CAPITULO XII
Salvajes jacares-Desembocadura del río Beni-Impedimentos para la navegación a vapor- Cascadas del río Madeira-Descargando el bote-Hoyos-Granito-Cascadas Pedreneíra-Salvajes caripunas-Pedro extrae leche a una mujer salvaje-Fiebre biliosa-Llegada al pie de las cascadas San Antonio (sic.- Santo Antonio)-La . impracticabilidad de la navegación a vapor en las cascadas de los ríos Mamoré y Madeira-Camino propuesto a través del territorio del Brasil hasta Bolivia-Fuerza física comparada de los hombres blancos, negros y cobrízos bajo un clima tropical-Isla Tamandera (sic.- Tamanduá)-Huevos de tortuga-Buscadores de petróleo-Borba-Desembocadura del río Madeira.
Una canoa de corteza yacía cerca de la orilla boliviana. Nuestros negros tocaron sus cuernos, lo que hizo venir a cuatro salvajes y a un perro negro a la ribera. Dos de ellos llevaban túnicas de corteza y dos estaban desnudos -verdaderos hombres cobrizos. Cuando flotábamos con la corriente, la siguiente conversación tuvo lugar entre los salvajes y los negros: Salvaje - "¡Oh! Negro en la proa - "¡Oh!" Salvaje "Venha ca"- venga acá- muy claramente pronunciado. Les dijimos que vinieran donde nosotros y corrieron, mientras nosotros remábamos lentamente. Estos indios son de la tribu de los 'Jacares"; pronto estuvieron reinando rápido detrás nuestro. Esperamos, pero poco tiempo. Su rápida canoa estaba construida de una pieza de corteza, de veinte pies de largo y cuatro pies de manea. La corteza estaba simplemente enrollada en cada extremo y atada con una parra del monte; entre los lados, varias vigas de cuatro pies de largo estaban amarradas al extremo de la corteza con pequeñas enredaderas, y una reja, hecha de palos redondeados amarrados con enredaderas, servía de entarimado, lo que mantenía el fondo de la canoa en buen estado, cuando los indios se metían en ella.
Dos jóvenes vestidos con trajes de corteza, con remos bien hechos, se sentaron en la popa, o uno de los extremos. En el otro extremo se sentaron dos mujeres desnudas, cada una con un remo tendido sobre su regazo. Cuando atracaron a nuestro costado, un viejo jefe estaba sentado en medio del bote con una canasta de yuca*, un racimo de plátanos verdes, una gran cantidad de resina y varios pedazos pequeños de una calidad superior, que los brasileños llaman "breu". Los indios la usan para asegurar las puntas de las flechas, nosotros la encontramos útil para sellar nuestros frascos de pescados, o asegurarle el tornillo a nuestra baqueta; además de lo cual, el viejo hombre trajo un pequeño loro de color verde intenso para vender. Lo compramos junto con cuchillos y anzuelos. Una de las mujeres tenía buen aspecto, la figura de la otra era algo fuera del aspecto usual. Al obsequiárseles un espejo para afeitarse, expresaron gran placer y, uno tras otro, miraron sus gargantas tan adentro como les fue posible ver estirando sus bocas muy abiertas. Su mayor curiosidad parecía ser explorar el conducto por el cual había pasado gran parte de los resultados de sus esfuerzos. Cuando vieron sus dientes sucios y semigastados, los agujeros en sus orejas, narices y labios inferiores, una de ellas metió el dedo en su boca a través del agujero inferior y rió brutalmente. Llevaban el pelo largo atrás y lo cortaban completamente cuadrado sobre la frente, lo que les daba un aspecto salvaje. Las mujeres eran muy pequeñas; sus cuerpos, pies y manos se parecían a aquellos de las muchachas. Sus rostros mostraban más bien que eran viejas. Parecían alegres, riéndose y haciendo sus comentarios una a la otra sobre nosotros, mientras los hombres mostraban una expresión hosca y malvada en la cara. Uno de los jóvenes se salió de sus casillas con Pedro, porque él no le daría todos los anzuelos que tenía por algunas flechas. El anciano parecía muy excitado cuando atracó a nuestro costado, como si esperara a medias una pelea. Era una persona de talla mediana y jefe de todos los indios de su tribu, que habitan el territorio boliviano. Representa a su tribu, tan poco numerosa y esparcida por el país. Al igual que las mujeres, los hombres tienen grandes agujeros en las narices y labios inferiores, pero nada metido en ellos. Supusimos que estaban desnudos en la presente ocasión. El jefe preguntó los nombres de las diferentes personas y quería saber quién era el "capitán" del grupo. Las mujeres rogaban por abalorios y simulaban la sonrisa más cautivadora cuando veían cualquier cosa que querían. Invitamos al jefe a acompañarnos a las siguientes cascadas y que nos ayudara. Meneó su cabeza, señaló su estómago e hizo señales con expresión angustiada en la cara de que se enfermaría. Entonces e dijimos que teníamos más anzuelos y cuchillos; si traía yuca* y plátanos verdes negociaríamos en las cascadas. Accedió a esto, pero dijo que su gente y los indios más abajo no eran amigos y que el enemigo generalmente azotaba a su gente.
Tres millas más abajo de Lajeris llegamos hasta la desembocadura del río Beni. Este río se parece al Mamoré en color y ancho; pero mientras el último tiene una profundidad de ciento dos pies, el primero tiene sólo cincuenta y cuatro pies de agua. Temperatura del agua del Mamoré, 81º; del Beni, 82º. Hay islas cerca de la desembocadura del Beni. El ancho total del río es aproximadamente seiscientas yardas. La confluencia de estos dos ríos forma el origen del gran Madeira, el que tiene una milla de ancho.
En el mes de octubre de 1846, el Señor* José Augustín Palacios, entonces gobernador de la provincia de Mojos, exploró las cascadas del Mamoré y del Madeira, por orden del gobierno de Bolivia. Encontramos que el mapa del Señor* Palacios era extraordinariamente correcto. El ascendió el Beni por una corta distancia, encontrando una profundidad de setenta pies de agua al pie de las cascadas, más allá de las cuales no prosiguió, sino que retornó y continuó su curso río abajo por el Madeira hasta el pie de las cascadas de éste, donde volvió sobre sus pasos hasta Mojos por el camino por donde vino. Tenemos informes de muchas cascadas en el río Beni desde la provincia de Yungas hasta el pueblo de Reyes; entre éstas cascadas los indios navegan por el río en balsas de madera. El Beni nunca ha sido explorado en toda su extensión, pero por las cascadas que hay hasta llegar a Reyes y aquellas vistas por el Señor* Palacios cerca de su desembocadura, que parecen haberle impedido ascender este río a su regreso, tenemos razón para decir que el Beni no es navegable para barcos de vapor. La salida para los productos de la rica provincia de Yungas debe buscarse a través de la región desde los lavaderos de oro de Tipuani hasta el punto más conveniente en el Mamoré entre Trinidad y Exaltacion (sic). La distancia desde el último lugar hasta Reyes, por el Beni, no es muy grande. Por la conformación general de la parte baja de la cuenca Madeira Plata, tenemos la impresión que el camino tendría que penetrar muy arriba en dirección a la base de los Andes, para evitar las inundaciones anuales. El Mamoré, por lo tanto, es la única salida para la parle oriental del departamento de " Paz, así como de una buena parte del departamento de Santa Cruz. La cadena de cerros y montañas en la base donde fluye el Beni, extendiéndose desde las cascadas del Madeira hasta el nacimiento del río Madre-de-Dios (sic) o Flurus, separa la cuenca Madeira Plata de la cuenca del Amazonas, y separa al departamento del Beni del distrito Gran Paititi en el Brasil, el que se extiende al norte del río Amazonas. Paititi, debe recordarse, fue el nombre que el Padre Revello le dio a nuestro perro favorito que se perdió en el camino del Cuzco al Lago Titicaca.
Estamos por dejar atrás la cuenca Madeira Plata, habiendo llegado hasta el extremo nororiental del territorio de Bolivia. Las tierras alrededor de las desembocaduras del Beni y del Mamoré ahora están habitadas por indios salvajes; algunas partes de ellas están libres de las inundaciones. El cacao crece silvestre en los bosques. La cabecera del Madeira contiene un buen número de islas. Aquí encontramos la desembocadura de arroyos que fluyen desde los Andes y desde el Brasil reunidos en un gran río. Agua de manantiales calientes y de manantiales fríos, arroyos plateados y dorados, uniéndose con los claros arroyuelos de diamantes, mezclados a la temperatura de 82º Fahrenheit.
