CAPITULO XI
Alto Ucayali Sr. Castelnau Longitud de navegación Pérdida del sacerdote Partida de Sarayacu Omaguas Iquitos Desembocadura del Napo Pebas San José de los Yaguas Condición de los indios del Perú.
Sin embargo, no lamento que el Sr. Castelnau haya dado un informe tan exacto e interesante sobre el descenso de este río.
Este versado viajero y naturalista, dejó el Cuzco el 21 de julio de 1846. Su grupo lo conformaba él, el Sr. D'Osery, el Sr. Deville, el Sr. Saint Cric (quien se unió al grupo en el valle de Sta. Ana), tres oficiales de la Marina peruana, siete u ocho criados y arrieros, y quince soldados como escolta. Después de siete días de viaje (pasando una cadena de los Andes a catorce mil ochocientos pies de altura), llegó al poblado de Echaraté, en el valle de Sta. Ana.
En este lugar permaneció hasta el 14 de agosto cuando estuvieron listas las canoas y balsas que había mandado construir. Luego se embarcó en un río conocido por los diversos nombres de Vilcanota, Yucay, Vilcomayo y Urubamba, en cuatro canoas y dos balsas*.
Las dificultades de la navegación, los desacuerdos con los oficiales peruanos y las deserciones de los peones, pronto redujeron la expedición a un lamentable estado de debilidad y miseria.
El 17, el Sr. D'Osery fue enviado de regreso con una gran parte del equipaje y con la mayoría de los instrumentos y colecciones de historia natural. Este desafortunado caballero fue asesinado por sus guías durante su viaje de Lima al Amazonas para reunirse con el Sr. Castelnau. Después de pasar por innumerables cascadas y rápidos, el Sr. Castelnau llegó el 27 de agosto al rápido más bajo del río, el cual es un obstáculo para la navegación. Este se encontraba a ciento ochenta millas desde su punto de embarque en Echaraté. Se puede tener una idea de las dificultades del paso cuando se considera que les costó trece días descender ciento ochenta millas, con una corriente fuerte a su favor.
Gracias al barómetro, descubrió que este punto estaba aproximadamente a novecientos dieciséis pies bajo Echaraté, dándole así al río una caída de un poco más de cinco pies por milla. Más adelante vio que la desembocadura del Ucayali, que tiene mil cuarenta millas corriente abajo de la cascada, estaba, según el barómetro, a novecientos cuatro pies debajo de éste, dando así al río una caída de .87 de pie por milla.
Señala que si se intenta navegar el Ucayali, sería conveniente construir un puerto en este lugar y abrir un camino desde allí hasta el valle de Sta. Ana, donde se encuentra Echaraté y donde hay terrenos fértiles que producen gran cantidad de quina, coca y otros muchos productos tropicales.
El Sr. Castelnau piensa que esta última cascada es la primera barrera infranqueable para navegar río arriba el Ucayali; pero encontró muchos lugares bajo éste donde el río sólo tiene una profundidad de tres pies y muchos rápidos, si bien son insignificantes. Efectivamente, a doscientos setenta millas debajo de éste, describe un estrecho llamado la Vuelta del Diablo como un paso peligroso, bloqueado por pesados troncos contra los cuales avanza la corriente con gran violencia.
A doscientas dieciséis millas más allá de la cascada, pasó la desembocadura del río Tambo, cuya confluencia con el Urubamba forma el Ucayali.
A doscientas cincuenta y dos millas más abajo de la desembocadura del Tambo, pasó la desembocadura del Pachitea, la cual describe aproximadamente como del tamaño del Sena en París; y el Ucayali, después de la unión con este río, como el Támesis en Londres.
Sarayacu está a doscientas noventa y siete millas más allá de la desembocadura del Pachitea.
De la Vuelta del Diablo a Sarayacu hay cuatrocientas noventa y cinco millas. De Sarayacu a la desembocadura del Ucayali hay doscientas setenta y cinco millas; por lo que indudablemente hemos abierto setecientas millas de navegación en este río, y considerando correcta la opinión del Sr. Castelnau, hay doscientas setenta millas más hasta el pie de la última cascada en el Urubamba; haciendo un total de mil cuarenta millas. De allí entonces que lo llamara la troncal principal del Amazonas, ya que, considerando mi cálculo de la distancia entre la desembocadura de este río y el océano, en dos mil trescientas veinte millas, tenemos una navegación ininterrumpida de tres mil trescientas sesenta millas que no se encontrarán en otra dirección. Calculo que la distancia del Pongo de Chasuta (la cabecera de la libre navegación en el Huallaga) al océano, es de dos mil ochocientas quince millas.
Se puede tener una idea de las dificultades y peligros de pasar los rápidos de estos ríos por la descripción que dio este instruido caballero y hábil escritor:
"Partimos aproximadamente a las 8:00 y nos tomó una hora y media pasar la cascada formada por dos fuertes rápidos. Inmediatamente después de esto, aparecieron dos nuevos rápidos en nuestro curso. Pasamos el primero por la margen izquierda, pero como era imposible continuar nuestra ruta por ese lado y después de discutirlo, decidimos cruzar por el lado derecho".
"Encontramos que la corriente tenía una velocidad excesiva y que la segunda catarata rugía y espumeaba sólo a cien metros más allá de nosotros. A cada instante los indios lanzaban una mirada a la distancia que los separaba del peligro. Por un momento nuestra frágil canoa claramente perdió el control; pero los indios redoblaron sus esfuerzos y superamos la fuerza de la corriente".
"En ese instante escuchamos gritos detrás de nosotros y un indio señaló con su dedo la canoa del Sr. Carrasco, a unas yardas de nosotros. Esta se batía con la violencia de la corriente; por un momento pensamos que estaba a salvo, pero luego vimos que se había perdido toda esperanza y que ésta era arrastrada a la caída con la velocidad de una flecha. Los peruanos y los indios se lanzaron al agua, sólo quedó el viejo sacerdote en la canoa y claramente pudimos escuchar que decía una plegaria antes de morir, hasta que su voz se perdió con el bramido de la catarata. Estábamos temblando de terror y nos apresuramos hacia un lado, donde vimos a nuestros compañeros luchar por llegar a la orilla desde la canoa perdida. El Sr. Bizerra, en especial, estuvo en gran peligro pero mostró una increíble sangre fría y en medio de sus dificultades no perdió el diario de la expedición que llevaba entre los dientes".
