiano de Barra, me dio uno de esta especie que era aun más dócil y cariñoso que el que me regaló el padre Calvo; pero para mi gran pesar se me escapó en Pará.

Me fijé que cerca de las casas del poblado crecían un par de arbustos de seis u ocho pies de altura, llamados respectivamente yanapanga y pucapanga. De las hojas del primero se obtiene un tinte negro y de las del segundo un carmesí bien encendido. Supuse que un tinte como el índigo para el comercio, aunque por supuesto de diferente color, se podría obtener de estas hojas y cuando llegué al Brasil encontré que allí los indios acostumbraban preparar un polvo carmesí del pucapanga, llamado carajurú, casi igual en el brillo al tinte de la cochinilla. Creo que se han hecho esfuerzos por introducir este tinte en el comercio, pero no sé por qué han fracasado. Traje un espécimen a casa.

Dos hermanos del padre Flores estaban bastante enfermos con "tertiana" (sic) que cogieron al recolectar zarzaparrilla en el Napo. Esta es una fiebre intermitente de tipo maligno. El paciente adelgaza y se pone amarillo y el bazo se inflama. Vi varios casos al descender el Marañón, pero todos se contagiaron en los tributarios. Nunca vi o escuché de algún caso que se adquiriera en el ramal principal.

2 de diciembre. Llovió mucho durante la noche. Zarpamos de Caballococha a las dos y media de la tarde. A Ijurra le gustó tanto las cosas en este lugar que decidió que cuando me dejara regresaría aquí y limpiaría la tierra para una chacra, lo que ya ha hecho.

Perdí mi plomo de sondeo poco después de partir y no hice sondeos hasta Loreto, adonde llegamos a las siete y media de la noche (veinte millas). El río está muy dividido e interrumpido por islas, algunas de ellas pequeñas y con playas de arena. Creo que cambian su forma y tamaño con cada subida considerable del río.

Loreto está situado en una elevación en la ribera izquierda y tiene enfrente a la gran isla de Cacao. El río tiene tres cuartos de milla de ancho y ciento dos pies de profundidad en la corriente central, con una corriente de tres millas por hora. El suelo es de una arcilla de color claro y pegajosa, que en época de lluvias hace casi imposible caminar, especialmente debido a que hay ganado y chanchos que corren por el poblado y que convierten la arcilla en lodo.

Hay tres casas mercantiles en Loreto, todas pertenecen a portugueses. Tienen ventas por casi diez mil dólares al año, es decir que el valor en productos de las zonas bajas y altas, pasa por sus manos. Me dijeron que venden productos de la zona baja a casi el veinte por ciento de los precios de Pará, lo que por supuesto no creí. El Senhor* Saintem, el principal comerciante, me dijo que el comercio más arriba era muy limitado; que en Moyobamba no había un capitalista disponible o deseoso de comprar mil dólares en mercancías y que pagaban casi todos sus artículos de mercadería de la zona baja con sombreros de paja, como la gente de Tarapoto lo hace con tocuyo. Vi un bote de velas cangrejas a un lado de la orilla.

Era aproximadamente de cuarenta pies de largo y siete de ancho; fue construido en Coari y vendido aquí a doscientos dólares en plata. En Loreto, las casas están mejor construidas y arregladas que aquéllas de los pueblos de río arriba. Nos aproximábamos a la civilización.

La población de Loreto es de doscientos cincuenta habitantes, conformada por brasileños, mulatos, negros y algunos indios ticunas. Es un puesto fronterizo del Perú. Hay unas cuantas millas de territorio neutral entre éste y Tabatinga, la frontera de Brasil.

4 de diciembre. Dejamos Loreto a las seis y media de la mañana con un viento frío del noreste y con lluvia. El termómetro, 76'. Parece raro decir clima frío con el termómetro en 76', pero realmente estaba incómodo y los monos parecían casi congelados.

Calculo que el largo del territorio neutral es de veinte millas por la sinuosidad del río.

Desde que adquirí un bote en Nauta, usé una bandera norteamericana en él. Me han dicho que probablemente no me permitirán usarla en aguas de Brasil. Pero cuando el bote fue divisado en Tabatinga, en ese lugar se izó la bandera brasileña; y cuando atraqué, lo que hice con uniforme, fui recibido por el comandante, también con uniforme, a quien presenté inmediatamente mi pasaporte brasileño; lo que sigue es una traducción del mismo:

 

(SELLO DE LA LEGACION)

Yo, Sergio Texeira de Macedo, del Consejo de Su Majestad, el Emperador del Brasil, su Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario en los Estados Unidos de América, Oficial de la Orden Imperial de la Rosa, Gran Cruz de Cristo y Commendador** de varias órdenes extranjeras, &a., &a.:

Pongo en conocimiento de quien pudiera leer este pasaporte, que William L Herndon, teniente de la Marina de los Estados Unidos y Lardner Glbbon, guardiamarina por ascender de la misma, efectúan un viaje desde la república del Perú con el propósito de realizar exploraciones geográficas y científicas por el río Amazonas y partes adyacentes, hasta su desembocadura; y encargo a todas las autoridades civiles, militares y policiales del Imperio por cuyos distritos tengan la oportunidad de pasar, que no obstaculicen su camino, tanto de ellos como de las personas de su compañía y que más bien les presten todas las facilidades que puedan necesitar para el mejor desempeño de su empresa.

Con tal propósito emito este pasaporte, el cual firmo y estampo con el sello de mi escudo de armas.

LEGACION IMPERIAL DEL BRASIL EN WASHINGTON

(SELLO)
SERGIO TEIXIEIRA DE MACEDO

27 de febrero de 1851

Por orden de su Excelencia:

ANTO. ZE DUARDE CONDIM.

