CAPITULO VI
Partida de Cerro Pasco Casa de acuñación de Quinua San Rafael Ambo Quicacán Huánuco Cerro de Carpis Valle de Chinchao Río Huallaga.
Con engaños y amenazas de llamar a los militares (aquí había una pequeña fuerza militar como policía), logramos que nuestros vagabundos borrachos "cargaran" y partieran a la una y media de la tarde. Uno de ellos se escabulló en las afueras del pueblo, el otro quiso ir a buscarlo o al menos conseguir la llave del tambo donde estaban encerradas dos mulas de reserva que les pertenecían. Pero nosotros no le hicimos caso y conduciendo las mulas con las cargas, se vio obligado a seguirnos. El desertor se unió a nosotros en nuestro punto de parada para pasar la noche, pero al encontrarse con esa situación, tuvo que regresar al Cerro por sus bestias que faltaban.
Casi inmediatamente después de dejar Cerro y ascender las colinas que lo rodeaban por el norte, llegamos ante la vista de los Andes orientales, que aquí son una cordillera debido a que tienen muchos picos y nevados. Por el lado izquierdo, casi a la mano, había un lugar de tierra pantanosa que era de cierto interés para nosotros, ya que no íbamos a dejar atrás las aguas que vimos caer en este lugar en forma de pequeños riachuelos hasta que aumentados por varios otros, desembocan en el Atlántico por una boca de ciento ochenta millas de ancho. Esta es la fuente del Huallaga, uno de los tributarios principales del Amazonas.
Siete millas en dirección N. N. E. y después de pasar varias haciendas* donde se muele mineral, llegamos al poblado de Quinua, donde años atrás se había establecido una casa de acuñación, pero que ahora está abandonada. La maquinaria para la acuñación es mucho mejor que cualquiera de las que he visto en Sudamérica. Fue fabricada por un bostoniano, llamado Hacket, quien también hizo casi toda la maquinaria de los molinos de azúcar de los alrededores de Huánuco. Por estos lugares hay minas de oro, pero creo que no se explotan. Este poblado está justo en un punto donde al dejar lo desértico del Cerro, vemos arbustos y flores.
Cuatro millas más allá nos detuvimos para pasar la noche en una hacienda* llamada Chiquirin, que en una época parece haber sido prospera, pero que ahora está casi abandonada y sólo está habitada por un viejo que cuida la casa. El puente que cruza el río enfrente de la casa, tuvo entradas en forma de arco a cada extremo; y una iglesia de apariencia respetable ocupó un lado del patio*. Un campo o dos de cebada son los únicos cultivos que ahora hay cerca de aquí. Verdaderamente, hay muy poco espacio para más cultivos, debido a que las colinas a cada lado la cercan y parecen montañas; y no dudo que a pesar de que todavía vamos cuesta abajo, ya empezamos a cruzar la segunda cadena de los Andes. No pudimos conseguir comida en este lugar. Yo estaba demasiado cansado como para preocuparme mucho por eso. Si Ijurra hubiera estado con nosotros probablemente hubiera encontrado algo; pero estaba ausente, ya que al perder el compás en el camino, tuvo que regresar a buscarlo. La altura de Chiquirin, según el punto de ebullición, es de once mil quinientos cuarenta y dos pies sobre el nivel del mar.
14 de julio. Tuvimos una cabalgata placentera por el valle que se ensancha un poco y brinda espacio para algún cultivo. Había claveles y malvas reales en los pequeños jardines junto a las chozas; también había repollos, lechugas y cebollas. Nos detuvimos para desayunar en Caxamarquilla (1), un poblado de mas o menos ocho o diez casas. El cura* me recibió con hospitalidad y me dio algo de desayunar. Me dijo que habían ciento cincuenta almas en la Doctrina. A mi parecer habían unas treinta en el poblado. La roca de este distrito es la arenisca roja y el conglomerado. Seis millas más allá, pasamos una hacienda* donde habían botones de rosas y arvejas floreciendo, con trigo en las laderas de la colina y un molino de cebada; también había alfalfa y maíz. Inmediatamente después, un valle que venía del sureste se unió a aquél por el que viajábamos, su corriente de agua desembocaba en el Huallaga. A los lados del camino, hay yeso que se ha caído de las colinas, tiñéndolo de blanco. Aquí las casas están pintadas con yeso. Una milla más allá, está el pueblo de Huariaca, un lugar extenso y dispersado, de una calle y en algunas partes de dos. Tiene entre setecientos y ochocientos habitantes. En este lugar, me parece haber visto más gente blanca y más industria de lo que es común en los pequeños pueblos de la Sierra. Continuamente nos encontramos con mulas cargadas con tabaco, coca y fruta, que iban de Huánuco y de la Montaña hacia Cerro. Nos detuvimos a las cinco y media en San Rafael, un pueblo indio de unas doscientas cincuenta almas, con un teniente gobernador blanco; nos dirigirnos a su casa.
Ordené que hicieran mi cama dentro de la casa, en lugar de afuera, lo que fue un error pues pasé la noche "apiñado" con toda la familia; y debido a la falta de aire y al olor horrible, esperaba que me diera tabardillo antes del amanecer. El termómetro estuvo en 62º a las 7 p.m. y creo que no descendió a más de 50º durante la noche; así que pude muy bien haber dormido afuera, y aconsejo a todos los Viajeros que hagan lo mismo, proveyéndose de ropa de cama abrigadora. Aquí se me unieron Ijurra, a quien me complació mucho ver, y el arriero* delincuente con sus dos mulas. La altura de San Rafael según el punto de ebullición, es de ocho mil quinientos cincuenta y un pies sobre el nivel del mar.
15 de julio. Conseguimos alfalfa para nuestras mulas, pero ahora se hace más escasa. Después de dejar San Rafael, el valle es muy angosto y el camino sube y baja por los desnudos flancos de las montañas. El tipo de roca es el esquisto negro; las plantas son el sauce, la palma christi y el maguey (una especie de cacto con una hoja muy larga y ancha, pero puntiaguda); del centro de un grupo de hojas de esta planta brota un delgado tallo de tres o cuatro pulgadas de diámetro en su base y frecuentemente de treinta pies de altura. Esta planta florece en la parte superior y produce una especie de fruto parecido a la nuez. El tronco así como sus hojas anchas y gruesas, se emplean bastante para techar las casas.
Disparamos a unos cóndores que revoloteaban sobre una mula muerta y vimos un pequeño halcón de variado y bello plumaje que habíamos visto antes cerca de Oroya. Más o menos a diez millas de San Rafael, cruzamos la parte más alta de la cadena. Un paso en el lado derecho de las montañas nos puso ante el panorama de algunos espléndidos picos nevados. Después de una cabalgata de una hora por un camino precipitoso y escarpado, peligroso en algunas partes debido a los derrumbes de tierra y roca blanda que había sobre él, comenzamos un descenso muy empinado que en quince minutos nos condujo hacia árboles frutales y cultivos de caña de azúcar en las riberas del río. El súbito cambio de las escarpadas montañas donde no había cultivos, a una vegetación tropical fue maravilloso. Unas millas más allá cruzamos la línea divisoria entre las provincias de Paseo y Huánuco. La transición es agradable y yo estaba contento de cambiar la región minera por la agrícola. A las cuatro y media llegamos al pueblo de Ambo, poblado de mil habitantes, situado en la unión de los ríos Huacar y Huallaga. El primero viene de un cañón del lado oeste; cada uno de ellos tiene más o menos treinta y cinco yardas de ancho y al unirse, sus aguas corren por el pueblo a gran velocidad. La roca de esta región es principalmente el esquisto arcilloso; a pesar de que justo más allá de Ambo, el camino está bordeado por una colina perpendicular de una bella arenisca roja. Los estratos a lo largo de toda esta ruta tienen una dirección norte y sur, con una inclinación ascendente hacia el norte de cuarenta a setenta grados.
