CAPÍTULO
XIII
DESDE SÁO JERONYMO A LAS COLINAS
Descendiendo por el Río Negro- Llegada a Barra- La obtención de un pasaporte Estado de la ciudad- La empresa portuguesa y brasileña- Sistema de crédito Comercio- La inmoralidad y sus causas- Partida de Barra- Una tormenta sobre el Amazonas- Zarzaparrilla- Un relato sobre la muerte- Pará- La fiebre amarilla Zarpe hacia Inglaterra- El barco se incendia- Diez días en los botes- Somos rescatados- Fuerte temporal- Escasez de provisiones- Tormenta en el Canal Llegada a Deal.
Por fin, el 23 de abril, me despedí con gran placer de São Jeronymo. Me detuve en varios lugares para comprar beiju, pescado, pacovas y los papagayos con los que me encontré. Mis indios fueron en varias ocasiones, a primera hora de la mañana, a cazar ranas al gapó, y las obtuvieron en gran número tras lo cual las ensartaron en un sipó y, cocinándolas enteras, con las entrañas y todo, las devoraron con mucho gusto. Las ranas son de varios colores, tienen los dedos de las patas dilatados, y reciben por aquí el nombre de juí.
El día 26 llegamos a Sao Joaquim, en donde pasamos un día para hacer algunas jaulas para mis aves y embarcar las cosas que había dejado con el Señor Lima.
El 28 fui a São Gabriel y presenté mis respetos al nuevo Comandante, tras lo cual conversé un poco con mi amigo Mr. Spruce. Varias de mis aves habían muerto o se habían perdido aquí y en Sao Joaquim. Un pequeño mono negro mató y devoró a dos que habían escapado de sus jaulas, y uno de mis papagayos más valiosos y hermosos (un ejemplar único) se perdió mientras pasábamos las cataratas. Había partido de São Joaquím con cincuenta animales vivos (monos, papagayos, etc.), lo cual, en una canoa pequeña, era bastante molesto y problemático.
Tuve la suerte de conseguir que el Comandante enviara a un soldado conmigo a cargo del Correio, o correo, y de este modo me aseguré mi pasaje hasta Barra sin más retrasos, cuestión esta que me tenía bastante inquieto. Al dejar São Gabriel, me detuve a pasar la noche en la casa del Señor Victoríno, a quien le había comprado varios papagayos verdes y un hermoso "anacá", o papagayo de cresta con el cuello rojo y morado, para sustituir al que se había caído por la borda mientras pasábamos las cataratas de São Gabriel. Al siguiente día llegué a la casa del Señor Palheta, y me consideré afortunado de comprarle otro "anacá" por siete chelines; pero a la mañana siguiente murió de frío, pues se había caído al río y se había enfriado totalmente antes de que pudiéramos rescatarlo.
El 2 de mayo Regué al sitio de mi viejo amigo el Señor Chagas, quien me pidió que desayunara con él y me vendió un poco de fariña, café y muchos huevos de gallina de guinea; me abrazó con gran afecto al despedirnos, deseándome toda felicidad. Esa misma noche llegué a Castanheiro, donde deseaba conseguir un piloto que me hiciera bajar por la orilla este del río, a fin de hacer un bosquejo de esa zona y averiguar la altura de esta extraordinaria corriente. El Señor Ricardo, Capitão dos Trabalhadores, me dio de inmediato una orden para que embarcara a un hombre, por cuya casa pasaría al día siguiente, y el cual, según dijo él, conocía muy bien ese lado del río. Tras desayunar con él a la mañana siguiente, me fui, satisfecho de poder cumplir este plan tanto tiempo acariciado. Sin embargo, cuando llegué a la casa ésta estaba vacía y no había signo alguno de que la hubieran habitado en varias semanas, por lo que tuve que abandonar toda esperanza de completar mi proyecto.
Acudí entonces al subdelegado, João Cordeiro, a cuya casa llegué al día siguiente, y también al lugarteniente del Señor Ricardo, pero en vano; todos me daban la respuesta usual, "Nao ha gente nenhum aqui" (no hay ni una sola persona por aquí); por esa razón, aunque con desgana, me vi obligado a recorrer el río por la misma ruta que había atravesado ya tres veces, pues intentar la otra ruta sin un piloto podría ser causa de que me perdiera y no llegara a Barra en un mes.
Las fiebres intermitentes me atacaron de nuevo y pasé varios días con gran incomodidad. Teníamos lluvias casi constantes; atender a los numerosos animales y aves era una gran molestia, pues estabamos muy amontonados en la canoa, y era imposible limpiarlos apropiadamente mientras llovía. Casi todos los días moría alguno, y a menudo deseaba no tener nada que ver con ellos, aunque, como me había ya hecho cargo de ellos decidí perseverar.
El día 8 llegué a Barcellos, y me encontré con la molestia de tener que dar cuenta lo que tenía en mis canoas y pagar los impuestos, pues el nuevo gobierno de Barra no permitía que escapara nada sin pagar su contribución.
El día 11 pasamos la desembocadura del río Branco, y observé por vez primera el color peculiar del agua, que es un aceitunado-amarillento muy claro, casi lechoso, bastante distinto al de las aguas del Amazonas, por lo que resulta muy apropiado su nombre de "Ría Branco". Durante la estación seca, las aguas son mucho más claras.
Por la mañana llegué a Pedreiro y compré una tortuga que nos detuvimos a cocinar a poca distancia, más abajo del pueblo; era muy grande y gorda y freímos la mayor parte de la carne en su grasa para que nos sirviera durante el resto del viaje. A últimas horas de la tarde compré dos papagayos en un sitio, y a la mañana siguiente, en Ayrão, otros cinco; a primeras horas de la tarde, en otro sitio, compré un guacamayo azul, un mono, un tucán y una paloma. Esa noche tuvimos una tormenta de lluvia y viento y durante mucho tiempo navegamos a la deriva por el centro del río, sacudidos por las olas sin poder encontrar la orilla.
El día 15 llegamos a "Ai purusá", donde compré algo de pescado y maíz. Había allí un águila harpía muy hermosa que el Señor Bagatta había matado el día anterior, y tras quitarle algunas de las plumas de las alas, la había dejado pudrir; de este modo perdí con un solo día un ejemplar de este ave que tanto deseaba, que no había podido conseguir durante los cuatro años que residí en el país. Teníamos abundante lluvia todas las noches, por lo que el viaje resultaba muy desagradable; por fin, el día 17, llegarnos a Barra do Río Negro, capital ahora de la nueva provincia del Amazonas.
Aquí fui amablemente recibido por mi amigo Henrique Antony; pasé todo el día buscando una casa o alojamiento, muy difícil de conseguir, pues todas las casas estaban ocupadas y los alquileres habían subido mucho por la entrada de extranjeros y comerciantes debida a la llegada del nuevo gobierno. Sin embargo, a últimas horas de la tarde logré una habitación pequeña de suelo de barro y techo lleno de goteras, y me alegré de alquilarla pues no sabía cuanto tiempo me vería obligado a permanecer en Barra antes de poder obtener un pasaje para Pará. A la mañana siguiente no pude desembarcar mis cosas hasta que abrió la nueva aduana, a las nueve de la mañana; entonces tuve que pagar derechos de aduana por todos los artículos, incluso las pieles de aves, insectos, caimanes disecados, etc., por lo que había anochecido antes de que lo tuviera todo en tierra firme. Pagué al día siguiente a mis indios y me dispuse a esperar con paciencia y atender mis cosas hasta que pudiera obtener un pasaje para Pará.