El río Madeira fluye a través del imperio del Brasil y mantiene el curso norte que le señala el Mamoré. Las primeras cascadas que encontramos estaban cerca de la confluencia del Mamoré y del Beni, llamada "Madeira", con una extensión de tres cuartos de milla. Es difícil estimar la diferencia de nivel entre las superficies superior e inferior del río. Como las cascadas están en declive y se extienden sobre una gran distancia, es difícil calcular la distancia que cubrimos durante el día. En un momento vamos a la velocidad de quince millas por hora y luego a no más de una milla en medio día. Esta cascada no tiene menos de quince pies. Grandes bloques cuadrados de piedra yacen unos encima de otros en una confusión inusual. Remaron por un cuarto de milla y, pasando la mitad del equipaje afuera por encima de las rocas, transportaron el bote en trineo y flotó por estrechos canales cerca de la ribera oriental. Todo el lecho del río, cuando nos paramos al pie de la cascada y miramos, es una mezcla de toscas rocas yaciendo en todas posiciones en el sólido cimiento de granito, rodeado de espumosos arroyos de agua lodosa. Mientras cargábamos nuestro bote de nuevo al pie de las cascadas, Titto descubrió algunos indios acercándose a nosotros desde el monte. Aparecieron súbitamente desde atrás de una masa de rocas, con arcos y flechas en sus manos. Don* Antonio me había advertido, antes de dejarlo, que estuviera en guardia cuando los salvajes vinieran en esta forma. Dijo que cuando envían primero mujeres y niños al bote, entonces hay pocas posibilidades de tener una dificultad con los hombres; pero cuando las mujeres y los niños se mantienen a la zaga y los hombres vienen con arcos y flechas en mano, las señales son belicosas. Estábamos, por lo tanto, preparados. Nosotros, sin embargo, reconocimos a nuestros amigos, los jacares. Un viejo jefe trajo a una mujer cargando cerdo asado y yuca*. Ella cargaba en la espalda una canasta de sauce, honda y cuadrada, suspendida por una banda de tela de corteza alrededor de su pecho. El jefe y sus dos hombres estaban vestidos con túnicas de tela de corteza y sombreros de paja, mientras que la única cosa en la espalda de la mujer era su canasta. En una mano llevaba un pote de arcilla, el que también ofrecía para vender. Titto negoció con el grupo y, gradualmente, su comportamiento hacia nosotros se volvió más suave. Por la falta de un intérprete no pude percibir qué costumbres observaban. Estos indios tienen fama, entre los brasileños, de ser grandes ladrones. Ellos, sin embargo, parecían estar perfectamente satisfechos cuando los dejamos con el intercambio razonable. La cólera que uno de ellos expresó a Titto por no darle todos los anzuelos por unas cuantas flechas más bien nos lleva a creer que, si nos hubieran excedido en número, nos hubieran dado problemas. No les dimos oportunidad de tratarnos rudamente, ya que fuimos excesivamente corteses y, con todo tan bien armados, que ellos desempeñaron su parte muy rectamente en un espíritu de reciprocidad. Hay gran dificultad en saber cómo hacer frente al salvaje. Trátelo como un hombre civilizado y tocará sus mejores sentimientos. No funcionará acercársele indirectamente, dejándole ver que, queriendo negociar, hay un prudente estado de alerta para la pelea. Se despidieron cortésmente estrechando las manos de todos. Nosotros introdujimos la costumbre, que parece les gustó, aunque la rigidez en la articulación de sus codos demostraba que no entendían el asunto. Deambularon hasta la ribera rocosa en la arena donde habían dejado su canoa de corteza en la cabecera de las cascadas y nos fuimos, pasando rápidamente entre las rocas, en la precipitada corriente.
23 de septiembre. - El río tenía setecientas yardas de ancho y ciento cinco pies de profundidad. Pasamos los rápidos "Miserecordia" (sic: Misericórdia) o corriente rápida, pero no se veía ni una onda. El canal estaba libre de rocas y pronto llegamos hasta las cascadas 'Ribeirao" (sic: Ribeirio), que tienen dos millas de largo. Cargaron el equipaje quinientas yardas por un camino en la ribera oriental Aquí Don* Antonio transportó sus embarcaciones sobre rodillos de madera. Creo que dijo que estuvo cerca de un mes subiendo estas dos millas. Los hombres estaban ansiosos por ver si podían pasar esta cascada con el bote en el agua. Lo echaron al agua por un rabión de veinte pies casi perpendicular usando las bozas en la proa y popa.
Nuestro bote estaba empezando a ceder ante el rudo servicio y como hacía agua, fue necesario aligerar su carga-, entonces, también, los hombres empezaron a fatigarse. Después que lograron subir el bote a salvo sobre un lugar peligroso, tuvieron que cargar las cajas una por una. " caja más pesada era aquella en la cual se plantaron tres especimenes de caña de azúcar de Mojos. Había segado mi primera cosecha y encontré que las plantas estaban haciéndolo bien, cuando fue necesario aligerar nuestro pequeño bote y de mala gana nos vimos obligados a dejar atrás lo que hubiera resultado importante para un cultivador de azúcar en Misisipi. Sacaron nuestro equipaje y lo volvieron a almacenar varias veces. Una vez el bote estuvo encima de una roca y otra vez bajo la espuma. El sol era abrasador y nos beneficiaba en toda su plenitud. Cuando el agua es lanzada sobre las rocas desnudas, silba como si corriera sobre hierro caliente.
Los lados de los hoyos se forman como el interior de una tuerca; algunos de ellos tienen nueve pies de profundidad. El agua en ellos es muy caliente; a uno de los negros parecía gustarle bajar a los hoyos de agua caliente; su rostro tenía más bien una expresión angustiada y, mientras se mantenía con la cabeza por encima del extremo del hoyo, parecía como si estuviera siendo sometido a una cura de agua caliente. El río parece haber desgastado las rocas menos que anteriormente. Este fluye sobre tina mása sólida, en la cual hay varias zanjas de cuatro a seis pies de profundidad, del mismo ancho. Nuestra canoa pasó en forma segura a través de una de éstas usando sogas, mientras la tripulación caminaba a lo largo de la roca plana. Había varias de estas zanjas paralelas unas a otras. La roca estaba desgastada tan suavemente como el vidrio. Después de descender alguna distancia por el medio, encontramos los canales tan grandes y peligrosos que debemos ganar el lado oriental del río; la única salida para nosotros, además de volver sobre nuestros pasos, era cruzar un ancho canal con una furiosa catarata encima y una muy cerca abajo. Nos mantuvimos lo más cerca posible del pie de la más elevada y los hombres remaron con tal fuerza que uno de los remos se rompió cuando llegamos a mitad de camino. Con los tres restántes nos escapamos por un pelo; el bote no hubiera durado ni un instante si lo hubiéramos transportado sobre la cascada más baja. Las ondas formadas por la velocidad de la corriente tienen cinco pies de altura; grandes leños son arrastrados tan rápido que surcan las aguas directamente a través de las olas y desaparecen de la vista en un instante. Los hombres llegaron a volcar el bote en un pasaje peligroso. Parecen estar rindiéndose sólo por completo agotamiento. Tienen muy poco para comer; la farinha no añade mucho a su fuerza y la cecina se malogra. No encuentran ni peces ni pájaros; un mono sería un deleite. La noche nos alcanzó a mitad de camino abajo de las cascadas y nos detuvimos sobre una árida roca, donde había dos pequeños palos de madera, con los cuales hicimos una fogata, hervimos agua y dimos café a los hombres. Observé una estrella austral y, volteando hacia otra al norte, me alegró descubrir que ésta había pasado el meridiano, ya que el sueño era más necesario que la latitud. En el lado occidental de las cascadas se erguían tres colinas pequeñas; en el lado oriental, un gran árbol del bosque de tronco blanco. Este era el árbol más grande que habíamos visto, aunque no completamente igual a un enorme roble norteamericano.
24 de septiembre de 1852.- Al amanecer nos arrastramos; sería un error concederle el nombre de viaje. La región está densamente cubierta de árboles de nueces del Brasil y cacao entremezclados. Cuatro millas más abajo llegamos hasta los rápidos "Periquitos", que lleva su nombre por el gran número de loros que habita el monte. Estos loros son verdes, escarlatas y amarillos, con largas colas; vuelan lento sobre nuestras cabezas, en parejas, dando la voz de alarma cuando nos ven acercándonos. Remamos entre estas pocas rocas sin la menor dificultad. U, s riberas del río tienen treinta pies de alto; los sondeos indican cincuenta y cuatro pies. Al mediodía el estruendo del trueno acompañado de lluvia vino del norte. Cuando estamos saliendo fuera de la cuenca Madeira Plata, encontramos el clima cambiante; los vientos del norte traen lluvia aquí, mientras que los vientos del sur los llevan más al sur. A las 3 p.m., termómetro, 86º; agua, 83º.
Pasamos los rápidos "Araras" con mucho esfuerzo, arrastrando el bote con sogas hechas de corteza, que son las mejores para un trabajo como éste; el agua las afecta poco. La cascada es pequeña y el canal está despejado. Mientras los hombres recolectaban nueces del Brasil del monte, enfrascamos una cría de tortuga, tomada de entre los huevos encontrados en la arena. Los anfibios están muy pobremente representados; no vemos cocodrilos, culebras o ranas. El agua se ha vuelto mucho más clara; tiene una apariencia lechosa. Las riberas descienden regularmente; están cubiertas de un manto de pasto verde claro, lo que les da la apariencia de estar cultivadas.
25 de septiembre. - A las 9 a. m., termómetro, 84º, agua, 82º; ligero viento del norte. A las 2 p.m., truenos hacia el noreste. En la ribera oriental habían riscos de arcilla roja de cincuenta pies de alto, quebrándose perpendicularmente. Pasamos la desembocadura del río Abuna (sic: Abuná), que tiene cincuenta yardas de ancho y fluye desde el suroeste. A las 3:30 p.m., termómetro, 860; agua, 82'. En la tarde, relámpagos hacia el suroeste. Llegamos hasta un gran número de islas rocosas en el río y establecimos nuestro cuartel en una de ellas por la noche. Dormimos bajo mantas; el rocío es abundante y las noches son bastante frescas. Un severo dolor en el oído despertó a Richards; estuvo sufriendo durante toda la noche. Los hombres me dijeron que esto era común entre los soldados en el fuerte, causado por la exposición del oído al aire de la noche y al rocío. El único remedio conocido era "leche materna", que no estaba a nuestro alcance.
26 de septiembre. - Para las dieciocho millas entre los rápidos "Arares" (sic: Araras) y las cascadas "Pedreneira", encontramos una corriente de sólo una milla y media por hora, con una profundidad de sesenta pies de agua. Hemos observado entre todas las cascadas pasadas, que la corriente se vuelve lenta y las cascadas represan muy poca agua, por lo que la inclinación general no podría ser muy grande. También encontramos que la tierra gradualmente se vuelve más alta, como si el río estuviera fluyendo a través de una región que se inclina contra la corriente. En las cascadas "Pedreneira" encontramos los estratos perpendiculares; el río no fluye sobre una mása de roca plana como antes, sino que labra su camino a través de una roca granulada verticalmente; el río ha desgastado tan clara y sólidamente su pasaje, que la brecha se parece a una rotura en una represa de piedra. El río voltea desde su curso norte en un ángulo recto, y fluye hacia el este, inclinándose un poco al sur, como si quisiera regresar y fluir dentro de la cuenca Madeira Plata de nuevo. Suponemos que esta cascada está situada en la cima de aquella cadena de cerros y montañas que se extiende a través de América del Sur desde los Andes hasta el Brasil. Estamos ahora en la cadena que liga al Brasil con la base de las grandes montañas, y el río está aserrándolas y cortándolas gradualmente en dos. Cargaron parte de nuestro equipaje y remolcaron nuestro bote por la ribera oriental con menos dificultad de lo que esperábamos; encontramos una rápida corriente debajo.