A dos millas de Ambo, en la ribera derecha u opuesta del río, hay otro pueblo muy bello y pequeño, casi escondido entre la abundante vegetación de sus alrededores. Ahora el valle entero es muy bello. Desde el camino por el que viajábamos hasta el borde del río (de un cuarto de milla de ancho), la tierra (un fértil fondo del río) está dividida en campos de caña de azúcar y alfalfa. La mezcla de verde y amarillo de estas plantas, divididas por sauces, entremezclada con árboles frutales e interrumpida en líneas ondulantes por el curso serpenteado del río, tiene una apariencia vistosa y alegre, que al contrastar con el aspecto prohibido de las rocas que acabamos de dejar, nos llena de emociones placenteras, y nos indican que hemos cambiado una sociedad semibárbara por una civilizada. El único inconveniente que tenía era mi excesiva fatiga. Cuando Ijurra tuvo que regresar a Cerro Pasco (sic) por el compás, lo hizo en mi mula. Esto le dio trabajo adicional y como la cabalgata de hoy día fue una de las más largas, el pequeño animal con las justas podía poner una pata delante de la otra. No hay nada más agotador que montar sobre un caballo cansado y cuando llegué (a las cinco) a la hospitalaria entrada de la hacienda* de Quicacan, y con dificultad descendí de la silla de montar, di el profundo suspiro que siempre se da cuando se alivia el dolor; y que era mucho más placentero que la vista de campos ondulantes y arroyos murmuradores.
El dueño de la hacienda*; un caballero inglés de nombre Dyer, a quien llevaba cartas de Cerro Pasco (sic) me recibió junto con mi gran grupo, exactamente como si fuera una cosa rutinaria y como si yo tuviera tanto derecho de entrar a su casa como a una posada. El patio* estaba lleno de caballos que pertenecían a un numeroso grupo de Huánuco, destinado a Lima, y cada sitio en el amplio pórtico parecía ocupado. Estaba un tanto sorprendido ante el tamaño e instalaciones del establecimiento. Parecía un pequeño pueblo con oficina y talleres . La casa, grande y sólida, a pesar de ser una construcción baja con un corredor en el frente, sostenido con gruesos arcos, con los espacios entre los pilares cubiertos con alambradas que servían como jaulas para varias aves exóticas y raras, ocupaba un lado de una plazuela cerrada; los depósitos ocupaban otro; la refinería de azúcar, otro; y una capilla, el cuarto. Una fuente de bronce con una gran pila, decoraba el centro. Esto me hacía recordar mucho las grandes haciendas de algunas partes de Virginia: el mismo número de sirvientes que se cruzaban uno en el camino de otro; los niños del dueño y del sirviente, mezclados; la misma bienvenida hospitalaria a todos los visitantes; la misma generosidad desmedida. Cuando vi a los sirvientes arrastrar los colchones para armar los camastros para los visitantes que pensaban pasar la noche, me sentí transportado a mi niñez y casi me imaginé que estaba en un matrimonio en un campo de Virginia. Cenamos a las seis en otro corredor espacioso, cerrado por lunas y que daba a un jardín lleno de viñedos y flores. Después de la cena, la partida se dividió en grupos para jugar cartas o conversar, lo que duró hasta las diez de la noche, cuando trajeron el té y llegó la hora de acostarse.
Conversé con un francés inteligente y animado, llamado Escudero. Su relato de la búsqueda y recolección do la quinua fue muy interesante y creo que es una ocupación muy fatigosa y peligrosa. Me habló muy bien de las habilidades mecánicas de mi compatriota Miguel Hacket y me dio una carta para que se la entregara cuando lo encontrase.
También conversé un poco con una joven bastante bonita quien había venido de Quito, por la ruta de los ríos Pastaza, Marañón y Huallaga Dijo que se asustó con los malos pasos* o rápidos y que nunca pudo comer con gusto la sopa de mono; pero lo que más le preocupó fue la cortés atención de los indios Huambisas. Afirmó que eso fue aterrador y lanzó una gran exclamación (que pudo parecer imprudente en una dama) "¡caramba!*, pues estaban locos por una esposa blanca". Los rumores dicen que ella prefiere los yanquis en lugar de los indios y que está a punto de conceder su mano a un compatriota nuestro, el herrero llamado Blake.
16 de julio. Dyer me dio una amplia cama de "cuatro postes". Sólo un viajero en estas partes, puede imaginar el gran placer con el que me quité la ropa y estiré mis cansadas piernas entre las sábanas de lino, apoyando mi cabeza sobre una almohada con una funda muy adornada. Apenas pude dormir debido al placer del lujo. El descansar también renovó a mis mulas; y la pequeña negra que anoche pensé que estaba totalmente agotada, esta mañana está tan viva como una potranca.
La refinería de azúcar de Quicacán se compone de una rueda de impulsi6n que gira con una corriente de agua desviada de un río de más arriba y que pone en movimiento tres pesados cilindros de bronce que estrujan la caña que hay entre ellos. El jugo cae en un recipiente que hay abajo y pasa por un orificio hacia las calderas arregladas en orden sobre los hornos como fogones de una cocina común. Después de hervir un rato, se le vierte por medio de cucharones en moldes de madera engrasados y colocados en hileras en el suelo. Así se hace la chancaca tan usada en todo el Perú. Para la clase baja en este país, la chancaca sustituye las barras de caramelo que fabrican las tiendas en nuestro país. Dos de los moldes se colocan juntos y se envuelven con la hoja de la caña. Estos hacen una libra y se venden en la hacienda* a seis centavos y un cuarto.'
Para cortar la caña, recolectarla, pelarla, cortarle las puntas, llevarla al molino, hervir el azúcar y preparar la chancaca se emplean alrededor de veinte hombres y cuatro mulas. Con esta fuerza se puede obtener chancaca por un valor de cien dólares en un día; pero el Sr. Dyer dice que ahora no está obteniendo más de veinte o treinta dólares y que esto no cubre sus gastos. El atribuye esto al hecho de que sus campos se están desgastando y necesitan replantarse. Considera que la caña debe volverse a sembrar cada diez o quince años. Está lista para cortarse dos años y cuatro meses después de haberse sembrado. Esta es una heredad muy extensa y el Sr. Dyer, aparte de sus campos de caña que están a lado del río, cultiva trigo, maíz, arvejas, habas y papas en un terreno más arriba de una colina.
Al mediodía dejamos Quicacán en compañía del Sr. Dyer y de mi amigo francés. Más o menos a milla y media nos detuvimos en otra hacienda* que pertenecía a un caballero llamado Ingunza y en otra más abajo llamada Andabamba que pertenecía al señor* San Miguel, para quien llevaba cartas de Lima. Todas estas haciendas y otra que había en el mismo camino, pertenecían al coronel Lucar de Huánuco, quien se las entregó a estos caballeros, sus yernos. Quicacán era la residencia de la familia y desde hace tiempo se viene cultivando. A las cuatro y media llegamos a Huánuco y al entregar una carta al coronel Lucar de su yerno Dyer, fuimos amablemente recibidos y nos brindó alojamiento en su espaciosa y cómoda casa.