Durante tres semanas casi había estado cojo porque tenía un dedo del pie inflamado y llagado, en el cual los chegoes habían hecho un túnel bajo la uña, por lo que llevar un zapato o caminar me resultaba muy doloroso; como en los últimos días me había visto obligado a moverme, se había inflamado e hinchado y ahora me encontraba muy contento de poder estar tranquilamente en casa procurando curarlo con emplastos y cataplasmas. Durante el breve tiempo en que los indios habían estado a cargo de mi canoa mientras yo buscaba la casa, habían perdido tres de mis aves; no obstante, pronto descubrí que quedaban las suficientes para dedicarme constantemente a atenderlas. Sobre todo los papagayos, de los que tenía más de veinte, persistían en vagar por la calle y perdí varios de los mejores, los cuales, a buen seguro, se encontraban en alguna de las casas vecinas. También me molestaban mucho las personas que venían a verme constantemente para que les vendiera papagayos o monos; el que yo les repitiera y asegurara que lo que deseaba era comprar más no menguaba lo más mínimo la terquedad de mis clientes.
La ciudad estaba llena ahora de hombres jóvenes vestidos a la moda que recibían dinero público a cambio de servicios que no sabían c6ino llevar a cabo. Muchos de ellos ni siquiera podían escribir una docena de palabras en un formulario sin errores, o en menos de dos o tres horas; su consideración apenas parecía elevarse más allá de sus botas de cuero bruñido y de sus relojes de cadena de oro. Como necesitaba conseguir un pasaporte me presenté en la oficina del "Chef de Policia"; me dijeron que primero debía publicar en el periódico mi intención de irme. Así lo hice y una semana después volví. Me pidieron entonces que llevara una solicitud formal por escrito para que me pudieran conceder el pasaporte: preparé una y al día siguiente volví con ella; ahora el chef estaba ocupado y tenía que firmar él la solicitud antes de que pudiera hacerse otra cosa. Regresé al día siguiente y, ahora que tenía la solicitud firmada, me dieron un formulario sin rellenar para que fuera a sellarlo a otra oficina que se hallaba en una parte distante de la ciudad. Fui hasta allí, conseguí el timbre, que tenían que firmar dos funcionarios, y pagué mis ocho vintems por ello; armado con esto, regresé a la oficina de policía y ahora, con gran sorpresa por mi parte, me dieron realmente el pasaporte; tras pagar otros doce vintems (seis peniques) me encontraba en libertad para irme de Barra cuando pudiera; lo que estaba fuera de cuestión era que consiguiera irme cuando quisiera.
La ciudad de Barra, capital de la provincia y residencia del presidente, se hallaba ahora en una condición miserable. No había llegado ningún barco de Pará en cinco meses y se habían agotado todos los suministros. Hacía tiempo que se había terminado la harina, y en consecuencia no había pan; tampoco había galletas, mantequilla, azúcar, queso, vino o vinagre; incluso escaseaba la melaza para endulzar el café; el alcohol del país (caxaça) casi se había agotado, por lo que sólo se podía obtener al detalle y en las cantidades más pequeñas: todo el mundo vivía a base de fariña y pescado, tomando carne de vaca dos veces por semana y tortuga otras tantas. Este estado de privación se debía a que un mes antes se había perdido cerca de Barra un barco procedente de Pará; y en esta época del año en la que el río está crecido y los vientos son adversos, el viaje tardaba con frecuencia entre setenta días y tres meses, habiendo que realizarlo casi totalmente a remolque, con una cuerda que es enviada adelante, en una canoa, y debiendo enfrentarse a la poderosa corriente del Amazonas. Puede.imaginarse por esto que Barra no era el lugar más agradable del mundo para residir cuando, además de la ausencia total de diversiones y de vida social que prevalece allí, se debe soportar también la falta de las cosas más necesarias y comunes de la vida.
Habían partido varios barcos para Pará, pero todos tan llenos que no había espacio para mí o mi equipaje; tuve que esperar con paciencia a la llegada de una pequeña canoa que venía del Solimões en la que el Señor Henrique me garantizó que obtendría un pasaje para Pará.
Antes de seguir relatando el viaje, describiré algunas observaciones que se me ocurrieron sobre el carácter y costumbres de los habitantes de este hermoso país. Evidentemente, sólo hablo de la provincia de Pará, y es probable que mis apreciaciones no se apliquen lo más mínimo al resto del Brasil; pues esta parte del imperio es diferente en todos los aspectos de las zonas más meridionales y mejor conocidas. Posiblemente, no hay ningún otro país del mundo en el que el trabajo agrícola pueda dar tanto rendimiento, y que esté, sin embargo, tan poco cultivado; en ningún lugar de la tierra se obtendrá tal variedad de productos valiosos, pero ninguno en el que sean tan totalmente despreciados; no hay ningún otro sitio en el que la facilidad para la comunicación interna sea tan grande, y sin embargo resulte más difícil o tedioso ir de un lugar a otro, ningún lugar hay que posea todos los requisitos naturales para un inmenso comercio con todo el mundo, pero que sin embargo tenga un comercio tan limitado e insignificante.
Quizá sorprenda esto si recordamos que los habitantes blancos de este país son los portugueses y sus descendientes, la nación que hace unos siglos llevó la delantera en todos los grandes descubrimientos y empresas comerciales, que extendió sus colonias por todo el mundo y exhibió el espíritu de empresa más caballeresco superando peligros de navegación en mares desconocidos y abriendo relaciones comerciales con naciones bárbaras y sin civilizar.
Por lo que he podido observar, su carácter nacional no ha cambiado. Los portugueses, y sus descendientes, muestran aquí la misma perseverancia, la misma capacidad de soportar todas las durezas y el mismo espíritu errabundo que les hizo y les hace penetrar en las regiones más desoladas e incivilizadas buscando comercio y oro. Pero también muestran una desgana ante los trabajos agrícolas y mecánicos que parece formar parte de su carácter nacional y que les ha llevado a hundirse a su baja condición actual en la escala de las naciones en cualquier parte del mundo en que puedan encontrarse. Cuando sus colonias eran florecientes en todas las esquinas del globo, y sus barcos traían lujosos artículos para abastecer a la mitad del mundo civilizado, una gran parte de su población se ocupaba en el comercio, en la distribución de esa riqueza que fluía como un chorro constante desde América, Asía y Africa hasta sus costas; pero ahora que esta corriente ha pasado a otros canales por la energía de las razas sajonas, su población excedente, renuente a la agricultura e incapaz de encontrar sustento en el reducido comercio de este país, huye a Brasil esperando poder encontrar allí la riqueza de un modo que congenie más con sus gustos.