Secretario de la Legación.

 

Tan pronto como se comprobó mi rango, (que parecía ser el de capitán en la armada brasileña) fui saludado con siete disparos. El comandante se dirigió a mí muy solemne y ceremoniosamente, pero no me dejó solo hasta que me vio a salvo en cama a bordo de mi bote. En un principio no supe si esta era una amable atención o vigilancia, pero pienso que era lo segundo ya que cuando lo eludí y caminé hacia el viejo fuerte, me alcanzó a los cinco minutos y cuando regresamos a su casa, me trajo un diccionario y señalándome con una graciosa expresión el verbo tracar** (dibujar), me pidió que lo leyera. Así lo hice y le devolví el libro cuando me indicó el verbo delinhar (1). Estaba un poco molesto ya que adiviné lo que me pediría inmediatamente y le dije que no tenía la intención de hacer ningún dibujo de nada y que sólo intentaba dar una caminata. Me trató con mucha educación y me entretuvo en su mesa, invitándome carne asada, lo que fue un gran deleite.

Era bastante agradable, después de venir de los poblados peruanos que están casi escondidos en la selva, ver que en Tabatinga se había limpiado la vegetación que la rodeaba, en un espacio de cuarenta o cincuenta acres; que estaba cubierto con pasto verde y que tenía un huerto de naranjas en el centro, aunque ya estaba viejo y no daba frutos. Hay pocas casas que ver ya que las de los ticunas todavía están en la selva. Lo que es visible son los cuarteles de los soldados y las residencias de unos cuantos blancos que viven aquí, blancos, sin embargo, en contraste con los indios; ya que creo que el único hombre blanco puro en el lugar era un francés que ha vivido mucho tiempo en el Brasil y que tiene una gran familia brasileña. El fuerte está custodiado por veinte soldados, comandados por O Illustrissimo Senhor, Tenente (2) José Virisimo dos Santos Lima, un cadete, un sargento y un caporal La población de Tabatinga es de más o menos doscientos habitantes, en su mayoría indios de la tribu ticuna. Está bien situada para ser un puesto fronterizo, con el río al frente, sólo casi de media milla de ancho y custodiado desde el fuerte por la más grande variedad de cañones. Actualmente el fuerte está en ruinas y la artillería consiste en dos grandes cañones de bronce de a doce.

No volví a izar mi bandera y el comandante pareció satisfecho. Me dijo que río abajo podía ofender y me contó que al conde Castelnau, quien pasó por aquí hace unos años, le prestó una bandera brasileña que éste usó. También me pidió encarecidamente que llevara su bote en lugar del mío, el cual dijo no era lo suficientemente grande para la navegación en la parte baja del Amazonas. No acepté por un buen tiempo, pero al ver que era bastante honesto al respecto y que estaba incómodo entre su deseo de cumplir con la solicitud del Embajador brasileño en Washington, que contenía mi pasaporte ("que las autoridades brasileñas debían facilitarme el viaje y no ponerme obstáculos en el camino") y los requerimientos de la ley del Imperio prohibiendo que naves extranjeras naveguen sus aguas interiores, acepté su proposición y cambiamos botes; así le permití decir, en un pasaporte fronterizo que me expidió, que estaba descendiendo el río en naves brasileñas.

Quería que dejara su bote en Barra, diciéndome que no dudaba que allí las autoridades gubernamentales me proporcionarían uno mejor. Le contesté que dudaba mucho de eso y que tendría que llevar su bote hasta Pará, lo que finalmente hice y lo puse en manos de su correspondiente en ese lugar. Estaba en lo cierto sobre mis dudas ya que hasta donde concierne a las autoridades gubernamentales de Barra, teniendo un bote que poner a mi disposición, pidieron prestado el mío y lo enviaron río arriba por una carga de maderas con fines de construcción. Me dijeron que el comandante de Tabatinga obligó a la compañía de circo que me precedió, a abandonar su nave de construcción peruana y a construir otra con la madera de los bosques brasileños.

No se cultiva nada en Tabatinga, excepto caña de azúcar para hacer melaza y ron para consumo interno. Me contaron que aquí Castelnau encontró una mosca que respondía perfectamente a todos los propósitos de los cantáridos, ampollando la piel aun más rápidamente. Escuché que también encontró la misma mosca en Egas, mucho más abajo. El senhor** Lima ordenó la búsqueda de algunas para mí, pero no hay ninguna en esta temporada. Me mostró una fruta oblonga en forma de nuez, que crece en racimos en la base de una planta parecida al lirio, llama da pacova catinga, cuya semilla estaba cubierta por una gruesa pulpa que al pelar y presionar da un bello tinte violeta oscuro. Este al mezclarse con un poco de jugo de lima se convierte en carmín fuerte. Me dijo que en 1849 apenas pasaban por ahí mercancías por un valor de mil dólares; en 1850, dos mil quinientos dólares y este año, seis mil dólares.

5 de diciembre. Estuvimos ocupados abasteciendo el nuevo bote, a lo que el comandante prestó su atención personal. Le pedí que me diera más peones. Me dijo: "Por supuesto"; envió un grupo de soldados y arrestó a cinco ticunas, los puso en el cuartel hasta que yo estuviera listo para partir; en ese momento los llevaron al bote y enviaron a un soldado negro para que los vigilara. Me dio todos los animales y aves que tenía, una damajuana de vino tinto, pescado salado y farinha* para mis hombres; resumiendo, me colmó de amabilidad y atención. Ya había partido con todo el "equipaje" personal que consideraba tendría valor y aceptación entre mis amigos durante el camino y solo pude mostrar mi agradecimiento dándole a cambio una docena de atados de tabaco (un artículo que en esa época escaseaba y era de valor).