17 de julio. Huánuco es una de las ciudades más antiguas del Perú. Está bellamente ubicada en el banco izquierdo del río Huánuco o Huallaga que aquí tiene cuarenta yardas de ancho aproximadamente y que en esta época (estación seca) tiene más o menos dos pies de profundidad en el canal. Sin embargo, cada doscientas o trescientas yardas, corre sobre un lecho rocoso o cascajoso, lo que lo hace completamente innavegable, incluso para canoas; aunque creo que cuando el río crece, los artículos se transportan de hacienda* a hacienda* en pequeños lanchones. Un río más pequeño llamado Higueras, desagua en él justo más arriba de la ciudad.
Las casas son de adobe con tejados y casi todas tienen grandes huertas al lado, así la ciudad posee una gran extensión de terreno sin tener muchas casas. Las huertas están llenas de verduras y árboles frutales, y son sitios agradables para el descanso durante los momentos calurosos del día.
La población suma entre cuatro y cinco mil habitantes. Estos parecen ser gente muy sencilla y campechana; y como todos los que tienen poco que hacer, están muy ligados a las ceremonias religiosas; no hay menos de quince iglesias en la ciudad, algunas de ellas bastante grandes y hermosas. La gente es muy cortés y respetuosa, y salvo alguna mirada curiosa de vez en cuando a mis anteojos y barba roja, no son de ninguna manera ofensivos con su curiosidad, tal como Smyth dijo que eran hace unos diecisiete años.
El comercio de este lugar es por un lado con Cerro Paseo (sic) y por el otro lado con pueblos del Huallaga. Exportan chancaca, tabaco, fruta y verduras a Cerro y a cambio reciben productos extranjeros (en su mayoría ingleses). Un tendero me dio el precio de, algunos productos de su tienda: casimir ancho y rayado, como el que se usa para los pantalones de hombre, cinco dólares y medio la yarda; pañuelos de seda bastante corriente, un dólar; sombreros de seda común, cinco dólares; dril azul, veinticinco centavos la yarda; bayeta, ochenta y siete centavos y medio; cintas angostas, un dólar con veinticinco centavos la pieza; pañuelos de algodón, dos dólares con veinticinco centavos la docena; alfombras escocesas de regular calidad, un dólar y medio la vara de treinta y tres pulgadas inglesas; bayeta de castilla* (un tipo de sarga o tela de lana afelpada de variados colores), un dólar con setenta y cinco centavos la vara. En el mercado, la carne de vaca y de carnero de la provincia de Huamalíes, se vende a seis centavos y un cuarto la libra; maíz, veinticinco centavos la olla* de veinticinco libras; papas, setenta y cinco centavos por costal. * de cincuenta libras; sal de la costa de Huacho, seis centavos y un cuarto la libra; azúcar, generalmente de la costa, veinticinco centavos la libra (este es un país eminentemente azucarero); café, doce centavos y medio. Se cría muy poco ganado. Vi una pequeña cantidad de carne de chancho, con bastantes velas fabricadas con la grasa de estos animales, y papas podridas para el consumo de los indios. El pan es bueno, pero generalmente se prepara en las mejores casas con harina norteamericana que se trae desde Lima. Las verduras y la fruta abundan y son baratas. Este es por excelencia el territorio de la conocida chirimoya. En Huánuco he visto esta fruta dos veces más grandes de la que vi en Lima, y de sabor más rico. Aquí acostumbran cubrir los ejemplares más finos con hojas de oro y colocarlos como adornos en el altar de algún santo patrón en su día. Luego la iglesia los vende; he visto varios en la mesa del coronel Lucar.
Probablemente, este caballero es el hombre más rico e influyente de Huánuco. Parece haber sido el fundador de la ganadería por estas partes y es el típico ejemplo del viejo terrateniente de Virginia, quien siempre ha vivido de sus propiedades y ha atendido personalmente sus cultivos. Sentado a la cabecera de su mesa, con su sombrero puesto para proteger su cabeza de la corriente de aire (el cual insistió en quitárselo al menos que yo usara el mío), estaba rodeado por dos o tres pequeños niños negros a quienes alimentaba con migajas de su plato; atendía con paciencia y bondad los clamorosos deseos de un espléndido par de pavos reales, una pareja de pequeños papagayos de brillante y variado plumaje, y de un bello y delicado mono; pensé que muy pocas veces había visto un modelo tan perfecto de un patriarca. Su trato bondadoso y afectuoso para con sus sirvientes (todos esclavos) y para con sus pequeños nietos, un par de alegres muchachos que regresaban del colegio en la noche, también era muy agradable. Hay treinta sirvientes empleados en la casa, grandes y pequeños; y la familia se reduce al Coronel, a su esposa (actualmente ausente) y a los niños.
El clima de Huánuco es muy estable y saludable. No hay casos de enfermedades al pecho; al contrario, la gente con enfermedades provocadas por la inclemencia del clima en los alrededores de Cerro Pasco (sic), vienen a Huánuco a curarse. La disentería y el tabardillo son las enfermedades más comunes; y veo mucha gente (especialmente mujeres) con bocio. Vi una mujer que tenía uno que parecía empezar debajo de cada oreja y cercar la garganta como un chaleco salvavidas inflado. Se dice que la enfermedad se debe a la impureza del agua que no es apta para beber al menos que se filtre. La clase baja no hace caso de esto y así la enfermedad es más común entre ella que entre las clases altas. Es desagradable caminar al mediodía debido a un viento fuerte del norte que durante esta estación empieza al mediodía y dura hasta el anochecer, levantando nubes de polvo. Las mañanas y las noches son muy agradables a pesar de que el sol quema por una hora o dos antes que empiece la brisa. La altura de Huánuco, según el punto de ebullición, es de cinco mil novecientos cuarenta y seis pies.
Hay un colegio con aproximadamente veintidós "internos" y ochenta alumnos de día. Su ingreso que se deriva de tierras que antes pertenecían a los conventos, es de siete mil quinientos dólares anuales Tiene un buen equipo de química y otro equipo filosófico, con mil muestras de minerales europeos. Estos objetos se adquirieron en Europa, al precio de cinco mil dólares; y la región los posee debido al interés por aprender y al esfuerzo de don Mariano de Rivero, anterior prefecto del departamento, director general de las minas y ahora Cónsul General en los Países Bajos, donde se dice que está preparando un voluminoso trabajo sobre las antigüedades del Perú. Como probablemente no tendré oportunidad de referirme a él de nuevo, debo expresar aquí mi más sincero agradecimiento por la información que recibí de su más valiosa publicación. "Memorial of Natural Sciences and National and Foreign Industry" (2), editado por él mismo y por don Nicolás Piérola (sic: de Piérola), el sencillo y sabio director del Museo de Lima. El departamento de Junín le debe mucho a su antiguo prefecto. El fundó escuelas, mejoró los caminos, construyó cementerios, y en breve, cualquier cosa buena que encuentro en mi camino se deberá generalmente a Rivero.