De este modo, encontramos la provincia de Pará invadida de comerciantes, la mayor parte de los cuales no merece mejor nombre que el de buhoneros, de los que sólo se diferencian por llevar sus mercancías en una canoa en lugar de sobre la espalda. Como su aversión a la agricultura, o quizá más bien su apasionado amor por el comercio, apenas permiten asentarse a alguno de ellos, o producir algo para que comercien los demás, su único recurso son los habitantes indígenas del país; y como éstos son también muy poco dados al cultivo salvo para satisfacer apenas sus necesidades vitales, resulta que los únicos artículos de comercio son los productos naturales del país, cuya cosecha requiere una vida irregular y vagabunda, más conveniente para los hábitos del indio que para los esfuerzos continuados de un agricultor asentado. Estos productos consisten principalmente en pescado seco y aceite de pez vaca y huevos de tortuga para el comercio interior; y zarzaparrilla, piassaba, caucho indio, castañas brasileñas, bálsamo de capivi y cacao para la exportación. Aunque la planta del café y la caña de azúcar crecen por todas partes y de manera espontánea, sin embargo hay que importar café y azúcar de otras partes del Brasil para el consumo interno. La carne de vaca es mala en todas partes, sobre todo porque no hay buenos pastos cerca de la ciudad en donde pueda engordar el ganado traído desde puntos distantes, y nadie piensa en plantarlos, aunque podría hacerse fácilmente. Los vegetales son también muy escasos y caros, y lo mismo todas las frutas, salvo la naranja y el plátano, que una vez plantados solo exigen recoger el producto cuando esté maduro; en Pará, las aves de corral cuestan 3s. 6d. cada una, y el azúcar es tan caro como en Inglaterra. ¡Y todo esto porque nadie se dedica al suministro de dichos artículos! Hay una especie de excitación parecida a la del juego en el comercio que borra todos los beneficios constantes del trabajo, por lo que los trabajadores manuales constantemente abandonan sus empleos para obtener algunos bienes a crédito y deambular por el país comerciando con ellos.
Pienso que no hay ningún otro país en el que predomine como aquí un sistema de créditos tan universal e inseguro. Apenas hay un comerciante en el país, grande o pequeño, que pueda decirse que tenga un capital propio. Los comerciantes de Pará, que tienen socios extranjeros, consiguen sus bienes a crédito; los venden a crédito a los comerciantes o tenderos más pequeños de Pará; estos vuelven a suministrarlos a crédito a los negociantes de las ciudades del país. A partir de ahí, los comerciantes de los distintos ríos consiguen sus suministros también a crédito. Estos comerciantes dan pequeños paquetes de mercancías a los indios semicivilizados o a cualquiera que los tome para ir a las tribus de los indios salvajes y comprar sus productos. Sin embargo, estos tendrán que dar crédito a los indios, que no trabajarán si no se les ha pagado con seis meses de antelación; y así, les pagan por zarzaparrilla o aceite que se encuentran todavía en la selva o en el lago. Y en cada escalón de este crédito no hay la más mínima seguridad; constantemente se roba, se echa a perder y se malgasta profusamente la propiedad de los otros. Para cubrir todas estas posibles pérdidas, los beneficios son en cada escalón proporcionalmente grandes, por lo que el consumidor suele tener que pagar dos chelines por una yarda de calico que valdría dos peniques, y todo lo demás en la misma proporción. Estos beneficios aparentemente enormes son los que atraen al comercio a los artesanos y a otros trabajadores, quienes no se paran a pensar en que el negocio que puede hacerse en un tiempo dado es realmente muy pequeño, debido a la pobreza del país y al enorme número de comerciantes en proporción a los compradores. Parece un modo de vida muy agradable y fácil vender mercancías al doble del precio que se pagó por ellas, y volver a vender de nuevo el producto que se recibe al doble de lo que se pagó; pero como la mayor parte de los pequeños comerciantes no venden en todo un año mercancías por valor de más de cien libras, y como los gastos de los indios y las canoas, de sus familias y de las deudas en vinos y licores, y las pérdidas que tienen lugar siempre en un mercado en que todo se consigue a crédito, suelen doblar esa suma, es normal que estén casi todos ellos constantemente en deuda con sus socios, los cuales, una vez que los tienen cogidos así, no les dejan' liberarse fácilmente.
Por tanto, creo que es este amor universal al comercio el que produce los tres grandes vicios que aquí predominan -la bebida, el juego y la mentira- aparte de toda una serie de trucos, engaños y trampas de todo tipo. La vida de comerciante en el río es poco placentera para un hombre sin recursos intelectuales; por tanto, no es sorprendente que la mayor parte de ellos sean más o menos adictos a la embriaguez; y como además suelen conseguir a crédito tanto vino y alcohol como quieran, hay pocos motivos que les induzcan para acabar con ese hábito. Un hombre que, de tener que pagar con dinero, no pensaría nunca en beber vino, cuando puede conseguirlo a crédito se lleva con él en la canoa veinte o treinta galones, y como no le ha costado nada lo valora poco y llega quizá al término de su viaje sin una sola gota. En las ciudades del interior se vende alcohol en todas las tiendas, y muchas personas se pasan bebiendo todo el día, tomando un vaso en cada lugar al que van, por lo cual, con estas raciones pequeñas pero constantes arruinan su salud quizá en mayor grado de lo que lo harían con una embriaguez completa a intervalos más distantes. El juego, en mayor o menor grado, es casi universal, y sus causas hay que buscarlas en este mismo deseo de ganar dinero por un camino más fácil que el del trabajo que conduce a tantas personas al comercio; además, el gran número de comerciantes que tienen que ganarse la vida con un volumen total de comercio que no sería suficiente para una tercera parte de ellos hace que se utilice de modo general la mentira y la trampa como un medio justo para atrapar a un nuevo cliente o para arruinar a un comerciante rival. En realidad, en asuntos de negocios la verdad se utiliza tan pocas veces que la mentira parece preferirse incluso cuando no sirve a ningún propósito concreto, y cuando la persona a la que se dirige es totalmente consciente de la falsedad de todas las afirmaciones que se hacen; pero la cortesía portuguesa no permite arrojar duda alguna, ni con palabras ni con los gestos, sobre la veracidad de su amigo. A veces me ha divertido escuchar a dos partes tratando de engañarse una a otra con afirmaciones que cada parte sabía eran perfectamente falsas, y sin embargo pretendía recibirlas como un hecho indudable.
Con respecto al tipo de inmoralidad más predominante es imposible entrar en ella sin mencionar hechos demasiado desagradables para ponerse por escrito. Vicios a los que en nuestro país no se puede ni siquiera aludir son aquí tema de conversación común y se alardea de ellos como si fueran actos meritorios, no perdiéndose ninguna oportunidad de pensar lo más vil de cada palabra o acto de un vecino.
Entre las causas que tienden a promover el crecimiento de esta extendida inmoralidad, quizá podamos incluir la posición geográfica y la condición política del país, así como el peculiar estado de civilización en que se halla ahora. Para un nativo un clima tropical ofrece menos placeres y ocupaciones que uno templado. El calor de la estación seca y la humedad de la lluviosa no admiten las diversiones y ejercicios al aire libre que realizan casi constantemente los habitantes de una zona templada. Los cortos crepúsculos solo conceden unos momentos entre el brillo del sol que desciende y la oscuridad de la noche. La naturaleza misma, vestida con un verdor eterno y casi inmutable, solo presenta una escena monótona a aquel que la ha contemplado desde la niñez. En el interior del país no hay una carretera o sendero que salga de las ciudades, a lo largo del cual una persona pueda pasear con comodidad o placer, todo es una selva densa o claros aún más penetrables. No hay aquí prados cubiertos de llores, claros con hierba o caminos sombreados que tienten al amante de la naturaleza; no hay aquí carreteras con gravilla seca, en donde podamos realizar ejercicios agradables y saludables aún en los intervalos de lluvia; no hay senderos que pasen entre el dorado trigo o el lozano trébol. No hay largas tardes de verano para pasear placenteramente y admirar la gloria lenta y cambiante de la puesta del sol; ni largas noches de invierno, con el hogar llameante que atrayendo a todos los miembros de una familia, promueve la relación social y el gozo casero, los cuales sólo muy ligeramente pueden apreciar los habitantes de un clima tropical.