6 de diciembre. Nos embarcamos a la una y media de la tarde, acompañados por el comandante, el cadete y el francés, Jeronymo Fort, quien había sido bastante amable al poner a mi disposición su casa en Egas. Ijurra por su cuenta se había encargado de tener listas las escopetas y pistolas y recibimos al comandante con un saludo, creo al menos de cien disparos, ya que Ijurra no paró de disparar en media hora. Fueron río abajo con nosotros hasta las 5 p.m. cuando toman do una copa de despedida (literalmente una taza de té), regalo del comandante, a la salud de Su Majestad el Emperador, nos abrazamos y partimos. Siempre recuerdo con placer mi relación con el commandante** Lima.

A las 6, pasamos por el extremo de la isla de Aramasa, que está enfrente de la desembocadura del río Yavarí y acampamos en la ribera derecha del río a las siete y media.

En un mapa hidrográfico que el Sr. Castelnau posee y en cuya exactitud confía, aparece que el río Yavarí tiene una distancia desde su desembocadura río arriba, de doscientas setenta millas y un curso casi hacia el este y oeste. En este punto se bifurca. El ramal más occidental que corre E.N.E. se llama Yavarisinhi y es un riachuelo insignificante. El ramal oriental llamado Jacarana corre hacia el N.E. Los autores del mapa (que el Sr. Castelnau cree que son comisionados portugueses encargados de establecer los límites) ascendieron al Yavarí y el Jacaraná doscientas diez millas en línea recta. Pero el Sr. Castelnau dice que el río es más tortuoso de lo común y estima que por su sinuosidad, su ascenso es de quinientas veinticinco millas.

Un riachuelo llamado Tucuby, desemboca en el Yavarí a cuarenta y cinco millas de su desembocadura por el lado oriental. Ciento cincuenta millas más arriba desemboca un gran río llamado Curazá, que también proviene de éste. Sin embargo, el Sr. Castelnau cree, basándose en el informe, que río arriba el Curazá no es navegable más de noventa millas. En las aguas del Jacaraná, a veces se ve caña de azúcar flotando, lo que indica que sus zonas altas están habitadas por gente que se comunica más o menos directamente con hombres blancos. (Castelnau, vol. 5, p.52)

7 de diciembre. Ahora el río pierde el nombre de Marañón y desde su unión al Yavarí, se llama Solimoens. Aquí es de una milla y media de ancho, sesenta y seis pies de profundidad en el centro y tiene una corriente de dos millas y tres cuartos por hora. El pequeño bote en el que transportamos nuestros animales no se detuvo con nosotros anoche, sino que siguió sin que lo notáramos. Llevaba todas nuestras aves y tortugas, así que esta mañana nuestro desayuno consistió en arroz hervido. Toda la noche nos dejamos llevar por la corriente, deteniéndonos durante una hora a consecuencia de una fuerte ráfaga de viento y lluvia, proveniente del este.

8 de diciembre. Mañana lluviosa. Llegamos a San Paulo a las 10 a.m. Este poblado está en una colina a doscientos o trescientos pies sobre el nivel actual del no (la ubicación más alta que he visto hasta ahora). El ascenso al poblado es muy difícil y tedioso, especialmente después de una lluvia, ya que el suelo es de arcilla blanca. En la cima de la colina hay una planicie húmeda y verde que no se extiende muy lejos. Se dice que el lugar no es saludable debido a los pantanos que tiene. La población es de trescientos cincuenta habitantes, conformada por treinta blancos y el resto por indios ticunas y Juries. El comandante es el teniente don "José Patricio de Santa Ana". El nos dio un buen desayuno y algunas estadísticas. Las aportaciones anuales de San Paulo son de ocho mil libras de zarzaparrilla, por un valor de mil dólares; cuatrocientos cincuenta potes de manteca*, o aceite preparado de huevos de tortugas, por un valor de quinientos cincuenta dólares y tres mil doscientas libras de cacao, por un valor de sesenta y cuatro dólares. Todo esto se envía a Egas. Los estampados ingleses corrientes se venden a treinta centavos el covado (casi tres cuartos de yarda) y las telas de algodón, toscas y gruesas (generalmente norteamericanas) a treinta y siete centavos y medio la vara (tres pulgadas menos que una yarda). Dejamos San Paulo a las tres y media de la tarde y nos dejamos llevar por la corriente toda la noche. La distancia de Tabatinga a San Paulo es de noventa y cinco millas.

9 de diciembre. A las ocho y media de la mañana, llegamos a Maturá, un asentamiento de cuatro o cinco chozas (sólo con una habitada) en una ribera lodosa. Su distancia de San Paulo es de cincuenta millas. Las orillas del río son generalmente bajas, aunque hay puntos donde sus orillas tienen cuarenta o cincuenta pies de alto, principalmente de arcilla blanca o roja. Hay mucha tierra de colores en la ribera del río (roja, amarilla y blanca), con la que las personas que tienen gusto, tarrajean el interior de sus casas. Continuamente hay deslizamientos de las orillas hacia el río, algunas veces en grandes cantidades, llevándose árboles con ellas y formando uno de los peligros e impedimentos de la navegación río arriba, donde los botes tienen que mantenerse cerca de las orillas para evitar la corriente.

Pasamos por un estrecho entre dos islas, donde el río no tenía más de ochenta yardas de ancho. Contrastaba singularmente del río principal, al cual nos hablamos acostumbrado tanto que éste nos parecía un riachuelo. Tenía cuarenta y ocho pies de profundidad y dos y un cuarto millas de corriente.