18 de julio. Visité al subprefecto de la provincia y le entregué una carta del prefecto del departamento a quien había visitado en Cerro Paseo (sic). El nombre de este caballero es Maldonado. Me recibió cortésmente y me prometió cualquier ayuda que pudiera necesitar. Parecía en malos términos con todos mis amigos; y ellos lo describían como un personaje bastante despótico. En Quicacán nos reunimos con un coronel que iba a Lima escoltado por un grupo de sus amigos, para quejarse ante el Gobierno por haber sido encarcelado ilegalmente por el subprefecto. Creo que la causa era un libelo alegado o publicación difamatoria contra el subprefecto; y si era del tipo de algunas de las publicaciones que a diario se ven en los periódicos de Lima, merece el arresto o un castigo peor, pues estas publicaciones son por lo general la cosa más vil y sucia que ningún periódico decente en los Estados Unidos publicaría y que ciertamente ocasionaría una multa o el látigo para el autor.
La gente de Huánuco está muy conciente de la importancia de abrir la navegación del Huallaga para su ciudad. Habla de ello como algo que podría tener incalculables ventajas para ella; y sus líderes y hombres influyentes la han urgido a decidirse y hacerlo. Pero aunque no puede decidirse a arriesgarse, recela del intento por cualquier otra ruta. Esta noche recibí la visita de un conocido de Cerro Paseo (sic), el intendente del Pozuzu. El viejo caballero habló larga y vehementemente sobre su ruta de Cerro a Pozuzu, y de allí a Mayro. Cuando se fue, el coronel Lucar me preguntó como se llamaba en mi país a esa ciencia que pone a la gente a dormir, y cuando le respondí que era magnetismo animal, me dijo que ese viejo caballero era un gran magnetisador pues él se había dormido durante una hora. Creo que había algo de envidia en esto.
Ahora se trae el arroz, tabaco y sombreros de paja en pequeñas cantidades en las espaldas de los indios, de los pueblos del Huallaga a Huánuco.
El coronel Lucar me mostró su "cuarto de habios"* o habitación donde guarda todos los utensilios de su caballo. Por lo menos tiene una docena de sillas de varios modelos, con bridas, almohadillas, mantas, fundas de pistolas y todo completo; la mayoría de las bridas y de estribos estaban bañados en plata. La gente de esta región cuida mucho sus caballos y son generalmente buenos jinetes. En Huánuco hay uno o dos carruajes y calesas fabricadas en Inglaterra.
Vendí las mulas al Coronel por la mitad de lo que pagué por ellas, con la condición de que las montaríamos tan lejos como fuera posible y que las enviaríamos de regreso con el arriero. El viejo caballero aceptó, aunque dudaba un poco. Me dijo que hace unos quince años, compró unas mulas en los mismos términos a un compatriota mío, que se hacía llamar también oficial naval, a cambio de pistolas y escopetas; pero cuando llegó al final de su viaje, vendió las mulas de nuevo y se fue con las ganancias. El Coronel no me podía dar el nombre de este individuo deshonesto. Después descubrí que no era norteamericano sino alemán.
22 de julio. Para mi fastidio, nuestro sirviente Mauricio desertó esta mañana. Ijurra me acusa de haberlo tratado con indulgencia y yo creo por otro lado, que lo molesté con tiranía. Imagino que ha regresado a Lima con Castillo, un joven que fue gobernador del distrito de Tarapoto en el Huallaga y quien iba a Lima a vender piel de aves disecadas. Este era un joven inteligente que me dio información sobre la Montaña. Me dijo que estaría bastante protegido en mi planeado viaje río arriba por el Ucayali, con veinticinco Chasutinos (indios de Chasuta), porque eran gente valiente y audaz; pero que los Cocamas y los Cocamillas, cerca de la desembocadura del río, eran grandes cobardes y me abandonarían a la primera aparición de los salvajes, como le había sucedido a él. Creo que la razón de la mala conducta de don Mauricio, era que estábamos ingresando a su territorio y él tenía razones personales para evitar una visita a casa. En Tarma me pidió que lo dejara ir con Gibbon.
Nuestro arriero* apareció al mediodía, en lugar de temprano en la mañana, como había prometido; pero ya nos estamos acostumbrando a esto. No montamos nuestras propias mulas pues estaban enfermas y no estaban en condiciones de viajar; el arriero* nos dio otras. Conseguí un caballo, pero no obtuve mucho beneficio con el intercambio. Nuestro curso era N.E. por el valle; un poco después de dejar el pueblo, cruzamos el río por medio de un tosco puente cuyo piso era de hojas de maguey. El camino era bueno pero rocoso, principalmente con deyecciones de cuarzo. De vez en cuando se encuentra oro en los cerros que bordean el valle, pero en pequeñas cantidades. A seis millas de Huánuco, pasamos el pueblo de Sta. María del Valle, con trescientos habitantes. Nos detuvimos y compartimos algo de fruta y pisco con el cura, a quien también llevaba una carta de Lima.
Cada viajero en esta región debería llevar cartas de presentación. Si bien es cierto que la gente lo recibirá sin ellas, no te darán aquel recibimiento cordial que es tan agradable.
El cura* tenía de unos cincuenta a sesenta libros nuevos y bien encuadernados con cubiertas, y parecía ser un hombre mejor que cualquiera de su clase. Dijo que Valle era un lugar pobre, que sólo producía caña de azúcar que los habitantes sólo la emplean para preparar huarapo para beber; además creía que si no fuera por la cercanía de Huánuco, este pueblo moriría de hambre. Huarapo es el jugo fermentado de la caña y es una bebida muy agradable en un día caluroso.
Vimos algunas ovejas y cabras después de dejar el pueblo. Los árboles eran principalmente sauces y árboles frutales, con alguno que otro álamo, rindiendo pocos productos importantes. De los cerros a la izquierda, al lado de Huánuco, bajan arroyos que desembocan en el río; entre ellos se forman pequeños y bonitos valles poco profundos y estrechos, pero que se extienden en forma de abanico. En cada uno de estos valles, hay un pequeño pueblo o hacienda* que con sus campos de caña y alfalfa, y un poco más arriba trigo, tienen una apariencia muy bella. No se ve lo mismo en la margen derecha. Los riachuelos que se unen al río por este lado, bajan por escarpadas quebradas de paredes de roca suave y tierra blanca; y generalmente son lodosos. Nos detuvimos dos millas más allá de Valle, en una hacienda* llamada Chullqui y dormimos en una choza india con otras personas, una de ellas una mujer enferma con un niño de dos días de nacido. Según el punto de ebullición, la altura de Chullqui es de cinco mil seiscientos veintiséis pies sobre el nivel del mar.
23 de julio. El curso todavía es de N.E. por las riberas del Huallaga, los árboles son principalmente pequeñas acacias. A seis millas de Chullqui cruzamos el río, doblamos al norte y ascendimos una quebrada (en el fondo de ella, corría un riachuelo) hacia el poblado de Acomayo. El río continúa su curso hacia el noreste y recorre las faldas de las colinas, las que forman el lado derecho de la Quebrada*, sobre la cual viajábamos. El camino que hemos dejado continúa por las riberas del río y conduce a Panao, Muña y Pozuzu, la ruta de Smyth al Pachitea.
