CAPITULO
VII
BARRA DO RIO NEGRO Y EL SOLIMÕES
Aparición del Río Negro- La ciudad de Barra, su comercio y habitantes- Viaje por el Río Negro arriba- El Lingoa Geral- El pájaro sombrilla - Modo de vida de los indios- Regreso a Barra- Extranjeros en la ciudad- Visita al Solimões- El Gapó Manaquery - La vida en el campo- El Araçaris de cresta rizada- Buitres y onças Cultivo y manufactura del tabaco- El pez vaca (El manatí. N. del T.)- El Senhor Brandão Una jornada de pesca con el Senhor Henrique- Cartas de Inglaterra.
El 31 de diciembre de 1849 llegamos a la ciudad de Barra, situada en el Río Negro. La tarde del día 30, el sol se había puesto en el amarillento Amazonas, pero seguimos remando esa noche hasta muy tarde, hasta que llegamos a unas rocas de la desembocadura del Río Negro y pescamos algunos buenos peces en sus aguas poco profundas. Por la mañana, observamos sorprendidos el maravilloso cambio que se había producido en el agua a nuestro alrededor. Podíamos habernos imaginado que nos hallábamos en el río Styx, pues era negro corno la tinta en todas las direcciones, salvo en donde la arena blanca, contemplada a la profundidad de unos pocos pies bajo las oscuras olas, parecía tomar un tinte dorado. El agua misma era de un color marrón claro, pudiendo percibirse ese tinte en un vaso, mientras que el agua profunda parecía absolutamente negra, ajustándose perfectamente al nombre de Río Negro.
Llevábamos cartas para el Señor Henrique Antony, un caballero italiano asentado allí desde hacía muchos años y comerciante principal de la ciudad; nos recibió con tan cordial hospitalidad que nos sentimos al instante como si estuviéramos en casa. Nos permitió utilizar dos habitaciones amplias de una casa nueva de su propiedad que no estaba totalmente terminada, y nos invitó a comer en su mesa.,La ciudad de Barra do Río Negro se halla situada en la orilla oriental del río, unas doce millas más arriba de donde se une con el Amazonas. Está sobre un terreno desigual, unos treinta pies por encima del nivel superior de las aguas, y hay dos pequeñas corrientes o canales que la recorren, en los que durante la estación húmeda el agua llega a una altura considerable, y sobre los cuales hay dos puentes de madera. Las calles tienen un trazado regular pero están sin pavimentar en absoluto, son muy onduladas y abundan en ellas los hoyos, por lo que pasear por ellas durante la noche resulta muy desagradable. Las casas suelen ser de un piso, con techos de tejas rojas, suelos de ladrillo, muros blancos y amarillos, y puertas y contraventanas verdes; cuando brilla el sol, son muy hermosas. La "Barra", o fuerte, está representada ahora por un fragmento de muro y un montículo de tierra, y hay dos iglesias, pero muy pobres e inferiores a las de Santarem. La población cuenta con cinco o seis mil almas, de las que la mayor parte son indios y mestizos; en realidad, probablemente no hay una sola persona nacida en el lugar que sea de sangre totalmente europea, hasta tal punto se han amalgamado los portugueses con los indios. El comercio se compone principalmente de castañas brasileñas, zarzaparilla y pescado; de Europa se importan mercancías de algodón de calidad inferior y gran <cantidad de cuchillería basta, cuentas, espejos y otras baratijas para el comercio con las tribus indias, de las que este lugar es el cuartel general. La distancia desde Pará es de unas mil millas, y el viaje río arriba durante la estación húmeda suele requerir entre dos y tres meses, por lo que la harina, queso, vino y otros artículos necesarios resultan siempre muy escasos y a menudo no pueden obtenerse. Los habitantes más civilizados de Barra se dedican todos al comercio y no tienen literalmente ninguna diversión, a menos que se pueda considerar así la bebida y el juego a pequeña escala: la mayoría de ellos no abre nunca un libro ni tiene ocupación mental alguna.
Por tanto, como era de esperar, se atiende mucho a la etiqueta en el vestido y en las misas dominicales todos se arreglan mucho. Las damas visten con gran elegancia y variedad de gasas y muselinas francesas; todas tienen hermosos cabellos, que arreglan cuidadosamente, y ornamentan con flores, no ocultando nunca éstos ni sus rostros bajo sombreros o gorras. Los caballeros, que pasan toda la semana en sucios almacenes, en zapatillas y mangas de camisa, se presentan entonces con trajes del más hermoso color negro, sombreros de castor, corbatas de satén y botas de cuero de las dimensiones más pequeñas; luego está de moda la hora de las visitas, en la que todo el mundo va a ver a todo el mundo, para hablar de los escándalos acumulados durante la semana. En Barra, la moral se encuentra en la mayor decadencia posible para cualquier comunidad civilizada: todos los días se oyen cosas, de las que se habla normalmente, sobre las familias más respetables del lugar, que difícilmente podrían creerse de los habitantes de las peores zonas de St. Giles's.
Se había asentado ya la estación húmeda y pronto descubrimos que poco podíamos hacer en Barra en lo que respecta a nuestra colección de aves e insectos. Me habían informado que era el momento de ver con su plumaje a las famosas cotíngas - sombrilla, que abundaban en las islas situadas a tres días de viaje Río Negro arriba. Al comunicar al Señor Henrique mi deseo de ir allí, pidió a las autoridades que me proporcionaran indios para el viaje. Cuando llegaron, después de tres o cuatro días, partí en mi propia canoa dejando a mi hermano H. para que visitara una hacienda situada en otra dirección. Empleé tres días en el viaje y tuve buenas oportunidades de observar la sorprendente diferencia que hay entre este río y el Amazonas, No había aquí islas de hierbas flotantes, ni leños y árboles desenraizados, con su carga de gaviotas, apenas alguna corriente y pocos signos de vida en las aguas negras y lentas. Sin embargo cuando hay tormenta, se producen olas mayores y más peligrosas que las del Amazonas. Cuando las nubes oscuras hacen que el agua parezca todavía más negra, y las olas emergentes se rompen en blanca espuma sobre la vasta extensión, la escena es extremadamente tétrica.
