CAPÍTULO
V
LOS RIOS GUAMA Y CAPIM
Luiz, cazador de Natterer- Aves e insectos- Preparación para un viaje- Primera vista del Pororoca- Santo Domingo- Señor Calistro - Los esclavos y la esclavitud Anécdota- Campos de caña- Viaje al bosque- Caza- Explicación del Pororoca Regreso a Pará- Campaneros y papagayos amarillos.
Había escrito a Mr. Miller pidiéndole que me consiguiera una casa pequeña en Nazaré y nos mudamos enseguida a ella, poniéndome a trabajar con regularidad en el bosque en la medida en que la lluvia y el tiempo cambiante me lo permitían. Un viejo portugués que regentaba una especie de taberna en la casa de al lado me proporcionaba las comidas, por lo que pude pasar sin un criado. Los chicos de los alrededores se enteraron pronto de mi llegada y de que era comprador de todo tipo de "bichos". Ahora las serpientes abundaban bastante y casi todos los días me traían alguna, conservándolas en alcohol.
Como en esta estación los insectos no eran muy abundantes, deseaba que algún cazador me matara aves, llegando a un arreglo con un negro llamado Luiz que tenía mucha experiencia. Había estado con el Dr. Natterer durante los diecisiete años que residió en Brasil, pues lo había comprado en Rio de Janeiro cuando era un muchacho; y cuando el doctor abandonó Pará, en 1835, le dio su libertad. Mientras estuvo con el Dr. Natterer, su única ocupación consistía en cazar y ayudarle a despellejar las aves y animales. Ahora tenía un poco de tierra y había ahorrado lo suficiente para comprar un par de esclavos-, -un grado de previsión que raras veces alcanzan los indios, menos cuidadosos-. Es nativo del Congo, y muy alto y hermoso. Acepté darle un milrei (2s. 3d.) al día y la manutención. Me divertía mucho con los relatos de sus viajes con el doctor, como él llamaba siempre a Natterer. Decía que le trataba muy bien y le daba siempre un pequeño regalo cuando le traía un pájaro nuevo.
Luiz era un cazador excelente. Recorría el bosque de la mañana a la noche, cubriendo grandes distancias, y generalmente traía a su regreso algún hermoso pájaro. En poco tiempo me trajo varios cotingas cardenales, quet7ales de pecho rojo, tucanes, cte. Conocía las zonas y hábitats de casi todas las aves, y podía imitar sus cantos para atraerlas.
En este clima lluvioso parecía deleitarse la pequeña y hermosa mariposa esmeralda (Haetera esmeralda), pues casi todos los días conseguía uno o dos ejemplares en un estrecho y sombrío sendero del bosque, mientras que sólo conseguí un ejemplar en otras partes. En una o dos ocasiones, di un paseo hasta los molinos (le arroz, para ver a mi amigo Mr. Leavens y conseguir alguno de los curiosos insectos que raramente se encontraban cerca de la ciudad. Varios jóvenes de Pará hacían ahora colección de insectos, y es prueba de la inmensa abundancia de insectos de este país al que en todas las colecciones, por pequeñas que fueran, pudiera haber casi siempre algún ejemplar nuevo para mí.
Como había oído hablar mucho de la "Pororoca", especie de ola que se produce en el río Guamá durante las marcas altas, decidí hacer un pequeño viaje para verla, variando así la vida monótona que llevaba en Pará. Deseaba ir con una canoa mía, para poder detenerme donde y cuando quisiera; también pensaba que me sería útil después, al ascender por el Amazonas. Por tanto, decidí comprar una que pensaba me convenía, perteneciente a un francés de Pará, y tras pagar una parte del dinero de la compra, la equipé y comencé a preparar los elementos necesarios para el viaje. Llevé allí un barril y una cantidad de alcohol para conservar el pescado, así como todo lo necesario para preparar y coleccionar las aves e insectos. Como la canoa era pequeña, no necesitaba muchos hombres, para los que en realidad no hubiera habido espacio, por lo que decidí arreglármela sólo con un piloto y con un hombre o muchacho, además de Luiz,
Pensé enseguida en un muchacho que vivía cerca y acostumbraba a traerme insectos. Parecía ser en todo un indio, pero su madre llevaba sangre negra y era esclava, por lo que su hijo compartía por supuesto su destino. Por tanto, tuve que contratarlo con su dueño, un oficial, acordando el precio de tres mil reis (unos siete chelines) por mes. La gente decía que el amo del muchacho era su padre, y realmente podía ser cierto, pues se te parecía. Normalmente llevaba por alrededor del cuerpo y la pierna una gran cadena como castigo, y para impedir que escapara; la llevaba oculta bajo los pantalones, pero producía un ruido muy desagradable a cada paso. Por supuesto, se la quitamos en cuanto me lo entregaron, y me prometió que sería muy fiel y trabajador si lo llevaba conmigo. Contraté como piloto a un español cojo pues decía conocer el río, y se necesitaba alguna experiencia en la época del Pororoca. Me pidió algunos milreis de adelanto para comprar ropa; pero cuando quise que me ayudara a cargar la canoa se estaba dando un festín de galleta y queso, con aceite, vinagre y ajo, regándolo todo con tanta abundancia de caxaça que se emborrachó completamente, por lo que me vi obligado a esperar hasta el día siguiente, en el que tras haber gastado todo el dinero y hallándose un poco sobrio, estaba muy tranquilo y sumiso.