Acomayo es un poblado bellamente ubicado, aproximadamente con trescientos habitantes. Cuando se les pregunta a las autoridades acerca de la población de cualquier lugar, siempre dan el número de familias. Este lugar tiene setenta "casados"*; y creo por experiencia que cinco por familia es una cantidad justa. Aquí el agua es muy buena y fue un cambio muy agradable por la de Huánuco; y las frutas como naranjas, higos, guabas y chirimoyas son de buena calidad. También he visto un árbol llamado floripondia (sic: floripondio) que da una flor grande en forma de campana. Ya lo conocía, en la noche emana una agradable fragancia, la cual según sé, junto con una suave brisa, luz de luna brillante y una agradable compañía, hacen de la simple existencia, una felicidad.
Aproximadamente a tres millas arriba de la "Quebrada"*, doblamos al noreste y empezamos el ascenso del Cerro de Carpis. Este es una de las cadenas de montañas que van hacia el sureste y que forman el lado izquierdo del valle de Acomayo (mirando hacia el río) y que divide la Sierra de la Montaña. El ascenso tiene seis millas de largo y es muy tedioso. No tenía agua para establecer su altura con el equipo para medir el punto de ebullición; pero debido al gran descenso a Cashi (una distancia de cuatro millas y tan empinada que preferimos caminar y guiar nuestras mulas), creo que el paso está a ocho mil pies sobre el nivel del mar. Cashi se encuentra a seis mil quinientos cuarenta pies.
Se dice que desde la cumbre de esta colina se puede tener un extraordinario panorama de la Montaña, pero las nubes (casi al alcance de las manos) evaporándose sobre el gran abismo, la cubrían completamente de manera que no podíamos ver nada. Cuando ya habíamos descendido un buen trecho y logramos tener una vista a través de una abertura en la tupida vegetación de la ladera, nos encontramos con el territorio más abrupto que jamás he visto. Parecía que no había ningún orden o uniformidad en las colinas densamente cubiertas con bosques; pero el conjunto tenía la apariencia de una superficie de un gran caldero hirviente que de repente se quedó sin movimiento. Justo en la cumbre y donde el camino desciende, hay cientos de pequeñas cruces de madera colocadas en los nichos de las rocas, como ofrendas votivas de los arrieros* piadosos, ya sea como agradecimiento por los peligros superados o como protección para los peligros que vendrán en el ascenso o descenso del cerro.
Descendimos guiando las mulas. El camino era muy rocoso y fangoso; y la ladera del cerro estaba cubierta con pequeños árboles y abundante maleza. Habían muchas enredaderas y plantas parasitarias, algunas de ellas muy graciosas y bonitas. A las seis, nos detuvimos en un tambo llamado Cashi, construido en una parcela a medio camino en el cerro. Encontramos muy agradable el sitio donde descansamos; noche clara, tranquila y fría.
24 de julio. Después de una hora de viaje, llegamos al pie de la colina, donde nos encontramos con el valle de Chinchao, que venía por la derecha. Cruzamos el río que lo atravesaba y viajamos por el valle, por su orilla derecha, con el camino que subía y bajaba por las laderas de las colinas. El tipo de roca es la pizarra oscura, ocasionalmente se ven capas de yeso. A siete millas del tambo, pasamos el poblado de Chinchao, formado por doce casas y una iglesia, con plantaciones de algodón, café, naranjas y plátanos, dispersas por el poblado. El camino estaba bordeado por un bello arbusto de alegres flores rojas, parecido a nuestro mirto crespón, se le llama San Juan porque florece cerca del día de San Juan, el 24 de junio, como el Amancaes en Lima. Aquí comienza el cultivo de coca.
Traje una carta del subprefecto de Huánuco para el gobernador de Chinchao, pero se había ido a su chacra* y no se le encontró. Luego preguntamos por el teniente gobernador, pero aunque parecía ser tal persona, según los comentarios generales, no pudimos descubrir quien era exactamente o donde vivía. El arriero* dijo que vivía "un poco más abajo"; pero en cada casa en la que nos deteníamos para descansar, la respuesta era todavía mas abajo*. Al final parecía que lo habíamos arrinconado y hasta apareció su mujer; pero luego de conversar un poco, resultó que nuestro amigo estaba aún mas abajo*. Yo estaba lo suficientemente cansado y hambriento, por lo que deseaba que se encontrara en un sitio donde no pudiera ir más abajo; ya que nuestro desayuno dependía de nuestra carta. Continuamos por nuestra gastada ruta y en la siguiente casa (la mejor que vimos), encontramos a una mujer blanca de aspecto malhumorado, pero ciertamente todavía una mujer, sinónimo de amabilidad en todas partes. Ijurra le preguntó educadamente si podíamos conseguir algunos huevos. Creo que nuestro aspecto, especialmente las armas, le produjo desconfianza, pues nos encontramos con la invariable mentira del no hay* (sin conseguir nada). Yo no podía ser tratado de esa manera: así, me quité el sombrero y con mi mejor venia y mis mejores tonos insinuantes, le dije que "teníamos algo de comer en nuestras alforjas y que estaríamos muy agradecidos si la Señora* nos permitiera protegernos y tomar nuestro desayuno allí". Ella se tranquilizó inmediatamente y nos dijo que si nosotros teníamos algo de té ella nos podía dar un poco de sabrosa leche fresca para mezclarlo. No teníamos té, pero le respondimos que la leche estaría muy bien, agradeciéndoselo mucho. Después de lo cual, la puso a hervir; y también puso a hervir a la perfección una docena de huevos frescos. Disfruté mucho de mi desayuno y estaba preparándome para mi mejor discurso, cuando (¡ay para mi ego!) la dama, después de observar por algún tiempo a mi compañero, le dijo: "¿No eres un tal* Ijurra?", él respondió que sí. "Entonces somos antiguos amigos", agregó ella, "¿No recuerdas el lugar dónde jugábamos, el jardín de tu viejo tío en Huánuco, y las manzanas que solías robar de allí para mí? Soy Mercedes Prado". Aquí estaba la respuesta al enigma de nuestro recibimiento. Aunque parezca extraño, el nombre también trajo a mi memoria agradables recuerdos, entre ellos el rostro de la vivaz y bella joven cuya agudeza y alegre sonrisa dieron más encanto a la sociedad de Valparaíso.
La casa de nuestra anfitriona se parecía a un barco zozobrado con el tajamar y las partes superiores del arco cortadas para dejar una entrada. Tenía una buzarda de maderos enroscados sobre la puerta, con una sobrequilla que partía de ésta hacia un peto de popa bastante perfecto y tenía costillas curvas en lugar de rectas, el parecido no podía ser más exacto. Tenía aproximadamente cincuenta pies de largo, lo que la convertía en una residencia fresca y cómoda. Me sorprendí al darme cuenta que estábamos en el piso superior de ella, ya que habíamos entrado sin subir ninguna escalera; pero después descubrí que habíamos entrado por una explanada cortada en un lado de la colina, nivelada con el propósito de secar las hojas de coca; y que el piso inferior, estaba al fondo de la colina, con la entrada que daba al otro lado.
Continuamos nuestro camino con regocijo. El arriero* había ido por delante; cuando a las cuatro y media, llegamos a una chacra* llamada Atajo, encontramos que había descargado las mulas. Me molestó bastante que se detuviera tan pronto y le ordené que cargara nuevamente, pero al ver que iba a hacerlo, lo detuve recomendándole que no descargara al menos que se le ordenara. Los recursos para subsistir se hacen muy escasos. No pudimos conseguir nada para comer y tuvimos que recurrir a nuestro charqui. la gente de la choza pareció conformarse con el chupe preparado con manteca de cerdo, ullucas* (sic) y cebollas verdes. Noches todavía frías, term. en élº a las 7 p.m. Altura de "Atajo", tres mil novecientos diez pies.