"El pobre Panchito, el sirviente del sacerdote, lloraba amargamente y nos pedía que lo dejáramos ir a buscar el cuerpo de su benefactor; pero ya se había perdido una hora y nuestra terminante necesidad de adquirir provisiones nos impidió acceder a su petición".
"Lamentamos profundamente la pérdida de nuestro compañero cuya muerte fue como la de un santo, como lo fue su vida".
El grupo sufrió mucho debido a la dureza del viaje y a la falta de comida. Estaban en estado de inanición cuando llegaron a Sarayacu, cuarenta y cuatro días después de embarcarse en Echaraté. La descripción del Sr. Castelnau sobre su condición cuando llegaron, es bastante conmovedora.
"A las 3 p.m., después de viajar treinta millas, los indios voltearon la canoa al mismo tiempo hacia una playa desierta y nos dijeron que habíamos llegado a Sarayacu. Ante nosotros estaba el lecho de un riachuelo a punto de secarse, al que ellos daban este nombre. La ausencia de cualquier indicio de población y el tupido bosque que rodeaba la playa, nos hicieron pensar por un momento que éramos víctimas de algún terrible error. Pensamos que la misión tan añorada había sido abandonada. De nuestra gente, sólo uno conocía el lugar, pero su canoa todavía no había llegado. Nos dedicamos a buscar un sendero a través del bosque, pero sin éxito; estábamos completamente desanimados y nuestros ojos llenos de lágrimas. Estuvimos en este estado de ansiedad por más de una hora; al final, llegó nuestro guía y nos dijo que el pueblo estaba a cierta distancia del río y, después de una exhaustiva búsqueda, encontramos en una hondonada la entrada al estrecho sendero que nos llevaba a él. El Sr. Deville y yo estábamos tan débiles y nuestras piernas tan hinchadas, que no pudimos viajar por él. El Sr. Carrasco, deseoso de llegar, partió en compañía de sus mejores amigos; y Florentino (el sirviente del conde) los acompañó. Nos encontrábamos así lamentablemente detenidos en la playa, cuando cerca de las nueve, creímos escuchar un canto en el bosque; pronto las voces se hicieron más claras y pudimos reconocer las tonadas. Un instante después, el buen Florentino corrió hacia nosotros rebozando de alegría. Lo seguían una docena de indios de la Misión que traían antorchas y un hombre vestido a la usanza europea. Este último nos dio un caluroso apretón de manos y nos dijo en inglés que su nombre era Hackett y que el prefecto de las Misiones, el famoso padre* Plaza, lo había enviado para darnos la bienvenida y pedirnos que lo disculpáramos ya que su avanzada edad no le había permitido venir en persona. Los indios nos trajeron unas aves, huevos y una botella de vino; al momento se preparó la comida y el Sr. Hackett, a quien parece que le chocó nuestra miseria, se quedó con nosotros hasta la medianoche. Nos dijo que la Misión estaba casi a seis millas en el interior, pero que temprano en la mañana enviaría a los indios para que nos guiasen. Nos enteramos que el gobierno peruano, fiel a sus compromisos, había avisado a las Misiones sobre nuestro viaje y que el Obispo de Manas había enviado un mensaje escrito con tal propósito; pero el padre* Plaza, con la seguridad de que nuestro viaje del Cuzco a las Misiones era totalmente imposible, supuso que estábamos muertos y había celebrado misas para la salvación de nuestras almas".
Pude conseguir los hombres necesarios para el viaje de descenso y el 28 de octubre, a las 10 a.m. dejamos Sarayacu y descendimos hacia la desembocadura del caño*, donde nos detuvimos para volver a acomodar y aligerar las cosas. Encontramos que el Ucayali era un río muy diferente del que dejamos; estaba bastante alto, con una corriente más fuerte y cubierto con árboles que flotaban. A las 3 p.m. nos despedimos con mucha tristeza del buen padre Calvo y partimos en compañía del padre Bregati (quien regresaba a su curato de Catalina) y con una gran canoa que llevábamos para que nuestros peones regresaran de Pebas.
Estaba muy contento con nuestros nuevos hombres, especialmente con nuestro piloto, el viejo Andrés Urquia, un tipo alto, curtido y parecido a Tom Coffin (1), a quien los viajes y los riesgos de muchos años parecían haber endurecido hasta convertirlo en un ser insensible a la fatiga e inmune a las enfermedades. Ha navegado bastante por los ríos de la región; estuvo con el padre Cimini cuando los campas lo hicieron retroceder; y dice que junto con un portugués llamado Da Costa, pasó del Yavarí al Ucayali en dos semanas por un riachuelo comunicante llamado Yana Yacu, y que regresó en cuatro por la hondonada de Maquia. Dice que hay otro canal natural llamado Yawarangui que conecta los dos ríos. Estos canales son muy estrechos y para pasarlos hay que empujar la canoa con una pértiga; aunque Andrés dice que está lleno de agua, no hay espacio suficiente para un bote como el mío.
Recorrimos la distancia entre Sarayacu y Nauta en ocho días, lo que nos costó veintitrés días en el ascenso. La distancia de Sarayacu a la desembocadura por el canal, es de doscientas setenta millas, en línea recta es de ciento cincuenta. Viajamos toda una noche cuando estuvimos cerca de la desembocadura; pero esto es peligroso en el Ucayali y en el Huallaga. Los canales en estos ríos están frecuentemente obstruidos por árboles caídos; si el bote chocara con uno de éstos, inevitablemente naufragaría. Es más seguro en el ancho Amazonas.
Hasta Sarayacu, el Ucayali tiene media milla de ancho, veinte pies de profundidad en su parte más honda y la corriente es de tres millas por hora. Temo que hay un lugar en la gran curva del río justo más allá de Sarayacu, donde hay islas con grandes arenales que en la parte más baja del río podrían obstruir la navegación de una gran nave con un calado superior a los diez pies. Río arriba en este lugar, cuando estábamos remando cerca de la orilla izquierda con agua aparentemente profunda, vimos una playa en lo que pensé era el lado opuesto del río, probablemente a doscientas cincuenta yardas de distancia, hacia donde ordené al piloto que fuera para acampar esa noche. Para mi sorpresa, casi inmediatamente después de que virara la proa del bote hacia afuera para cruzar, los hombres dejaron sus remos y tomando sus pértigas llevaron el bote hasta la orilla con no más de cuatro o cinco pies de agua. Cuando cruzamos, observé que estábamos en la playa de una isla y le pregunté al piloto si había más agua en el otro canal de la orilla derecha. Dijo que sí, que cuando el río decrecía bastante, este lado se secaba pero el otro nunca.