Al final, cuando todo estuvo dispuesto, partimos, remando despaciosamente con la marca, pues no había viento, y por la noche, cuando la marca cambió de dirección, anclamos varias millas arriba del Guamá. Es un hermoso río que tiene aproximadamente media milla de anchura en su parte inferior. Un poco más arriba, las orillas son bastante ondulantes, con muchos hermosos lugares. Con la marca menguante nos las arreglábamos para anclar cerca de alguna casa o choza, donde podíamos bajar a la orilla y hacer un fuego bajo un árbol para cocinar la cena. Entonces Luiz cogía su escopeta y yo mi red para insectos, y nos íbamos al bosque en el que pasábamos la mayor parte del tiempo hasta que la marca cambiaba de nuevo y podíamos proseguir el viaje, que yo ocupaba generalmente despellejando aves o preparando insectos hasta la noche. Unas treinta millas arriba de Pará comienza el Pororoca. En esa parte del río había en otro tiempo una isla, pero se cuenta que la acción de la ola la deshizo completamente; tras pasar este lugar esperábamos verla, pues era ahora el momento de las mareas más altas, aunque en esta estación (mayo) no suelen ser lo bastante altas para producirla con gran fuerza. Sin embargo, vino repentinamente una ola que subía rápidamente por la corriente y se rompía formando espuma en la orilla y las zonas de poca profundidad del río. Levantó nuestra canoa lo mismo que lo habría hecho una gran ola envolvente del océano, pero como las aguas eran profundas no nos produjo ningún daño y pasó en un instante, ascendiendo después la marea con gran velocidad. Como la marca más alta había pasado, en la siguiente no tendríamos olas, pero el nivel del agua creció instantáneamente, y no de forma gradual como suele suceder.
Al día siguiente llegamos a Sao Domingo, una pequeña aldea que se encuentra en la unión de los ríos Guamá y Capim. Tenía una carta (le presentación para un comerciante brasileño que residía allí, y al entregársela puso su casa a mi disposición. Le tomé la palabra y le dije que permanecería algunos días. Luiz iba al bosque todos los días, y generalmente traía de vuelta algunas aves, mientras que yo deambulaba buscando insectos, que no parecían abundar, pues la estación seca acababa de empezar; sí había, sin embargo, muchos senderos agradables, por el bosque, que conducían a los campos de arroz y de mandioca, y abundantes naranjos y otros árboles frutales. Nuestro alimento consistía principalmente en pescado del río y algo de cecina con judías y arroz. La casa era poco más que una cabaña de barro, teniendo como único mobiliario un banco, una mesa destartalada y algunas hamacas; pero en este país la gente que se aleja de las ciudades no piensa nunca en hacer grandes esfuerzos ni gastar mucho dinero para conseguir una casa confortable.
Tras permanecer allí casi una semana, sin gran éxito en mis colecciones, proseguimos el viaje por el brazo occidental del río, llamado el Capim. Mi canoa era muy inestable y pesada en la parte superior, por lo que poco después de abandonar el pueblo una racha de viento repentina casi nos hace zozobrar, pues entró agua por los costados; y con algunas dificultades conseguimos bajar la vela y asegurar el bote a un matorral que había en la orilla del río hasta que la tormenta hubo pasado. Proseguimos agradablemente el viaje durante dos o tres días, hallándose aquella zona hermosamente diversificada con campos de caña, campos de arroz y casas construidas por los primeros colonos portugueses, junto a las que sobresalían elegantes capillitas, y cabañas para los negros e indios, todas muy superiores en apariencia y gusto a las que se construyen ahora. Llegamos finalmente a São Jozé, la hacienda del Señor Calistro, para quien llevaba cartas de presentación. Me recibió con gran amabilidad y, al contarle el propósito de mi visita, me invitó a quedarme con él todo el tiempo que yo deseara, prometiendo hacer lo que estuviera en su mano para ayudarme. Era un hombre fornido y de aspecto jovial que no tendría mucho más de treinta años. Acababa de construir un molino de arroz con almacenes, pareciéndome una de las mejores edificaciones modernas que había visto en el país. Estaba hecha totalmente de piedra; se llegaba al molino, que estaba en el centro, a través de unos arcos, hallándose a los lados los almacenes, oficinas y viviendas. En el primer piso había una galería o baranda que unía los dos extremos de la edificación, desde la * que se podía ver abajo el molino, con su gran rueda de agua en el centro, y por las ventanas el río y un hermoso muelle de piedra que ocupaba toda la parte frontal del edificio. Todo estaba muy bien construido y le había costado varios miles de libras.