Llegó por fin la canoa en la que iba a ir a Pará, arreglé enseguida mi pasaje y me puse a reunir mis cosas. Tenía un gran número de jaulas y cajas, seis de las cuales, de tamaño grande, las había dejado con el Señor Henrique el año anterior y todavía las tenía en su poder porque los grandes hombres de Barra temían que pudieran contener artículos de contrabando y no las dejaban pasar.
Las embarqué ahora haciendo una declaración de sus contenidos y pagando por ellas unos pequeños derechos de aduana. De los cien animales vivos que había comprado o me habían dado, solo quedaban ahora 34, entre ellos cinco monos, dos guacamayos, veinte papagayos y periquitos de doce especies diferentes, cinco pájaros. pequeños, un faisán brasileño de cresta blanca y un tucán.
El 10 de junio dejamos Barra e iniciamos nuestro viaje de manera muy desafortunada para mí-, pues al embarcar, tras despedirme de mis amigos, perdí el tucán, quien sin duda había volado por encima de la borda y se había ahogado sin que nadie lo notara. Estimaba mucho este ave, pues estaba bien crecida y domesticada, y tenía grandes esperanzas de llevarla viva hasta Inglaterra.
El día 13 llegamos a Villa Nova, en cuyo lugar, siendo el último de la nueva provincia, tuvimos que desembarcar para enseñar nuestros pasaportes, como si entráramos en otro reino; y no contentos con esto, hay otra detención a medio día de distancia más abajo, exactamente en el límite fronterizo, en donde todos lo barcos se han de detener una segunda vez y presentar de nuevo sus papeles, como si el gran objetivo de gobierno fuera hacer que sus regulaciones resultasen tan molestas y caras como fuera posible. En Villa Nova me alegré de poder conseguir un poco de mantequilla y galletas; todo un festín, tras los escasos lujos de Barra. Aquí encontré también al amable sacerdote, el padre Torcuato, que se había portado con tanta hospitalidad con nosotros cuando subíamos por el río. Me recibió con gran amabilidad y lamenté no poder quedarme más tiempo con él; me dio un curioso animal del que había oído hablar pero no había visto nunca antes, un perro de la selva, algo parecido a un zorro por su cola poblada y su atracción por las aves de corral, y aparentemente muy domesticado y dócil.
Al día siguiente pasamos por Obydos, mientras que la fuerte corriente del río, que se encontraba ahora en su altura máxima, nos llevaba con gran rapidez; a la noche siguiente tuvimos una gran tormenta que sacudió y bamboleó nuestro pequeño barco de un modo alarmante. El propietario de la canoa, que era un indio, estaba muy asustado. Recurrió a la Virgen y le prometió varias libras de velas si salvaba la canoa; abriendo la puerta de la pequeña cabina en donde yo dormía, me gritó con la más lastimera voz: "¡Oh! meu amigo estamos perdidos" (¡Oh!, amigo mío, estamos perdidos). Traté en vano de consolarle asegurándole que, como el barco era nuevo y fuerte, y no iba demasiado cargado, no había peligro; aunque la noche era muy oscura y el viento soplaba del modo más fiero y furioso que quepa imaginar. Ni siquiera sabíamos si estábamos en el centro del río o cerca de una orilla, y el único peligro que corríamos era el dejarnos llevar hasta la costa o quedar encallados. Sin embargo, al cabo de una hora la canoa se detuvo, dejó de sacudirse y permaneció en quietud absoluta aunque el viento seguía soplando. Estaba tan oscuro que no se veía nada y sólo cuando estiró su brazo por un lado hacia abajo pudo saber el dueño de la canoa que habíamos sido arrastrados hasta uno de los grandes y compactos lechos de hierba flotante que, en muchos lugares, revisten las orillas del Amazonas hasta varios cientos de metros de la orilla. Nos encontrábamos, por tanto, a salvo y esperamos a la mañana durmiendo cómodamente sabiendo que estábamos fuera de todo peligro.
Al día siguiente, a mediodía, llegamos a la desembocadura del Tapajoz y fuimos en la montaria hasta Santarem, para hacer algunas compras y visitar a mis amigos. Me encontré allí al capitán Hislop; pero Mr. Bates, que era a quien más deseaba ver, se había ido una semana antes de excursión por el Tapajoz. Tras almacenar una provisión de azúcar, vinagre, aceite, galletas, pan reciente y carne proseguimos nuestro viaje, que deseábamos terminar lo antes posible.
El día 18 pasamos por Gurupá y el 19 entramos en los estrechos canales que constituyen la comunicación con el río Pará, despidiéndonos así de la turbia y poderosa corriente del inolvidable Amazonas.
Encontramos allí un barco de Pará, que llevaba cincuenta días de viaje y había recorrido una distancia mucho menor de la que habíamos hecho nosotros en cinco días descendiendo por el río.
El día 22 llegamos a Breves, un bonito pueblecito con tiendas bien provistas en donde compré media docena de hermosos cuencos pintados por cuya manufactura es famoso el lugar; conseguimos también aquí algunas naranjas, al precio de seis por medio penique.
Al siguiente día nos detuvimos en un sitio construido sobre pilares, pues por aqui toda la zona queda cubierta por las aguas durante las mareas equinocciales. El dueño de la canoa tenla mucha zarzaparrilla que empaquetar adecuadamente para el mercado de Pará, y se quedó un día con este fin. La zarzaparrilla es la raíz de una planta espinosa y trepadora semejante a nuestra brionia negra común; los indios desentierran las raíces y las atan en haces de diversas longitudes y tamaños; como es una carga muy ligera es necesario formar con ella paquetes de tamaño y longitud convenientes y uniformes para poder almacenarlos mejor; son cilíndricos, generalmente de dieciséis libras cada uno; aproximadamente de tres pies y medio de longitud y cinco o seis pulgadas de diámetro, con el corte recto y uniforme en los extremos, y atados bien de un extremo a otro con las raíces largas y flexibles de una especie de Pothos, que crece en los extremos de los árboles elevados y cuelga hasta cien pies o más; a las que se les raspa la corteza exterior y se utiliza con este fin. Nos quedamos aquí para hacer estos atados, pues la zarzaparrilla estaba ya en paquetes apropiados; mientras los tripulantes se atareaban en este trabajo, yo me ocupé haciendo algunos dibujos de palmeras que me faltaban para completar la colección.
Dos días más tarde llegábamos a la desembocadura del Tocantíns, en donde hay una gran bahía; tan ancha que la otra orilla no es visible. Como hay por aquí algunos arenales peligrosos un piloto se encarga de llevar las canoas, y tuvimos que esperar todo el día para partir con la marea de la mañana, la cual se considera como la más favorable para el paso. Mientras estuve allí recogí algunas conchas y me divertía hablando con el piloto, su esposa y sus dos hijas, de carácter muy vivo. Nuestra conversación giró sobre la brevedad e incertidumbre de la vida; esto lo ilustró la mujer con un relato que parecía ser una versión distinta de la historia de las "tres advertencias".