25 de julio. En este lugar, el camino se aleja de la orilla del, río y sube por las colinas de la derecha en un ascenso empinado y difícil. Las rocas del camino son pizarras de mica y en la parte alta de las colinas son los esquistos negros, blancos en el exterior debido a la exposición al aire. Después de llegar a la cumbre, doblamos al N.E. cuarta N. y pasamos las haciendas* llamadas Mesa Pata (parte superior de la mesa) y Casapi que parecían abandonadas. Aquí el camino es un descenso muy escarpado y un simple sendero entre los arbustos, la tierra es blanca como la cal, ocasionalmente se ve yeso. Cerca del. anochecer nos detuvimos en Chihuangala, la última hacienda* del valle y más allá de la cual, ya no hay camino para mulas. Los arrieros* salieron a buscar pastura. Este es nuestro último trato con estas personas. Estaba contento de desmontar, ya que estaba cansado de cabalgar; pero a pesar del abuso del que generalmente se culpa a los arrieros*, creo que tengo pocas quejas. Parecen ser medianamente honestos y fieles (una vez en el camino) y con un trato juicioso, uno puede llevarse bien con ellos. Llovió bastante toda la última parte de la noche.
26 de julio. En este lugar debíamos esperar a los indios de Tingo María (un poblado al inicio de la navegación en canoa en el Huallaga) para que cargaran nuestro equipaje. Ijurra había escrito al gobernador de Tingo María desde Huánuco, para pedirle que nos enviara los indios a Chihuangala, enviando la carta con uno de los de la compañía de Castillo que regresaba.
Aquí teníamos pocos víveres, nuestro charqui empezaba a terminarse; ni huevos ni papas; de hecho nada, sólo yucas y plátanos. Habían pavos, pollos y un chancho corriendo por la chacra*; pero no había ruego u oferta razonable en dinero que pudiera convencer a la gente de vendemos uno. Ofrecí a la patrona* un dólar y medio por un pavo mediano; pero ella dijo que debía esperar a que su marido regresara de su trabajo, para consultarle. Cuando éste regresó y después de un largo debate, se decidió a venderme un pollo para el desayuno de mañana. Quise descubrir por qué estaban tan renuentes a vender, ya que ellos no los comían; pero no tuve éxito. Creo que era como un sentimiento de avaricia al tener que compartir con propiedad, el no estar acostumbrados al dinero y también el desagrado de matar lo que criaron y vieron crecer ante sus ojos.
Nuestra patrona* tenía seis o siete niños; uno, un bebé que al acostarlo, lo envolvía todo con ropa de lana y lo amarraba bien por encima de los brazos con una ancha y gruesa banda, de manera que quedaba totalmente rígido, pareciendo un tronco de madera o un lío de ropa. Le pregunté por qué hacía eso y sólo me dijo que era la "costumbre aquí". Las jóvenes mujeres de la región tienen muy bonitas facciones y parecen vivaces y de buen carácter. Dos hijas de la patrona* vinieron de visita hoy día. Supongo que están trabajando (probablemente de sirvientas) en alguna hacienda* vecina. Vestían en percala roja, siempre abierta en la parte de atrás y con el invariable chal; una de ellas tenía volantes de encaje de algodón alrededor de las mangas que no llegaban a las muñecas. Las jóvenes eran casi morenas como los indios, pero creo que tenían mezcla con sangre blanca.
28 de julio. Con la compañía de Ijurra, caminé casi tres millas para visitar al señor* Martins, en su hacienda* de Cucheros. Este caballero era un educado e inteligente portugués que ha vivido muchos años en este territorio. Conocía a Smyth y lo había ayudado durante su viaje. Su esposa, doña Juana del Río, es toda una dama, a pesar de su traje típico. Estaba bastante sorprendido de ver una limeña y una que evidentemente había frecuentado los mejores círculos de esa ciudad, en este territorio salvaje y en esta tosca aunque cómoda casa. El piso era de tierra y no vi sillas. la dama se sentó en una hamaca y los hombres en bancos de tierra que habían en los lados de la habitación, o en un grueso banco de madera que había al lado de una gran mesa. Parte de la casa estaba separada por cortinas en pequeños dormitorios. Evidentemente, había bastante comodidad en esta casa, además de un gran grupo de niños agradables e inteligentes. El señor * Martins me dijo que esta Quebrada* produce setecientas cargas* anuales de coca. Una carga* equivale a doscientas sesenta libras. Su precio en Huánuco es generalmente de tres dólares la arroba. Esto haría que el valor de la cosecha sea de veintiún mil ochocientos cuarenta dólares. El alquiler de setecientas mulas para transportarla a Huánuco es de dos mil ochocientos dólares, lo que disminuye el valor de la cosecha a casi diecinueve mil dólares. No hay muchas haciendas* pero sí un grupo de pequeñas granjas cuyos propietarios venden su coca en el mismo lugar, a dos délares la arroba. Le pregunté a Martins la razón por la que vi varias haciendas* abandonadas, en especial su gran hacienda de Casapi. Me dijo que habían dos razones: la primera, una gran hormiga que se come las hojas de coca y que una vez que invade una plantación, es difícil de exterminar; la segunda, la escasez de trabajadores que casi no habían en la quebrada*; que él tenía seis trabajadores en su hacienda* y que tenía que pagarles al menos dos mil dólares por adelantado. Por supuesto este dinero se les adelantaba en forma de víveres y supongo que estos trabajadores son ahora tan esclavos como si los fueran por ley.
En este valle sólo se vende coca. Sólo se planta café y azúcar en cantidades suficientes para los habitantes. El señor* Martins nos dio un cagacha** (o ron de caña) muy buena y algunas pifias y plátanos de regular calidad. Se cultiva un poco de algodón con el que se teje a mano una tela gruesa. Toda mujer mayor se distrae de sus quehaceres domésticos con un ovillo de algodón en una mano y un huso que cuelga debajo de él. Me sorprendió no ver animales salvajes, a pesar de que me dijeron que habían venados, felinos, liebres y animales de la clase del visón, que de vez en cuando se llevan las aves del corral. No hay tantas aves como esperaba, las que he visto son generalmente de alegre y variado plumaje. Los insectos son abundantes y casi todos pican o punzan. El clima es muy agradable, a pesar de que el sol quema al mediodía. Las enfermedades, las cuales se dan rara vez, son afecciones cutáneas, tabardillo y a veces viruela.
En Cocheros nos encontramos con un botánico inglés llamado Nation, tras cuyo rastro habíamos estado desde Lima. El era el jardinero de Souza Ferreyra, el encargado de negocios del Brasil en Lima, y creo que estaba recolectando plantas para él. ¡Pobre hombre! ha tenido varios problemas. Perdió su mula poco después de dejar Lima y tuvo que caminar de Surco a Morococha, donde algunas amables personas le dieron otra. También le ha dado tertiana (sic) cada vez que ha ido a la montaña. Estaba solo y no hablaba español; pero luchó contra los obstáculos y las dificultades con un espíritu y perseverancia dignos de elogio. Sus desventuras me apenaron, pero no pude evitar reírme un poco de él, cuando vi que los murciélagos casi se habían devorado toda su mula. La pobre bestia estaba cubierta de sangre por todas partes y casi había perdido un ojo por los mordiscos. El Sr. Nation ha enviado muchos especímenes a Lima y dice que la "flora" de esta región es rica y casi idéntica a la del Brasil.