A las cuatro y media entramos a la desembocadura del Ica o Putumayo, a quince millas de Maturá. Este es un bonito río, de media milla de ancho en la desembocadura y que se abre en un estuario (formado por la ribera izquierda del Amazonas y las islas de la mano derecha) de una milla de ancho. Encontramos ciento treinta y ocho pies en el centro de la desembocadura y una corriente de dos millas y tres cuartos por hora. El agua es más cristalina que la del Amazonas. En Tunantins, un hombre que había navegado bastante por este río, me contó que uno lo podía ascender en canoa en tres meses y medio y que la corriente era tan rápida que se podía recorrer la misma distancia en quince días. Creo que esto es increíble, pero no hay duda que el Ica es un río muy largo y rápido. Lo describe como poco profundo después de dos meses de navegación río arriba, con grandes playas y con varios riachuelos que desembocan en él, en los que hay mucha zarzaparrilla. Muchos esclavos de los brasileños escapan por esta parte del río hacia Nueva Granada.

San Antonio es un poblado casi dos millas más allá de la desembocadura del Ica. Es un conjunto de cuatro o cinco casas de brasileños y unas cuantas chozas indias. La gente parece estar loca por el tabaco y me rogaron con fervor que les vendiera algo. Les dije que no se los vendería por dinero, sino que deseaba intercambiarlo por cosas que comer o por aves y animales exóticos. Registraron a fondo el pueblo pero sólo pudieron encontrar cinco aves, media docena de huevos, dos tortugas pequeñas y tres atados de plátanos. Unicamente tenían animales que yo ya tenía y sólo compré un guacamayo y un "pavoncito" o pavo pequeño. Sin embargo, el poco tabaco que di por estas cosas no fue suficiente para que todos fumaran y me imploraron que les vendiera un poco por dinero. En la noche, vinieron a la canoa y se mostraron tan firmes en su deseo que temí que me robaran. Viéndome inflexible, comenzaron a insultarme lo que levantó la ira de Ijurra hasta un punto extremo. La cantidad de tabaco que teníamos, la cual habíamos comprado en Nauta, había disminuido mucho. Durante nuestro viaje por el Ucayali, lo usamos para conseguir comida y curiosidades y para dárselo a los peones, quienes no estaban satisfechos o contentos a menos que fumaran de vez en cuando. También habíamos sido generosos con los gobernadores y curas, quienes habían sido tan amables con nosotros y ahora con las justas teníamos lo necesario para nuestro uso, para que nos durase hasta Barra. Pagué veinticinco centavos por el paquete en Nauta, aunque el "Paraguá" me estafó y sólo debió cobrarme doce centavos y medio. Pudimos venderlo todo durante el camino a Barra por treinta y siete centavos y medio, y por cincuenta centavos.

10 de diciembre. Entre San Antonio y Tunantins conocimos al gobernador de San Antonio, un hombre blanco con aspecto de militar, cuando regresaba con su esposa e hijos de una visita a Tunantins. Le mostré mi pasaporte que me había pedido e intercambiamos saludos y presentes; me dio un «chiriclis" (sic), como el que perdí en Caballococha y sandías; como presente le di tabaco y un yesquero. La especie de pájaro que me dio se llama Marianita en el Brasil. Este atrapó una enfermedad rara por la que perdió el uso de sus patas, por unos días brincó sobre sus articulaciones de la rodilla, con sus patas y garras dobladas hacia adelante, pero luego murió. A veinte millas de San Antonio entramos a la desembocadura del río Tunantins. Es de más o menos cincuenta yardas de ancho y parece profundo, con una gran corriente. El pueblo está bien ubicado en una ligera elevación verde, en la orilla izquierda; a casi media milla de la desembocadura. Se dice que la Población fluctúa entre los doscientos y trescientos habitantes, aunque no creo que llegue a tanto. Está formada por tribus de cayshanas y juríes y por casi veinticinco blancos.

Uno ve muy pocos indios en los poblados portugueses. Parecen vivir aparte y en los bosques y creo que están desapareciendo gradualmente ante el avance de la civilización. Se les usa como bestias de carga y se les considera no muy lejos de éstas. A las 2 p.m. dejamos Tunantins. El río tiene dieciocho, veinticuatro y treinta pies de profundidad, conforme avanza hacia su desembocadura en el Amazonas, donde forma un banco de arena que se extiende algunos cientos de yardas río abajo en donde sólo hay seis pies de agua.

11 de diciembre. Nos detuvimos en una factoría* de la orilla izquierda, a sesenta y cinco millas de Tunantins, donde la gente estaba preparando manteiga (3). Aquí el efecto del "espejismo" fue muy notorio. A una milla o dos de la factoría* pensé que había visto un pueblo bastante grande, con casas de dos o tres pisos, construidas con piedra y ladrillos, con grandes piedras blancas esparcidas. Había una nave en las afueras del pueblo que pensé era un gran bergantín de guerra, pero conforme me acercaba, mis casas de tres pisos se convertían en pequeños ranchos* de palma; mis piedras de construcción en pilas de cascarones de huevos y mi buque de guerra en una goleta de treinta toneladas.

La temporada de preparar manteiga** en el Amazonas generalmente termina el primero de noviembre, pero la crecida del río este año ha sido como nunca tardía y pequeña. La gente todavía está recogiendo los huevos, aunque todos tienen pequeñas tortugas en su interior.

Cada año una autoridad provincial o municipal envía a un comandante con soldados para que cuiden las playas, eviten desórdenes e impartan justicia.