"Un hombre y su esposa hablaban y observaban lo desagradable que es el hecho de estar sometidos a la muerte". "Me gustaría hacer amistad con la Muerte de alguna manera", dijo el hombre; "entonces quizá no me molestara". "Eso lo puedes conseguir fácilmente", dijo su esposa; invítale a que sea el padrinho (padrino) del hijo que vamos a bautizar la próxima semana; así podrás hablar con ella sobre el tema y seguramente no podrá negarse a hacerle un favor tan pequeño a su "compadre". Por tanto invitaron a la Muerte y ésta vino; tras la ceremonia y una vez terminada la fiesta, cuando se iba a ir, el hombre le dijo; "Comadre muerte, como en el mundo hay muchas personas para que tú te lleves, espero que no vengas nunca por mí". "Realmente, compadre", contestó la muerte, "no te puedo prometer eso, pues cuando Dios me envía por alguien tengo que ir. Sin embargo, haré todo lo que pueda y en todo caso te prometo que te avisaré con una semana de tiempo para que puedas prepararte". Pasaron varios años y la Muerte vino por fin a hacerles una visita. "Buenas noches, compadre" dijo; "vengo para un asunto desagradable: he recibido la orden de llevarte de aquí en una semana, por eso vengo a avisarte tal y como te prometí". "¡Oh! compadre", dijo el hombre "vienes muy pronto; me resulta realmente inconveniente irme precisamente ahora, me van las cosas muy bien y seré rico en unos años si tú me dejas: es muy poco amable por tu parte; estoy seguro de que puedes arreglarlo si quieres y llevarte a "algún otro en lugar de mi". "Lo siento muchísimo" dijo la Muerte "pero no puede hacerse así- tengo mis órdenes y debo obedecerlas. Nadie puede librarse cuando la orden ha sido dada, y muy pocos consiguen ser avisados con tanta anticipación como he podido yo hacer contigo. Sin embargo, haré lo que pueda, y si lo consigo no me verás de aquí a una semana; pero no creo que haya muchas esperanzas... así que adiós."
"Cuando llegó el día, aquel hombre tenía mucho miedo, pues no esperaba poder escapar; sin embargo, su mujer hizo un plan y decidieron intentarlo. Había en la casa un negro viejo que solía trabajar en la cocina. Le hicieron cambiarse la ropa con su dueño y le enviaron fuera de la casa; entonces el dueño se ennegreció la cara e hizo todo lo que pudo para parecerse al viejo negro. En la tarde señalada, la Muerte llegó. "Buenas noches, comadre", dijo: "¿Dónde está mi compadre? Me veo obligado a llevarlo conmigo. "¡Oh!, compadre", dijo ella, "no te esperaba y se ha ido a realizar algunos asuntos en el pueblo, y no volverá hasta tarde". ¡Pues ahora estoy en un buen lío!", dijo la Muerte; "no esperaba que mi compadre me tratara así, es muy poco caballeroso por su parte crearme esta dificultad después de todo lo que he hecho por él. Sin embargo, me he de llevar a alguien... ¿Quién hay en la casa?" La mujer se alarmó bastante ante esta pregunta, pues esperaba que partiera inmediatamente hacia el pueblo para buscar a su esposo: sin embargo, pensando que sería mejor ser cortés, contestó:
"Sólo está nuestro viejo negro, en la cocina, preparando la cena. Siéntate, comadre, y come un poco, quizá entonces vuelva mi esposo; siento muchísimo que te dé tantos problemas". "No, no me puedo quedar", dijo la Muerte; "he hecho un largo camino y tengo que llevarme a alguien, veamos pues si el viejo negro sirve". Se dirigió a la cocina, en donde el marido pretendía atarearse sobre el fuego. "Bueno, si el compadre no viene, imagino que tendré que llevarme al viejo negro" , dijo la Muerte; y antes de que la esposa pudiera decir una sola palabra, estiró la mano y su esposo cayó convertido en un cadáver.
"Ya ve usted", me dijo aquella mujer, "que cuando ha llegado el momento de un hombre, éste debe ir: ni los doctores ni ninguna otra cosa pueden detenerle, y tampoco se puede engañar a la Muerte". Pensé que no podía hacerse objeción alguna a ese sentimiento.
Dos días antes, había sido San Juan, cuando es costumbre hacer hogueras y saltar por encima y a través de ellas, acto que las gentes comunes consideran como una importante ceremonia religiosa. Mientras hablábamos de ello la señora nos preguntó con seriedad si sabíamos que los animales también pasaban a través del fuego. Contestamos que no lo sabíamos, y entonces nos dijo que tendríamos que creerla, pues ella lo había visto con sus ojos. "Fue el año pasado", dijo ella, "el día después del de San Juan, mi hijo se fue a cazar y trajo a casa un cotía y un pacá, los cuales tenían el vientre completamente chamuscados: era evidente que habían pasado a través del fuego la noche anterior". "¿Pero de dónde habían conseguido el fuego?", pregunté yo. "¡Ah! Dios lo prepara para ellos", dijo: y cuando yo sugiriera que no suelen hacerse fuegos en el bosque a menos que hayan sido encendidos por manos humanas, silenció enseguida mis objeciones preguntándome triunfante: "¿Hay algo que le sea imposible a Dios?", comentando además que quizá yo fuera protestante y no creía en Dios o en la Virgen. Me vi obligado entonces a abandonar la cuestión, pues aunque le aseguré que los protestantes creían en Dios e iban a la iglesia, ella contestó que no lo sabía, pero que siempre había oído lo contrario.
Por fin, el 2 de julio llegamos a Pará, donde fui amablemente recibido por mi amigo Mr. C., alegrándome de saber que había un barco en el puerto que zarparía probablemente para Londres en una semana. Durante el viaje, había tenido a veces ataques de fiebre intermitentes y me hallaba todavía muy débil y totalmente incapaz de realizar ningún esfuerzo. La fiebre amarilla, que el año anterior había acabado con miles de sus habitantes, atacaba todavía a los recién llegados y apenas llegaba un barco al puerto una parte considerable de su tripulación tenía que ir al hospital. El tiempo era bueno; el verano o la estación seca estaba comenzando, la vegetación era abundante y verde, y el cielo brillante y la atmósfera clara y fresca no parecían poder albergar el miasma fatal que había llenado el cementerio de cruces funerarias y hecho de cada hogar de la ciudad una casa de duelo. En una o dos ocasiones traté de salir paseando hasta el bosque, pero generalmente el esfuerzo me producía estremecimientos y mareos, por lo que pensé que sería mejor quedarme lo más tranquilo posible hasta el momento de mi salida.
Desde que había dejado la ciudad, ésta había mejorado mucho. Avenidas de almendros y otros árboles se habían formado a lo largo de la carretera hasta Nazaré y rodeando el Largo de Palacio; se habían abierto nuevas carreteras y caminos y levantado algunos edificios nuevos: en otros aspectos, la ciudad era la misma. El mercado sucio, descubierto y desparramado, las carretas de bueyes fatigados, la ruidosa cantinela de los porteadores negros y los rostros sonrientes y de buen humor de las chicas indias y negras que vendían sus frutas y "doces" me saludaron como antiguos amigos. Las aves de corral habían subido de precio desde unos 2s. a 3s. 6d., y las frutas y verduras aproximadamente en la misma proporción; al mismo tiempo, al cambiar el dinero inglés por el brasileño obtenía ahora aproximadamente un diez por ciento menos de lo habitual, y sin embargo todo el mundo se quejaba de que el comercio iba muy mal y que los precios no resultaban satisfactorios. Oí muchas historias de curas milagrosas de la fiebre amarilla cuando ésta se hallaba en su peor fase y después de que los enfermos habían sido abandonados por los doctores. Uno se había curado comiendo helados, y otro bebiendo una botella de vino; de hecho, los helados se habían convertido en tónicos favoritos y los tomaban diariamente muchas personas como una utilísima medicina.