A nuestro regreso a Cocheros nos detuvimos en la casa de un hombre que el día anterior prometió vendernos un ave; con el acostumbrado deseo de buena fe de esta gente, luego se negó. Ijurra tomó el arma de mi mano y antes que pudiera darme cuenta de lo que iba a hacer, le disparó a un pavo. El hombre y su esposa lanzaron un gran grito ante esto, luego él nos expulsó con gestos furiosos y amenazas de informar a su patrón* sobre el asunto; pero de repente unas palabras amables, el servirme coca para masticar de su huallqui, o bolsa de cuero donde la llevan, y la oferta de un dólar y medio que antes indignamente me había desdeñado, cambió su malhumor, sonrió y se mostró satisfecho, ahora que el asunto ya estaba hecho y que nada se podía hacer. A menudo los viajeros me dijeron que frecuentemente esto era necesario para obtener algo de comer, pero siempre rechacé tal injusticia y opresión; y le di mi opinión a Ijurra, y rogué por que no volviera a suceder algo así. La altura de Chihuangala es de tres mil cuatrocientos veintiún pies sobre el nivel del mar.
30 de julio. A las 10 a.m., cuando ya nos empezábamos a desesperar por la demora de nuestros indios e Ijurra estaba a punto de ir solo a Tingo María para traerlos, llegaron gritando a la chacra* un grupo de trece. Eran jóvenes ya delgados, pero musculosos, llenos de vida y energía; querían cargar los baúles en los hombros y partir inmediatamente. Sin embargo, les dimos algo de charqui y los enviamos a desayunar. Partimos en la noche y descendimos por el valle de Chinchao en dirección N.N.E.; el sendero es empinado y obstruido por arbustos.
A más o menos seis millas de Chihuangala, bajo una fuerte lluvia con truenos y relámpagos, llegamos a la confluencia del río Chinchao con el Huallaga. Al dejar el Huallaga en Acomayo, abajo de Huánuco, cruzando una cadena de montañas en Cerro de Carpis, avanzando por la naciente del valle de Chinchao y descendiéndola, acortamos una gran curva del río y luegï avanzamos por la confluencia con el Chinchao. Aquí el Huallaga tiene unas sesenta yardas de ancho y el Chinchao, treinta; ambos están muy obstruidos con bancos de arena y grava. Los peones se metieron al Huallaga, arriba de la confluencia y trajeron una canoa de la hacienda* de Chinchayvitoc, a unos cuantos cientos de yardas más abajo y al lado opuesto. Navegamos en la canoa que los indios controlaban muy bien. Después de la tediosa caminata que tuvimos fue un deleite sentir el movimiento libre y rápido del bote, conforme se deslizaba por el río. Este parecía correr a una velocidad de cinco o seis millas por hora; pero al mantenemos cerca de la orilla, dos indios podían conducir muy bien la canoa contra la corriente.
Chinchayvitoc es una hacienda* establecida por un caballero boliviano, llamado Villamil, para la recolección de quina. Trajo algunos bolivianos con él pan buscarla; pero en esta región no la hay de buena calidad y el proyecto parece un fracaso. Hay un mayordomo* y una familia de indios que viven en la hacienda*, pero no se hace nada. Nuestros peones prepararon nuestra cena con queso y arroz, y nos dieron una buena taza de café. Estos son jóvenes vivaces y de buen carácter, y cuando se les trata correctamente, son compañeros de viaje buenos y serviciales. Páguenles bien, díganles una palabra amable de vez en cuando y que sus cargas tengan menos del peso normal (ochenta y siete libras y media) y les servirán fiel y honestamente, además cantarán y conversarán por los bosques como tantos monos. Sobre todo déjenlos parar cuando ellos deseen y no intenten apurarlos.
Tuvimos la compañía del Sr. Nation. Había recolectado algunas plantas valiosas y me mostró una que dijo era un obsequio para un emperador y que sólo su nombre haría famoso mi diario. Por supuesto no se lo pregunté; pero estaba muy contento de poder devolverle aunque sea en una pequeña medida tanta amabilidad que recibí de sus compatriotas, al darle parte de mi ropa de cama y haciéndolo la noche más cómoda, lo cual parecía necesitar bastante ya que estaba mojado y enfermo; y dormir en el suelo en tal estado debe ser muy peligroso. Hay bastante humedad en el aire; y me fue casi imposible mantener las armas en buen estado.
En este lugar nos encontramos con algunos indios que llevaban tabaco de Tocache y Saposoa (pueblos del Huallaga), hacia Huánuco. Hombres emprendedores han tratado de establecer frecuentemente un comercio a lo largo de este río, llevando corriente abajo productos de algodón, cuchillos, hachas, cuentas, &a., a cambio de cargamentos de tabaco, arroz, sombreros de paja, aves exóticas y animales; pero las dificultades de la ruta parecen haber detenido la empresa. Hace más o menos dos años y medio, Vicente Cevallos realizó una gran travesía. Llevó treinta y cinco baúles o cargamentos de productos, la gente del río todavía habla de sus artículos de lujo, pero al pasar uno de los malos pasos* o rápidos del río, su bote zozobró y perdió todo.
Aquí los indios tenían piedra caliza que estaban quemando para mezclarla con su coca.
31 de julio. Me bañé en el río antes de partir. Esto es algo incorrecto en un clima tan húmedo. Me dieron escalofríos y no pude recuperarme hasta después de unas horas. En estos lugares un viajero nativo ni siquiera se lava la cara y las manos antes que el sol salga completamente. Poco después de partir, cruzamos un riachuelo y ascendimos una colina que da a la caída de agua de Cayumba, más allá de la cual no pueden ascender las canoas. No vi las cataratas, pero me han dicho que no hay una cascada de altura, sino más bien una planicie bastante inclinada y obstruida por maderos. Smyth dice: "Desde aquí (la cueva de Cayumba, debajo de las cataratas) teníamos una vista pintoresca del Huallaga y del Cayumba; el primero corría entre dos rocas perpendiculares y el segundo por una profunda barranca. Se unen con gran violencia en el punto donde hay una pequeña isla cubierta con árboles y caen por la cueva en un torrente impetuoso."
El ascenso de la colina fue muy tedioso y me debería quejar del cansancio a no ser por la vergüenza; ya que habían indios que solos, siendo jóvenes y pequeños, llevaban en sus espaldas un peso de casi cien libras. El modo como transportan sus cargas es en un tipo de talega de algodón calado con una correa gruesa y fuerte. El extremo de la carga o equipaje, el cual se coloca al final, se pone en la bolsa; y el indio sentándose con su espalda hacia ella, pasa la correa por su frente y luego con la ayuda de otro, se levanta y doblándose hacia adelante, trae el peso hacia los músculos del cuello y de la espalda. Un pedazo de manto o tela de algodón protege la piel de la espalda del roce. En estos lugares un viajero debe vestirse ligeramente y cargar tan poco peso como le sea posible, ya que el camino es muy empinado y lodoso. Fui bastante imprudente al usar mi gruesa ropa para la Sierra y al cargar un arma, creo que de más peso que un mosquete, y así le envidié a Ijurra su vestimenta, sus calzones de nanquín, su camisa de algodón, larga pero ligera, y sus pantalones de mezclilla "Jeffersons".