Tenía unos cincuenta esclavos de todas las edades, y otros tantos indios, empleados en sus campos de caña y de arroz, en los molinos y como tripulantes de las canoas. Hacía azúcar y caxaça, pero sobre todo esta última, pues se pagaba mejor. Todos los trabajos se realizaban en sus locales: tenía zapateros, sastres, carpinteros, herreros, constructores de barcas y albañiles, bien esclavos o indios, y algunos de ellos podían hacer buenas cerraduras para las puertas y cajas, y todo tipo de artículos de estaño y cobre. Me contó que al tener juntos trabajando a los esclavos y a los indios había sido capaz de conseguir que los últimos trabajaran más que por cualquier otro sistema. Los indios, cuando trabajan solos, no se someten a reglas estrictas, pero cuando están con esclavos, que tienen horarios regulares para comenzar y dejar el trabajo, y tareas fijas que realizar, se someten a las mismas regulaciones y realizan alegremente el mismo trabajo. Todas las noches, al ponerse el sol, los trabajadores iban a ver al Señor Calistro para darle las buenas noches o pedirle su bendición. Este se hallaba sentado en una cómoda silla en la galería y cada uno pasaba al lado con una salutación conveniente a su edad o posición. Los indios, generalmente, se contentaban con un "boa noite" (buenas noches); los más jóvenes, y la mayoría de las mujeres y los niños, tanto indios como esclavos, levantaban las manos diciendo "sua benção" (su bendición), a lo que él contestaba, "Deos te bençoe" (Dios te bendiga), haciendo al mismo tiempo la señal de la cruz. Otros, sobre todo los negros ancianos, repetían con gravedad: "Louvado seja o nome do Señor Jesu Christo" (bendito sea el nombre del Señor Jesucristo), a lo que él contestaba con la misma gravedad: "Para sempre" (por siempre).
Los niños de todas las clases por la mañana al ver a sus padres o al despedirse de ellos por las noches, les pedían su bendición del mismo modo, y también lo hacían, invariablemente, con todo extraño que entrara en la casa. En realidad, ése es el saludo común de los niños y los inferiores y produce un efecto muy agradable.
Aquí los esclavos eran extraordinariamente bien tratados. El Señor Calistro me aseguró que compraba esclavos, pero que no los vendía nunca, salvo como castigo último a una conducta mala e incorregible. Tienen descanso en todos los días festivos y de los santos principales, que son frecuentes, y en esas ocasiones se mata un buey para ellos y se les da ron, para que se alegren. Todas las noches, al pasar, presentan sus peticiones: uno quiere un poco de café y azúcar para su mujer, que no se encuentra bien; otro necesita un par nuevo de pantalones o una camisa; un tercero va a ir con una canoa a Pará y pide un milrei para comprar algo. Las peticiones eran invariablemente concedidas, pues el Señor Calistro me dijo que nunca tenía razones para rechazarlas, pues los esclavos nunca solicitaban nada irrazonable ni pedían favores cuando por su mala conducta no los merecían. En realidad, todos parecían considerarle en una forma completamente patriarcal, y al mismo tiempo con él no se podía bromear, pues era muy severo contra la pereza absoluta. Al recoger el arroz, todos tenían que traer una cantidad regular, y cualquiera que fuera considerablemente deficiente varias veces por pereza solamente, era castigado con una azotaina moderada. Me habló de un negro que había comprado y que, aún siendo muy fuerte y sano, era incorregiblemente perezoso. El primer día se le encargó una tarea moderada y ni siquiera la completó, por lo que recibió una azotaina moderada. Al día siguiente se le puso una tarea mucho mayor prometiéndole azotarle gravemente si no la realizaba: no lo hizo, alegando que estaba muy por encima de su capacidad, por lo que recibió los azotes. Al tercer día se le puso una cantidad de trabajo todavía mayor, con la promesa de azotarle más gravemente si no la terminaba; así viendo que las dos primeras promesas las habían cumplido estrictamente, y que probablemente no iba a ganar nada si seguía con su plan, terminó el trabajo con facilidad, y desde entonces hizo siempre la misma cantidad, que era, después de todo, la misma que hacía cualquier buen trabajador de la hacienda. Todos los domingos, por la mañana y por la tarde, aunque no trabajaban, tenían que presentarse ante su amo, a menos que tuvieran un permiso especial para ausentarse: esto, me dijo el Señor Calistro, era para impedir que se fueran muy lejos, a robar a otras plantaciones, pues si después del trabajo del sábado podían irse y no regresar hasta el lunes por la mañana, eso los permitía una distancia tan grande para perpetrar algún robo que podían estar libres de toda sospecha.