Contraté mi pasaje en el bergantín Helen, de 235 toneladas, con el capitán John Turner, que era el propietario; la mañana del lunes 2 de julio subimos a bordo y nos despedimos de las casas blancas y de las ondeantes palmeras de Pará. Nuestra carga se componía de unas 120 toneladas de caucho indio y alguna cantidad de cacao, arnotto, piassaba y bálsamo de capivi. Unos dos días después de irnos tuve un ligero ataque de fiebre y casi pensé que estaba yo también condenado a morir por la temible enfermedad que había enviado a mi hermano y a muchos de mis compatriotas a tumbas situadas en suelo extranjero. Sin embargo, me puse pronto bien con un poco de calomel y las primeras medicinas; pero como estaba muy débil y me veía muy afectado por los mareos del viaje, pasé casi todo el tiempo en el camarote. Durante tres semanas, tuvimos vientos muy ligeros y buen clima, y el 6 de agosto habíamos llegado a la latitud 30º 30' Norte y la longitud 52º Oeste.
Esa mañana, después de desayunar, estaba leyendo en el camarote y el capitán entró y me dijo; "Me parece que hay fuego en el barco; venga conmigo a ver lo que opina usted"; procedimos a examinar el lazaretto, o pequeño agujero que hay bajo el suelo y en donde se guardan las provisiones, pero allí no había signos visibles de fuego. Nos dirigimos entonces por la cubierta a la parte anterior del barco, en donde encontramos un denso humo calinoso que salía del castillo de proa. Se abrió inmediatamente la escotilla de proa y, como vimos que el humo salía también de allí, los tripulantes se pusieron a sacar parte de la carga. Tras apartar parte de ésta sin ningún síntoma de acercamos al origen del fuego, abrimos el escotillón de popa; aquí el humo era más denso y en poco tiempo resultó tan sofocante que los hombres no podían permanecer en la bodega para sacar más artículos de la carga, y se pusieron a echar agua mientras otros se dirigían al camarote y encontraban ahora mucho humo que salía del lazaretto, adonde entraba por las junturas del mamparo que lo separaba de la bodega. Se intentó romper y echar abajo el mamparo; pero como los tablones eran tan gruesos y el humo tan insoportable, no se pudo hacer, pues nadie podía permanecer en el lazaretto más tiempo del necesario para dar un par de golpes. Se quitó, por tanto, la mesa del camarote y se trató de hacer un agujero en el suelo, para poder echar agua sobre el origen del fuego, que parecía estar en donde se almacenaba el bálsamo. Se tardó en esto algún tiempo por causa del humo sofocante, el cual seguía saliendo en densas masas por la escotilla. Al ver que teníamos ahora pocas posibilidades de poder extinguir el fuego, el capitán consideró prudente pensar en nuestra seguridad y ordenó que todos se pusieran a sacar los botes y los elementos necesarios que hicieran falta en caso de que nos viéramos obligados a irnos en ellos. El bote más largo se hallaba estibado en la cubierta y se necesitó, evidentemente, algún tiempo para ponerlo a flote. La canoa de tinglado estaba colgada en el pescante en la cuarta y se pudo bajar fácilmente. Todos nos veíamos sumidos ahora en una gran actividad. Había que buscar muchos artículos pequeños y necesarios en los lugares en donde se habían depositado. El cocinero fue a buscar corchos para taponar los agujeros en el fondo de los botes. Nadie sabía ahora dónde había sido puesto el timón; ahora las clavijas se habían perdido. Se buscaban los remos y palos que sirvieran de mástiles, junto con las velas, lonas de repuesto, hilo de velas, cordaje, cuerdas de sirga, agujas capoteras, clavos y tachuelas, herramientas de carpintero, etc. El capitán buscaba su cronómetro, sextante, barómetro, cartas marinas, compases y libros de navegación; los marinos metían sus ropas en enormes bolsas de lona; iban metiendo en ellas capas de piloto, mantas, capotes, capas impermeables y pantalones; yo bajé al camarote, ahora lleno de humo y muy caliente, para ver lo que se podía salvar. Cogí el reloj y una pequeña caja de estaño que contenía algunas camisas y un par de viejos libros de notas, con algunos dibujos de plantas y animales, y me subí con ello a cubierta. Quedaban en el camarote muchas ropas y un gran portafolios de dibujos y esbozos; pero no me atrevía a bajar de nuevo, y en realidad sentía una especie de apatía ante la idea de salvar cualquier cosa que ahora difícilmente puedo explicar. En cubierta los tripulantes seguían atarcados con los botes; metieron en ellos dos barricas de pan, una cantidad de cerdo crudo, jamón y cajas de carne en conserva, algo de vino y un gran tonel de agua. El barril hubo que bajarlo al bote vacío por miedo a algún accidente, y tras asegurarlo firmemente en su lugar, se llenó con cántaros que había a bordo.
Los botes, que habían estado mucho tiempo secándose bajo un sol tropical, tenían ahora filtraciones y estaban medio llenos de agua, por lo que los libros, capas, mantas, zapatos, cerdo y queso, en una masa confusa, se hallaban ahora a remojo en ellos. Fue necesario poner dos hombres en cada uno para que achicaran; y como estaba ahora dispuesto todo lo necesario, el resto de los tripulantes se dedicó de nuevo a echar agua en las escotillas y camarotes, de donde salían grandes masas de humo espeso y amarillento. Mora podíamos oír como el bálsamo burbujeaba en la bodega, como si hubiera un gran caldero de agua hirviendo, lo que nos indicaba que el calor era tan intenso que pronto romperían las llamas. Y así fue, pues en menos de media hora el fuego pasó desde el suelo a las cabinas y consumiendo rápidamente la madera de pino seco se elevó en llamas hacia el cielo. En la cuarta de cubierta había ahora un calor que chamuscaba y comprendimos que había desaparecido toda esperanza y que en pocos minutos el terrible elemento del fuego nos haría refugiamos en otro apenas menos peligroso, el cual levantaba e hinchaba sus poderosas olas en un radio de varios miles de millas a nuestro alrededor. El capitán ordenó por fin que todos fuéramos a los botes y él fue el último en abandonar el barco. Ayudándome de una cuerda, bajé por la popa hasta el bote, que subía y bajaba y se balanceaba con el movimiento del océano; como estaba bastante débil, me froté la piel de mis dedos y caí resbalando entre los diversos artículos que yacían allí húmedos y en gran confusión. Un marinero achicaba con un cubo y otro con un jarro; pero el agua no parecía disminuir en absoluto, sino más bien lo contrario, por lo que me puse a trabajar ayudándoles, y en seguida el agua salada produjo una quemazón y un dolor muy intenso en mis dedos llagados.