En la ribera meridional del río vimos dos canoas de corteza; los negros nos dieron música con sus cuernos de vaca y dos mujeres cobrizas aparecieron en la ribera en un camino en la espesura; pertenecían a la tribu de los "caripunas". Señalamos río abajo y pedimos al "Capitán* Tupé" (sic: Capitán Tupé); ellas corrieron y nosotros continuamos hacia las cascadas Paredao. Un bote ballenero puede pasar por el canal principal con facilidad, pero nuestro bote era demasiado pequeño para intentarlo. Descargaron el equipaje en una playa de arena cerca de.las rocas, las que estaban a cuarenta pies por encima del nivel del agua. En la estación lluviosa las inundaciones las cubren todas excepto por diez pies. Escalé hasta la cima para tener una vista de la región y para buscar un pasaje para el bote. Los hombres tenían que remar una corta distancia y luego tenían que remolcar el bote con sogas por un canal estrecho. El lugar de desembarque estaba en la corriente rápida; lo pasaron por alto y el bote fue arrastrado con ellos entre las rocas - eran transportados a una velocidad tremenda; Titto gritaba a los negros a voz en cuello que remen por sus vidas, de manera que él pudiera dirigirlos en forma segura, lo que afortunadamente hizo. Todos ellos estaban tan asustados que esto los llevó al máximo de su pujanza. La vista fue una muy interesante para mí, ya que la menor roca en su camino hubiera roto el bote en pedazos. Cuando me volteé para bajar me encontré rodeado por un grupo de mujeres y niños salvajes, que habían subido detrás de mí. Eran ocho mujeres, diez niños y dos hombres desarmados; todos, por su aspecto exterior, salvajes de pura cepa. Al sacar mi pañuelo, todas las mujeres y niños rieron. Uno de los hombres se me acercó y, poniendo su mano en mi bolsillo, tomó todos los anzuelos y se los apropió para su uso personal, extendiéndoselos a una fea mujer que llevaba a un bebé lactante, y luego preguntó con descaro si tenía un cuchillo para darle. Era un hombre bajo, de estructura gruesa, realmente gordo y robusto; las mujeres eran todas feas; los muchachos eran los indios más alegres y viriles con los que nos habíamos encontrado. Ante mi sugerencia, caminaron conmigo hasta el bote. Su jefe, el «Capitán* Tupé" (sic), como lo llaman, estaba ausente en una excursión de caza. Sus cabañas estaban a cierta distancia de las cascadas, de manera que no pudimos ver sus casas. Eran bastante amigables con nosotros. Algunos de los hombres que vinieron después, dejaron sus arcos y flechas detrás de las rocas y caminaron desarmados. Las mujeres llevaban a sus bebés bajo el brazo, sentados en fajas de tela de corteza, colgadas del hombro opuesto. Las criaturas parecían terriblemente asustadas de ver un hombre blanco; una de ellas chilló cuando Pedro extrajo leche a la madre en un pote de hojalata, para beneficio del oído de Richards, el que aún le molestaba. La mujer evidentemente entendía lo que se quería con esto y se quedó quieta para que Pedro extrajera tanta leche como quisiera. Los muchachos son notorios por sus grandes barrigas, como el bosquejo de "Matuá" y su hermano "Manú" mostrará. Los mayores expresan buena gana de irse lejos de sus madres; se le preguntó a Manú, con señas, si iría conmigo; meneó su cabeza negativamente; cuando se le hizo entender que obtendría un par de pantalones y algo de comer, entonces asintió con la cabeza afirmativamente. Pedro me dice que se hinchan por comer tierra, lo que todos los niños indios hacen. Uno de los caripunas se metió en el bote y examinó el equipaje; pronto encontró un cuchillo, el que tomó, y salió con éste en la mano delante de todos. Pertenecía a uno de los negros, el que lo tomó del indio. El salvaje parecía desilusionado; entonces se le dijo que si traía yuca* La otras provisiones para los hombres, tendría un cuchillo. Todos declararon que no tenían nada para comer en sus casas. Les hicimos un pequeño regalo y compramos un arco con flechas de uno de los muchachos. Estaban particularmente deseosos de obtener anzuelos y cuchillos.
Matuá llevaba el atuendo completo de los hombres, los que llevan abalorios de madera dura alrededor de sus cuellos, con bandas atadas ceñidamente alrededor de sus brazos por encima del codo y alrededor de los tobillos. Se amarra el prepucio con una banda de algodón bramante, el que se tuerce estrechamente alrededor de las caderas y en la parte baja del vientre. Todos llevan el cabello largo y se lo cortan completamente cuadrado al frente. Llevan piezas de hueso o un palo de madera en los grandes orificios en sus orejas. En el orificio de la nariz introducen un cañón de pluma, llenando la cavidad con plumas de diferentes colores, lo que da la apariencia de un bigote. Esta gente tiene toda casi la misma estatura y figura, pero difieren mucho en los rasgos de la cara. Algunos tienen labios gruesos, narices chatas y caras redondas; otros son exactamente lo opuesto. Los primeros son muy feos y algunos de los últimos medianamente bien parecidos. Las mujeres son más grandes que aquellas que vimos cerca de la desembocadura del Beni. No hay muchas de ellas; viven en pequeñas bandas y dijeron que encuentran pocos peces en el río. Prometieron plantar yuca* y maíz, de manera que la tripulación pudiera tener algo de comer a su regreso al fuerte. Cuando embarcamos, dijeron "shuma ", que Pedro nos informó significaba "buen hombre"; pero probablemente se referían a más regalos.
Las tierras en el lado meridional del río estaban habitadas por los caripunas. Son planas y un hermoso lugar para el cultivo. Pequeñas montañas y cerros están a la vista en el lado septentrional, cuando descendemos por una rápida corriente. El río parece estar arrastrándose por una colina, buscando una salida hacia el norte. A las 3:30 p.m., termómetro, 90º; agua, 83º; aires ligeros del norte; truenos hacia el norte y un arco iris hacia el noreste.
27 de septiembre. - En los rápidos Trez Irmaós (sic: Tris Irmaos) no encontramos dificultad alguna. Una gran isla en medio del río lo obstruye y el agua fluye rápidamente a través de dos canales. Cuando pasamos corriendo, los hombres tocaron sus cuernos, en busca del "Capitán* Macini" (sic), otro jefe caripuna, que vive en el lado meridional del río, con una pequeña banda de su tribu. Pedro habla del "Capitán"* (sic) en términos halagadores. Lo presentan como una persona excesivamente servicial; queríamos sus servicios como piloto, pero no lo vimos. Después de pasar los rápidos "Trez Irmaós" (sic), el río voltea al norte.
Una rápida corriente nos transporta entre una cadena de cerros a cada lado, moviéndonos al este y al oeste. El follaje es inusualmente verde y espeso; los árboles del bosque se han roto por acción de violentos vientos. Por poco fuimos arrojados fuera de la cuenca Madeira Plata adentro de la cuenca del Amazonas, antes que encontráramos, al mediodía, una tormenta de viento y lluvia del noreste, acompañada con truenos. Encontramos la vía marítima en medio del canal demásiado alta para nuestro pequeño bote y nos detuvimos. Mientras la tormenta pasa, el viento trae una nube de arena seca delante de él. A las 3 p.m., termómetro, 85º, agua, 84º. Ahora estamos precipitándonos por un plano inclinado. Llegando a la cabecera de las cascadas "Giráu", encontramos las verdaderas cascadas del Madeira. Son pequeñas, pero el torrente de agua en un espacio confinado, entre inmensas másas de roca, desconcierta a las embarcaciones de gran tamaño e impide su paso río arriba o río abajo. Aquí Don* Antonio transportó sus botes sobre tierra.
Richards estaba sufriendo mucho a causa de su oído; su párpado inferior colgaba, la comisura de los labios se levantaba hacia arriba en un lado, mientras que parecía perder control sobre los músculos de su cara; el dolor era más de lo soportable. Todos los hombres empezaron a sentir los efectos del cambio de clima; las noches frías y el intenso sol de mediodía. Se quejaban de jaqueca y dolores de espalda; los más fuertes de ellos estaban agotados. Antes de que se fueran a dormir, dosifiqué al grupo con aguardiente puro, lo que los animó. Habían estado mucho más respetuosos últimamente y trabajaban con empeño.
28 de septiembre.- Todos los hombres están mejor de salud esta mañana. Cargaron el equipaje a través del monte en el lado oriental del río y, con la mayor dificultad, llevaron la canoa por las rocas. Unas colinas en el lado septentrional habían hecho que el río voltee hacia el este. No se puede calcular la cascada con ningún grado de certeza; el descenso es mucho más empinado y el rugido de las espumosas aguas mucho mayor que ningún otro que hayamos encontrado. Estuvimos pasando de la parte alta a la baja desde el amanecer hasta las 3 p.m., antes de tomar desayuno, el que tomamos bajo la sombra de los árboles, donde el termómetro se mantuvo en 99º; viento del noreste.
Pedro lanzó sus flechas a algunos peces y un negro atrapó uno con una cuerda. Como el reino vegetal parece fresco y vigoroso bajo las fuertes brisas llenas de humedad del Atlántico Norte, de nuevo encontramos vida animal en abundancia. Los vientos alisios del océano cruzan la tierra desde Cayena, en la Guayana Francesa, y golpean este lado de la cuenca del Amazonas. Las nubes se acumulan y exprimen las aguas en gotas de lluvia.
Los vientos alisios del noreste irrigan el distrito de Paititi de la región que tenemos al oeste y el distrito de Tapajos (sic: Tapajós), al este. Obtienen su humedad del Atlántico norte y aquí encontramos, al lado de estas colinas, la exuberante región nuevamente y los árboles son arrancados de raíz. Estos actos de los vientos alisios del noreste están grabados sobre las laderas de la cuenca del Amazonas exactamente igual como los vientos alisios del sureste golpean los Andes en su camino desde Río Janeiro (sic). Los indios caripunas que acabamos de dejar nos dijeron que bajaron por el Madeira en busca de peces. Encuentran poca caza y nada de peces, incluso en estas vigorosas aguas, encima de la exuberante región. Los dos indios yuracares que encontramos del lado de los Andes dijeron que atraparían peces para nosotros cuando fuéramos más abajo del rápido Paracti. Los peces son tan particulares en su elección de las aguas y del clima , como aquellos animales que habitan la tierra seca.