Debido a las costumbres migratorias de la gente que vive cerca del Ucayali, es difícil hacer un cálculo del aumento o disminución de la población. Apenas pude encontrar un poblado que Smyth menciona cuando pasó en 1835, pero encontré vanos que no menciona. Tipishka Nueva que según él era el asentamiento más grande del río cerca de Sarayacu y que tenía una población de doscientos habitantes, ahora había desaparecido por completo y Sta. María de la que no hace mención, y que probablemente fue establecida después que estuvo aquí, ahora tiene ciento cincuenta almas. Me pareció singular (pero por supuesto una desgracia) que al sumar las cifras del número de personas que viven en los alrededores del río, entre su desembocadura y Sarayacu, éstas sumasen seiscientas treinta y cuatro, y que el cálculo de Smyth fuera de seiscientas cuarenta. En relación con la longitud y dirección de los tramos del río, vi que el cálculo del oficial era notablemente correcto. El lo descendió cerca del 1ro. de marzo y por supuesto el río era más ancho y profundo, y la corriente más fuerte de la que yo encontré; es por esto que nuestros datos difieren un poco.
La diferencia entre el nivel alto y el bajo del agua, es aproximadamente de treinta y cinco pies. El 9 de octubre, durante el ascenso, planté una varilla en un poblado llamado Guanache y de regreso el 1ro. de noviembre, encontré que el río había crecido nueve pies y siete pulgadas. Sin embargo, su crecida regular y fuerte todavía no comienza hasta el 15 de octubre. Una milla adentro en la desembocadura, en el centro del río, encontré setenta y dos pies de profundidad y una corriente de entre dos y tres cuartos de milla por hora. El fondo del río está lleno de troncos hundidos. Perdí dos plomadas de sondeo y tres cabezas de hachas en el descenso. Sin embargo mi plomada de sondeo ya estaba muy podrida debido a la humedad y ni siquiera podía soportar la fuerza de la corriente con la guindola que también perdí.
Tenía la intención de quedarme unos días en Nauta ya que me di cuenta que tantos días en canoa estaban empezando a afectar mi salud y que cada día me debilitaba más; pero Nauta parecía un lugar diferente al que dejé. Arébalo (sic), el sacerdote y Antonio, el Paraguá, se habían ido y el senhor** Cauper parecía de malhumor y no muy alegre de vernos. Creo que el viejo caballero estaba preocupado por su pescado. Tenía tres mil piezas en una playa del Ucayali y el río que estaba creciendo rápidamente, amenazaba su seguridad; en tanto que sus botes acababan de partir en busca de ellas, pero viajaban muy lento.
Quise conseguir unos cuantos peones más, pero no había autoridades y los indios estaban ocupados bebiendo y bailando. Dos de mis hombres, a quien había recogido en un lugar llamado Santos Guagua en el Ucayali, desertaron a pesar de que les había pagado por ir hasta Pebas. Temí perder más y después de recoger algunas aves y animales que dejé aquí, partí a las cinco y media de la tarde del 5 de noviembre, habiendo dormido en mi bote la noche del 4 de noviembre a falta de una casa y siendo casi devorado por los mosquitos.
Dejé a López, el sirviente, a quien sólo contraté para el viaje por el Ucayali, y a dos de mis hombres de Sarayacu que según dicen fueron a los bosques a recolectar chambira, pero yo sospechaba que estaban bebiendo con los cocamas y no deseaban ser encontrados.
Nos dejamos llevar por la corriente toda la noche. Los sondeos en la desembocadura del Ucayali, eran de cuarenta y dos pies. Un poco más allá de la isla de Omaguas, el Amazonas se veía imponente y creo que tenía una milla y media de ancho.
6 de noviembre. Llegamos a Omaguas a las 5 a.m. Los dos hombres de Sarayacu que dejé en Nauta, nos dieron el alcance con la montaria que les dejé, pues me había llevado sus cobijas.
Omaguas está situado sobre una elevación de la orilla izquierda y en esta época está protegido por una pequeña isla que está cubierta por completo durante la crecida. Actualmente, la entrada es a través de una ensenada estrecha por el lado sur del pueblo. El número de habitantes es de doscientos treinta y dos, pertenecientes a las tribus de los omaguas y de los panos. Estos son peones y pescadores; cultivan las chacras* y viven en el mismo estado de inmundicia y de miseria de toda esta gente. Le di un poco de calomel, sales y ungüento de espermaceti a la esposa del Gobernador, quien estaba en un estado deplorable: un simple esqueleto, cubierta con llagas profundas aparentemente crónicas. Me hizo recordar a Lázaro o al viejo Job en su miseria. No sé si mis remedios eran los adecuados, pero su esposo y ella estaban ansiosos por tenerlos; de todos modos moriría pronto y no podría estar peor.
Partimos de Omaguas a las nueve y cuarto; a las once anclamos a la mitad del río con ochenta y cuatro pies de agua y encontramos una corriente de un tercio de milla, el río tiene tres cuartos de milla de ancho; las riberas son bajas y cubiertas por árboles aparentemente pequeños, aunque podrían parecer pequeños debido al ancho del río; hay unos cuantos bancos de arena de tamaño reducido.
Una ligera brisa del noreste al mediodía. Termómetro en 86º. La mayoría de los hombres y animales se duermen rápidamente; aun los monos, excepto un inquieto frailecillo (quien parece tan desvelado como yo) están dormitando. De vez en cuando el frailecillo bosteza y cierra sus ojos, pero al momento, parece que descubriera algo raro o nuevo y se queda despierto y alerta como si nunca durmiera.
Esta mañana hubo un gran alboroto entre los animales. El Pumagarza o grulla atigrada (por tener las manchas y el color del tigre de la región) con un pico tan largo y puntiagudo como la lanza de un infiel, picoteó hasta hacer pedazos la cabeza de un delicado tipo de gallinapavo llamada Pava del monte. El Diputado (como llamamos a un mono blanco porque según Ijurra es la imagen del respetable diputado por Chachapoyas en el Congreso) se comió la oreja del Maquisapa (un mono negro de apariencia estúpida que en Brasil se llama coatá) y la cola de otro llamado Yanacmachin. Algún salvaje desconocido, aunque estoy convencido que fue mi bello chirricles, mordió el pico del más bello de los periquitos. Hubo una lucha desesperada entre el frailecillo y el chirricles, en la cual el primero perdió pelaje y el segundo plumas; también hubo síntomas de lucha entre el cerdo salvaje, llamado Huangana, y el Coati o mangosta mexicana. El último sin embargo, fiero como generalmente es, no pudo soportar el rechinar de los dientes del jabalí salvaje y prudentemente "abandonó la lucha". La vida de las aves es una constante pelea, nadie está en paz, excepto un cariñoso y delicado mono Pinshi (el Midas Leonina de Humboldt) que duerme sobre mi barba y juega con mis bigotes.