En realidad, el Señor Calistro atiende a sus esclavos del mismo modo que lo haría con una gran familia de hijos. Les concede diversión, relajación y castigo de la misma forma, tomando las precauciones necesarias para que no cometan imprudencias. La consecuencia de todo ello es que posiblemente son tan felices como los niños: no tienen preocupaciones ni necesidades, se les atiende en la enfermedad y la vejez, sus hijos no se separan nunca de ellos, ni los esposos de las esposas, salvo en las circunstancias en las que podrían separarse, si fueran libres, según las leyes del país. Aquí, por tanto, la esclavitud se ve quizá bajo su aspecto más favorable, y desde un punto de vista simplemente físico puede decirse que el esclavo está en algunas cosas mucho mejor que un hombre libre. Sin embargo, se trata de un caso particular; no es en absoluto una consecuencia necesaria de la esclavitud, y por lo que sabemos de la naturaleza humana, posiblemente sea algo infrecuente.
Pero aún mirándolo así, desde su perspectiva más favorable, ¿podemos decir que la esclavitud es buena o justificable? ¿Puede ser correcto mantener a nuestros compañeros de creación en un estado de infancia adulta... de niñez inconsciente? Es la responsabilidad y la autodependencia de la humanidad las que han traído como consecuencia los más altos poderes y energías de nuestra raza. Es la lucha por la existencia, la "batalla de la vida", lo que permite el ejercicio de las facultades morales y hacen brotar las chispas latentes del genio. La esperanza de beneficio, el amor al poder, el deseo de fama y aprobación estimulan la ejecución de actos nobles y ponen en acción todas esas facultades que constituyen los atributos distintivos del hombre.
La infancia es la parte animal de la existencia del hombre, la vida adulta es la parte intelectual; ¡qué degradante es el espectáculo de la permanencia de la debilidad y la imbecilidad de la infancia sin su simplicidad y pureza, sin su gracia y belleza! Y ése es el estado del esclavo, cuando la esclavitud es la mejor que puede llegar a ser. No se preocupa de proveer alimento a su familia, ni hace previsiones para la vejez. Nada le incita a trabajar sino el miedo al castigo, no hay esperanza de mejorar su condición, no hay futuro más brillante cine esperar. Todo lo que recibe es un favor; no tiene derechos. ¿Qué puede saber entonces (te deberes? Todo deseo que esté más allá del estrecho círculo de sus labores diarias se halla fuera de su capacidad de adquisición. No tiene placeres intelectuales, y si poseyera educación y los saboreara, con seguridad amargaría su vida; ¿pues qué esperanza de aumentar el conocimiento, qué posibilidad de conocer mejor las maravillas de la naturaleza o los triunfos del arte que no sea simplemente oír hablar de ellos, puede existir para aquél que es propiedad de otro, y que nunca puede esperar la libertad (le trabajar para ganarse la vida del modo que te resulte más agradable?
Pero opiniones como éstas, evidentemente, resultan demasiado refinadas para un propietario de esclavos brasileño, que no puede ver más allá de las necesidades físicas de éstos. De la misma manera que los abstemios afirman que el ejemplo de un bebedor moderado es más pernicioso que el del borracho, el filántropo puede considerar que un esclavista bueno y amable lesiona la causa de la libertad, al impedir que la gente perciba los falsos principios inherentes al sistema, los cuales, siempre que encuentran un terreno conveniente en las bajas pasiones del hombre, están dispuestos a resurgir y producir efectos tan viles y degradantes que hacen que el hombre honesto sienta vergüenza ante la desgraciada naturaleza humana.