Se ubica a los centinelas a comienzos de agosto, cuando las tortugas comienzan a depositar sus huevos y se les retira cuando la playa está vacía. Se encargan de que nadie interfiera cruelmente con las tortugas o destruya los huevos. Aquéllos que se encargan de preparar manteiga** pagan un impuesto de capitación de doce centavos y medio al Gobierno.

El proceso de preparación es muy desagradable. Los huevos, aunque estén podridos y huelan mal, se recogen, se tiran en una canoa y se convierten en masa con los pies. Los cascarones y las tortugas jóvenes se arrojan. Se vierte agua encima y se deja que el residuo se seque al sol por varios días. El aceite aflora encima, se le desnata y se le hierve en grandes recipientes de cobre. Luego se le coloca en recipientes de barro casi de cuarenta y cinco libras de peso. Cada recipiente de aceite se vende en la playa a un dólar con treinta centavos y en Pará generalmente se vende entre dos dólares y medio o tres.

Cada tortuga pone un promedio de ochenta huevos; cuarenta tortugas dan un recipiente. Veinticinco hombres preparan doscientos recipientes en doce días. Las playas del Amazonas y sus tributarios producen de cinco a seis mil potes al año. Un pote lleno cuesta doce centavos y medio en Pará. Prolífica como es, creo sin embargo que la tortuga está disminuyendo en el Amazonas. Los indios comen un gran numero de tortugas jóvenes, las capturan cuando empiezan a arrastrarse y cuando no miden más de una pulgada de diámetro; las hierven y las comen como una golosina. Un indio devora dos docenas de éstas, tres o cuatro veces al día. Los pájaros también capturan un gran número de ellas mientras se arrastran de su nido al agua y me imagino que los peces también cobran su parte a medida que pasan. Escuché quejas sobre la creciente escasez, tanto de pescado cómo de manteiga**, a medida que avanzaba por el río.

Esta factoría* es pequeña y sólo produce de doscientos a trescientos potes. Uno necesita tener un buen estómago para ser capaz de desayunar en uno de estos lugares. El hedor es casi intolerable; la playa está llena de voraces y molestos gallinazos y la superficie del agua salpicada con las espaldas de los mortales caimanes.

Por visitar la factoría* perdí la desembocadura del Jutay que se encuentra al otro lado. El mapa de Smyth me despistó. El ubica la isla de Mapaná un poco más arriba de la desembocadura del Jutay y representa al Amazonas sin ninguna isla donde desemboca ese río. Justo a nivel de la factoría* comienza una gran isla que se llamaba Invira, como después me dijo la gente, aunque no parecían estar seguros. Me dijeron que sí rodeaba el extremo bajo de la isla, llegaría a la desembocadura del Jutay. No sucedió así pues cuando doblé en ese punto, estaba a dos o tres millas bajo él. Vi donde desembocaba en el Amazonas, pero tanto la gente como yo, estábamos demasiado cansados como para regresar y examinarlo.

Los indios del Jutay son maraguas (indios cristianizados) que habitan en las a una distancia de dos días más arriba. (Sus casas son de madera y están tarrajeadas y demuestran gusto y afición por la técnica). Los maraguacatuquinas, entre quienes hay unos cuantos bautizados, están a dos días más; y los catuquinas infieles, a cuatro días más lejos.

Los productos del río son ciento cincuenta arrobas de zarzaparrilla anuales, cien potes de manteiga** y una gran cantidad de farinha**. En los últimos cuatro años, cinco hombres de Egas han sido asesinados por los indios del Jutay. Mi informante es el senhor** Batalha, un comerciante de Egas. Gracias a los informes de los comerciantes, el Sr. Castelnau calcula que este río es navegable hacia arriba por casi quinientas cuarenta millas y que sus nacientes no se encuentran muy lejos de las del Yavarí. De Tunantins a la desembocadura del Jutay hay setenta y cinco millas.

Me sorprendió encontrar en esta parte del río entre Tunantins y Fonteboa, una corriente sólo de una milla y un cuarto por hora. Atribui esto a la mal medición, por tener sólo un peso de dos libras como plomada, ya que como el hilo no era tan grande como el cordel común y estaba expuesto a correr libremente sobre la borda del bote, sin ninguna fricción o impedimento de cualquier clase, escasamente me podía dar cuenta si la plomada avanzaba. El comentario frecuente de Ijurra y mío era: "No corre el río "*. Más allá de Fonteboa, donde compré una plomada de cuatro libras, encontré que la corriente estaba en su velocidad usual de dos millas y media. Creo que usé casi todos mis pesos de cuatro libras en el río, perdiendo al menos media docena. Mis cordeles, generalmente de chambira, se pudren con la lluvia y el sol y se rompen al menor tirón. Anclamos a las 8 p.m. en una playa donde había otra factoría*, treinta millas distante de la anterior.

Los ticunas que traje de Tabatinga son aun más flojos y descuidados que los sarayaquinos. Supuse que era porque se les había obligado a este servicio y pensaban que no se les pagaría; así que como propina le di a cada uno un cuchillo, un par de tijeras y un pequeño espejo; pero después de esto no estuvieron mejor que antes. ¡Pobres hombres! han abusado de ellos y han sido maltratados por tanto tiempo que ahora son insensibles a la amabilidad. El soldado negro que también enviaron, ya sea como piloto o para cuidar a los ticunas o a mí, está borracho y no sirve. No sabe nada del río y creo que se roba mi licor.