La espuma que produce el agua al pasar rápidamente sobre las rocas flota arriba en forma de bruma; y en las noches tranquilas, claras y estrelladas, las suaves brisas del noreste forman un delgado velo brumoso alrededor nuestro y afecta a las lentes de nuestros instrumentos. Todas las observaciones de las estrellas parecen estar prohibidas. Temprano en la mañana, cuando los rayos del sol caen sobre el río absorben gradualmente la bruma, primero aquella porción que había sido disipada por los vientos de la noche y, mirando sólo entonces, río arriba o río abajo desde una altura, el viajero puede ver la posición de cada catarata, como la fumarada de una hilera de vapores. El poderoso sol pronto evapora esta bruma, la que desaparece velozmente al elevarse. Uno de la tripulación atrapó una anguila eléctrica, la que abrió su batería galvánica y le pasó corriente a toda la tripulación. Una corriente rápida y sin fondo a veinticinco brazas de agua.
29 de septiembre. - Almacenamos nuestro equipaje y todos a bordo estuvimos listos para remar en forma prolongada, pero pronto golpeamos contra las rocas de nuevo. Los rápidos "Caldeirao do Inferno" (sic: Caldeirio do Inferno) son causados por tres islas rocosas y algo boscosas en el río. Remamos parte del camino en el lado occidental sin descargar el equipaje; jalaron el bote suavemente con sogas. Al pie de estas cascadas, por las que un buque de vapor no puede pasar, descubrimos una canoa de corteza, tripulada por salvajes, remando con toda su fuerza lejos de nosotros; parecían estar muy alarmados y pronto estuvieron fuera de vista. Cuando llegamos a un lugar más bien demásiado rápido para estar seguros entre las rocas, los hombres salieron y nos remolcaron a lo largo de la ribera septentrional; mientras hacían esto, tres hombres salvajes, tres mujeres, tres niños y cinco perros miserablemente esqueléticos, vinieron a vernos. Los hombres dejaron sus arcos y flechas detrás de las rocas y se nos acercaron sin temor, pero los flacos perros estaban dispuestos a dar pelea. Eran animales débiles y delgaduchos; bastante desafortunados en sus intentos de ladrarnos, carraspearon una especie de ruido enfermizo, cuando rondaban alrededor de las piernas de sus amos. A uno de ellos un tigre le había dado un zarpazo, lo que le dejó el cuello tieso para siempre. Todos se veían como sí hubieran estado luchando vanamente contra las bestias del bosque. Una mujer vieja y fea nos trajo pescado frito, recién sacado del río. Uno de los hombres tenía fiebre biliosa, pero era atendido por una hermosa muchacha, la que tomó su remo en una de las canoas que nos acompañaba. Los loros abundaban a lo largo de las riberas del río, pero hay muy pocos pájaros de otras especies. La corriente corre a una velocidad de seis millas por hora. El río tiene tres cuartos de milla de ancho, con riberas de arena e islas. Desembarcamos en la ribera septentrional con los salvajes caripunas; hombres, mujeres y niños, todos sentados de un modo amigable alrededor de nuestra piel de vaca, la que se extendió en el suelo para el desayuno.
Dejamos a Richards a cargo del bote, mientras que yo, con uno de los negros armado con un mosquete, seguimos en fila india por un camino en el monte durante un cuarto de milla desde el río. Cuando fuimos avistados desde unas cabañas, los hombres y los muchachos se reunieron bajo una casa abierta al final del camino; todas las mujeres cogieron a sus bebés y corrieron dentro de dos casas cerradas en el fondo. Los salvajes no cogieron sus arcos y flechas, los que, sin embargo, yacían al alcance de la mano, pero varios de ellos asían cuchillos, y otros recogieron los suyos. Thomás, el alto soldado negro, se detuvo exactamente afuera del cobertizo, mientras yo caminé debajo y tomé asiento en una de las hamacas de pasto colgada entre los postes sobre los cuales se sostenía el techo. Todos los muchachos rieron y se reunieron a mi alrededor. Un hombre vino y se apoyó contra un poste cerca de mí con su brazo levantado. Tenía un cuchillo en la mano; mi mano estaba oculta bajo mi chaqueta, donde yacía mi revólver Colt en el cinto. El indio quería ponerme a prueba, como es su costumbre. Un gallo fino y grande pasó cerca. Le pedí al salvaje que lo vendiera haciendo señas de hambre. El de inmediato bajó su mano y pidió que salieran de las casas; entonces las mujeres salieron con sus bebés. Una de ellas, una muchacha bien parecida, fue donde ¿I y tuvieron una consulta sobre los pollos. Ella asintió con la cabeza y los niños los persiguieron para atraparlos para mí.
Había treinta salvajes viviendo en este inhóspito y apartado lugar. Uno de los hombres estaba descantillando con su cuchillo la parte exterior de una pieza hueca de leño para hacer un tambor, dos de los cuales ya colgaban bajo el cobertizo. No expresaron placer al vernos, Se veían como si prefirieran que nos fuéramos. El techo de la casa bajo el cual se reunían los hombres estaba hermosamente empajado con una especie de hoja de palma silvestre. El entramado estaba hecho de vigas descortezadas, amarradas juntas con vides o enredaderas. Todo se apoyaba en postes bifurcados colocados en el suelo, entre los cuales colgaban varias hamacas de pasto. Arcos y flechas eran sus únicas armás hechas en casa. Los cuchillos eran importados. Después de hacernos amigos con ellos, todos ellos se pararon, estrecharon las manos y me echaron un buen vistazo. El suelo del cuartel de la guardia o casa de los hombres estaba barrido. Parecía mantenerse en orden militar, libre de todo menaje de casa o de cocina. Uno de los hombres y varias mujeres vinieron conmigo para examinar las casas de las mujeres. El techo se levantaba a dos pies del suelo. Los costados y aleros también estaban empajados, con una entrada en cada esquina y una en el centro contigua al cuartel de la guardia; cinco entradas en total. El interior presentaba un aspecto confuso. Pilas de ceniza estaban esparcidas por el suelo como si cada mujer tuviera su fogón separado. El interior medía aproximadamente cuarenta por quince pies. Potes de barro y platos yacían alrededor en confusión; hamacas sucias y grasosas estaban colgadas; loros domesticados estaban sirviéndose plátanos verdes. Un mono feo parecía descontento por estar amarrado a un poste de la parte posterior de su cuerpo. La desagradable variedad de olores nos condujo afuera. En la tercera casa sólo había dos puertas. Aquí los perros miserables hacían un ruido terrible. Las mujeres me llevaron a la hamaca de un viejo indio enfermo; ellas hicieron señales de que estaba muriéndose apoyando sus cabezas en las palmás de sus manos y cerrando sus ojos. Estaba cubierto con una manta de tela de corteza, la que estaba levantada para que yo pudiera ver sus delgadas piernas y cuerpo. Estaba muy reducido. Por la blancura de su cabello, estimé que estaba muriendo de vejez, o sofocado dentro de esta húmeda e inmunda casa, donde parece que lo habían abandonado a los perros. Había una casa donde dormían las mujeres. " casa abierta era la habitación donde dormían los hombres y los muchachos. Había gran orden entre los hombres; los suelos de los alrededores estaban barridos. Donde estaban las mujeres todo parecía confusión y faltaba asear. Sus caras estaban cubiertas de suciedad. En cuanto a sus vestimentas, podríamos describir mejor lo que no llevaban.
No vimos signos de un lugar de culto, ni de aquello que fuera adorado, aunque los brasileños dicen que han visto entre ellos Imágenes de madera", figuras con cabeza y hombros con forma humana. Un sacerdote católico visitó una vez a esta gente, pero no encontró incentivo. Miraron indiferentemente, teniendo más interés por la música de un violín y el canto, que cualquier otra cosa. Los elevados árboles del bosque daban sombra a las pequeñas cabañas; un camino conduce más allá tierra adentro, donde cultivan sembrados de yuca* y maíz, aunque tienen poco que comer de la tierra actualmente y se dirigen al río por comida. Los niños de estos indios nos impresionan por ser extraordinariamente inteligentes, comparados con aquellos en las cimás de los Andes. Todos los niños indios parecen tener un espíritu más vivaz que los mayores. Aún se les debe enseñar el arte de consumir chicha*, que se dice las mujeres dan a sus esposos, aquí en el monte. Hicimos una invitación a la multitud para unirse a nosotros para el desayuno. Un niño pequeño caminó cerca de mí con un gallo bajo el brazo y todos siguieron en fila india, con la música de bebés llorando, hasta la ribera del río, donde se sentaron en círculo. Les dimos algunos presentes a cambio del ofrecimiento de varíos pollos y una gran perdiz. A las niñas pequeñas les dimos aretes, para ocupar el lugar de los huesos de los peces o de las bestias; a los niños, anzuelos y a los hombres, cuchillos. A las mujeres entradas en años les gustaba en particular los espejos para ellas y abalorios de cristal para sus bebés. Una mujer nada atractiva me pidió que le regalara un espejo más. Ya se le había ofrecido un cuchillo, que ella había solicitado particularmente. Ella recibió la negativa con una mirada de soslayo tan salvaje, que el daño se reparó de inmediato y se mandó a los hombres entrar al bote. Su hermana usaba pintura. Su frente estaba embadurnada con un color rojo y sus labios ennegrecidos. Le obsequiamos un gran espejo, el que usó para examinar su garganta tan adentro como le fue posible. Pedro tuvo una ligera dificultad con uno de los salvajes; decía que éste le había robado su cuchillo del bote. Yo se lo remplacé y proseguimos sin ser molestados, aunque, como supimos luego, no hace mucho estos tipos robaron a dos brasileños en el río, los que escaparon río abajo en una de las canoas de corteza de los salvajes, dejando su propio bote atrás. A las 3 p.m., termómetro, 91'; agua, 851; el río tiene una milla de ancho, intercalado con islas y rocas, con una profundidad de veinticinco brazas. En el lado oriental fluye un pequeño arroyo de agua clara. El agua de estos pequeños arroyos secundarios a menudo es 60 Fahrenheit más fría que el agua del río principal. La enfrascamos, ya que el agua del río es desagradablemente caliente para beberla. Un hombre comprende cabalmente la bendición del hielo al deslizarse por este río. La corriente es rápida por una hora y lenta a los pocos minutos siguientes. Los hombres reman cuando lo sienten así y descansan cuando desean. Avanzamos, más o menos, todo el tiempo durante el día. El río no es muy sinuoso.