El río tiene en Barra una anchura de milla y media. Varias millas más arriba, se ensancha considerablemente, formando en muchos lugares profundas bahías de ocho o diez millas de diámetro. Más arriba todavía, se separan en varios canales divididos por innumerables islas, con lo que la anchura total no será probablemente inferior a veinte millas. Lo cruzamos por donde la anchura era de cuatro a cinco millas y luego nos mantuvimos próximos a la orilla izquierda al entrar en medio de las islas, cuando la costa opuesta ya no podía verse. Pasamos por varias playas de arena y de guijarros, en las que ocasionalmente había masas rocosas volcánicas y de arenisca, y grandes extensiones de orillas de grava altas y empinadas, que había por todas partes, salvo en los lugares más escarpados, cubiertos de abundante vegetación, de matorrales y árboles. Vimos varias chozas y un pueblo hermosamente situado en una pendiente alta y cubierta de hierba, llegando por fin a Gastanheiro, residencia del Señor Balbino, para quien llevaba una carta. Tras leerla, me preguntó por mis intenciones y prometió luego conseguirme un buen cazador para matar aves y otros animales que, yo deseara.
La casa del Señor Balbino se conoce generalmente como el "sobrado", o casa de pisos altos, siendo la única de este tipo fuera de Barra. Se hallaba sin embargo en una condición bastante abandonada, faltándole dos travesaños a la escala que servía de escalera, por lo que había que hacer un gran esfuerzo muscular con la pierna para subir. Según me informó más tarde el Señor Henrique, se hallaba en el mismo estado desde hacía varios años, aunque Balbino tenía siempre un carpintero trabajando en fabricar canoas, y hubiera podido poner un par de tablas en una hora.
Llegó entonces un indio que vivía cerca y nos acompañó a su casa, donde hallaríamos alojamiento. Se encontraba media milla río arriba, en la desembocadura de una pequeña corriente, donde había un pequeño asentamiento de dos o tres familias. La parte que me propusieron que ocupara era una pequeña habitación con una colina me dejaron entonces; pero un muchacho que me había prestado el Señor Henrique permaneció conmigo para encender fuego y hervir el café, y para preparar la cena muy empinada como suelo, tres puertas, dos con esteras de hoja de palmera y la otra a modo de ventana. No se me ofreció posibilidad de elección y acepté en seguida la utilización de este apartamento; como mis hombres habían traído ya la canoa, ordené las cajas en la orilla, colgué la hamaca y tomé en seguida posesión del lugar. Los indios cuando tuviéramos la buena suerte de conseguir algo que comer. Tomé prestada una mesa para trabajar, pero por la gran inclinación del suelo, nada que no tuviera una amplia base podía sostenerse en ella. Las casas estaban aquí incrustadas en el bosque, por lo que aunque estuvieran separadas por cuatro yardas, y no por veinte como era el caso, no podían verse unas desde las otras, pues el espacio del bosque que se había talado se había plantado posteriormente con frutales.
Sólo uno de los hombres que allí había sabía hablar portugués, utilizando los demás la lengua india, llamada Lingoa Geral, la que me resultó muy difícil de captar sin libros, aunque es un lenguaje sencillo y simple. La palabra igaripé, aplicada a las corrientes pequeñas, significa "camino de la canoa"; tatatinga, humo, es literalmente «fuego blanco". Muchas de las palabras suenan como el griego, como sapucaía, ave de corral; apegáua, un hombre. En los nombres de los animales suele repetirse la misma vocal, produciendo un efecto muy eufónico; como parawá, papagayo; maracajá, tigre; sucurujú, serpiente venenosa. El muchacho indio hablaba Lingoa Geral y portugués, por lo que con su ayuda me las arreglaba muy bien.
A la mañana siguiente llegó mi cazador y partió inmediatamente hacia las islas en su canoa, en donde se encuentran las aves sombrilla. Por la tarde, nada más oscurecer, regresó trayendo un buen ejemplar. Esta singular ave tiene el tamaño de un cuervo, y es de color similar, pero sus plumas tienen una apariencia más escamosa, por estar ribeteadas con un diferente tono de azul brillante. También se parece a los cuervos por su estructura, siendo muy similar a ellos en las patas y el pico. En la cabeza lleva una cresta diferente de la de cualquier otra ave. Está formada por plumas de más de dos pulgadas de longitud, muy espesas, y con plumones pilosos que se curvan en el extremo. Puede echarlas hacía atrás hasta que apenas sean visibles, o levantarlas y extenderlas en cualquier dirección, formando una bóveda semiesférica, o más bien semielíptica, que cubre completamente la cabeza y llega más allá incluso de la punta del pico: entonces las plumas individuales se extienden de forma parecida a las semillas vellosas del diente de León. Además, tiene en el pecho otro apéndice ornamental formado por un tubérculo carnoso, del grosor de un cañón de pluma y de una pulgada y media de longitud, que cuelga desde el cuello y está densamente recubierto de plumas brillantes, las cuales forman una gran borla o penacho colgante. Esta ave también puede apretarlo contra su pecho, de forma que apenas sea visible, o hincharlo, ocultando casi la parte delantera del cuerpo. En la hembra, la cresta y las plumas del cuello están menos desarrolladas, y es un ave mucho más pequeña y hermosa. Habita las islas inundadas del Río Negro y el Solimões, y no se presenta nunca en tierra firme. Se alimenta de frutas y lanza un grito áspero y alto, muy parecido a algún instrumento musical profundo; de ahí su nombre indio, Ueramimbé, "pájaro-trompeta". Todo el cuello, de donde surgen el penacho de plumas, está cubierto internamente por una capa espesa de grasa dura y musculosa, muy difícil de limpiar, aunque hay que hacerlo al preparar las pieles, pues se pudriría y entonces las plumas se caerían. Las aves son relativamente abundantes, pero son tímidas y se encaraman a los árboles más altos, y como son muy musculosas no caen si no han sido heridas gravemente. Mi cazador actuaba con gran perseverancia para conseguirlas, saliendo antes del amanecer y no regresando a menudo hasta las nueve o las diez de la noche, pero nunca me trajo más de dos al mismo tiempo, generalmente sólo una, y algunos días ninguna.
Las únicas otras aves que se encuentran en las islas eran los raros y pequeños manakines de cola de cerdas y dos especies de guaco. En tierra firme, había pájaros-campana blancos en los árboles más elevados del bosque, casi fuera de tiro. Me trajeron tres, muy desfigurados por la sangre, pues habían recibido tres o cuatro tiros antes de caer. Abundaba aquí el bello trompetero (Psophia crepitans), una especie distinta de la que se encuentra en Pará. Las otras aves que encontré fue un tucán pequeño y raro (Pteroglossus azarae), así como algunos papagayos, halcones y perdices brasileñas.