Nos hallábamos ahora a la popa del barco, al que estábamos amarrados, observando el progreso del fuego. Las llamas hicieron presa muy pronto en los obenques y las velas, en magnífica conflagración hacia las partes más altas, pues los sobrejuanetes se prendieron al mismo tiempo. Poco después ardían también las velas y aparejos de proa, se veían salir las llamas de la escotilla de proa, lo que demostraba la rapidez con la que se extendía el fuego por la carga combustible. El barco, que no tenía ya velas que lo dirigieran, daba vueltas pesadamente, y los mástiles, no sujetos ya por los obenques, se doblaban y rompían, amenazando con caer en cualquier momento. El primero en hacerlo fue el mástil principal, rompiéndose a unos veinte pies por encima de la cubierta; el mástil de proa permaneció durante mucho tiempo, provocando nuestra admiración, al tiempo que resistía las fuertes vueltas y sacudidas del barco; por fin, parcialmente quemado en la parte inferior, cayó con más de una hora de diferencia con respecto a su compañero. Las cubiertas eran ahora una masa de fuego y la amurada había ardido parcialmente. Muchos de los papagayos, monos y otros animales que teníamos a bordo se habían quemado o asfixiado ya; pero algunos se habían retirado al bauprés, fuera del alcance de las llamas, y parecían preguntarse lo que estaba sucediendo, totalmente inconscientes del destino que les aguardaba. Tratamos de atraer a los botes a algunos de ellos, acercándonos lo más que pudimos; pero no parecían conscientes del peligro en que se encontraban y no hacían intento alguno por acercarse a nosotros. Cuando las llamas llegaron a la base del bauprés, algunos corrieron hacia atrás y saltaron en mitad del fuego. Sólo escapó un papagayo: estaba colocado sobre una cuerda que colgaba del bauprés y al arder ésta por encima de donde él se encontraba cayó al agua, donde estuvo un rato flotando hasta que lo recogimos.
Ahora se acercaba la noche. Toda la cubierta era una masa de fuego que producía un intenso calor. Decidimos permanecer junto al barco durante la noche, pues el resplandor podría atraer a cualquier barco que pasara a una distancia considerable de nosotros. No habíamos comido nada desde la mañana y habíamos tenido tantas cosas que hacer y que pensar que no habíamos sentido el hambre; pero ahora que el aire de la noche empezaba a ser fresco y agradable, tuvimos todos mucho apetito y cenamos bien a base de galletas y agua.
Luego tuvimos que tomar las disposiciones necesarias para la noche. Las cuerdas con las que estábamos amarrados habían ardido y estábamos a la deriva separados del barco, por lo que temíamos perderlo de vista durante la noche y perder así a cualquier barco que pudiera verse por suerte atraído por su luz. Flotaban ahora junto al barco una parte de los mástiles y aparejos y atamos a éstos nuestros botes; pero como había muchos palos y tablones medio quemados flotando a nuestro alrededor la situación se hacía muy peligrosa, pues había mar gruesa y si chocábamos con ellos se podía abrir un boquete en un instante.
Por tanto, nos soltamos de ellos y nos mantuvimos a una distancia de un cuarto o una mitad de milla del barco, remando cuando era necesario. Achicábamos agua sin cesar durante toda la noche. Nosotros, lo mismo que todo lo que había en el bote, estábamos empapados, por lo que tuvimos poco reposo: si por un instante nos olvidábamos de la realidad de nuestra posición dormitando un poco, en seguida despertábamos y veíamos el brillo rojizo que lanzaba sobre nosotros el barco ardiendo. Ahora era un espectáculo magnífico, pues las cubiertas habían ardido totalmente y al levantarse y girar el barco por causa de las olas nos presentaba su interior lleno de llamas líquidas: un horno ardiente que se movía inquietamente sobre el océano.
Finalmente llegó la mañana; habían pasado los peligros de la noche y con corazones esperanzados levantamos los pequeños mástiles y aparejamos las velas, despidiéndonos de los restos todavía ardientes de nuestro barco, y partiendo vivamente con un ligero viento del este. Se sacaron entonces los lápices y los libros y se calculó nuestro rumbo y la distancia hasta las Bermudas; descubrimos que éstas, el punto más cercano de tierra en la vasta extensión de agua que nos rodeaba, se hallaba por lo menos a setecientas millas de distancia. Pero seguimos todavía llenos de esperanza, pues el viento era bueno y comprendimos que, si no cambiaba, podíamos hacer unas cien millas al día, llegando así en una semana al deseado refugio.
Como la noche anterior habíamos cenado ligeramente, teníamos ahora buen apetito y sacamos el jamón y el cerdo, las galletas, el vino y el agua, e hicimos una alegre comida dándonos cuenta de que no debíamos despreciar ni la carne sin cocer, cuando no teníamos ningún fuego para cocinarla.
El día era bueno y caluroso, y las algas flotantes, llamadas algas del golfo, abundaban. Los botes seguían necesitando que se los achicara constantemente, y aunque no teníamos mucha mar, era la suficiente para que nos mantuviera constantemente húmedos. Por la noche, nos atamos con una cuerda al bote largo para que nos remolcara de modo que no nos separáramos; pero, como navegábamos igual de bien, ambos teníamos las velas izadas. Dadas las circunstancias, pasamos una noche tolerable. El día siguiente, el 8, fue bueno, las algas del golfo seguían flotando abundantemente junto a nosotros y había numerosos peces voladores, algunos de los cuales cayeron en nuestros botes, mientras que otros volaban sobre las olas a una distancia inmensa. Tenía ahora las manos y el rostro muy llagados por el sol, y sumamente inflamados y doloridos. Por la noche volaron junto a nosotros dos alcatraces, unas aves marinas grandes, oscuras y de largas alas. Durante la noche vi varios meteoros, pues en realidad no hay una posición mejor para observarlos que tumbado de espaldas en un pequeño bote en medio del Atlántico. También vimos una bandada de pequeñas aves que pasaron volando y que cantaban con una especie de gorjeo; los marinos no sabían lo que eran.
El día 9 también fue bueno y caluroso, y mis manos llagadas me dolían mucho. No aparecía ningún barco, aunque íbamos por la ruta de los barcos de las Antillas. El tiempo era tormentoso y pasé la noche incómodo y nervioso; sin embargo, ahora los botes no hacían tanta agua, lo que era una gran satisfacción.
El día 10 fue tormentoso y el viento dobló hacia el suroeste, por lo que no pudimos seguir nuestro rumbo hacia la Bermudas, viéndonos obligados a dirigirnos hacia el norte de éstas. El mar estaba muy picado y rachas repentinas de viento nos hacían inclinarnos de una manera muy alarmante para mí. Tuvimos algunos chaparrones y hubiéramos deseado hacer acopio de agua dulce, pero no pudimos, pues nuestras ropas y velas estaban saturadas de sal. Al mediodía, nuestra posición estaba en la latitud 31° 59' Norte y la longitud era 57º 22' Oeste.
El día 11 fue también malo y tormentoso. Ahora había menos algas del golfo. El viento soplaba todavía más hacia el Oeste, por lo que nos vimos obligados a ir casi al norte. Los botes estaban ahora hinchados por el agua y filtraban muy poco. Esa noche vi algunas estrellas fugaces más.
El 12 el viento fue todavía bastante malo, nos salimos totalmente de la ruta de los barcos y nos pareció que teníamos muy pocas posibilidades de llegar a las Bermudas. El bote largo pasó hoy sobre aguas verdes, signo de que había allí aguas poco profundas, probablemente alguna roca a una profundidad moderada. Junto a los botes nadaban muchos delfines; vistos en el agua, sus colores son soberbios, los más maravillosos tonos metálicos de verde, azul y oro: no me cansaba nunca de admirarlos.