30 de septiembre. - Unas veinticinco millas en dirección nororiental nos condujeron hasta los rápidos "Doz Morrinhos" (sic: Dois Morrinhos). La diferencia de nivel aquí es ligera, aunque los pasajes son difíciles. Pasaron una parte del equipaje sobre las rocas, lo que demostró ser un plan prudente, ya que el bote casi zozobra. La región es muy accidentada y densamente boscosa. Al mediodía tuvimos un pequeño aguacero, acompañado de truenos, sin viento. A las 3 p.m., termómetro, 87º; agua, 85º; con un fuerte viento del suroeste. Al pie de estas cascadas sondeamos quinientos diez pies, sin tocar fondo.
A última hora de la tarde, llegamos a la cabecera de las cascadas "Teotoni" las más impresionantes de todas ellas. Aquí me atacó una severa fiebre biliosa, la que me obligó a mantenerme acostado de inmediato. El dolor en mi pecho izquierdo era de alguna manera parecido al descrito por aquellos que han sufrido de "fiebre Chagres" (sic: Chagas). Todos estábamos agotados, delgados y demacrados. La excitación me había mantenido activo, ya que los hombres eran negros brutales e indiferentes y a Richards aún le dolía el oído.
1º de octubre. - Esta cascada tiene más de quince pies, diez de los cuales están en un ángulo de 45 grados. El rugido hecho a intervalos por la precipitación de las aguas encima y entre las rocas, suena como un trueno distante. Condujimos nuestra pequeña canoa fuera del agua hasta la tierra, por seguridad. Cargaron el equipaje por un camino en el lado meridional hasta el pie de las cascadas. Richards fue con la primera carga y permaneció más abajo mirando, mientras yo me quedé para ver que todas las cosas fueran enviadas. "s hombres desperdiciaban ociosamente el tiempo entre nosotros, hasta que nos atrapó una fuerte lluvia y una tronada del noreste. Colocaron el bote sobre rodillos y lo transportaron cuatrocientas yardas sobre una colina y lo lanzaron al río debajo. Estuvimos desde el amanecer hasta el anochecer trabajando. No debo quejarme, sin embargo, porque los hombres nunca han tenido un tiempo más desolador como aquel que éstos han tenido. Si hubieran estado solos, no hubieran recorrido la mitad de la distancia en el mismo lapso de tiempo. Habían seguido adelante por mí, cuando menos esperaba que continuarían.
Notamos que en casi todas las cascadas en el Madeira el río voltea como si labrara su camino a través de las rocas, formando casi un semicírculo hacia el este; después de llegar hasta la base del declive, el río regresa de nuevo a su curso original. Aquí el camino sobre la tierra describe un diámetro. La tormenta continuó toda la noche en ráfagas. Los negros se quitaron las ropas y se echaron sobre las rocas desnudas bajo una fuerte lluvia, con viento frío, donde en efecto durmieron, mientras que aquellos de la tripulación, con sangre india, prendieron una fogata y durmieron en la arena cerca de ésta con sus ropas puestas. Dejaron el equipaje en la ribera arenosa hasta la mañana cubiertos con cueros crudos. Nos mojamos mucho, ciertamente un pobre remedio para la fiebre biliosa, particularmente cuando viene después del calor de un sol tropical.
2 de octubre. - Cinco millas más abajo están las cascadas "San Antonio" (sic: Santo Antonio), las que pasamos con sogas de remolque, sin desembarcar nuestro equipaje. La diferencia de nivel es muy pequeña; el lecho del río está bastante obstruido con rocas. El río está dividido en un gran número de canales rápidos y estrechos. Tomamos desayuno en el lado occidental, al pie de estas cascadas, con sentimientos de gratitud por haber pasado a salvo los peligros de diecisiete cataratas. Aquellas partes del río Madeira y Mamoré, entre el pie de "San Antonio"(sic) y la cabecera de las cascadas "Guajará-merim*' (sic), no son navegables por ninguna clase de embarcación; tampoco se puede viajar Por un camino en todas las estaciones del año, en cualquier ribera, para seguir la dirección del río, ya que la tierra que bordea el río se inunda semestralmente. Remitiéndose al mapa se verá que viajamos desde Guajará-merim (sic), en el Mamoré, en dirección proa al norte hasta las cascadas Pedreneira, en el Madeira. Por los recovecos del río, calculamos que la distancia no es menor que cien millas. Desde las cascadas Pedreneira hasta el pie de San Antonio (sic) nuestra dirección era aproximadamente este-noreste, una distancia por el río de ciento cuarenta millas, lo que hace que el espacio no navegable sea doscientas cuarenta millas. Un camino labrado directamente a través del territorio del Brasil, desde las cascadas San Antonio (sic), en una dirección suroeste, hasta el punto navegable en el Mamoré, no excedería las ciento ocho millas. Este camino pasaría entre las colinas divisadas de vez en cuando hacia el este, donde las tierras, muy probablemente, no se inundan. En un camino común para mulas, tal como encontramos en Bolivia, una carga se transportaría en unos siete días de un lugar a otro. Don* Antonio Cordoza estuvo cinco meses luchando contra estos numerosos rápidos y rocas para hacer la misma distancia, con su carga en pequeños botes. Nosotros hemos estado doce días descendiendo las cascadas, lo que los navegantes brasileños consideran un viaje rápido. El agreste monte que cubre las tierras es desconocido para el hombre blanco. Consideradas topográficamente, las tierras en el lado oriental del Madeira son las más valiosas.
Nuestra experiencia con una tripulación negra nos da razón para creer que el clima es más compatible con ellos que con las razas blanca o cobriza. Observamos que entre los aborígenes semicivilizados y salvajes pocos hombres llegan hasta una edad avanzada; ellos generalmente fallecen a temprana edad; las tribus usualmente están compuestas por hombres menores de cuarenta años. Ni bien desembarcamos en Príncipe, aparecieron delante nuestro un número de hombres y mujeres negros, activos, canosos y viejos, sonriendo e inclinándose, con tanta animación en la expresión de su rostro y en sus modales como los más jóvenes. Mucho después que el salvaje se ve obligado a permanecer en la hamaca debido a la edad, el negro, que nació antes que él, trabaja activamente. Aquí el hombre cobrizo no iguala la fuerza física del negro. El indio disfruta de la sombra de los árboles del bosque, mientras que nuestros negros se regocijan con el calor del sol.
En este monte se encuentra el caucho, con cantidades de nueces del Brasil Y cacao. Todo el bosque está constantemente verde al igual que los picos de los Andes son eternamente blancos, a pesar de que las hojas se caen y la nieve se derrite. En el mes de abril, o por ahí, la savia que fluye a través de las venas de estos árboles del bosque comienza a caer, no de repente, como la savia del arce sacarino en nuestros estados del norte, sino gradual y lentamente, como el roble perenne, la magnolia, La otros siempre verdes de Florida. La savia desciende primero de las ramás más altas; las hojas comienzan a enfermarse por falta de alimento, se agostan, y lo primero que cae al suelo es el final de la rama que perdió primero su sustento. La marea de savia disminuye en un tiempo más corto que lo usual en un clima donde la mitad del año es tormentoso. La pleamar de savia aumenta a tiempo para echar nuevas hojas en la copa del árbol, antes de que hayan caído las últimás en las ramás más bajas. Durante esta crecida y caída de la savia los árboles de los bosques tropicales dejan caer sus hojas. El trabajo se realiza en una forma tan secreta, que no se observaría, si no encontráramos el suelo cubierto de hojas muertas, mientras que los árboles están perfectamente verdes. En " Andes, la llama apacentando cerca del límite de las nieves perpetuas, tiene el lomo densamente cubierto de lana, mientras que en el suelo está derramada su cosecha del año pasado. Cuando el sol se detiene verticalmente sobre la llama, éste hace caer su lana; cuando el sol se va más lejos en su recorrido hacia el norte, las hojas de los árboles se caen en la base de esas grandes montañas. Durante la estación del año en que la savia está en movimiento ascendente, el "cauchero" períora los árboles y recolecta la leche, convirtiéndola en zapatos al untarla sobre una horma y meterla en el humo de una pequeña fogata cerca de él. La guayaba y la banana caen al suelo para engordar al pecarí silvestre; la oropéndola anida en las copas de los árboles y alimenta a sus crías en el nido en forma de media, que cuelga de los extremos de las ramás. Los tucanes parecen atónitos ante las canciones de nuestros negros cuando remamos, dejando las cataratas detrás nuestro.
A las 3 p.m., termómetro, 86º; agua, 84º; enfrascamos agua potable de un pequeño arroyo en el lado occidental, el que tiene una temperatura de 76º; ancho del río seiscientas yardas; sondeado con una cuerda de doscientos diez pies, sin tocar fondo; corriente de dos millas por hora. El canal está perfectamente despejado de toda clase de obstrucciones; se puede pasar en forma segura entre algunos leños por todas las cascadas en la estación seca, pero cuando el río crece éstos vienen a una velocidad terrible y en gran número, aunque el canal del Madeira rara vez está tan obstruido por madera flotante como el del Misisipi.
Al atardecer llegamos a la isla Tamandua (sic: Tamanduá); cien brasileños estaban ocupados recolectando huevos de tortuga, de los cuales fabrican aceite. Estos hombres vinieron desde el Amazonas; verlos alegró nuestros espíritus; hemos dejado atrás a la raza salvaje y llegado hasta el hombre civilizado, en el lado Atlántico de la selva virgen; estábamos fuera del monte, aunque los árboles son más grandes aquí que en el lado meridional de la cadena de colinas a través de los cuales fluye el Madeira. Los bosques aquí se parecen a aquellos al costado y en la base de los Andes. Los negros cenaron huevos de tortuga, mientras que hacían comparaciones entre la gente del Amazonas y aquellos de "su tierra ", como llamaban a Cuyaba (sic), en el otro gran río sudamericano. Uno de los mercaderes de aceite gentilmente nos invitó a instalar nuestros cuarteles en su cabaña, pero la fiebre me mantuvo en cama en la canoa, con dolores que me impidieron dormir en la noche. El nos envió dos tortugas, que medían casi tres pies de largo, por un pie y medio de grosor. Una de ellas era una carga para un hombre.