Los insectos no abundaban en absoluto, aunque había algunos senderos del bosque en los que se les podía cazar o en los que se reunían; pues he descubierto invariablemente que en un sendero abierto en el bosque la combinación de luz y sombra hace que crezca una gran variedad de plantas y flores, lo que a su vez atrae a una gran variedad de insectos. Un sendero abierto parece tener un atractivo similar para muchos tipos de insectos que para los seres humanos. Las grandes mariposas azules, y otras muchas más pequeñas, recorren esos caminos durante millas, y si entran en el bosque generalmente vuelven al camino de nuevo. Los haces de luz solar y las corrientes de aire atraen a algunos insectos; otros buscan las floraciones que allí abundan; al mismo tiempo, toda partícula de materia animal que haya en el sendero puede estar segura de ser visitada por varias especies distintas: por tanto, el éxito del entomólogo en estas partes de Sudamérica dependerá en gran medida del número y extensión de los senderos y carreteras que atraviesen el bosque.
En la casa en la que vivía, había otras dos habitaciones habitadas por tres familias. En general, los hombres no llevaban más que unos pantalones, las mujeres unas enaguas, y los niños nada en absoluto. Todos vivían del modo más pobre, y al principio me resultaba difícil saber cuándo comían. Por las mañanas, cada uno tomaba un cuya de mingau (el mingau es una especie de potaje hecho con farinha o con un plátano grande llamado pacova); luego, hacia el mediodía, comían una torta seca de farinha o ñame tostado; y por la noche, un poco más de mingau de farinha o plátanos. No podía imaginar que realmente no tuvieran otra cosa que comer, pero finalmente me vi obligado a llegar a la conclusión de que las diversas preparaciones de mandioca y agua constituían su único alimento. Aproximadamente una vez por semana conseguían algunos peces pequeños, o un ave, pero los dividían entre tantos que sólo servían para dar sabor al pan de mandioca. Mi cazador no se llevaba nunca nada consigo salvo una bolsa de farinha seca, y tras estar catorce horas en su canoa volvía a casa, se sentaba en la hamaca y conversaba como si sus pensamientos estuvieran muy alejados de la comida; y luego, cuando le ofrecían una cuya de mingau, la bebía muy contento y estaba dispuesto a partir de nuevo antes del amanecer a la mañana siguiente. Sin embargo, era una persona tan resistente y jovial como el propio John Bull, quien se alimentaba diariamente de cordero y vaca gorda.
La mayoría de las frutas silvestres -muy saboreadas por estas personas, especialmente las mujeres y los niños- tienen un sabor ácido o amargo, por lo que un extraño sólo puede reconciliarse con éstas tras una larga practica. A menudo, al ver a un niño pequeño mordisqueando alguna fruta extraña, pedía que me dejaran probar una, pensando que sería dulce si era del gusto de una edad tan amante de los dulces, pero me encontraba un sabor como el del áloe o la cuasia, que no podía quitarme de la boca durante una hora; otras frutas que gustan mucho igualmente son parecidas a jabón amarillento, y algunas tan agrias como agraces.
Estas personas casi siempre parecen estar trabajando, pero obtienen muy pocos resultados. Las mujeres van a desenterrar mandioca o ñames, o tienen que quitar hierbas o plantar, y otras veces fabrican cacharros de barro o cosen y lavan sus escasas ropas. Los hombres están siempre atareados, bien limpiando el bosque o cortando madera para una canoa o para los remos, o para hacer una tabla con algún fin, o haciendo otras cosas; y sus casas siempre necesitan arreglos, sin contar la hoja para techado que hay que traer desde una larga distancia; o necesitan cestas, o arcos y flechas, o alguna otra cosa que les ocupa casi todo el tiempo, y sin embargo no producen las cosas necesarias y elementales de la vida, ni tienen tiempo para la caza que abunda en el bosque que les rodea. Esto se debe, principalmente, a que cada uno hace cada cosa para sí mismo, lentamente y con muchos trabajos innecesarios en lugar de ocuparse de un solo tipo de trabajo y cambiar sus productos por los artículos que necesita. Un indio emplea una semana en cortar un árbol del bosque, y en elaborar con él un artículo que podría conseguirse por seis peniques si funcionara la división del trabajo: la consecuencia es que su trabajo sólo produce seis peniques a la semana, y emplea por tanto toda la vida en conseguir sus escasas ropas en un país en donde el alimento se obtiene casi por nada.
Tras permanecer aquí un mes, y obtener veinticinco ejemplares del ave sombrilla, me dispuse a regresar a Barra. El último día que salió mi cazador, me trajo vivo un hermoso ejemplar macho. Había sido herido ligeramente en la cabeza, un poco detrás del ojo, y había caído al suelo atontado, pues en poco tiempo se había vuelto muy activo y cuando me lo trajo era tan fuerte y fiero como si no hubiera sido herido. Lo puse en una cesta de mimbre y como no comió nada durante dos días lo alimenté introduciéndole trozos de plátano por la garganta; continué así durante varios días, con grandes dificultades, pues sus garras eran afiladas y potentes. De camino a Barra, encontré junto al río una pequeña fruta que comió prontamente, tenía el tamaño (le una cereza, era de sabor ácido y se la tragaba entera. El ave llegó sana y salva a la ciudad y vivió quince días; un día, cayó de repente de su posadero y murió. Al despellejarla, descubrí que la munición le había roto el cráneo y entrado en el cerebro, por lo que parece sorprendente que hubiera permanecido tanto tiempo en un estado de salud aparentemente perfecto. Sin embargo, yo había tenido una oportunidad excelente de observar sus hábitos y su método de estirar y cerrar la bella cresta y el penacho del cuello.
Teníamos ahora mal tiempo en Barra; la estación húmeda estaba en su apogeo; difícilmente pasaba un día sin que lloviera, y muchos días la lluvia era incesante. Aprovechábamos cualquier oportunidad para pasear por el bosque, pero apenas encontrábamos nada cuando llegábamos allí, y lo que conseguíamos se conservaba con las mayores dificultades; pues la atmósfera estaba tan saturada de humedad que los insectos se enmohecían y las plumas y pelos se caían de las pieles de las aves y los animales, lo que los hacía inservibles. Por fortuna, había varios extranjeros en Barra y pudimos tener algo de compañía. Habían llegado dos comerciantes del Amazonas, el uno americano y el otro irlandés. Mr. Bates había llegado a Barra varias semanas después que yo, y ahora estaba aquí, como yo mismo, sin ninguna gana de adentrarse en c1 país con un clima tan poco apetecible. Había también tres alemanes, uno de los cuales hablaba bien el inglés y tenía algunas aficiones naturalistas; todos ellos eran buenos cantores y contribuyeron a divertirnos un poco.