El día 13, el viento se dirigía hacia el oeste, soplando exactamente desde el punto al que queríamos ir. El día era muy hermoso y volaban por encima de nosotros varios petreles o pollos de Madre Cary. Llevábamos ahora una semana en los botes y estábamos solo a medio camino de las islas, por lo que todos decidimos bajar la ración de agua antes de que fuera demasiado tarde. El sol, muy caluroso, resultaba opresivo y sufríamos mucho por causa de la sed.
El día 14 fue tranquilo y no pudimos avanzar. El sol quemaba y no teníamos abrigo, agostándonos por la sed todo el día. Junto a los botes se veían numerosos delfines y peces piloto. Por la noche hubo una brisa muy ligera y favorable, y como para entonces teníamos las ropas bien secas, dormimos bien.
El día 15 el viento desapareció de nuevo y tuvimos otra calma. El mar estaba lleno de pequeña Medusae llamadas ortigas de mar por los marineros: algunas eran simples bultos esféricos u ovalados de color blancuzco, otras eran marrones, y estaban bellamente construidas como una pequeña gorra, nadando rápidamente mediante la alternancia de contracciones y expansiones, y expeliendo así el agua tras ellas. El día era muy caluroso y sufrimos mucho por la sed. Casi desesperábamos de ver un barco o llegar a las islas. Hacia las 5 de la tarde, mientras cenábamos, vimos que el bote largo, el cual se encontraba a alguna distancia por delante de nosotros, viraba. "Deben haber visto una vela" dijo el capitán, y mirando a nuestro alrededor vimos un barco que venía casi hacia nosotros, y se hallaba sólo a una distancia de unas cinco millas. ¡Estábamos salvados!
Los hombres, llenos de alegría, se bebieron el resto de su ración de agua, tomaron los remos, remaron con la mejor voluntad y hacia las siete estábamos al lado del otro barco. El capitán nos recibió a bordo amablemente. Los hombres se dirigieron primero a los cántaros de agua y bebieron largos y vigorosos tragos; nosotros nos unimos a ellos y luego gozamos del lujo casi olvidado del té. Como habíamos estado tanto tiempo entumecidos en los botes, yo apenas podía sostenerme de pie cuando subí a bordo.
Aquella noche no pude dormir. El hogar y todos sus placeres me parecían ahora a mi alcance,, el agolparse de los pensamientos, las esperanzas y los miedos, me hicieron pasar la noche con más inquietud de la que había sentido cuando nos hallábamos todavía en los botes, con pocas esperanzas de rescate. El barco era el Jordeson, y el capitán Venables, de Cuba, lo dirigía hacia Londres con una carga de caoba, fustete y otras maderas. Habíamos sido recogidos a una latitud de 32º 48´ Norte y longitud de 60º 27´Oeste, todavía a doscientas millas de las Bermudas.
Durante varios días tuvimos buen clima y vientos muy ligeros y recorrimos unas cincuenta millas diarias. Ahora que el peligro parecía haber pasado empecé a sentir la enormidad de mí pérdida. ¡Con qué placer había mirado todos los insectos curiosos y raros que componían mi colección! ¡Cuántas veces, casi vencido por las fiebres intermitentes me había arrastrado hasta la selva y me había sentido recompensado por alguna especie desconocida y hermosa! ¡Cuántos lugares que no había pisado ningún pie europeo excepto el mío hubieran vuelto a mi memoria por los raros insectos y aves que habían proporcionado a mi colección!¡Cuántos fatigosos días y semanas, había pasado sostenido sólo por la esperanza de llevar a casa muchas formas nuevas y hermosas de vida de aquellas regiones salvajes; cada una de las cuales había vuelto hacia mí con el recuerdo que incitaban -lo que demostraría que no había perdido yo las ventajas de las que había gozado y me proporcionaría ocupación y diversión durante muchos años en el futuro! ¡Y ahora todo había desaparecido y no tenía un solo ejemplar para ilustrar las tierras desconocidas que yo había pisado, o para recordar las escenas salvajes que había contemplado! Pero sabía yo que tales lamentaciones eran vanas, y traté de pensar lo menos posible en lo que podía haber sido para ocuparme por el estado de cosas que existía realmente.
El 22 de agosto vimos tres trombas marinas, siendo la primera vez que contemplaba yo ese curioso fenómeno. En otro tiempo había tenido muchos deseos de presenciar una tormenta en el mar y pronto los vería satisfechos.
A principios de septiembre tuvimos una tormenta muy fuerte. El barómetro había descendido casi media pulgada durante la noche; por la mañana sopló un fuerte viento y teníamos muchas velas desplegadas cuando el capitán ordenó que las redujeran; pero antes de que pudiera hacerse, cuatro o cinco velas se deshicieron en pedazos y se necesitaron varias horas para arriar apropiadamente las otras. A primeras horas de la tarde, navegábamos solo con dos gavias doblemente amarradas. El mar era pura espuma y caía continuamente sobre nosotros. Por la noche se levantó una mar gruesa y navegamos llenos de miedo, pues el agua se derramaba sobre la borda, inundaba las cubiertas y hacía que el viejo barco se tambaleara como lo hace un hombre embriagado. Pasarnos una incómoda noche, pues una gran ola rompió en la claraboya del camarote y nos mojó a todos, mientras que el barco crujía se sacudía y hundía de tal modo que yo temí que algo podría ceder y después de todo nos iríamos al fondo; también durante toda la noche las bombas estuvieron en funcionamiento pues entraba mucha agua, y no nos vimos libres de ésta hasta la mitad del día siguiente. El viento había disminuido ahora y pronto tuvimos de nuevo un buen tiempo, ocupándose todas las manos en atar las velas nuevas y reparar las antiguas.
Varias veces cogimos algunos delfines, no demasiado malos como alimento. Los colores del delfín moribundo no los admiraba tanto, pues no se pueden comparar con los que tiene el pez vivo vistos en el agua azul y transparente.
Ibamos ya bastantes escasos de provisiones, por el imprevisto incremento del número de bocas: nuestro queso y jamón se habían terminado; luego los guisantes, con lo que se acabó la sopa de guisantes; luego la mantequilla tocó a su fin y tuvimos que tomar las galletas secas; el pan y el cerdo también eran muy escasos y tuvimos que racionarlo. Conseguimos algunos suministros de otro barco; pero el viaje se había prolongado tanto, y tuvimos vientos adversos y otra fuerte tormenta, que de nuevo sentirnos necesidad, cuando terminó nuestro último trozo de carne, y tuvimos que tomar escasas cenas a base de galleta y agua. Nos alivió de nuevo un pequeño suministro de cerdo y algo de melaz2 y así conseguimos pasarlo bastante bien.
Nos hallamos en el Canal la noche del 29 de septiembre, cuando se produjo una violenta tormenta que causó un gran daño a la embarcación así como la destrucción de muchos barcos más marineros que el nuestro. A la mañana siguiente teníamos en la bodega cuatro pies de agua.
El 1 de octubre subió a bordo el práctico; y el capitán Turner y yo desembarcamos en Deal, tras un viaje de ochenta días desde Pará; agradecidos por haber escapado a tantos peligros y contentos de pisar de nuevo el suelo inglés.