Hablamos con dos canoas que venían por el Napo de un lugar cercano a Quito y que se habían detenido en Tarapoto. Este grupo se embarcó en el Napo el 3 de octubre. Me dijeron que podía llegar a la desembocadura del río Coca que desagua en el Napo, en dos meses y medio desde la desembocadura; pero que no podía ir más lejos en mi bote debido a la falta de agua. Hay muy pocos poblados cristianizados en el Napo y los remeros de estos botes son el grupo de aspecto más salvaje que he visto hasta ahora. He conocido a muchos habitantes de Quito en las Misiones del Huallaga; muchos de los habitantes son descendientes de los quiteños. De hecho, estas Misiones estuvieron anteriormente bajo la dirección del Obispado de Quito y muchos de los jesuitas que intentaron primero la conversión de estos indios venían de esta provincia. Actualmente hay un rumor en esos lugares de que treinta jesuitas expulsados recientemente de Nueva Granada, han ido al Ecuador, siendo bien recibidos en Quito, y que han pedido las antiguas Misiones de la compañía, las cuales les han sido concedidas hasta donde tiene jurisdicción Ecuador. Este grupo del Napo también informó que el Gobernador (Jefe Político**) del territorio del Napo ecuatoriano, ha abandonado su lugar de residencia y se ha ido río arriba con el propósito de proveer de trabajadores a una compañía minera francesa que ha llegado recientemente y que está a punto de comenzar sus operaciones. Generalmente se cree que hay mucho oro mezclado con la arena del Napo; pero creo que si allí lo hubiera, lo tendrían los moyobambinos. De vez en cuando obtienen de los indios una canilla llena de polvo de oro; pero no ha habido ninguna expedición organizada regularmente para recolectarlo que tengan éxito. Se dice que en un principio, los indios del Napo pagaban sus impuestos al Gobierno con polvo de oro, pero ahora que se les ha aliviado de esta carga de los impuestos (como lo han sido todas las Misiones por expresa excepción), ya no se recolecta más oro.
Los habitantes de las Misiones de Manas están exentos, por una legislación especial, del pago de la contribución de siete dólares por cabeza que pagan todos los indios del Perú para el mantenimiento del Gobierno. Se dio esta excepción basándose en el hecho que esta gente tiene que dominar la selva y sólo era capaz de extraer a duras penas su sustento con el cultivo de la tierra. Muchas personas de la provincia creen que ésta fue una ley poco inteligente y que el carácter del indio se ha deteriorado desde su promulgación. Creen que alguna ley obligándolos a trabajar sería beneficiosa tanto para la región como para sus habitantes.
Temeroso de avanzar hacia la derecha de la isla de Iquitos y así pasarme el pueblo, tomé el lado izquierdo de algunas islas que Smyth señala en su mapa como pequeñas, pero en esta época son grandes; y avanzando entre una, justo encima de la isla de Iquitos, y la ribera izquierda del río, el bote varó cerca del centro del pasaje que tenía ciento cincuenta yardas de ancho y casi se volteó debido a la velocidad de la corriente. Viramos hacia la ribera izquierda y la recorrimos de cerca con cuarenta y dos pies de agua. A las nueve y media de la noche llegamos a Iquitos.
7 de noviembre. Iquitos es un pueblo de pescadores de doscientos veintisiete habitantes; una gran parte de ellos, noventa y ocho, son blancos y mestizos de San Borja y de otros asentamientos de la Misión Alta, quienes fueron expulsados de sus hogares por los huambisas del Pastaza y del Santiago, hace unos cuantos años. Esto sucedió en 1841. En 1843, estos mismos indios asesinaron a todos los habitantes de un poblado llamado Sta. Teresa, ubicado en el Alto Marañón, entre las desembocaduras de los ríos Santiago y Morona. Mi compañero Ijurra estuvo allí poco después del hecho. Dio sepultura a los muertos y publicó un informe detallado de lo sucedido en su Travels in Manas (2).
En octubre de 1843, Ijurra junto con otros diecisiete jóvenes de Moyobamba, formó una compañía con el propósito de lavar el oro de las arenas del Santiago; la prefectura les proporcionó armas y reclutó sesenta y seis cocamillas de Laguna, armados con arcos y flechas, como una fuerza ligera de protección. También contrató ochenta y cinco de los indios de Jeveros como obreros para los lavaderos y después que partieron, se les unieron cuatrocientas cincuenta personas que en 1841 habían sido expulsadas del Santiago y Borja, y que estaban deseosas de recuperar sus hogares y vengarse de los salvajes.
El grupo fue por tierra de Moyobamba a Balza Puerto (sic); de allí por el norte hacia Jeveros y luego al puerto de Barranca en la desembocadura del río Cahuapanas, cuando se embarcaron para ascender el Amazonas hacia la desembocadura del Santiago. En Barranca se les informó al detalle de la masacre de Sta. Teresa.
Un moyobambino, Canuto Acosta, se adelantó temiendo que el grupo recolectara todo el oro y que él no obtuviera el poco que la gente de los alrededores de Sta. Teresa le debía.
En Sta. Teresa se encontró con un numeroso grupo de huambisas que había descendido por el Santiago con el aparente propósito de comerciar. Conversando con el curaca de la tribu, llamado Ambuscha, Acosta le contó que una multitud de cristianos venían con armas en sus manos para conquistar y esclavizar a su pueblo. El curaca, cambiando la conversación, le preguntó a Acosta que es lo que tenía en sus bultos. La respuesta fue más tonta y absurda que la conversación anterior, ya que, deseoso de aprovecharse de la credulidad del indio, o de intimidarlo, dijo que en sus bultos tenía muchas enfermedades epidémicas con las que podía matar a toda la tribu de los huambisas. Esto fue su sentencia de muerte. El curaca le hundió su lanza en el cuerpo y lanzando un agudo silbido, su gente que estaba esparcida entre las casas, comenzó la masacre. Mataron a cuarenta y siete hombres y se llevaron a sesenta mujeres; unas pocas personas lograron escapar hacia el bosque. Los indios perdonaron a dos niños, uno de siete años y el otro de nueve, y los lanzaron a la deriva en una balsa por el Amazonas, con un mensaje para el grupo de buscadores de oro, diciéndoles que ya sabían de su venida y que estaban preparados con la ayuda de sus amigos los paturos y los chinganos, para reunirse y pelear por la posesión del territorio. Pasando Barranca, se vio la balsa flotando y se la recogió.