El Señor Calistro era una persona tan amable y de buen temperamento como cualquier otra que haya conocido. Sólo tenía que mencionar algo que deseara y, si estaba en su poder, me lo conseguía inmediatamente. Cambió la hora de su cena para adaptarla a mis excursiones por el bosque, e hizo todo lo que estuvo en su mano para mejorar mi acomodo. Mientras estuve allí llegó un caballero judío que iba a subir por el río para cobrar algunas deudas, y traía una carta para el Señor C. Permaneció con nosotros algunos días, y como no comía carne alguna porque no había sido sacrificada de acuerdo con las normas de su religión, ni peces que no tuvieran escamas, entre los cuales se incluyen algunos de los mejores que producen estos ríos, apenas encontró nada que comer en la mesa la primera vez que la compartió con nosotros. Sin embargo, a partir de entonces, todos los días que estuvo con nosotros había alguna variedad de pescado con escamas, cocido y asado, guisado y frito, con huevos, arroz y abundantes verduras, de modo que pudiera comer siempre excelentemente. Al Señor C. le divertían mucho sus escrúpulos, aunque mantenía ante ellos una perfecta cortesía, y le complacía preguntarle sobre los ritos de su religión, y a mí sobre los míos, explicándonos luego la doctrina católica sobre las mismas cuestiones. Nos relató muchas anécdotas, de las que la siguiente es una muestra que sirve para ilustrar la credulidad de los negros. "Había un negro", nos contó, "que tenía una hermosa esposa con la que otro negro era bastante atento siempre que tenía la oportunidad. Un día, el marido se fue a cazar y el otro pensó que sería una buena oportunidad para hacerle una visita a la señora. Sin embargo, el marido regresó inesperadamente y el visitante se subió a las vigas para esconderse, entre los viejos tablones y cestas que allí se guardaban. El marido puso la escopeta en una esquina y pidió a la esposa que le trajera la cena, y se echó después en su hamaca. Al elevar la vista hacia las vigas vio una pierna que sobresalía de entre las cestas, y pensando que se trataba de algo sobrenatural hizo la señal de la cruz y dijo: "¡Señor, líbranos de las piernas que aparecen desde arriba!". El otro, al escuchar esto, trató de ocultar las piernas, pero perdiendo el equilibrio cayó de repente en el suelo delante del asombrado esposo, el cual, algo asustado, preguntó: "¿De dónde vienes?". 'Tengo del cielo", dijo el otro "y te traigo noticias de tu hijita María". "¡Oh! ¡Esposa, esposa! Ven a ver un hombre que nos trae noticias de nuestra hijita María". Entonces, dirigiéndose al visitante, le dijo: "¿Y qué estaba haciendo mi hijita cuando te fuiste?". "¡Oh! Estaba sentada a los pies de la Virgen, con una corona dorada en la cabeza y fumando una pipa dorada de casi un metro de larga". "¿Y no te envió ningún mensaje para nosotros?". "Oh sí, me dijo que os diera muchos recuerdos, y me suplicó que le enviaras dos libras de tu tabaco de la pequeña "rhossa", pues el que tienen allí no es la mitad de bueno".
"¡Ay, esposa! Trae dos libras de nuestro tabaco de la pequeña "rhossa", pues nuestra hija María está en el cielo y dice que el que tienen allí no es ni la mitad de bueno". Así que trajeron el tabaco y el visitante ya se iba cuando le preguntaron: "¿Hay muchos blancos ahí arriba?" "Muy pocos", contestó; "están todos allí abajo con el diabo". "Así pensaba yo que sería", contestó el otro, por lo visto muy satisfecho. "¡Buenas noches."
El Señor Calistro tenía una hermosa canoa hecha de una sola pieza de madera, sin un solo clavo, con todos los bancos tallados. Con frecuencia iba en ella hasta Pará, a casi doscientas millas y, con doce buenos indios para remar, y abundante caxaça, llegaba a la ciudad, sin detenerse, en veinticuatro horas. Algunas veces salimos a inspeccionar los campos de cañas con esa canoa, con ocho muchachos negros e indios para remar, los cuales estaban siempre dispuestos para ese servicio. Yo entonces cogía la escopeta y la red y mataba algunas aves o capturaba algunos insectos, mientras el Señor Calístro enviaba a los muchachos a buscar algunas flores hermosas que yo admiraba, o a recoger el fruto de la pasionaria, que pende como manzanas doradas en la espesura de las orillas. Este año, su campo de caña tenía milla y medía de largo y un cuarto de milla de ancho, y era muy exuberante; lo cruzaban ocho caminos, que tenían plantados a los lados plátanos y piñas. Me dijo que cuando la fruta estaba en plena estación, los esclavos e indios podían coger toda la que quisieran, y nunca la terminaban; pero también me dijo: "No es muy difícil plantarlos cuando preparamos el campo de caña, y siempre lo hago, pues me gusta tener en cantidad. Era una perspectiva muy noble: una muestra de la enorme abundancia producida por un suelo fértil y un sol tropical. Al mencionar yo que tenía muchos deseos de tener una colección de peces para conservar en alcohol, mandó a varios indios que taponearan igaripés para envenenar el agua, y a otros que pescaran por la noche con cordel, arco y flecha; todo lo que obtenían me lo traían para que eligiera, enviándose el resto a la cocina. Sin embargo, el mejor modo de capturar una variedad era con una arrastrera de cincuenta o sesenta yardas de larga. Salimos un día en dos canoas, con alrededor de veinte negros e indios, que nadaron con la red en el agua, formando un círculo, y la arrastraron después hasta la playa. No tuvimos demasiada buena suerte, pero pronto llenamos dos cestas de media fanega con una gran variedad de peces, grandes y pequeños, de entre los cuales elegí varias especies para aumentar mi colección.