La tortuga deposita sus huevos en la arena en estas islas del río al comienzo de la estación seca, empezando en julio y agosto. El calor del sol empolla a las crías; éstas cavan hoyos de cuatro pies de profundidad, arrojando la arena a cada lado con las aletas traseras. El movimiento es rápido y repentino, lanzando la arena a una distancia de seis y ocho pies de ellas. Después de alcanzar la profundidad requerida, la hembra deja caer huevos en el hoyo y cubre la parte superior con arena extraída por sus aletas delanteras. Hay una distribución equilibrada de la labor; las patas traseras cavan el hoyo y las delanteras lo llenan. El hoyo se llena gradualmente con ciento cincuenta a doscientos huevos. Hay una diferencia de tiempo entre el primer depósito y el último; sin embargo, la tortuga calcula tan aproximadamente la profundidad de la arena y el poder del sol, que se dice que todos los huevos se empollan exactamente al mismo tiempo. " cría de la tortuga sube cuatro pies desde el fondo de su lugar de nacimiento, para encontrar a su pequeño hermano en la superficie. Trotan hasta el extremo del río codo a codo, donde practican natación, para estar listas para las inundaciones que bajan desde los distantes Andes poco después de que han nacido.
El aceitero sube el río acompañado de una flota de canoas, conducidas por trabajadores, cargadas con provisiones, calderas, palas, &a. Saben cuándo la tortuga ha depositado su último huevo y, mientras los huevos están frescos, los desentierran de la arena, empezando en un lado de la isla y cavando el suelo hasta la profundidad apropiada. Tiran los huevos como papas, mientras que otros los recolectan en canastas. Se lava una canoa y se tiran los huevos dentro y se rompen completamente usando palos, bifurcados. Arrojaron la cáscara blanda o piel; virtieron una cantidad de agua y la dejaron al sol. El aceite sube a la superficie; éste se purifica y se calienta en calderas de cobre. Lo ponen en grandes cántaros o potes de barro, que contienen cuatro o cinco galones, y lo venden en los mercados del Amazonas. En Pará, el precio por libra varía de cinco a diez* mil reis. Un dólar de plata en moneda boliviana ahora vale mil ochocientos reis. Mientras que la "manteca"* - mantequilla o aceite - está fresca, la usan para propósitos culinarios. El cocinero, por supuesto, no sabe nada respecto al número de crías de tortuga que deben haberse cocinado en éste durante el último período de excavación. Su uso general, sin embargo, es para aceite de lámpara. El aprovisionamiento anual de todos los ríos en la cuenca del Amazonas se consume en las desembocaduras de estos ríos.
Ahora se dice que la tortuga está escasa. Vemos millones de huevos destruidos por los recolectores de aceite, los que buscan por toda la isla y conducen a las tortugas de una a otra. Los hombres me dicen que no hay huevos en la isla donde trabajaron el año pasado. " tortuga madre estaba desilusionada; los pequeños nunca hicieron su aparición afuera de la arena donde se depositaron los huevos. Aunque no son lo suficientemente sabias para entender el proceso de ebullición por los que pasaron sus huevos, sin embargo, saben que algo está mal y, no dando fe a ésa ribera de arena, todas la abandonaron e hicieron uso de una isla que no hubieran escogido si las hubieran dejado solas. Allí el recolector de aceite continúa persiguiéndolas. Los brasileños llaman a estas tortugas "Tortaruga Grande" (sic: Tartaruga Grande). Se dice que hay otras cuatro especies en el río Madeira, a saber, "Cabecudá" (sic: Cabeguda), "Trocajá", "Pitehú" y "Matá-matá" (sic: Matamatá). La Tortaruga Grande (sic) es la mejor para comer y para extraer aceite; también se encuentra en mayor abundancia que las otras.
Se construyen cabañas en la arena para que los recolectores se protejan del fuerte calor del sol en el día y de las lluvias. Los hombres, cuya sangre es la del indio amazónico, tienen a sus esposas con ellos. Hay pocos negros en este negocio. Los brasileños, descendientes de portugueses, reúnen una banda de aventureros o pescadores, los que están dispuestos a dejar sus hogares por esta región salvaje y buscar sus fortunas entre las arenas, donde ningún diamante se ha encontrado aún. " vida es una muy dura; la exposición durante el viaje y después que llegan al terreno, es muy grande. Muchos de ellos tienen fiebres, sus provisiones escasean, el agua es caliente y, a menos que el trabajo se haga a una gran velocidad, las crías de tortuga comienzan a formarse en el huevo, lo que deteriora la calidad del aceite - por no decir nada de la mantequilla. Se consume grandes cantidades de ron en estas expediciones. Los portugueses establecen tiendas donde se vende ron y se abre una cuenta de cargos y créditos para los trabajadores indios; lo mismo hace el minero criollo con aquellos de los Andes, aprovechándose, mientras les paga a los trabajadores salarios mensuales -de tres a cinco dólares con provisiones.
Los trabajadores se cansan pronto y quieren regresar. El empleador saca un pasaporte para ellos, todo en el último puesto militar cuando asciende; se les prohíbe viajar por el país sin uno. El trabajador es obligado a cumplir su promesa de permanecer durante la estación, con buen o mal trato, reteniéndole su pasaporte. Nuestra tripulación se embriagó entre sus paisanos y danzaron parte de la noche con muchachas amazónicas, al son de los violines, en las cabañas, mientras caía fuerte lluvia de grandes gotas, acompañada de truenos y estridentes rayos. El viento soplaba fresco desde el noreste.
3 de octubre.- La tripulación quiso permanecer entre esta gente grasienta, pero como nosotros preferimos flotar con la corriente, en lugar de colocarnos al lado de las canoas de aceite y de la ribera de arena caliente, desatracamos con una cubierta protectora a bordo. Cuando descendemos, el río se extiende en grandes recodos hacia el noreste. Sondeamos veinticinco brazas, sin tocar fondo. El ancho varía de seiscientas a mil yardas. La región es plana; cuanto más bajo vamos, más disminuye el tamaño de los árboles.
4 de octubre.- A las 9 a.m., termómetro, 88º; agua, 87º. Los pequeños arroyos que fluyen desde el lado oriental son de un color verde oscuro, con una temperatura de 87º. Las riberas tienen doce pies de alto y se quiebran perpendicularmente.
5 de octubre. - Esta mañana encontramos cuatro indios "muras " pescando con arcos y flechas en medio del canal, en pequeñas canoas, cortadas de un leño. En una de las canoas estaban una mujer y dos niños, bajo el techo empajado de la pequeña cabina. Esta gente estaba toda vestida de modo decente. ¡Las mujeres llevaban una túnica de calicó! Los hombres eran más grandes que los caripunas y más reservados; fue con dificultad que pudimos detenerlos y que nos vendieron un remo; queríamos reemplazar uno roto. Les pagamos con un cuchillo, cuando desearon desatracar e irse. Probablemente estaban avergonzados de ser pescadores y no tener pescado alguno o, en alguna oportunidad, hayan encontrado mal trato. Sondeamos veintitrés brazas, sin tocar fondo. Poca distancia más abajo, tocamos fondo a treinta y seis pies, y perdimos tanto el escandallo como la sondaleza. Hay algunos troncos sumergidos en el canal, con los cuales se enredó nuestra sondaleza .
Mi mal biliar se ha convertido ahora en escalofríos y fiebre. El hedor de las riberas lodosas y de las aguas estancadas se ha vuelto sumamente repulsivo y en la noche tenemos mosquitos, los cuales no nos molestaban en las cascadas. La corriente varía su velocidad de media milla por hora a dos millas por hora, mostrando una superficie accidentada. El suelo sobre el cual fluye está inclinándose por etapas o está en declive, lo que da al movimiento del agua sobre la superficie un ímpetu convulsionado. Islas, grandes y estrechas, dividen la corriente en dos canales; sin embargo, la profundidad del agua y el ancho de los pasajes son suficientes para todos los propósitos comerciales. Pedro me dice que la tribu de los indios "toras" habita el lado oriental del río; nosotros, sin embargo, no los hemos visto.
6 de octubre. - Desembarcarnos en la ribera occidental, en "Roscenia de Crato", que es un puesto fronterizo de los brasileños en el Madeira. Toda la región entre este poblado y el pueblo de Exaltación (sic), en Bolivia, está habitada por salvajes. Hasta aquí han ascendido los portugueses el Amazonas y el Madeira en su emigración hacia el suroeste. Los españoles, quienes cruzaron el itsmo de Panamá y las montañas de Bolivia, están ahora en la cuesta nororiental, para encontrarse con los brasileños. El movimiento, en ambos lados, es lento, pero el hombre blanco se está arremolinando cerca de cada uno de los flancos del salvaje, que ahora sólo ocupa una pequeña franja de tierra entre los emigrantes de España y Portugal - gradualmente trabajando a través de la selva virgen en dirección uno del otro.
Crato pertenece, en parte, a mi amigo Don* Antonio Cordoza. Hace algunos años su padre estableció un puesto de comercio aquí, donde los indios vienen del monte desolado con zarzaparrilla, nueces del Brasil, chocolate, brea, guaraná*, preparada de la semilla de una fruta que se encuentra en el monte, que corresponde en cierta forma a la cereza silvestre. Los indios machacan la semilla con piedras y hacen una pasta añadiendo agua; después de secarla al sol, la enrollan en trozos de una libra de peso y la venden en el puesto a cincuenta centavos la libra. Don* Antonio vendió guaraná* en Trinidad a cuatro dólares. A los españoles les gusta muchísimo; su precio ha alcanzado hasta ocho dólares la libra, en las montañas de Bolivia. La guaraná* se parece al chocolate preparado; una pequeña cantidad rallada en un vaso de agua con azúcar, hace no sólo una bebida refrescante, sino también fortificante. Los indios la usan cuando cazan o marchan, pensando que les permite soportar una mayor fatiga. El comerciante le paga al indio con ron, destrales, cuchillos, anzuelos, abalorios, &a. Encontramos cuatro o cinco casas, habitadas por intrusos, rodeadas de hermosas pampas; aquí y allá hay grupos de árboles del bosque. En las planicies el pasto es excelente para el poco ganado vacuno y equino que se ha traído río arriba. Cantidades de pollos medran alrededor de la casa, con perros y puercos gordos.