Los buscadores de oro no encontraron este mineral en las orillas del Marañón; se atemorizaron de los salvajes y luego de discutir se separaron y abandonaron su propósito antes de llegar a la desembocadura del Santiago.
Ijurra y unos cuantos, volcaron su atención hacia la recolección de quina. Pasaron dos o tres años en los bosques, cerca de la desembocadura del Huallaga; juntaron una gran cantidad y la transportaron a Pará en inmensas balsas que Ijurra describe como casas flotantes con todas las comodidades y ventajas de una casa en tierra.
Cuando llegaron a Pará los químicos examinaron la carga y dijeron que era buena; y una casa mercantil ofreció ochenta mil dólares por ella. Rechazaron la oferta y llevaron la carga a Liverpool, donde los químicos dijeron que el fruto de años de trabajo no tenía ningún valor.
El pueblo de Iquitos está situado en una planicie elevada que se dice se extiende más allá de las orillas del río. Esto es algo diferente de la situación de muchos pueblos del Amazonas, muchos de los cuales se construyeron sobre colinas con terrenos bajos y pantanosos tras ellos. Hay arbustos de algodón y café creciendo en las calles del pueblo, pero no se presta atención al cultivo de ninguno de los dos. Un poco más allá del pueblo, hay un riachuelo que desemboca en el Amazonas y se dice que es una de las desembocaduras del río Nanay. La desembocadura principal del Nanay está a cinco millas abajo; al parecer se comunica por la parte de atrás de la planicie, con el Tigre Yacu que desemboca en el Marañón arriba de San Regis; y sus ramales que van hacia el norte y el este, se unen con el Napo.
Dejamos Iquitos a las nueve y media de la mañana. Las orillas del río justo abajo, son escarpadas y de arcilla blanca; a un cuarto para las once pasamos la desembocadura del Nanay, casi de ciento cincuenta yardas de ancho. La profundidad del Amazonas en la unión de los dos ríos es de cincuenta pies; la corriente, una milla y dos tercios por hora. Después de pasar varias islas pequeñas donde el río tenia dos millas de ancho, parecía que éste se contraía a media milla entre sus orillas, justo enfrente de un asentamiento de dos o tres casas, llamado Tinicuro, donde a los ciento ochenta pies no encontré fondo; a las cinco y media llegamos a Pucallpa donde pasamos la noche.
8 de noviembre. Pucallpa o Nueva Orán es un pequeño poblado de veinte casas y ciento once habitantes que antes pertenecían a Orán, pero que encontrando que su ubicación era poco conveniente, se mudaron y se establecieron aquí. Es uno de los lugares mejor situados que he visto, sobre una elevación moderada con orillas verdes en declive hacia el río. El agua es cristalina (de veinticinco a treinta pies de profundidad) cerca de la orilla. Hay dos islas (una antes y otra más allá del pueblo, con un estrecho claro al frente) que dan al lugar la apariencia de un pequeño puerto escondido.
En este lugar compramos dos grandes grullas del río, llamadas tuyuyús. Estas eran grises; el par que logré enviar a los Estados Unidos eran blancas. Partimos a las 4 a.m., más allá de Pucallpa hay orillas altas y blanquizcas. A las nueve llegamos a la desembocadura del Napo; encontramos que tenía doscientas yardas de ancho y su corriente era suave. El sondeo en la desembocadura fue de treinta y cinco y de cuarenta pies; nos detuvimos en Chorococha, un poblado de dieciocho habitantes, justo más abajo de la desembocadura del Napo. Aquí encontramos salando pescado, a algunos de nuestros amigos de Nauta quienes nos dieron un suculento desayuno. Antes de partir, anclamos cerca del promontorio de una pequeña isla, donde supuse que sentiríamos el efecto de la corriente del Napo; pero tenía una corriente de una milla y dos tercios.
9 de noviembre. Partimos a las 5 y llegamos a Pebas a las 10 a.m. Observamos que la gente de Pebas, bajo la dirección del padre Valdivia (mi amigo de Nauta) estaba levantando un nuevo pueblo a un cuarto de milla más arriba del río llamado Ambiyacu, que desemboca en el Amazonas dos millas arriba de Pebas. Nos detuvimos en este río y encontramos al buen padre y al Gobernador ocupados en la poda de árboles y en la construcción de casas. Decidí quedarme aquí por algún tiempo ya que me estaba debilitando tanto que apenas podía escalar las laderas sobre las que están situados los pueblos. El padre Valdivia nos recibió con mucha cordialidad y nos dio habitaciones en una casa nueva que se estaba construyendo.
El nuevo asentamiento todavía no tenía nombre; Ijurra quería llamarlo Echenique en honor al nuevo presidente. Mientras que yo insistía en "Ambiyacu" por ser un nombre indio y sonoro. La población ya sumaba trescientos veintiocho habitantes; casi toda la gente de Pebas había venido. Los habitantes son principalmente Oregones (sic) u orejas grandes, debido a la costumbre de introducir un pedazo de madera por un orificio de la oreja, lo que gradualmente aumentará el tamaño de ésta hasta que el lóbulo cuelgue hasta los hombros. Sin embargo ya no han seguido con esta costumbre y sólo vi a unas cuantas personas mayores con esta deformidad.
Son pescadores y sirven como peones; pero su nivel de vida parece mejor que aquél de los habitantes de otros pueblos del río, lo que sin duda se debe a la presencia y labor del buen sacerdote, quien es muy activo e inteligente.
Visitamos Pebas en la tarde. Lo encontramos casi abandonado y cubierto con pasto y mala hierba. Vimos un poco de ganado deambulando cerca de las casas, estaba gordo y dadas las condiciones, en buen estado. El pueblo se encuentra ubicado al lado del río, el cual está interrumpido aquí por islas; éste es de tres cuartos de milla de ancho y es aparentemente profundo y rápido. Llevamos al pueblo muestras de pizarra negra que brota en forma de vetas estrechas de arcilla en las orillas, con las cuales prendimos una fogata que duró toda la noche; ésta tenía un olor bituminoso.