También había un sordomudo americano llamado Baker, una persona muy inteligente y de gran sentido del humor que encontraba constantemente causas de diversión para los brasileños y para nosotros. Había sido educado como profesor de sordomudos en la misma institución que Laura Bridgman. Tenía pasión por los viajes, probablemente porque era la única forma de satisfacer, mediante su único sentido, las necesidades de ejercicio y estímulo para su mente. Había recorrido a solas Perú y Chile, había cruzado Brasil, desde Pará hasta Barra, y se proponía ir ahora desde Río Branco hasta Demerara, y así hasta los Estados Unidos. Se mantenía vendiendo el alfabeto para sordomudos con explicaciones en español y portugués. Llevaba una pequeña pizarra en la que podía escribir cualquier cosa en inglés o francés, y también bastante en español, por lo que siempre podía expresar lo que deseaba. Se encontraba a gusto en todas las casas de Barra, entrando y saliendo cuando quería, y pidiendo por signos lo que deseaba. Era muy alegre, le encantaban las bromas y el hacer extrañas gesticulaciones. Pretendía ser frenólogo, y al examinar la cabeza de un portugués o brasileño escribía siempre en su pizarra: "Le gustan mucho las mujeres", lo que al ser traducido provocaba invariablemente la respuesta: "He verdade" (eso es muy cierto), junto con signos de asombro por su inteligencia penetrante. Fumaba mucho y bebía vino y licores tan liberalmente que a veces llevaba muy lejos sus extravagancias; sin embargo, seguía siendo muy querido y las gentes de Barra la recordarían durante mucho tiempo. Sin embargo, ¡pobre chico! Nunca vería de nuevo su tierra natal: murió pocos meses después, en la fortaleza de Sao Joaquim, en el Río Branco -cuentan que de ictericia.
A pesar de todo esto, el tiempo pasaba con gran lentitud; y aunque poco después llegara Mr. Hauxwell y se sumara a nuestro grupo no se podía hacer nada para compensar la desolación y la muerte que la incesante lluvia parecía haber producido en toda la naturaleza animada. Pasaron entre dos y tres meses con esta monotonía cuando, habiendo alcanzado el río casi su máxima altura, y apareciendo algunos signos de que el tiempo mejoraba, decidí hacer un viaje a Solimões (nombre que se da al Amazonas más arriba de la entrada de Río Negro), a la hacienda del Señor Brandão, suegro de mi amable anfitrión.
El río era tan alto ahora que una gran parte de las tierras bajas que había entre Río Negro y el Amazonas estaban inundadas, dándosele a esto él nombre de "Gapó". Es éste uno de los rasgos más singulares del Amazonas. Se extiende desde un poco más arriba de Santarem hasta los confines de Perú -una distancia de 1.700 millas- y varía en anchura a cada lado del río de una a diez o veinte millas. De Santarem a Coarí, una pequeña ciudad situada junto al Solimões, una persona puede ir en canoa durante la estación húmeda sin entrar una sola vez en el río principal. Pasará a través de pequeñas corrientes, lagos y pantanos, y por todas partes a su alrededor se extiende una ilimitada extensión de agua, pero toda cubierta por una elevada selva virgen. Viajará durante varios días a través de esta selva, raspándose contra los troncos de los árboles, y agachándose para pasar bajo las hojas de las palmeras espinosas, ahora al nivel del agua, aunque se elevan sobre troncos de cuarenta pies de altura. En este laberinto sin rastro el indio encuentra su camino con certeza absoluta, y mediante las indicaciones ligeras de una ramita partida o una corteza raspada sigue un día tras otro como si viajara por una transitada carretera. En el Gapó se encuentran animales peculiares atraídos por las frutas de árboles que sólo allí crecen. En realidad, los indios aseguran que todo árbol que crece en el Gapó es distinto de los que se encuentran en otras zonas; y si consideramos las extraordinarias condiciones en las que se producen estas plantas, sumergidas durante seis meses al año hasta que son bastante altas para elevarse por encima del máximo nivel del agua, no parece improbable que los indios tengan razón. Muchas especies de quetzales son peculiares del Gapó, y otras de la selva virgen seca, Viven siempre aquí la cotinga-sombrilla y el pequeño manakin de cola de cerdas. Algunos monos habitan aquí sólo en la estación húmeda, y tribus enteras de indios, como los Purupurús y los Múras, viven siempre en la zona, levantando cabañas pequeñas que pueden cambiar fácilmente de sitio en las orillas arenosas durante la estación seca, y sobre balsas en la estación húmeda; pasan gran parte de sus vidas en las canoas, duermen suspendidos en toscas hamacas que cuelgan de los árboles sobre el agua profunda, no cultivan vegetales, pero se mantienen enteramente a base de pescado, tortugas y manatíes que obtienen del río.
Al cruzar el Río Negro viniendo de la ciudad de Barra entramos en una zona que se ajusta a esa descripción. Nuestra canoa tuvo que pasar bajo las ramas y entre densos arbustos, hasta que llegamos a una parte en la que los árboles eran más elevados y predominaba una oscura penumbra. Aquí, las ramas más bajas de los árboles estaban al nivel de la superficie del agua y muchas de ellas tenían flores. Al avanzar encontrábamos a veces un bosquecillo de pequeñas palmeras cuyas hojas se encontraban sólo a unos pies por encima de nosotros, y entre ellas estaba el marajá, con racimos de agradables frutas, que los indios cortaban al pasar con sus largos cuchillos. A veces, el crujido de las hojas sobre nuestras cabezas nos indicaban que los monos estaban cerca, y quizá los descubríamos pronto espiándonos desde el espeso follaje, yéndose luego dando saltos rápidamente en cuanto los vislumbrábamos. Ahora llegábamos a una zona soleada, en un lago cubierto de hierbas y lleno de lirios y hermosas plantas acuáticas, pequeñas y amarillas utriculárias (Utricularia), y las flores de vivo color azul y las curiosas hojas de tallos hinchados de las Pontederias. De nuevo nos encontrábamos en la oscuridad del bosque, entre los elevados troncos cilíndricos elevándose como columnas de las aguas profundas: ahora, el ruido de la fruta al caer a nuestro alrededor nos anunciaba que las aves estaban comiendo sobre nuestras cabezas y podíamos descubrir una bandada de papagayos, o algunas cotingas de azul vivo, o el encantador pompadour, con sus delicadas alas blancas y plumaje de color del vino clarete; ahora, con un aleteo, un quetzal se apoderaba de una fruta al vuelo, o un torpe tucán movía las ramas al emprender el vuelo.