12 de diciembre. Evidentemente hay muchas islas recién formadas en el río. Toda la mañana recorrimos estrechos pasajes de la isla; en algunas partes las corrientes no pasan de cuarenta yardas de ancho, pero tienen veinte y treinta pies de profundidad. Pasamos otra factoría* en un lugar de una isla próxima al río principal, con una goleta anclada; nos detuvimos a las seis y cuarto en un lugar arenoso de una pequeña isla, donde había mandioca y sandías. Estoy asombrado de la calidad del suelo en el que crece la mandioca. Parece arena pura, según una observación a la ligera.

13 de diciembre. A las 8 a.m. entramos en un ramal estrecho del río, a sesenta millas de la desembocadura del Jutay, que conduce a Fonteboa. Este canal separa la isla de "Cacao" (en la cual crece mucho cacao silvestre) de tierra firme. El caño* no tiene más de veinte yardas de ancho. La última vez que sondeé el agua, encontré nueve pies. Fonteboa se encuentra casi a ocho millas de la entrada del canal. Está situado en una colina a un cuarto de milla de la desembocadura del río del mismo nombre que desagua en el canal. Smyth dice que el nombre del pueblo proviene de la claridad del agua del río; pero no es así en esta época. No hay corriente de agua en el río frente al pueblo y el agua es casi tan lodosa como la del Amazonas.

La población de Fonteboa es de doscientos cincuenta. Hay ochenta blancos. En este lugar conocimos a varios comerciantes ubicados río arriba y río abajo. Uno, llamado Guerrero, una persona de apariencia inteligente, de Obydos, iba río arriba con un cargamento que según oí estaba valorizado en veinte contos de reis (4) (casi diez mil quinientos dólares). Evidentemente era una exageración. Su bergantín de unas treinta y cinco toneladas de peso no podía transportar el valor de esa suma en los pesados y voluminosos artículos que normalmente se llevan por el río. Sin embargo, tenía una variedad de cosas. Compre un poco de vino tinto y ron de reserva e Ijurra compró un par de zapatos y medias de algodón muy buenos. Este caballero nos invitó a desayunar. Sus platos y tazas eran de peltre y parecía estar bien equipado para el viaje. Dijo que casi toda la tierra cultivable de los alrededores de Obydes (sic: Obydos), Santarem y Villa Nova ya estaba ocupada; que la mayor parte de ella era baja y pantanosa, es decir que no tenía valor y que la gente pronto tendría que venir aquí donde la tierra es alta y fértil. Estaba a sesenta y dos días laborables de Obydos y esperaba que fueran treinta hasta Loreto.

Partimos a las 3 p.m., sólo encontramos cinco pies de agua donde el río de Fonteboa se une al caño*. La distancia del caño* a su desembocadura en el río principal es de dos millas. Pasando Fonteboa las orillas son bastante altas y de arcilla roja y blanca. Paramos para pasar la noche a las seis y media de la tarde.

14 de diciembre. Partimos a las cuatro y media de la mañana. Mañana brumosa. A las diez entramos a la desembocadura del Juruá, a treinta y seis millas de Fonteboa. Su orilla izquierda es muy baja y está cubierta de pasto y de arbustos de sauces; la orilla derecha es alta y boscosa. Tiene media milla de ancho en la desembocadura; pero una milla más arriba parece estar dividida en dos estrechos canales por una gran isla. Donde el Juruá desemboca, el Amazonas tiene una milla y un cuarto de ancho, pero hay una gran isla enfrente y el río es posiblemente igual de ancho en el otro lado. Remamos durante una media milla río arriba. El agua era más cristalina, aunque más amarilla que la del Amazonas. Al recorrer la media milla, lo cual hicimos en la corriente central, los sondeos se profundizaron, tan rápido como podía lanzar la plomada, de treinta y seis a sesenta y ocho pies. Justo en la desembocadura disminuyeron de nuevo a sesenta y seis. La corriente era de una milla y tres cuartos por hora. El fondo era de arena blanca y negra ; la temperatura del agua, 82'; la misma que la temperatura del aire y del agua del Amazonas.

Según me dijo después el senhor** Batalha, los indios del Juruá son los Arauas y Catauxis, a quienes se les encuentra a ocho días de viaje. Algunos de éstos son indios bautizados, pero a los arauas se les considera gente traicionera que frecuentemente roba y mata a los comerciantes en el río. A dos meses más arriba se encuentran los infieles Culinos y Nawas. Entre estos dos había una nación llamada Canamaris, pero los arauas los han exterminado casi por completo. Es casi imposible tener una idea exacta del número de indios, pero por lo que he visto y por la diversidad de nombres de tribus, deduzco que éste no es muy grande. Las producciones del Juruá son zarza, manteiga**, copaiba, seringa** (caucho), cacao y farinha**. En la desembocadura de un riachuelo (Igarapé) llamado Menerua, hay nueces del Brasil. Este año han fracasado todas las expediciones al Juruá debido a la hostilidad de los arauas.

El Sr. Castelnau al resumir los relatos sobre este río que escuchó a los comerciantes que lo recorrían, supone que se le puede ascender por casi setecientas ochenta millas, o cerca de los doce grados latitud sur. Un hombre le mostró una pequeña medalla que había tomado de un indio en el Taruaca, un tributario del Juruá, la cual reconoció como un cuarto de dólar español. Un poco más allá de la unión del Taruaca, el Juruá se bifurca. El brazo principal, que viene de la izquierda, tiene sus aguas de color blanco y los indios que viven en sus ramales dicen que los blancos tienen un poblado cerca de su naciente. (Castelnau, vol.5, PP.89,90).