El Señor Calistro iba a enviar a varios indios cazadores que subirían por una pequeña corriente hasta un bosque profundo en el que tenían que cazar para él, salar y secar la caza, y traer a casa algunas tortugas vivas, que abundaban en el bosque. Yo deseaba, particularmente, una especie grande y hermosa de Tinamus, o perdiz brasileña, la cual se encuentra en esos bosques, pero con la que no me había encontrado desde que vi una preparada para la cena en el Tocantíns; estaba también deseoso de procurarme un guacamayo jacinto, por lo que con gran amabilidad me ofreció ir con ellos y me prestó una canoa pequeña y a otro indio, para volver cuando lo deseara, pues el resto del grupo iba a estar fuera dos o tres meses. Lo único que llevaban los indios era fariña y sal, además de pólvora y municiones; pero mi amable anfitrión cargó mi canoa con aves de corral, carne asada, huevos, "plátanos, piñas y cocos, para que fuera bien provisto. Empleamos medio día de viaje río arriba hasta la desembocadura de una estrecha corriente, o igaripé, por la que teníamos que entrar; tras ascender una corta distancia, nos quedamos para pasar la noche en una choza de unos amigos de nuestros hombres. A la mañana siguiente, temprano, seguimos el viaje, y pasamos pronto la última casa, entrando en la salvaje, inviolada y deshabitada selva virgen. El río era ahora muy estrecho y sinuoso, corría con gran rapidez en las curvas, y se encontraba a menudo obstruido por arbustos y árboles caídos. Las ramas se encontraban casi por encima, por lo que estaba todo tan oscuro, sombrío y silencioso como puede imaginarse. En estas zonas sombrías a duras penas podía encontrarse una flor. Ocasionalmente podía verse revoloteando sobre el agua, o sentada sobre una hoja de las orillas, a algunas pocas de las grandes mariposas azules (Morphos), mientras que delante de nosotros volaban como un dardo numerosos martín pescadores de lomos verdes. A primeras horas de la tarde encontramos un pequeño claro que solían frecuentar los cazadores, y tendimos allí nuestras hamacas, encendimos fuego y nos dispusimos a pasar la noche. Tras una excelente cena y un poco de café, me tumbé en la hamaca, mirando a través del dosel de hojas a los cielos cubiertos de brillantes estrellas, de las que era difícil distinguir a las luciérnagas que revoloteaban entre el follaje. Había una especie de Pyrophorus, más grande que cualquiera de las que había visto en Pará. Parecía que les atraía el fuego, al que se acercaban en gran número; moviendo una de ellas sobre las líneas de un periódico yo era capaz de leerlo con facilidad. Los indios se divertían contándose sus aventuras de caza, cómo habían podido escapar de los jaguares y las serpientes, o cuando se, habían perdido en el bosque. Uno contó que había estado perdido durante diez días, y que en todo el tiempo no comió nada, pues no tenía fariña, y aunque podía haber matado algún animal no habría sido capaz de comerlo solo, sorprendiéndose mucho de que yo lo considerara capaz de tal acción, pues ciertamente me imaginaba que un ayuno de una semana habría servido para superar cualquier escrúpulo de ese tipo.