¿Pero cual era esa encantadora flor que se hallaba suspendida en el aire entre dos troncos, y alejada sin embargo de ambos? Brilla en la penumbra como si sus pétalos fueran de oro. Pasarnos ahora junto a ella y vemos su tallo, como un esbelto alambre de una yarda y media de largo, brotando de un manojo de espesas hojas en la corteza de un árbol. Es un Oncidium, del maravilloso grupo de las orquídeas, que alegra estas oscuras sombras con sus flores alegres y brillantes. Ahora hay más de estas flores, y luego aparecen otras, con floraciones purpúreas, moteadas y blancas; algunas crecen sobre troncos podridos que flotan en el agua, pero la mayoría lo hacen sobre musgos y cortezas podridas por encima de ella. Hay una especie magnífica, de cuatro pulgadas de diámetro, a la que los nativos dan el nombre de flor de Santa Ana, de un color púrpura brillante, que emite un deliciosísimo aroma; es una especie nueva, y la flor más magnífica de su clase en estas regiones; incluso los nativos se dignan a veces a admirarla, y se preguntan cómo una flor tan hermosa crece "atóa" (inútilmente) en el Gapó.
Finalmente, tras haber remado unas ocho horas, salimos de nuevo a las anchas aguas del Solimões. ¡Cómo brilla el sol! ¡Con qué alegría fluye el río! ¡Qué agradable era ver de nuevo las islas de hierbas flotantes, y los enormes troncos y árboles, con su carga de gaviotas sentadas gravemente sobre ellos! Estas, junto con las umboöbas (Cecropia), de ramas dispersas y de hojas blancas, dan al Amazonas un aspecto muy distinto del Río Negro, con independencia del distinto color de sus aguas. Sin embargo, ahora no había tierra a nuestro alcance, y temimos que tuviéramos que cenar farinha y agua, pero por suerte encontramos un enorme tronco flotante firmemente amarrado en medio de un poco de hierba cerca de la orilla, y sobre él, con ayuda de algunas ramitas secas, hicimos pronto un fuego, asamos nuestro pescado y hervimos un poco de café. Pero habíamos invadido una colonia de hormigas de las que pican, y como no les gustaba la vecindad del fuego, y tampoco eligieron el agua, treparon en gran número a nuestra canoa y nos hicieron pagar la cena de un modo muy desagradable. El anochecer llegó pronto y teníamos que acampar para la noche; pero los mosquitos manifestaron su presencia y yacimos tendidos incómoda y desasosegadamente hasta la mañana. A la noche siguiente llegamos a la desembocadura de una pequeña corriente que nos condujo hasta Manaquery, y tuvimos pocos mosquitos que nos molestasen. Proseguimos el viaje por la mañana y entramos pronto de nuevo en el Gapó, cruzando algunos pequeños lagos tan cerrados de hierbas que apenas podía avanzar la canoa. Llegamos de nuevo al igaripé, que tenía aquí un cuarto de milla de anchura, y hacia las diez de la mañana llegamos a Manaquery.
La hacienda está situada en el lado sur del Solimões, unas cien millas por encima de su unión con el Río Negro. Toda la zona que lo rodea se compone de igaripés, o pequeñas corrientes, lago, gapó y zonas de tierra alta y seca, todo tan esparcido y tan mezclado que es muy difícil decir si una determinada parte es o no una isla. La tierra, ,a una corta distancia de las orillas de la corriente, se eleva en un risco abrupto y rocoso, a treinta o cuarenta pies por encima del nivel más alto del agua: las rocas son de naturaleza volcánica, ásperas y a menudo de escoria vítrea. Subiendo por unos toscos escalones, me encontré en un prado plano y herbáceo, en el que se hallaban esparcidos naranjos, mangos, y algunos árboles de calabazas y tamarindos, y por la parte trasera una espesura de guayabas.
Las vacas y ovejas pastaban por allí, y los cerdos y aves de corral se veían cerca de la casa. Esta era un cobertizo grande y con techo de palma, la mitad del cual contenía el molino de caña y sólo estaba cercada por una baranda en lugar de muro; la otra mitad tenía toscos muros de barro con pequeñas ventanas y contraventanas de hoja de palma. El suelo era de tierra, y muy desigual, aunque residía aquí el Señor Brandão y su hija, a quien había conocido en Barra. El hecho era que unos diez o doce años antes, durante la revolución, un grupo de indios había quemado la casa y destruido totalmente la huerta y los frutales, matando a varios de sus criados y parte del ganado, y hubieran matado a su esposa e hijos si, nada más saberlo, no hubieran escapado al bosque, en donde permanecieron tres días viviendo a base de maíz y frutos silvestres. El Señor B. estaba en esos momentos en la ciudad y mientras duró la revolución, varios años, prefirió tener a su familia segura con él y no pudo pensar en reconstruir la casa. Después fue nominado como delegado de policía durante varios años, por lo que sólo recientemente había vuelto a vivir en su hacienda con una hija soltera, y desde luego tenía mucho que hacer para tener las cosas un poco en orden. Había muerto su esposa y ya no sentía el mismo placer que antes en mejorar el lugar, y pienso que no es improbable que tras haber vivido aquí algunos años se hubiera acostumbrado tanto al lugar que considerara totalmente innecesario gastar dinero en reconstruir la casa. Sin embargo, seguía pareciendo bastante extraño ver a una joven dama lindamente vestida sentada en una esterilla sobre un suelo de barro muy desigual, y con media docena de jóvenes indias a su alrededor realizando encajes y trabajos de aguja. Ella fue la que me presentó a una hermana mayor, casada, que estaba con ellos, y poco después el Señor B. vino de su campo de caña y me dio cordialmente la bienvenida. Hacia las doce nos sentamos para la comida, consistente en tambakí, el pescado más delicioso, junto con arroz, judías y pan de harina india, y después naranjas ad libitum.
Permanecí aquí casi dos meses, gozando de la vida del campo y consiguiendo una colección aceptable de aves e insectos.
A los pocos días llegó un cazador que había contratado en Barra y comenzó en seguida sus operaciones. Por la tarde solía traerme algunas aves o monos, que abundaban. Nos levantábamos alrededor de las cinco y media y tomábamos a las seis una taza de café caliente; me sentaba entonces a despellejar aves, si me había traído alguna a últimas horas de la noche, y si no era así tomaba la escopeta y daba un paseo buscando alguna. A las siete o siete y media tomábamos, a modo de desayuno, un cuenco de potaje de harina india, o chocolate, con leche fresca. Comíamos puntualmente a las doce, siendo el plato principal el tambakí, que ocasionalmente variaba y entonces tomábamos aves de corral, manatí, venado o cualquier otro animal de caza. A las cuatro tomábamos otra taza de café con galletas o fruta, y a las siete cenábamos un pescado como el de la comida, si habían llegado los pescadores. Por las mañanas, durante un par de horas, solía salir con mi red a la búsqueda de insectos. Encontré varias mariposas raras posadas a la orilla del río, en el margen de barro dejado por las aguas que se retiraban. Eran muy abundantes los tucanes pequeños o araçaris de varias especies, siendo los más raros y hermosos los de "cresta rizada", que tienen la cabeza cubierta por pequeños y brillantes rizos de una substancia dura, más parecida a virutas metálicos o de cañón de plumas que a plumas. A veces abundaban, pero no aparecían hasta varías semanas después que las demás especies, y por fin fui recompensado por mi paciencia obteniendo varios hermosos ejemplares.