Las familias son descendientes de portugueses. Colgaron una hamaca para mí en una casa con una sala en un lado y un pequeño molino de azúcar al otro. Mientras las mujeres color de oliva se sentaron a coser, el hombre estaba ocupado colocando caña de azúcar entre los cilindros verticales de madera, al tiempo que nuestros hombres daban vueltas a la barra de hierro manualmente para obtener un poco de jugo de azúcar para refrescarse. La gente era sumamente amable y atenta. La Sra. Santa Ana, la esposa del hombre al cual le trajimos cartas, nos medicó con té de pollo, declarando La gente de esta región que no comió murió con la fiebre.."
El suelo está bien adaptado al crecimiento de caña de azúcar. Nos dicen que la lejana región al oeste es un llano, cubierto de fino pasto. A los indios los llaman "muras"; les gusta el comercio y son menos belicosos que algunos otros, de los cuales poco se sabe. Parecen estar contentos con la diferencia entre el ron y la zarzaparrilla.
Nos quedamos aquí toda la noche, para dar a los hombres un descanso y tratar de dormir una noche nosotros, pero no había descanso con una fiebre alta. El agua del río enfriada en una vasija de barro era refrescante.
Limpiaron bien nuestro bote y almacenaron el equipaje de nuevo; mataron un gran puerco para los hombres y llenaron nuestra canasta de pollos con aves de corral. Nos pidieron que nos hiciéramos cargo del correo, un puñado de cartas, y nos embarcamos con muchos agradecimientos para nuestros amigos de la frontera.
Los sondeos varían de siete a veintiún y media brazas. A las 3 p.m., termómetro, 92º; agua, 86º; calmado.
8 de octubre. - Durante la noche tuvimos una fuerte lluvia, estridentes relámpagos y truenos del noreste. A las 9 a.m., termómetro, 83º; agua, 85º. A las 3 p.m., termómetro, 88º; agua, 86º. El descanso en Crato nos refrescó a todos; los hombres reman con vigor; ahora están corteses y atentos, mostrando un deseo de comportarse bien, aunque encontramos que el negro libre es el carácter más difícil de controlar. El indio presta atención a su deber sin que se le diga que lo haga. Los negros empiezan a temer una dificultad con nosotros y están comenzando a aceptar con más ánimo no sólo su trabajo diario sino que están determinados a demostrarnos respeto. Rechazaremos una oferta respecto a una tripulación compuesta por negros libres en otra expedición de tal naturaleza. Hemos sentido que si estos hombres no hubieran estado conscientes de que estábamos en guardia desde que mataron a nuestro perro, nos hubieran asesinado sin la menor hesitación. Ellos discutían nuestra autoridad y querían que lo supiéramos.
En la tarde, al venir una nube negra del noreste, el viento levanta la arena en la playa e islas por encima del follaje de color verde intenso. Cuando el trueno ruge y el relámpago destella, dejamos las agitadas aguas del medio del canal y buscamos una ensenada en la ribera y aseguramos el bote hasta que pase la violenta tormenta. En la ribera occidental había un pequeño poblado de los indios muras, construido de madera del palmito y empajado con la hoja de palma silvestre; ¿este parecía estar desierto. Las riberas tenían cuarenta pies de altura, eran de arcilla roja y perpendiculares. En el lado oriental del río había sembrados de maíz. Los árboles del bosque tienen menos altura cuando descendemos; grandes islas tienen una extensión de tres a cinco millas, dividiendo el río en dos. En la desembocadura de un pequeño arroyo de aguas verdes y claras, encontramos a un grupo de indios pescando en una canoa de leño. Los hombres estaban desnudos y las mujeres llevaban túnicas. En una de las islas de arena estaba su cabaña temporal.
12 de octubre. - A las 9 a.m., termómetro, 83º; agua, 86º. Durante los últimos tres días hemos pasado por una región deshabitada, sin encontrar obstrucciones para la navegación a vapor. La corriente es de una milla por hora y el río, en algunos lugares, tiene una milla de ancho. Nos encontramos con una "cuberta" (sic coberta) de pescar, anclada. Esta embarcación es un barco del Amazonas, usado para comerciar por estos ríos, en su curso hacia arriba o hacía abajo, con las velas alzadas o impelido con pértigas o remolcado a lo largo de la ribera cuando el río está bajo. Continuamos a lo largo y compramos un pescado seco llamado "pirarucu", cuyo sabor nos gustó a todos de inmediato; era nuevo tanto para nosotros como para los negros de Cuyaba (sic). Las pirarucus son atrapados por la flecha cuando nadan cerca de la superficie del agua; tienen una cabeza pequeña y un cuerpo grueso, cubierto de escamás; aquí se los encuentra de seis a ocho pies de largo. Después de echarle sal y dejarlo secar al sol, la carne se conserva bien doce meses; los barqueros lo tuestán o lo cocinan sin estofarlo con papas; no tiene olor repulsivo, como el bacalao cocido. Nos dicen que el pez llamado "peixe boi" (pez toro) del Madeira, es el mismo que la "vaca-marina"* (sic: vaca marina) del Ucayali, aunque comparativamente se capturan pocos. El capitán de la «cuberta" (sic) estaba haraganeando por la embarcación sin saco, mientras que uno o dos hombres estaban pescando en una canoa río arriba. El cable, gracias al cual la embarcación estaba amarrada al ancla, estaba hecho de una hierba negra como paño, sacada de una especie de palmera en el Río Negro, llamada "piassába" (sic: piassaba), que se dice dura más dentro del agua que fuera de ella. Sogas de diferentes tamaños se hacen de la piassába (sic), pero el cordaje de la embarcación generalmente era de cáñamo de Kentucky. Su dimensión no era de más de dieciséis toneladas, aparejado a manera de goleta. En cubierta, entre la cabina y la bodega de proa, había una gran caja llena de tierra, donde la tripulación prendió una fogata y cocinó pescado y tortuga. Le tendimos al capitán un dólar de plata boliviano como pago por el pescado, el cual se complació en tomar y nos dio gran cantidad de monedas de cobre a cambio. Titto, nuestro sargento negro, tuvo que explicar el valor de la plata boliviana en moneda brasileña.
En Porto de Mataurá hay un cuartel de la guardia en la ribera oriental. Richards escaló la empinada ribera y presentó los pasaportes al comandante, el que fue lo suficientemente amable como para enviar a un oficial para ofrecernos una casa si nos quedábamos. El oficial regresó nuevamente con un presente, un par de sandías, que se dice son un remedio dudoso para la fiebre y el escalofrío. Eran pequeñas, semimaduras, pero las devoramos pronto, ya que era la única cosa refrescante que habíamos visto, excepto una caña de azúcar pequeña, desde que dejamos el fuerte. El sufrimiento causado por la fiebre se incrementó hasta la agonía cuando se repitió imprudentemente la misma dosis. La temperatura del agua potable era 87º y la temperatura del aire, a la sombra, 89º. Dadas estas circunstancias las frutas y los melones son lujosos. La tentación es grande, pero el enfermo debe ser particularmente cauteloso al usar tales artículos perjudiciales, pero agradables al gusto.
Cuando proseguimos las tierras se vuelven más elevadas y están mejor adaptadas para el cultivo que otras más abajo de Crato. Los árboles del bosque son pequeños donde las tierras están libres de las inundaciones, correspondiendo a las observaciones hechas cuando flotábamos en el medio de la cuenca Madeira Plata, cerca de Exaltación (sic). Pequeñas corrientes de agua fluyen desde el este, mientras que en el oeste las "madres"*, o grandes estanques, tienen una salida a través de la ribera. La regla es, riberas altas en el lado oriental del Madeira, y bajas hacia el oeste, con pocas excepciones. Los manantiales son raros. Las aguas que se escurren bajo las riberas azules, rojas o amarillas son las más frescas, incluso después de haber sido enfrascadas y almacenadas bajo nuestros asientos. La temperatura del aire es 96º Fahrenheit; el calor es muy agobiante. Debajo nuestro hay veinticuatro pies de agua; en algunos lugares no tocamos fondo a ciento cincuenta y seis pies. Cuando el río se mueve más recto, encontramos más irregularidades en el canal y el ancho, en algunos lugares, es una milla completa. En ambas riberas vemos pequeñas casas, con algunos bananos y naranjos a su alrededor. Estos son los poblados de los descendientes de los portugueses. Una canoa o dos yacen cerca de la ribera al otro lado de cada casa. Cuando pasamos rápidamente a lo largo, a punta de remar -ya que la corriente era sólo de una milla por hora- la brillante luna se elevó sobre el mar de follaje y alumbró nuestro camino hasta el pueblo de Borba, el 14 de octubre de 1852.
Con un puñado de cartas, trepé la empinada ribera hasta la casa del Capitán* Diogo (sic: Capitán Diego), padre de mi amigo Don* Antonio. Pasó sus dedos entre los mechones de cabello gris y se rió ante la idea de un hombre enfermándose en tal viaje; me dio una horrible taza de té hecho de las hojas de un arbusto que se encuentra en el monte, lo que me hizo dormir, cuando él estaba alardeando sobre sus viajes extraordinariamente largos por diferentes ríos y cómo acostumbraba medicarse a sí mismo. Estaba muy contento hasta que contó el dinero enviado por su hijo y socio, cuando quiso saber "si eso era todo lo que Antonio había hecho en su viaje a Bolivia."