10 de noviembre. Le di a Arébalo (sic) el mensaje que le envió el padre* Calvo, el cual era una solicitud para que enviara de regreso a los hombres de Sarayacu en la canoa más grande que habíamos traído para tal propósito. Sin embargo, él descuidó el asunto y dos de ellos se fueron río arriba con un comerciante y otro se fue río abajo. Los otros emprendieron el regreso en la canoa; pero para mi sorpresa y hasta pesar, en la noche descubrí que habían regresado: después de volcar su canoa y de vender sus cacerolas y otros utensilios a Arébalo (sic), habían expresado su determinación de ir río abajo. Dijeron que si yo no los llevaba, irían con alguien que sí lo hiciera. Yo por supuesto estaba contento de tenerlos y tranquilicé mi conciencia por robar de esa manera al padre Calvo, diciéndome que si iban conmigo hasta el final del viaje, les podía dar mi bote y abastecerlos para el regreso; en cambio, si se separaban posiblemente no regresarían jamás. Creo que Arébalo (sic) se hizo el de la vista gorda en cuanto a su decisión de no regresar, porque él y el padre* estaban ocupados con su nuevo pueblo y no querían proporcionarme sus hombres. Pero creo que todos somos culpables. Los peones eran culpables por no regresar; yo era culpable por llevarlos más lejos; y Arébalo (sic) era culpable por permitirlo; y así es como disminuye la población de Sarayacu y como se estafa a los frailes con el fruto de su trabajo que tanto les ha costado obtener.
15 de noviembre. Ijurra y yo fuimos con el padre* a visitar la misión de San José de los Yaguas. Este es un asentamiento de indios yaguas, de doscientos sesenta habitantes, ubicado aproximadamente a diez millas en dirección N.E. de Ambiyacu, o (como me enteré en una carta que recibí de Ijurra después de mi regreso) de Echenique.
A San José se llega por un sendero a través del bosque de una región irregular. Había que pasar dos o tres riachuelos en el camino que tienen lechos guijarrosos con rocas de pizarra negra que se elevan a los lados de la quebrada (son las primeras rocas que veo desde que dejé el Pongo de Chasuta). El suelo es de arcilla oscura y es el más profundo que he visto en cualquier otra parte del río. Pájaros de brillante plumaje revoloteaban de vez en cuando a lo largo de nuestro camino y los bosques estaban perfumados con olores aromáticos.
Los yaguas recibieron a su sacerdote en procesión, con repiqueteo de campanas y música de tambores. Lo condujeron al convento* a través de pequeños arcos de palma sembrados en el camino y cortésmente nos dejaron descansar después de la fatiga de la caminata. Estos son los salvajes de apariencia más pulcra en cuanto a su aspecto y ropa, ya que no tienen nada de salvaje en la expresión de su rostro que de por sí es inexpresivo y estúpido. Su traje común consiste en una faja de corteza alrededor de la cintura con un manojo de fibras de otro tipo de corteza, parecida a un estropajo o a un trapo, casi de un pie de largo, que cuelga alrededor de la faja. Manojos iguales, pero más pequeños, les cuelgan de la nuca y brazos en collares y brazaletes de pequeñas cuentas. Este es el traje que usan a diario. Para las fiestas, se pintan el cuerpo de marrón claro y sobre esta base realizan fantásticos diseños en rojo y azul. En los brazaletes prenden grandes plumas de la cola del guacamayo, las cuales llegan hasta por encima de los hombros y la cabeza va adornada con una guirnalda de plumas blancas de las alas de una pequeña ave. Generalmente esto completa el traje, a pesar que he visto un hombre elegante que se prendió pequeñas plumas blancas en todo el rostro, dejando al descubierto sólo los ojos, la nariz y la boca.
El curaca y uno o dos de los varayos, usan túnicas y pantalones; pero me han contado que llevan su traje típico debajo del anterior. El traje de la mujer es una yarda o dos de tela de algodón, amarrada alrededor de las caderas. Son gente dedicada al trago y al baile, y odian el trabajo.
Sus casas son peculiares. Se colocan unos palos muy largos y delgados uno al frente del otro, a casi treinta pies de distancia; sus extremos se unen en la parte superior, formando un arco gótico de casi veinte pies de altura. Se colocan palos similares de diferentes tamaños al frente de los vanos de las columnas del arco, y sus extremos van hacia abajo y se amarran por arriba y por los lados de los vanos. Están asegurados por adentro y por afuera con vigas, y todo el conjunto está bien tarrajeado hasta el piso, dejando dos o tres aberturas para la entrada. La casa parece un panal gigante por afuera. En el interior, a ciertos intervalos alrededor de las paredes, hay pequeñas cabinas de caña, cada una de ellas es la habitación de una familia. Generalmente de cuatro a cinco familias habitan una casa y el espacio del centro es de uso común. Este no se limpia nunca, ni siquiera está nivelado y se encuentra repleto de toda clase de abominaciones. Hay un charco de agua frente a cada puerta, ya que debido a la construcción de la casa, la lluvia tanto del cielo como del techo, cae directamente en él.
Después del servicio nocturno, los indios se fueron a sus casas para comenzar la fiesta. Tocaron los tambores toda la noche hasta las diez de la mañana siguiente, cuando vinieron en grupo para llevarnos a misa. " mayoría de ellos estaba muy mal debido al libertinaje de la noche y se sentaron en el suelo de una manera distraída y estúpida; de vez en cuando hablaban y reían entre ellos, y me temo que la sagrada ceremonia les era poco edificante.
Estaba sorprendido por la pobreza de la iglesia y decidí que si alguna vez regresaba, pediría donativos a los católicos romanos de los Estados Unidos. Las vestimentas sacerdotales estaban hechas harapos. El lavatorio era una calabaza, un pequeño recipiente de barro y una toalla de algodón de diversos usos; también me apeno ver que sacaban la hostia de una caja de afeitar y el vino santificado de una vinagrera.
Después de la misa y de la procesión, los indios regresaron con nosotros al convento* y nos entretuvieron con música mientras desayunábamos. Estuvo bien que los tambores fueran chicos, de lo contrario nos hubieran dejado completamente sordos. Habían seis y se les tocaba sin interrupción. Un hombre se quedó dormido, pero no nos favoreció en nada, pues su vecino tocó el tambor por él. Casi toda la población masculina estaba amontonada en el convento*. Los indios nos dieron el desayuno; cada familia colaboró con un plato. Las mujeres mayores estaban orgullosas de sus platillos y parecieron complacidas cuando los compartimos y las alabamos. Continuaron con su jolgorio todo el día y toda la noche.