Abundaban los buitres negros comunes, que tenían bastantes problemas por la comida y se veían obligados a comer frutos de palmera en el bosque cuando no podían encontrar nada más. Todas las mañanas, resultaba divertido verlos correr tras los cerdos en el momento en que estos se levantaban, tres o cuatro muy cerca de los talones de cada animal, para devorar su estiércol en el momento en que cayera. A los cerdos parecía molestarles mucho esta indecente conducta, y con frecuencia se daban la vuelta y perseguían a las aves, quienes se quitaban de un salto del camino o volaban hasta una corta distancia, para retomar inmediatamente su posición en cuanto el cerdo seguía andando.
Estoy convencido, tras repetidas observaciones, de que los buitres dependen para la búsqueda de su alimento totalmente de la vista, y nada del olfato. Mientras despellejaba un ave, una docena de ellos solía estar siempre esperando a una distancia moderada. En el momento en que arrojaba un trozo de carne, todos se precipitaban a cogerlo; pero con frecuencia caía en un pequeño agujero del suelo o entre algunas hierbas, y entonces saltaban alrededor buscando el alimento hasta menos de un pie de distancia de él, y con gran frecuencia se iban sin encontrarlo. Un trozo de madera o papel les hacía bajar con la misma rapidez, y tras ver lo que era regresaban tranquilamente a sus antiguos lugares. Elegían siempre posiciones elevadas, evidentemente para ver qué alimentos podían descubrir; volando a una inmensa altura en el aire, descendían al bosque cuando alguna vaca había muerto o la habían matado, mucho antes de que se pudriera o emitiera algún olor fuerte. A menudo envolví un trozo de carne semipodrida en un papel y se la arrojé, e incluso entonces, tras saltar sobre él, se retiraban satisfechos pensando que era sólo papel y no había nada comestible.
El Señor B. tenía dos buenas cerdas, muy gordas, que esperaban una camada en pocos días. No había pocilgas ni ningún tipo de cobertizo, y todos los animales se retiraban al bosque en esas ocasiones, volviendo a los pocos días con su nueva familia, del mismo modo que hacen los gatos en nuestro país. Estas cerdas desaparecieron durante varios días y no regresaron, por lo que empezamos a temer que un jaguar que había sido oído cerca de la casa, y cuyo rastro se había visto, hubiera acabado con ellos. En consecuencia, se organizó una búsqueda y se descubrieron los restos de una cerda en una espesura no lejana a la casa. A la noche siguiente oímos rugir al jaguar a unas cincuenta yardas de nosotros, que estábamos en las hamacas en el cobertizo abierto; pero como había mucho ganado, cerdos y perros en los alrededores no nos alarmamos mucho. Oímos al poco tiempo un disparo proveniente de la casa de un indio cercana, y pensamos que habría matado al animal. A la mañana siguiente nos enteramos de que había pasado a la vista de la puerta, pero que el hombre estaba tan asustado que había disparado al azar y fallado, pues hay algunos indios que son a este respecto tan cobardes como cualquiera. Durante dos o tres días más, oímos hablar de que el animal estaba en diferentes lugares de la hacienda, por lo que mi cazador salió por la noche para acecharlo y esperarlo, y consiguió matarlo con una bala. Era una onza de las de mayor tamaño, y se cree que había matado, además de la cerda, a una vaca que había desaparecido varias semanas antes.
El clima era ahora muy seco: no había llovido nada desde hacía tiempo; las naranjas estaban bien maduras y la hierba tan verde y fresca cuando llegué, empezaba a adoptar un tono amarillo marrón. Había empezado la cosecha del tabaco, y pude ver cómo se realiza aquí el proceso de manufactura.
El tabaco se siembra apretadamente en una pequeña zona de terreno, y se ponen las plantas jóvenes en hileras, lo mismo que se hace con las coles. Son muy atacadas por la oruga de una polilla sphinx, que alcanza gran tamaño y devoraría totalmente los cultivos si no se la retirara cuidadosamente. Por tanto, los ancianos, mujeres y niños están constantemente recorriendo una parte del campo todos los días y examinando las plantas hoja a hoja con cuidado hasta exterminar completamente los insectos. Cuando muestran una inclinación a florecer, se cortan los capullos; y tan pronto como las hojas han alcanzado su máximo tamaño se recogen en fuertes cestas de mimbre que se dejan en la casa o un cobertizo o en palos apoyados en montantes desde el suelo al techo. Se secan en unos días y en los días calurosos se vuelven muy quebradizas; pero la humedad de la noche las ablanda, y a primeras horas de la mañana están flácidas. Cuando se considera que están lo bastante secas, hay que quitar de cada hoja la fuerte y fibrosa nervadura central. Para este fin, todos los miembros de la casa, hombres, mujeres y niños, se levantan a las cuatro de la mañana y se ponen a trabajar quitando la nervadura central antes de que el calor del sol vuelva las hojas demasiado quebradizas e impida esta operación. A veces se seleccionan algunas de las hojas mejores para hacer cigarros, pero el total se suele manufacturar en rollos de uno o dos kilos. Se pesa la cantidad apropiada y se coloca regularmente en capas sobre una mesa en una hilera de aproximadamente una yarda de larga, bastante más gruesa en el centro. Empezando por un extremo, se enrolla cuidadosamente y se ata con un cordón lo más fuertemente posible. A los pocos días se abren esos rollos para ver sí hay alguna tendencia a calentarse o enmohecerse, y si todo está bien se vuelven a hacer de nuevo con el mayor cuidado. Cada día se van atando más y más fuerte, sentándose el operador en el suelo con el cordel enrollado en un palo, y retorciendo y apretando con todas sus fuerzas, hasta que por fin el rollo está comprimido en una masa sólida de alrededor de una pulgada de diámetro, ahusándose gradualmente hacia cada extremo. Se envuelve entonces apretadamente de un extremo a otro con una tira limpia de corteza de uarumá (un junco de agua), y se ata en haces de una arroba y media arroba (treinta y dos y dieciséis libras), con lo que se encuentra ya dispuesto para la venta. Cuando el tabaco es bueno o tiene, tal como ellos dicen, "mucha miel en él", se corta de manera tan suave y sólida como una pieza de regaliz español y puede doblarse sin que se agriete. El precio, de acuerdo con la calidad y el suministro, varía de 4d. A 1 s. por libra.