El descenso de esta colina casi tan fastidioso como el ascenso, nos llevó a las orillas del río frente al malpaso* de Palma. Este es el primer rápido que he visto y se veía bastante extraordinario. Obstruido en su veloz curso, el río rompe en olas que revientan contra las rocas con una violencia ensordecedora y se precipita por ellas en corrientes de una velocidad asombrosa. En este lugar siempre se debe descargar el equipaje y pasarlo a pie. Así la canoa, más ligera y conducida con cuidado y pericia, podrá bajar los rápidos; pero no se debe intentar estos cuando se le puede evitar. Con prudencia estos malos pasos* (el terror de los viajeros) no son peligrosos; pero algunas veces los indios se emborrachan e insisten en cruzarlos; y así estos sitios se han convertido en las tumbas de muchos. Desde mi regreso a casa, tengo una carta de Castillo, el joven que conocí en Huánuco, con ésta vienen cartas que le fueron enviadas de Lima a Tarapota (sic: Tarapoto), para que me las entregara. Me rogó disculpara el estado en que recibía estas cartas ya que habían naufragado en su trayecto. Dijo que "tres personas se habían ahogado, pero afortunadamente las cartas se salvaron".
Casi todos los malos pasos* se encuentran en la desembocadura de un tributario. Estos arrastran en sus torrentes grandes rocas que al atravesarse en la corriente, se fijan y forman obstrucciones. Se necesitaría muy poco esfuerzo para remover estas rocas y hacer navegable el río, si bien no para vapores, al menos para canoas.
Los árboles del bosque son bastante altos y sin ramas hasta arriba. Ijurra me señaló uno de corteza lisa, casi de cuatro pies de diámetro cerca del suelo y que con sesenta o setenta pies de altura no tenía una sola rama. Dijo que era tan duro que resistía todos los golpes de un hacha y que para botarlo era necesario remover la tierra y quemar sus raíces; y que al demorarse para mantenerse a flote, se volvía como una piedra de la más dura, y que al igual que el pederîal prendería fuego con el eslabón. Desafortunadamente para la exactitud de tal afirmación, al siguiente día vimos árboles gigantescos de esta especie que habían sido cortados con un hacha. Sin embargo, la madera es tan dura y pesada que aquí no se le puede dar ningún uso práctico. El árbol se llama capirona. Tiene una corteza lisa que siempre cambia. La corteza vieja es de un rojo encendido muy bonito; la nueva es verde claro.
A las cuatro y media de la tarde, llegamos a La Cueva, un lugar donde una enorme roca que se proyecta a un lado de la colina, forma un refugio que podría cubrir y proteger a una docena de personas de una llovizna o lluvia. El indio que llevaba mi bolsa de dormir quería preparar mi cama aquí; pero decidí que era demasiado húmedo e hice que la extendiera en un guijarral, cerca del borde del río. La parte más grande de la carga no había llegado y temí quedarnos sin bebida o cigarros, lo que habría sido una gran privación para nosotros, después de la fatiga el día. El arroz y el queso estaban a la mano; y para nuestro gran deleite, Ijurra encontró en las alforjas una botella de brandy de cereza que el Sr. Jump insistió en que lleváramos de Cerro Paseo (sic), y de la cual me había olvidado. Una cacerola de arroz caliente, sazonado con queso, una taza de brandy y media docena de cigarrillos de papel, nos hacían sentirnos muy cómodos, y arrullados por el murmullo de las hojas y el bramido del río, dormimos a pesar de las hormigas y de otros insectos que dejaban las marcas de sus picaduras sobre nuestros cuerpos. Aquí vi por primera vez el luciernago (sic: luciérnaga) de esta región; a diferencia del nuestro, es un tipo de escarabajo con dos luces blancas en sus ojos (o mejor dicho, en el lugar donde generalmente están los ojos de los insectos) y una luz roja entre las escamas del vientre, de esta manera me recordaban en algo a los vapores del mar. Tiene la capacidad de atenuar la luz de los ojos hasta volverla muy débil, pero al molestarlo pasándole el dedo sobre sus ojos, la luz se vuelve muy brillante y centelleante. Algunas veces se les lleva a Lima (encerrados en un pedazo de azúcar) donde las damas los usan como adornos para el cabello en los halles o en el teatro.
01 de agosto. Partimos sin desayunar a un cuarto para las siete, pensando que estábamos cerca de Tingo María. Pero ésta se encontraba a diez millas de distancia y antes de llegar ya estaba bastante cansado. La razón principal de mi disgusto, fue preguntar, sin darme cuenta, qué tan lejos nos encontrábamos de nuestro destino. Le recomendaría a todo viajero que no haga esto; porque es seguro que se molestará; y cuando se le contesta (como ciertamente se hará) de que está cerca, las millas parecerán duplicarse. Los indios no toman en cuenta el tiempo o la distancia. Se detienen cuando se cansan y llegan cuando Dios quiere. Viven de plátanos: dorados, hervidos o fritos; y a modo de alimento una yuca es su mejor posesión. Al conversar con un joven indio quien llevaba una carga ligera y me simpatizaba, me chocó el valor comparativo de las cosas. Un londinense ausente de su ciudad favorita por algún tiempo, y por esa razón, sometido a algunas privaciones, no podría haber hablado de las elegancias y comodidades de Londres con más entusiasmo del que mi compañero hablaba de Pueblo Viejo, un asentamiento de media docena de indios, al que nos acercábamos. "Hay plátanos, hay yucas, hay todo"* dijo y yo realmente esperaba que al llegar a Pueblo Viejo, éste me sorprendiera y agradara. De hecho el pueâlo consistía en una sola choza, con una pequeña plantación de plátanos, un pequeño sembrío de yucas y otro de caña de azúcar. En los lugares cercanos, la gente estaba cortando los árboles y construyendo chacras. Algunas veces el camino cruzaba entre enormes árboles, otras iba paralelamente a ellos; y envidiaba los pies descalzos y pasos firmes de mi compañero, sintiendo qõe en cualquier momento, mis piernas cansadas y mis botas lodosas me jugarían una mala pasada que me costaría una pierna rota o un tobillo dislocado.
A las once, llegamos a Juana del Río, poblado de unas cinco o seis casas, situado a la margen derecha del río y cuyo nombre era en honor de la esposa del señor Martins, a quien conocimos en Cucheros. Todas las casas estaban cerradas y parecía que no había nadie. Aquí cruzamos el río (cien yardas de ancho, tranquilo y profundo) y caminamos por la orilla izquierda, durante casi media milla hasta el pueblo de San Antonio de Tingo María, Tingo es la palabra india para la unión de dos ríos, el Monz6n que desemboca en el Huallaga, justo arriba de este pueblo. El gobernador, un hombre joven, inteligente y humilde, antiguo amigo de Ijurra, nos dio la bienvenida cordialmente y nos invitó un suculento desayuno con caldo de pollo.
NOTAS AL CAPITULO
(1) Así aparece en el original. (N.T.)
(2)"Mernorial de Ciencias Naturales y de la industria nacional y extranjera". (N.T.)