El Sr. Castelnau recopiló algunas historias curiosas sobre los indios que se ocultan en las orillas del Juruá. Dice (vol. 5, p. 105): "No puedo obviar un curioso pasaje del padre* Noronha, el cual es sorprendente encontrar en un trabajo tan serio en otros aspectos. Los indios, Camamas y Uginas (dice el padre*) viven cerca de las nacientes del río. Los primeros son de estatura muy baja, escasamente pasan de las cinco palmas, (casi tres pies y medio) y los segundos (de esto no hay duda) tienen colas y son producto de una mezcla de los indios con los monos Coata. Cualquiera que sea la causa de este hecho, tiendo a darle crédito por tres razones: primero, porque no hay razón física por la que los hombres no puedan tener cola; segundo, porque muchos indios, a quienes interrogué sobre esto, me han asegurado el hecho, diciéndome que la cola es de una palma y media de largo y tercero, porque el reverendo padre, fray José de Santa Theresa Ribeiro, un carmelita y párroco de Castro de Avelaeñs, me aseguró que vio lo mismo en un indio que vino de Japurá y me dio la siguiente declaración":

"'Yo, José de Santa Theresa Ribeiro, de la orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo, de la Antigua Observancia, &a., certifico y juro, en mi calidad de sacerdote, y por los Santos Evangelios, que cuando era misionero en el antiguo poblado de Parauaú, donde luego se construyó el poblado de Noguera; en 1755 vi un hombre llamado Manuel da Silva, nativo de Pernambuco, o Bahía, quien vino del río Japurá con algunos indios; entre ellos había uno, un bruto infiel, que según el tal Manuel tenía una cola y como yo no podía creer tal hecho extraordinario, me trajo al indio y lo obligó a desnudarse con la excusa de sacar algunas tortugas de un 'corral', cerca del cual me paré para asegurarme de la verdad. Allí vi, sin posibilidad de equivocación, que el hombre tenía un cola del grosor de un dedo y de media palma de largo y cubierta con una piel suave y lampiña. El mismo Manuel me aseguró que el indio le había dicho que cada mes se cortaba la cola porque no le gustaba tenerla muy larga pero ésta le crecía muy rápido. No sé a qué nación pertenecía este hombre, tampoco si toda su tribu tenía una cola similar, pero como después me enteré, hay una nación en las orillas del Juruá que tiene cola; y firmo y sello esta acta como afirmación de la verdad de todo lo que contiene.'"

"ASENTAMIENTO DE CASTRO DE AVELAENS, 14 de octubre de l768."

"FR. JOSE DE STA. THERESA RIBEIRO."

 

El Sr. Baena (Corog, Pará) creyó conveniente repetir estas extrañas aseveraciones. "En este río", dice refiriéndose al Juruá (p. 487), "hay unos indios llamados canamas, cuya altura no pasa de las cinco palmas y hay otros llamados uginas, quienes tienen una cola de tres o cuatro palmas (cuatro palmas y una pulgada portuguesa hacen una yarda inglesa) según informes de varias personas. Pero dejo que cada uno le dé el crédito que desee a estas aseveraciones".

El Sr. Castelnau dice, después de proporcionar estos relatos: "Sólo agregaré una palabra. Descendiendo por el Amazonas, un día vi cerca de Fonteboa, un coata negro de gran tamaño. Le pertenecía a una mujer india, a quien ofrecí un buen precio, para la región, por la curiosa bestia; pero ella lo rechazó con una gran carcajada. 'Sus esfuerzos son inútiles', dijo un indio que estaba en la cabaña, 'ese es su esposo."

Estos coatas, de los cuales tengo varios, son monos grandes, negros y barrigones. Miden casi dos pies y medio, tienen un poco de cabello delgado en la cabeza y se parecen mucho a un negro viejo.

Desayunamos en la desembocadura del río. Después de desayunar, un soldado le ordenó a uno de los ticunas de Tabatinga que atrapara a uno de los guacamayos que estaba caminando en la playa y que lo pusiera en el bote antes de partir. El hombre en un modo enfadado y agresivo, cogió el ave y la tiró al bote, corriendo el riesgo de hacerle daño. Yo estaba cerca en el bote más grande y vi su conducta insolente. Tomé un remo y le ordené que se me acerque, pero él caminó malhumoradamente hacia la playa. Pensé que era un buen momento para ver si, en el caso que estos tipos ariscos se insubordinaran, podía contar con mi gente de Sarayacu; así que le ordené a dos de ellos que me trajeran al ticuna. Ellos me obedecieron pero lentamente y es evidente que con muy pocos deseos, cuando mi rápido y apasionado amigo Ijurra se lanzó sobre el indio y tomándolo por el collar, lo tiró hacia donde yo estaba. Hice una gran demostración con mi remo, aunque sin la menor intención de golpearlo, (ya que siempre evité, con el mayor cuidado, exponerme a cualquier tribunal o autoridad del Brasil) y le resondré en inglés, que resultó tan bueno como cualquier otro lenguaje, a excepción del suyo. Creo que este pequeño "altercado" tuvo buen efecto en los indios, pues luego mejoraron su carácter y deseo de trabajar. Sin embargo, los ticunas que tuve conmigo fueron la gente más perezosa e inútil con la que hasta ahora he tenido algo que ver. Pienso que esto no es característico de la tribu, ya que parecían bastante bien bajo las órdenes del padre Flores en Caballococha y generalmente gozan de una reputación bastante buena entre los blancos en el río. Me imagino que la proximidad de la guarnición en Tabatinga no tiene un buen efecto sobre sus modales y su moral; pero sea como sea, estos hombres eran demasiado flojos como para ayudar a cocinar las provisiones y cuando nos deteníamos a desayunar, ellos generalmente se sentaban sobre los bancos de bogar del bote o sobre la arena de la playa, mientras los sarayaquinos iban en busca de leña y encendían el fuego. Ellos estaban lo suficientemente listos para comer cuando el desayuno ya estaba preparado. No pude soportar esto cuando observé que era una cosa habitual y en consecuencia, hice que las provisiones obtenidas se dividiesen entre los dos grupos y a mis amigos de Ticuna les dije: "No cocinar, no comer". Tomaría muchos años de trato sagaz por parte de sus gobernantes para civilizar a esta gente, si es que fuera posible hacerlo del todo.