Un día, el pescador nos trajo un hermoso "peixe boi", o pez-vaca, una especie de Manatus que habita el Amazonas y abunda particularmente en los lagos de esta zona del río. Era una hembra de alrededor de seis pies de longitud, y cerca de cinco de circunferencia en la parte más gruesa. El cuerpo es absolutamente liso, sin proyecciones o desigualdades, transformándose gradualmente en una cola plana y semicircular sin la menor apariencia de extremidades traseras. No tiene nada que pueda definirse como cuello; la cabeza no es muy grande y termina en una amplia boca de labios carnosos, algo parecidos a los de una vaca. Tiene unas cerdas rígidas en los labios y unos pocos pelos muy esparcidos por todo el cuerpo. Detrás de la cabeza tiene dos poderosas aletas ovaladas y justo detrás de ella están los pechos, de los cuales, al aplicarse presión, fluye un chorro de hermosa leche blanca. Las orejas son diminutos agujeros, y los ojos muy pequeños. Sus excrementos se parecen a los de un caballo. Su color es plomizo oscuro, con grandes manchas de color blanco rosáceo jaspeado en el vientre. La piel tiene un espesor de alrededor de una pulgada en el lomo, y un cuarto de pulgada en el vientre. Bajo la piel hay una capa de grasa de mayor o menor espesor, generalmente de una pulgada, que se hierve para hacer un aceite utilizado para la iluminación y la cocina. Los intestinos son muy voluminosos, el corazón tiene aproximadamente el tamaño del de una oveja, y los pulmones alrededor de dos pies de longitud y seis o siete pulgadas de anchura, son muy celulares y esponjosos, y pueden hincharse como una vejiga. El cráneo es grande y sólido, sin dientes frontales; las vértebras se extienden hasta la punta misma de la cola, pero no muestran rudimentos de miembros posteriores; por el contrario, los miembros anteriores están muy desarrollados, correspondiéndose exactamente los huesos a los del brazo humano, teniendo incluso los cinco dedos, con todas las articulaciones, diferenciadas, pero encerrados en una piel rígida e inflexible, en donde las articulaciones no pueden tener movimiento.
El pez-vaca se alimenta de hierba en las orillas de los ríos y lagos y nada rápidamente con la cola y las aletas; y aunque los órganos externos de la vista y la audición son tan imperfectos, dicen los cazadores que estos sentidos son notablemente agudos y se necesita toda precaución y habilidad para capturar estos animales. Tienen una sola cría, en raras ocasiones dos, que sostienen entre sus brazos o aletas mientras les dan de mamar. Se les arponea o apresa con una fuerte red en la entrada estrecha de un lago o corriente y se les mata metiendo un tapón de madera con un mazo por las ventanas de la nariz. De cada uno se obtiene cinco o veinticinco galones de aceite. La carne es muy buena, algo parecido a un punto intermedio entre la vaca y el cerdo, y éste nos proporcionó varias comidas, constituyendo un agradable cambio de nuestra dieta de pescado.
Como esperaba ahora que llegara en breve un canoa trayéndome cartas y envíos de Inglaterra, por lo cual estaba deseoso de partir hacia arriba de Río Negro lo antes posible, decidí volver a Barra, y tras acordar un pasaje en una canoa que iba allí me despedí de mi amable anfitrión. Debo decir primero, sin embargo, algunas palabras sobre él. El Señor José Antonio Brandão había venido de Portugal siendo muy joven, se casó pronto y se asentó con la intención de pasar aquí su vida. Algo muy singular para un portugués, se dedicó por completo a la agricultura. Construyó una casa de campo en Manaquery, en un lago cercano al río principal, trajo indios desde lugares distantes para que se asentaran con él, limpió el bosque, plantó naranjos, tamarindos, mangos y otros muchos frutales, hizo agradables avenidas, jardines y pastos, los llenó con ganado, ovejas, cerdos y aves de corral y se dispuso a gozar plenamente de la vida campesina. Pero hace unos veinte años, cuando su familia era todavía joven, se produjeron los disturbios y revoluciones y él, como todos los nativos de Portugal , aunque había firmado la constitución del Imperio y era de todo corazón un auténtico brasileño, se convirtió en un objeto de disgusto y sospechas para muchos de los más violentos revolucionarios. Una tribu de indios que residía cerca de él, y a quienes había mostrado constantemente su amabilidad, fue incitada a quemar su casa y destruir sus propiedades. Lo hicieron con toda eficacia, arrancando los frutales, quemando los cultivos, matando el ganado y a los criados, y su esposa y familia escapó de las flechas asesinas porque pudieron huir a tiempo al bosque. Durante los largos años de anarquía y confusión que siguieron, fue designado magistrado en Barra y no pudo cuidar de su hacienda. Su esposa murió, sus hijos se casaron y él, lógicamente, tuvo entonces menos interés en hacer que las cosas volvieran a su antiguo estado.
Es un hombre notablemente inteligente, al que le encanta la lectura, aunque sin libros, y con una poderosísima memoria. El solo ha aprendido francés, que lee ahora con facilidad, y de este modo obtiene mucha información, aunque evidentemente bastante teñida por los prejuicios franceses. Tiene varios grandes volúmenes en cuarto de la Historia Eclesiástica y conoce todos los detalles de los Concilios y también de la historia de la Reforma. Por una antigua obra sobre Geografía, sin mapas, puede decir la longitud y anchura de todos los países de Europa, y los rasgos principales de ellos. Tiene unos setenta años de edad, está sediento de información, ¡y nunca ha visto un mapa! Piensen en esto, ustedes que nadan en la abundancia intelectual. En esta tierra de instituciones mecánicas y literatura barata pocos se hacen una idea de la búsqueda real de conocimientos bajo dificultades -de la anhelante sed de información cuando no hay una fuente en que satisfacerla-. Había en su conversación algo vigoroso y refrescante: tal ausencia de información, pero con tanta fecundidad de ideas. Había leído la Biblia en portugués, como un libro prohibido, aunque aquí los sacerdotes no ponían muchas objeciones a ello; y resultaba algo nuevo escuchar la opinión de un hombre sobre ese libro cuando la había leído por primera vez a una edad madura y tan sólo por un deseo de información. No había entrado en su mente la idea de que todo lo que había en ese libro había sido inspirado, por lo que ponía objeciones a cualquier parte que consideraba increíble, o que pensara que pudiera tener una explicación simple; como era de esperar, encontró por sí mismo la confirmación a las doctrinas religiosas en las que había sido educado desde la niñez.