El lunes visitamos las casas de los indios para ver que curiosidades podíamos conseguir. Encontramos a los hombres acurrucados en sus hamacas, durmiendo por los efectos del masato, y a las pacientes y abnegadas mujeres en el trabajo, trenzando chambira para las hamacas o preparando yucas o plátanos para hacer la bebida de sus señores. No conseguimos nada, a excepción de una o dos hamacas y un poco de chambira para hacerme un hilo de sondeo. Los indios habían escondido sus hamacas y tuvimos que fisgonear con nuestros bastones y buscar en los rincones. " razón de esto era que muchos de ellos le debían al padre* y el pago de deudas parece ser desagradable tanto para el hombre salvaje como para el civilizado.
El único artículo manufacturado es una tosca hamaca, hecha de fibras de las ramas de la copa de una especie de palmera, llamada chambira en el Perú y tucum en el Brasil. El árbol es muy duro y está protegido por largas y puntiagudas espinas, de tal manera que es trabajo de todo un día el cortar un "cogollo"* o copa, partir las hojas en tiras de un ancho adecuado y secar las fibras que son la cubierta exterior de las hojas, lo que se hace diestramente con el índice y el pulgar. Una #copa" de tamaño normal da casi media libra de fibra y cuando se reflexiona en el hecho que se tiene que trenzar estas fibras, teñir una parte de ellas y luego tejer las hamacas de tres o cuatro libras de peso, se verá que el indio gana muy poco por su trabajo al recibir doce centavos y medio en plata, o veinticinco en efectos* por una hamaca.
Las mujeres trenzan la hebra con gran destreza. Se sientan en el suelo y tomando dos hebras entre el índice y el pulgar izquierdos, las cuales consisten en un grupo de diminutas fibras, las colocan un poco separadas en el muslo derecho. Las hebras que están en el muslo bajo la mano derecha se enrollan cada una en un ovillo; así con un movimiento casi imperceptible de la mano, trenzan ambas hebras y las enrollan en otro ovillo sobre su muslo, de esta manera forman la cuerda. Una mujer trenza cincuenta brazas en un día, casi el tamaño de un cordel normal.
Los indios me trajeron algunas aves; pero estaban demasiado borrachos y cansados como para ir al bosque y cazar aves exóticas, así que sólo me trajeron aquéllas a las que pudieron disparar cerca de sus casas.
El clima de San José es muy agradable. Parece más seco y saludable que el de Pebas y hay menos mosquitos. La atmósfera estuvo bastante despejada las dos noches que pasé allí y pensé que podía ver las estrellas más pequeñas con más claridad de lo que las había visto en mucho tiempo.
La historia de la fundación de este lugar es notable, como lo muestra el apego de los indios a su pastor* e iglesia.
Hace algunos años, el padre "José de la Rosa Alva" estableció una misión en el asentamiento de los yaguas, a dos días de viaje hacia el noreste de la actual estación, que él llamó Sta. María y donde residía generalmente. Los negocios lo llevaron a Pebas e inesperadamente lo retuvieron allí por quince días. Al ver que no regresaba, los indios pensaron y dijeron: "Nuestro padre nos ha abandonado; debemos ir con él". Para lo cual reunieron los efectos personales que el padre había dejado, cargaron en sus espaldas los adornos y muebles, incluso las puertas de la iglesia, prendieron fuego a sus casas y se unieron al padre* en Pebas. El los guió a la actual estación, donde construyeron casas y se establecieron.
Nuestro pequeño padre* tiene también una gran influencia sobre ellos; a pesar de que no accede a todas sus demandas, ellos comparan su conducta con la del padre Rosa; lo llaman tacaño, se molestan y no van a misa.
Es triste ver el estado del indio peruano (el del indio del Brasil es peor). No progresan en cuanto a civilización y no se les enseña nada. Los padres*, generalmente buenos, trabajadores y bien intencionados, quienes por su cuenta intentan cualquier cosa que sea una mejora, parecen conformarse con enseñarles la obediencia a la iglesia, el cumplimiento de sus ceremonias y con repetirles la "doctrina" como un loro, sin tener la menor idea de lo que significa su transmisión. Sin embargo, los sacerdotes dicen que el error está en los indios, que no entienden. El padre* Lorente, de Tierra Blanca, supuso que tenía a su rebaño un poco avanzado y que ahora podría hacer un pequeño llamado al entendimiento. Así, los reunió y enseñándoles una pequeña imagen de yeso de la Virgen que todavía no habían visto, comenzó a explicarles que esta figura representaba a la Madre de Dios, a la que les había enseñado a adorar y rezar: que Ella era la más sublime de todos los seres humanos, y que mediante la intercesión de Ella ante su hijo, los pecados y crímenes de los hombres serían perdonados, &a. Los indios prestaron mucha atención, pasando la imagen de mano en mano, y el buen padre pensó que estaba logrando una impresión positiva; pero una desafortunada expresión de uno de ellos, le mostró que su atención estaba concentrada por completo en la imagen y que la lección se había perdido. Este interrumpió al sacerdote en su prédica para preguntar sí la imagen era un hombre o una mujer. El fraile desesperado abandonó todo y continuó con las imponentes ceremonias de la iglesia, las cuales creo (hablando humanamente) se prestan más que cualquier otro sistema de enseñanza religiosa, para lograr que ellos respeten y obedezcan, y por lo tanto para civilizarlos más.
La mente del indio es exactamente como la de un niño y debe crecer mediante el ejemplo más que por el precepto. Creo que el buen ejemplo con un grado prudente de disciplina, harían mucho más con esta gente dócil; aunque no faltan hombres inteligentes, buenos conocedores de su carácter, que no tienen escrúpulos en decir que el mejor uso para un indio es colgarlo; que se convierte en un mal ciudadano y pésimo esclavo y (usando un decir de casa) "que su cuarto es mucho mejor que su compañía". Personalmente creo (y pienso que el caso de los indios en mi propio país me lleva a esta conclusión) que cualquier intento por comunicarse con ellos termina en su destrucción. No pueden soportar las restricciones de la ley o el peso del trabajo continuo, y se alejan del hombre blanco con sus mejoras, hasta que desaparecen. Este parece ser su destino. La civilización debe avanzar aunque pise el cuello del salvaje o incluso aplaste su existencia.