15 de diciembre. Viajamos hasta las 11 p.m. buscando una playa para par; a los hombres no les gusta dormir en la selva por miedo a las serpientes.

16 de diciembre. En vista de que me encontraba en la orilla meridional y de que tenía una brecha entre dos islas frente a mí, volteé repentinamente al este hacia la desembocadura del Japurá. Cruzamos pasajes de la isla hasta que llegamos a ella a las 3 p.m., a ciento cinco millas de la desembocadura del Juruá.

El Japurá tiene dos desembocaduras, entre ambas hay unos cuantos cientos de yardas. La que está al oeste es la más extensa, aproximadamente con cien yardas de ancho. Es un bonito río de agua transparente y amarilla, con orillas escarpadas y abruptas aunque no altas (diez o quince pies). Avanzamos más o menos media milla y en medio del río encontramos cincuenta y siete pies de agua, profundidad que disminuyó a cuarenta y dos en la desembocadura; el fondo era de lodo blando al tacto, pero el armazón de la sonda trajo pequeñas cantidades de arena negra y blanca. Había muy poca corriente, sólo tres cuartos de milla por hora. Pensé que se vería afectada por el torrente de su vecino mayor y que el agua tan cerca de la desembocadura era "agua estancada" del Amazonas; pero la corriente era tan fuerte cerca de la desembocadura como lo era media milla arriba. Para mi sorpresa, la temperatura del agua era de 85; después de un cuarto de hora, la del Amazonas era de 81 '. Había escuchado que debido a la mansa corriente del Japurá, un viaje de un mes hacia arriba de este río era equivalente en distancia a dos por el Ica. Después de un mes por el Japurá, aguas arriba, aparece el primer obstáculo para la navegación, donde el río se abre paso por colinas llamadas "As Serras das Araras"**, o colinas de los guacamayos y donde el lecho del río está obstruido con inmensas rocas, lo cual lo hace infranqueable incluso para una canoa. En Egas, un caballero me informó sobre una extraordinaria cueva silbadora entre estas colinas.

Los indios del Japurá se llaman Mirauas (una tribu numerosa), Curitus y Macus. El viajero llega a ellos en dieciséis días desde la desembocadura. Los macus no tienen casas, vagan por los bosques, infestan las orillas del río, roban y matan cuando quieren. (Estos son los frutos del antiguo sistema brasileño de cazar indios para esclavizarlos). Los productos del Japurá son los mismos que los del Juruá; además hay un poco de carajurú, un tinte escarlata muy brillante, hecho de las hojas de un arbusto llamado pucapanga en el Perú. Los indios lo embalan en pequeños sacos hechos de la corteza interior de un árbol y lo venden al promedio de veinticinco centavos la libra. Me sorprende que hasta ahora no tenga éxito en el comercio. Creo que tiene un color tan brillante y hermoso como el de la cochinilla.

Estimo que la anchura del Amazonas, frente a la desembocadura del Japurá, es de cuatro o cinco millas. Está dividido en varios canales por dos o tres islas. A las seis y media de la tarde acampamos en una isla donde había una choza y un sembradío de mandioca y maíz, pero no había gente. Tuvimos una noche clara (a excepción de un bajo cinturón de nubes estrato alrededor del horizonte), la primera que hemos tenido en más de una semana.

17 de diciembre. Partimos a las 4 a.m. Estaba demasiado oscuro para ver el punto más elevado de una isla entre nosotros y la orilla meridional hasta que lo pasamos; de manera que tuvimos que avanzar durante una hora contra la corriente, para así pasar la cabeza de esta isla y desviarnos más allá de Egas. A las ocho y media entramos por un estrecho canal entre una pequeña isla y la orilla derecha, el cual nos condujo al río de Teffé, aproximadamente a una milla dentro de su desembocadura. En este punto, el río tiene ciento ochenta yardas de ancho; el agua es transparente y aparentemente profunda. Justo bajo Egas, adonde llegamos a las diez y media, éste se expande en un lago, o más bien, aquí el lago se contrae en el río. El pueblo está situado en un punto bajo que se extiende en el lago y a cada lado tiene un puerto. El punto se eleva a una falda de regular tamaño, cubierta con pasto, a cuya espalda están los bosques. El lago es poco profundo y a excepción de dos o tres canales que siempre tienen seis u ocho pies de agua, éste a veces está completamente seco desde Egas hasta Nogueyra, un pequeño poblado en el lado opuesto.

Al desembarcar mostramos nuestros pasaportes al subdelegado*, un oficial del gobierno general que tiene el cargo de policía de la región y al comandante militar e inmediatamente nos instalamos en la casa del Sr. Fort, nuestro amigo francés de Tabatinga, quien la había puesto a nuestra disposición.

NOTAS AL CAPITULO

(1) En portugués en el original. Significa: "delinear". (N.T.)
(2) En portugués en el original. Significa: "el ilustrísimo señor, teniente". (N.T.)
(3) En portugués en el original. Significa: "manteca". (N.T.)
(4) En portugués en el original. Significa: "un millón de reis (moneda portuguesa)". (N.T.)

Página AnteriorPágina Siguiente