En la mañana trajeron nuestro equipaje y los soldados regresaron donde el comandante de policía. Borba es un pequeño pueblo de trescientos habitantes. Las hileras de miserables cabañas de madera se yerguen paralelamente, con una iglesia penosamente ruinosa; las campanas, viejas y rajadas, cuelgan bajo un pequeño cobertizo cerca de la puerta. En el suelo, de donde se ha removido los árboles del bosque, había un denso césped de hierbas de pequeñas hojas, donde unas cuantas vacas pobres, de aspecto delgado, estaban pastando. Puercos grandes y gordos vinieron gruñendo a la puerta. El fuerte sol había disminuido la lana en los lomos de algunas ovejas y, en su lugar., salió un vellón de pelo gris como sustituto. Cuando el hombre fuerza al animal que Dios hizo para un clima frío a uno caliente, se desarrolla una nueva naturaleza para el alivio de la pobre y anhelante criatura, y coloca sobre éste una cubierta de pelo fresco, en lugar de aquella calurosa de lana.
Los españoles han forzado al puerco a ir tan alto en los Andes que éste sufre cada vez que se le erizan las cerdas y muere fuera de lugar; mientras que a los portugueses les es imposible producir buena carne de camero o lana en las planicies calientes del Amazonas. Los indios, en un clima cálido, engrasan o aceitan su piel desnuda como una protección del sol o para que las lluvias resbalen más fácilmente; mientras que aquellos que vimos en las heladas cimas de las montañas, se vestían con ropa de lana y engrasaban sus interiores con carne de carnero. Ellos parecen entender perfectamente por qué la tierra está provista de comida y vestido.
Los habitantes de Borba son principalmente negros, los que son muy ruidosos, tanto dentro como fuera de casa; la mitad de ellos son esclavos. Aquellos descendientes de portugueses son extremadamente indolentes. Observamos pocos niños de cualquier color. Las mujeres peinan el cabello hacia atrás con grandes peines de caparazón de tortuga, tallados caprichosamente. Sus vestidos son de talle muy corto, lo que les da una apariencia más desgarbada de la que realmente merecen. Los hombres llevan pantalones y una camisa con la cola afuera, la que se ve fresca. Ninguno de los sexos sale, excepto a la iglesia, cuando se visten con ropas negras oscuras y sedas, con ornamentos de oro y diamantes en abundancia, traídos de las cabeceras del Tapajos (sic) - o al río a bañarse, cuando dejan casi toda la ropa en casa.
Las casas son de un piso y largas; no hay puertas engoznadas entre los cuartos, sólo aquéllas que se abren a la calle. Cuelgan cortinas desde la parte superior de las entradas hasta algunos pies sobre el suelo de ladrillo. Un día una fresca brisa sopló por las ventanas y el chiflón a través de las puertas levantó todas las cortinas; entonces descubrimos a la familia sentada en una alfombra, cosiendo. Las niñas eran hermosas, con grandes ojos profundamente negros al igual que el cabello; rápidamente metieron sus pequeños pies desnudos bajo sus vestidos y se rieron con entusiasmo ante la súbita sorpresa. Su cabello estaba suelto; los broches y corchetes no estaban cerrados. La señora de la casa fue muy amable desde su lado de la cortina, le entregó quinina y vino portugués en nuestro lado al Capitan* (sic) el que declaró que podía curar la fiebre en poco tiempo. Insistió en que le acompañara cada noche a las diez a una cena caliente; a la misma hora en la mañana, al desayuno, y desaprobaba el dormir - que era todo lo que queríamos, aparte de salir de la región lo más pronto posible. Nuestro pan se hacía de harina de Richmond, que se dice se mantiene mejor en este clima que las harinas más septentrionales de los Estados Unidos. Si esto se debe al modo de moler el grano o a una diferencia en las características del trigo mismo, esto debe probarse. U, s comidas principales eran la tortuga y el pollo, con café y vino tinto portugués. Se dice que el tabaco, que se produce en las riberas del Madeira, es de calidad superior a cualquiera en el Brasil. Este se arma en rollos, de siete pies de largo y tres pulgadas de diámetro, cuidadosamente envuelto en una banda de rota enrollada alrededor. Cada varilla contiene dos libras; fardos de éstos se exportan a la costa Atlántica, junto con cacao, nueces del Brasil, café y zarzaparrilla.
El comercio de Borba es insignificante. Según el informe del Capitán* Diogo (sic), no hay más de dos mil habitantes, indios y todo, viviendo en las riberas del Madeira, los que se encuentran principalmente cerca del río, siendo la región del interior una selva virgen, enmarañada, enredada y en algunos lugares pantanosa, donde los cocodrilos se asolean en el abatido pasto y los tigres andan errantes libremente tras las huellas del tapir. En las pequeñas granjas, cerca de Borba, se cultiva caña de azúcar y se elabora ron - una mayor cantidad de éste último se consume en el Brasil; su comercio parece ser más amplio que todos los otros. Se cultivan algunas sandías, naranjas y limas, pero menos de lo que se requiere para el consumo interno.
No había hombres de Borba para acompañarnos. Las autoridades ordenaron a los soldados que vinieron con nosotros que prosiguieran. Lamenté esto por dos razones. Una, que teníamos esperanzas de librarnos de estos atrevidos, semisalvajes, negros libres, que se negaron rotundamente a obedecer a las autoridades del pueblo. Otra, que el comandante de Beira quería que los enviara de regreso tan pronto como fuera posible después que llegáramos aquí, ya que les tomaría cinco meses recuperar sus puestos. Pero descubrí que estaban obligados a ir hasta Barra do río Negro, para comprar un poco de hierro, el cual se les había ordenado trajeran al fuerte, junto con un poco de guaraná* y, para nuestra sorpresa, los hombres preferían ir con nosotros antes que quedarse en Borba o retornar a sus deberes usuales. Se arregló un bote más grande. Se saldó cuentas con Pedro, nuestro piloto, ya que el Capitán* (sic), el que llenó nuestra canasta de pollos y nos dio un enfriador de agua, necesitaba sus servicios como constructor de botes. La esposa de nuestro amigo Don* Antonio nos envió al bote dos tortas grandes, junto con un cántaro de naranjas confitadas; su pequeño hijo vino para agradecernos por traer cartas del padre. El viejo y amable Capitán* (sic) me dio instrucciones particulares respecto a la fiebre, la que había curado parcialmente, mientras por poco mata al paciente. Proseguimos con tres pasajeros portugueses.
El río estaba treinta pies por encima de su nivel actual, en la estación lluviosa, y tenía ahora una profundidad de treinta pies en las afueras de Borba. Una embarcación puede anclarse en la ribera del río. Hay piedra al alcance de la mano para construir muelles, si es necesario. Los vientos alisios del noreste soplan frescos y encontramos dificultad para avanzar; la corriente del río ha disminuido hasta media milla por hora. Los vientos soplan directamente opuestos a ésta, lo que nos desconcierta considerablemente. En la tarde, el viento cesa y nosotros desatracamos de la ribera donde el bote está atado, para mantener lo que hemos ganado.
En unas cabañas pequeñas encontramos indios muras durmiendo, los que parecen muy indiferentes respecto a vender algunas insípidas naranjas de cáscara delgada.
El pesado rocío de la noche se mezcla en igual proporción con los hambrientos mosquitos. Las noches y las mañanas están hermosamente despejadas.
En la tarde del 29 de octubre, cruzamos el río desde la ribera oriental hasta la occidental, viéndonos obligados a hacerlo, ya que el viento creó una marejada y nosotros permanecimos penosamente anclados a un tronco sumergido; cuando estábamos a mitad de camino, nuestra pequeña embarcación avanzó con dificultad y se sumergió en el agua. Richards achicó el agua resueltamente, mientras que los hombres se asustaron; mantuvimos la proa en ángulo con el mar hasta que llegó a salvo a la orilla opuesta, donde los corazones de los negros volvieron a su lugar, pero mantuvieron sus ojos muy abiertos, cuando miraron atrás hacia el agitado río, diciendo que nunca antes habían visto aguas tan furiosas.
El 21 de octubre permanecimos todo el día cerca de una isla de arena, sin poder proseguir hasta la tarde. Cuando el viento se extinguió gradualmente, remamos a la luz de la luna. Cuando los negros sacaron sus remos del agua, metimos el termómetro en el Madeira por última vez, 88º Fahrenheit. De repente, la proa de nuestra pequeña canoa tocó las profundas aguas del poderoso Amazonas. Una hermosa isla, en forma de manzana, con follaje verde oscuro y una playa arenosa rodeándola, yace en la desembocadura del sinuoso y gran Madeira. La desembocadura se abre por dos canales. Encontramos setenta y ocho pies de profundidad, cerca del lado occidental, el que tiene seiscientas yardas de ancho, con riberas altas, lleno de árboles, pero sin señales o huellas de civilización. Una gran punta de arena se extendía en la desembocadura más baja, como una gran lengua, en la cual yacían huevos de tortugas y pájaros. El lado oriental de la desembocadura tenía aproximadamente tres cuartos de milla de ancho. Algunas casas se erigían en la lontananza, donde la región estaba más elevada hacia el sureste.
Ahora que estamos en la desembocadura de este magnífico río, encontramos que las embarcaciones muy cargadas no pueden entrar. El valor del comercio exterior actual del sur del Perú y Bolivia puede ser de diez millones de dólares al año.
La distancia desde el pie de las cascadas San Antonio (sic) hasta la desembocadura del Madeira, es quinientas millas por el río. Una embarcación con un calado de seis pies puede navegar esta distancia en cualquier estación del año. Una carga de los Estados Unidos puede llegar al pie de las cascadas, en el Madeira, en treinta días. Por un camino común a lomo de mula, a través del territorio del Brasil, las mercancías pueden pasarse desde las cascadas más bajas hasta las más altas en el Mamoré, en menos de siete días, por una distancia de unas ciento ochenta millas; de allí, por barco de vapor, en ese río y el Chaparé, una distancia de quinientas millas hasta Vinchuta, en cuatro días. Diez días más desde la base de los Andes, por el camino por el cual viajamos, harían cincuenta y un días de viaje desde Baltimore hasta Cochabamba, o cincuenta y nueve hasta La Paz, el emporio comercial de Bolivia, donde las cargas generalmente llegan desde Baltimore en ciento dieciocho días, vía el Cabo de Hornos - a menudo retrasadas en su camino a través del territorio del Perú desde el puerto marítimo de Arica. Las mercancías, por la ruta del Madeira, enviadas por la cadena de montañas de la Cordillera hacia la costa del Pacífico, pueden llegar allí un mes antes de que lo que podría llegar un barco desde Europa a la costa oriental de los Estados Unidos, a través de dos océanos o la ruta antigua.