Al día siguiente los indios fueron a cazar, con el propósito de regresar a primeras horas de la tarde para continuar el viaje, y yo busqué insectos en el bosque; pero en unos bosques, tan sombríos, y sin caminos por los que pudiera andar con confianza, tuve poco éxito. Por la tarde, volvieron algunos con dos trompeteros (Psophia viridis) y un mono, que yo despellejé; pero como un indio no llegó hasta muy tarde no pudimos proseguir el viaje hasta el día siguiente. Esta noche no fue tan afortunada como la anterior, pues nada más oscurecer comenzó a llover, y como las canoas eran tan pequeñas y estaban tan cargadas de artículos que debían mantenerse secos, era muy escasa la posibilidad de que pudiéramos acomodarnos en ellas. Conseguí meterme en una de ellas, terriblemente encogido, esperando que la lluvia pasara pronto; pero como no fue así y no habíamos cenado, empecé a sentirme muy hambriento. Estaba muy oscuro, pero conseguí salir, encontrar algo de leña andando a tumbos y, con la ayuda de un indio, encender un fuego junto al cual me senté con algunas hojas de palmera sobre la cabeza para tomar una saludable cena de jacu (una especie de Penélope) que había sido guisada por la tarde. Al terminar estaba totalmente mojado; pero encontrar o ponerme ropa seca estaba fuera de cuestión, por lo que me enrollé incómodamente formando una bola y dormí muy bien hasta el amanecer, en que dejó de llover y una taza de café me dejó como nuevo. Reanudamos entonces el viaje y nos encontramos en ese día con grandes dificultades: pasamos con grandes esfuerzos por encima de varios troncos hundidos, para encontramos al final un árbol caído sobre el río por debajo del cual la canoa no podía pasar, por lo que tuvimos que emplear más de una hora en cortarlo con hachas, que llevábamos para ese fin. Hacia las tres de la tarde llegamos a otro lugar de parada y, como no deseábamos que se repitiera el placer de la noche anterior, los indios se pusieron a trabajar construyendo una pequeña cabaña para dormir. Tuvieron que hacer un largo camino para conseguir hojas, para el techado, pues sólo había una palmera en una milla a la redonda y esta la cortaron para hacer el tejado.
Sin embargo, como nos tomamos la molestia de hacemos una casa, tuvimos buen tiempo durante los tres días que permanecimos allí y no la utilizamos. Durante la estancia en ese lugar no tuvimos demasiado éxito. Los cazadores mataron algún ciervo, aves grandes y monos, pero no encontraron ninguno de aquellos que yo deseaba particularmente. También escaseaban los insectos, como en el lugar anterior, y aunque obtuve algunos pájaros pequeños curiosos, no me encontraba muy satisfecho con el éxito de la expedición.
En consecuencia, al cabo de tres días decidí regresar, mientras el resto del grupo avanzaba más adentro en el bosque buscando mejores terrenos de caza. Al segundo día llegamos de nuevo al río abierto y disfruté del camino del bosque oscuro, el follaje húmedo y las hojas y ramas podridas, a la brillante luz del sol y el cielo azul, con los gorjeantes pájaros y las alegres flores en las orillas. Al pasar una hacienda del Señor Calistro en el lado opuesto del río, fui a tierra firme para matar una chotacabras grande que estaba sobre el suelo bajo el sol, y conseguí matar dos, que despellejé de vuelta a Sao Jozé, a donde llegamos a tiempo para la cena, siendo cordialmente recibidos por el Señor Calistro. Al cabo de varios días abandoné su hospitalario techo cargado de regalos: huevos, tapioca, un cerdo asado, piñas, y dulces que había puesto en mi canoa; y me despedí con pena de mi amable anfitrión.
En el camino de regreso encontré de nuevo a la "Pororoca" cuando ya no lo esperaba. Habíamos desembarcado en una hacienda azucarera a esperar la marea, cuando el agente nos dijo que sería mejor que nos apartáramos hacia el centro de la corriente, pues la Pororoca golpeaba justo allí. Aunque pensamos que sólo quería asustamos, juzgamos prudente hacer lo que nos aconsejaba; y mientras esperábamos el regreso de la marea apareció de pronto una gran ola que se precipitó y rompió en el lugar en donde había estado anclada al principio la canoa. Una vez que pasó la ola, el agua quedó tan tranquila como antes, pero ascendiendo con gran rapidez. Mientras proseguíamos el viaje río abajo veíamos por todas partes signos de su devastación en los árboles arrancados de raíz que había todo a lo largo de las orillas, y en los altos lechos de barro en las zonas donde la tierra había sido arrastrada. En invierno, cuando las mareas son más altas, la "Pororoca" rompe con una fuerza terrible y a menudo hunde y hace pedazos las barcas que se han dejado descuidadamente en aguas demasiado superficiales. Las explicaciones ordinarias que se dan de este fenómeno son evidentemente incorrectas. Aquí no hay reunión de agua salada y dulce, ni se estrecha mucho la corriente donde comienza el fenómeno. Recogí toda la información posible respecto a la profundidad del río, así como sobre los bajíos que en él se encuentran. En donde aparece por primera vez la ola hay un bajío a lo largo del río, y debajo de él la corriente se ve algo comprimida. La marea fluye hacia arriba hasta pasar Pará con gran velocidad, y al entrar en el río Guamá llega a la parte estrecha del canal. Aquí, el cuerpo del agua de la marea se hace más profundo y fluye con mayor rapidez, y llegando de repente al bajío formará una ola, de la misma manera que en un riachuelo rápido una piedra grande que haya en el fondo producirá una ondulación, mientras que en una corriente que fluya lentamente se mantendrá la superficie tranquila. Esta ola será de gran tamaño, y, como hay en movimiento un gran cuerpo de agua, se propagará hacía adelante sin romperse. En cualquier lugar que haya zonas superficiales, bien en el lecho o en los márgenes del río, se romperá o al pasar sobre los bajíos muy someros aumentará y, al estrecharse el río, proseguirá con mayor rapidez. Cuando las mareas, son bajas, surgen con menor rapidez, y en los inicios el cuerpo de agua que se pone en movimiento es mucho menor: la profundidad del agua en movimiento es menor, y no entra en contacto con el fondo al pasar sobre el bajío, por lo que no se forma una ola. Sólo cuando el cuerpo de agua en movimiento, al inicio de la marea, tiene una profundidad suficiente, entra en contacto con el bajío y, por así decirlo, se ve levantado por él, formando una gran ola, envolvente.