Al llegar a Barra, la esperada canoa no había llegado y pasaron muchas semanas fatigosamente. El tiempo era bueno, pero Barra es un mal lugar para hacer una colección. Los insectos son muy escasos y poco interesantes, por lo que esperaba ansiosamente el momento que pudiera partir hacia alguna zona más distante y prometedora.
La estación era muy seca y caliente: el termómetro, a las dos de la tarde de todos los días, llegaba a los 94' F y 951 F a la sombra, y no era muy frecuente que bajara más de los 75' F por la noche. La temperatura más baja que observé, un poco antes de la salida del sol, fue de 70% y la más alta, por la tarde, de 96' F. Apenas llovió durante los meses de julio y agosto, por lo que la hierba de la ciudad estaba completamente quemada. El río bajaba ahora rápidamente, y algunos de los arenales del Amazonas comenzaban a sobresalir por encima del nivel del agua.
Un día, el Señor Henrique preparó una partida de pesca, con una gran red arrastrera en el Solimões. Partimos por la tarde en una buena canoa, formando un grupo de una docena, junto con ocho o diez remeros indios; poco antes de la puesta del sol llegamos a la desembocadura del Río Negro y subimos por las poderosas y turbias aguas del Solimões. Había una luna brillante y estuvimos hablando y cantando mientras pasamos por los estrechos canales y las verdes islas del lado norte del río, que parecían todavía más pintorescamente salvajes y solitarias bajo la pálida y plateada luz de la luna, y entre el silencio solemne del bosque. Hacia la medianoche llegamos a un gran arenal que apenas sobresalía de la superficie del agua. La mayor parte de los miembros del grupo se subió los pantalones y vadeó las aguas de poca profundidad hasta llegar a la orilla, donde empezaron a buscar huevos de tortugas pequeñas, y los de gaviotas y otras aves acuáticas, que ponen los huevos en pequeños huecos hechos en la arena. Las gaviotas, buceadores, patos y gallinetas echaron a volar chillando cuando pusimos pie en tierra firme, y el chapoteo de los peces en las poco profundas aguas nos indicó la abundancia de deporte que nos esperaba. El Señor Henrique enseguida ordenó a los indios que sacaran la red y comenzaron a arrastrarla. Cada vez que la red llegaba a la orilla llenábamos casi una cesta con numerosos peces pequeños y algunos de tamaño mayor. Había una gran cantidad de peces pequeños con espinas que infringían una grave herida si se pisaban, por lo que teníamos que ser cautelosos con nuestros pies descalzos. Yo estaba muy interesado por la gran variedad y curiosas formas que contenía cada cesta. Había un gran número de pequeños peces, peculiares del Amazonas, que inflan la parte anterior del cuerpo hasta formar un globo completo, y que al ser pisados explotaban con un ruido similar al que produce el estallido de una bolsa de papel hinchada.
Al cabo de dos o tres horas, nos sentimos bastante cansados, por lo que hicimos un fuego y cocinamos una parte del pescado para lo que podríamos llamar cena o desayuno, según quisiéramos, pues estaba acercándose el amanecer. Seguimos pescando mientras otros cogían las escopetas y trataban de cazar algún pato silvestre. Un caballero, con un rifle, hizo un disparo extraordinario y con una bala abatió a un pato que volaba solo a bastante distancia. Con la luz del día, traté de dibujar algunos de los peces curiosos, pero eran tan abundantes, y el sol tan caliente, que pude hacer muy poco; como se pudrían en pocas horas, no pude conservarlos hasta que volviéramos a casa. Hacia las diez de la mañana dejamos la pesca y empezamos a cocinar. Tuvimos pescado asado, a la parrilla y guisado, y con el aceite y vinagre y abundante pimienta y sal compusimos un excelente desayuno. También teníamos vino, pan, farinha y café para aquellos que lo preferían. Mientras estábamos desayunando, los indios se sentaron en la arena, bajo el sol, para echarse una siesta, pues llevaban dos días trabajando duramente sin dormir. En una hora se habían levantado para desayunar y al mediodía iniciamos el regreso a casa.
A las cinco de la tarde llegamos a un lugar de la desembocadura del Río Negro en donde hay algunas rocas planas y suele abundar el pescado. Aquí, la mayor parte del grupo empezó a pescar de nuevo con caña e hilo, y con bastante éxito; un pescador consiguió un buen pirarucú; de treinta o cuarenta libras de peso, y el Señor Henrique se lo compró para poder enseñar algo valioso conseguido en la excursión.
Avanzamos luego, mientras muchos de nosotros dormitábamos, y los indios remaban duramente, aunque apenas podían mantener los ojos abiertos. De vez en cuando, uno se quedaba dormido, pero seguía remando mecánicamente, aunque sin gran fuerza. Entonces uno de sus compañeros le hacía cosquillas en la nariz y lo despertaba, y su mirada de asombro al darse cuenta de que se había dormido hacía que todos se rieran a carcajadas a sus expensas. Llegamos a Barra a media noche y todos nos alegramos mucho de encontrar nuestras hamacas.
Pasaron varias semanas más fatigosamente hasta que por fin tuvimos noticias de la esperada canoa; uno de los propietarios, que había llegado antes en una montaria, nos dijo que estaría aquí al cabo de dos días. Estaba por aquel tiempo en la ciudad un comerciante del alto Río Negro, un portugués, al que todos consideraban muy buena persona. Tenía que partir al siguiente día, pero al pedírselo el Señor Henrique aceptó quedarse hasta que llegara la canoa del Señor Neill Bradley, dándome luego un pasaje hasta las cataratas del Río Negro, o a cualquier otro lugar que deseara ir. A la tarde siguiente llegó a Barra la esperada canoa; hacia las seis, me dieron un gran paquete con cartas de Pará, de Inglaterra, de California y de Australia, unas veinte en total, varias de ellas fechadas hacía más de un año. Me senté para leerlas hasta las dos de la mañana, luego permanecí tumbado, pero dormí poco hasta las cinco de la mañana; empecé a responder entonces a las más importantes de ellas, hice el equipaje, compré para el viaje algunos elementos necesarios que había olvidado, preparé una caja para Inglaterra, dejé instrucciones para mi hermano H., que iba a permanecer en Barra y, a los seis meses, volvería a Inglaterra, y hacia el mediodía estaba dispuesto a iniciar un viaje de varios cientos de millas, en el que emplearía probablemente un año. El Juiz de Direito, o juez de distrito, había enviado amablemente un pavo y un lechón; el primero vivo y el segundo asado; por lo que tenía abundantes provisiones para iniciar el viaje.