El diagrama anterior muestra con mayor claridad el modo en que supongo que se forma la ola. AA representa el nivel del agua cuando no hay marca; DD el fondo del río; BB la profundidad a la que el agua se pone en movimiento con las marcas bajas, no llegando tan al fondo del río hasta el bajío C, por lo que no se forma una ola, sino sólo una corriente rápida; CC, es la profundidad a la que el agua se pone en movimiento con las mareas altas, cuando la masa, entrando en contacto con el fondo en C, se ve elevada y forma una ola en E, ola que es propagada río arriba. Parece ser, por tanto, que para producir esa ola debe existir alguna formación peculiar en el fondo, y no un mero estrechamiento y ampliación en un río sometido a marcas; de otro modo, se produciría con una frecuencia mucho menor. Se dice que en el Mojú y Acarrá se produce el mismo fenómeno; y como todos estos ríos son paralelos entre sí es probable que el mismo lecho rocoso los cruce, produciendo en todos ellos un bajío similar. También se puede ver fácilmente la razón de que sólo haya una ola y no una sucesión de ellas; cuando la primera ola ha pasado, el agua ha ascendido tanto que ahora la corriente fluye muy por encima del bajío, y por tanto no se ve afectada por él.
Al llegar a Pará ocupé de nuevo mi casa de Nazaré. Había descubierto con este viaje que mi canoa era demasiado inestable y reducida para subir con ella por el Amazonas, por lo que se la devolví al propietario, que me había asegurado su estabilidad y adaptación para mis propósitos, pero después de muchas discusiones y molestias me vi obligado a perder las diez libras que te había dado como parte del pago. A principios de julio, mi hermano menor H. llegó a Pará para ayudarme; y pude enviar en el barco que lo había traído la colección de peces e insectos que había hecho hasta entonces.
Un día tuvimos la buena fortuna de dar con una pequeña bandada de campaneros (Chasmorhynchus carunculatus), aves raras y curiosas, pero se hallaban sobre un árbol muy alto y frondoso y echaron a volar antes de que pudiéramos dispararles un tiro. Aunque ese punto estaba unas cuatro millas dentro del bosque, fuimos allí al día siguiente y los encontramos comiendo en el mismo árbol, pero no tuvimos más éxito. Al tercer día fuimos al mismo lugar pero desde entonces ya no los vimos más. Ese pájaro tiene un color blanco puro, el tamaño de un mirlo, un pico ancho y se alimenta de frutas. De la base del pico hacia arriba le crece un tubérculo carnoso de dos o tres pulgadas de longitud, y tan grueso como una pluma de escribir, que está algo revestido de plumas diminutas: es completamente laxo y cuelga a un lado de la cabeza del pájaro, en lugar de llevarlo erguido a modo de cuerno tal como se ve en algunos ejemplares disecados. Este pájaro es notable por su canto alto, y timbrante, que emite al mediodía, cuando la mayoría de las otras aves se hallan en silencio.
Unos días más tarde encontramos comiendo en el mismo árbol unos hermosos papagayos amarillos. Aquí se les da el nombre de papagayos imperiales y son muy estimados porque sus colores son los de la bandera brasileña: amarillo y verde. Y como hacía tiempo que los había buscado, quedé muy complacido cuando mi hermano pudo matar uno. Es el Conurus carolineae, y está dibujado por Spix en su caro volumen sobre las aves del Brasil.