Creo que en este caso el gobierno del Perú debe tomar el asunto en sus manos, debería emitir un simple código de leyes para el gobierno de las Misiones; designar gobernadores inteligentes para los distritos, con salarios provenientes del tesoro de la región; debe eliminar los pueblos más pequeños y reunir a los indios en unos pocos; designar un gobernador general de gran carácter con poderes dictatoriales y un buen salario; cobrar contribuciones a los habitantes para el mantenimiento de una fuerza militar de dos mil hombres para colocarla a disposición del Gobernador; y abrir la región a la colonización, induciendo a la gente a venir con privilegios y concesiones de tierras. Me alegra ver que en este sentido, si el indio no progresa, al menos será expulsado y esta gloriosa región hará lo que tiene que hacer y que ahora no está haciendo, es decir contribuir en justa medida al mantenimiento de la raza humana.
18 de noviembre. Regresamos a Echenique, la caminata nos tomó tres horas sin parar. Aunque los orejones han abandonado algunas de sus costumbres salvajes y se están volviendo más civilizados, todavía son lo bastante bárbaros como para permitir que sus mujeres hagan la mayor parte del trabajo. Hoy día vi a veinte de estos pícaros holgazanes haraganeando, mientras que el mismo número de mujeres recogía tierra y agua, hacía lodo y tarrajeaba las paredes del convento*. También vi que las mujeres limpiaban y recogían la mala hierba y arbustos del pueblo; además muchas de ellas cargaban niños en sus espaldas. Estas se casan muy jóvenes. Vi algunas, a las que tomé por niñas, con bebés que me dijeron eran suyos. Sufren muy poco en el parto y pocas horas después del nacimiento del niño, se bañan, van a la chacra* y recogen una carga de yucas para su casa.
Los mosquitos son un problema aquí. Escribo mi diario bajo un mosquitero; y mientras despellejo pájaros, es necesario tener un indio con un abanico para que los espante; aún así esto no siempre resulta y mi cara y manos están con frecuencia ensangrentadas completamente por lo que éste tiene que matarlos con los dedos. Los indios me traen una cantidad de aves muy bellas cada tarde y estoy con las manos llenas, aun con la ayuda ocasional de Arébalo (sic) y del sirviente del padre*. No sé si se debe al tironeo constante de la piel de las aves o al uso descuidado del jabón de arsénico, pero la sangre se acumula en casi todas las uñas de mi mano izquierda, lo que es bastante doloroso.
En este lugar hemos incrementado de gran manera nuestras existencias de animales. Ahora suman trece monos, una mangosta y un cerdo salvaje (el pecarí mexicano), con treinta y un aves y cien pieles. Hoy día compré un mono pequeño a una india. Tenía pelaje grueso de color gris y blanco; el de la parte superior de su cabeza era tieso como las espinas de un puerco espín, pero se suavizaba hacia la frente, como si hubiera sido peinado. Le ofrecí un poco de plátanos, pero al ver que no iba a comer, la mujer lo cogió y lo puso en su pecho donde mamó con ganas y gran "gusto"*. Lo destetó en una semana para que comiera plátano batido que colocaba en su boca en pequeños bocados; pero el pequeño animal murió de mortificación porque no lo dejaba dormir con sus brazos alrededor de mi cuello.
Tuve dos monos pequeños no tan grandes como las ratas; el pecarí se comió uno y el otro murió de pena. Mi mono aullador rechazaba la comida y gruñó hasta morir. Los frailecillos se comieron su propia cola y se murieron por la infección; la mangosta, estando amarrada porque se comía las aves pequeñas, se cortó literalmente sus entrañas con la soga antes que nos diéramos cuenta. El pecarí saltó por la borda y nadó hasta la orilla; los tuyuyús atrapaban cada periquito que volaba al alcance de sus picos y se lo devoraban; y aquellos mismos, amarrados en la playa de Eyas, fueron devorados por los cocodrilos. Mi último mono murió cuando yo entraba en la bahía de Nueva York y sólo logré llevar a casa, casi una docena de mutuns (o guacos); un par de gansos egipcios, un par de aves llamadas pucacunga en el Perú y jacu en el Brasil; un par de guacamayos; un par de loros; y un par de grullas grandes y blancas, llamadas jaburú, que creo son las mismas aves que se llaman marabús en la India.
24 de noviembre. Nos preparamos para partir. Nuestro bote que había sido muy mal calafateado en Nauta, tuvo que ser calafateado nuevamente. La estopa o relleno que se usa es la corteza interior de un árbol llamado machinapuro que se corta y se separa en fibras. Responde muy bien y abunda en el bosque. La mantada* o carga que un indio transporta en su manto, cuesta doce centavos y medio. Un indio puede recolectar y moler dos mantadas en un día. Para calafatear un bote como el mío, se necesitan de diez a doce mantadas. Se dice que la brea de la región es la deposición de una hormiga en los árboles. Nunca la vi en su estado original. Los indios la recolectan, la hierven hasta que quede blanda y le dan la forma de ladrillos anchos y delgados; el precio de una arroba es de sesenta y dos centavos y medio. Es de regular calidad. Se obtiene una de mejor calidad mezclando cera negra con resina.
El padre Valdivia muy amablemente nos entretuvo. Su aguadiente (sic) se acabó y de vez en cuando nos invitaba un poco de vino que compró en Loreto para la Iglesia. Era un suave vino blanco. Supongo que no podría beberlo en casa, pero aquí parece muy bueno. Me he dado cuenta que lo mismo sucede con varias cosas. Los plátanos verdes fritos que en un principio me parecían abominables, ahora se han convertido en un gran sustituto del pan; y la yuca frita es todo un deleite. Tenemos algunos pequeños peces de cabeza roja que son muy buenos y a sugerencia mía, el padre* comió dos o tres fritos, después de su acostumbrada taza de chocolate por la noche. Espero esta comida con gran placer. No sé si se debe al hecho de ver tan pocas cosas buenas para comer o la frescura del cacao, pero el chocolate que antes no podía tomar, ahora me parece agradable y refrescante. El grano es simplemente tostado y pulverizado, y se hace el chocolate casi como nosotros hacemos el café.
Después de la cena, nosotros (es decir el padre*, el gobernador general, Ijurra y yo, provistos de abanicos para espantar los mosquitos) encendimos nuestros cigarros, nos acomodamos muy bien en las hamacas y disfrutamos de una hora de agradable conversación, antes de acostarnos. En esta región, el sacerdote tiene más poder, si bien por el peso de su opinión, que el gobernador de los distritos o incluso que el gobernador general. Vi un caso en Nauta, donde un hombre se enfrentó abiertamente a Arébalo (sic), pero cedió sin luchar aunque gruñendo ante el mandato del padre*. De hecho, el padre Valdivia, aunque es mitad indio y excesivamente ingenuo, es una persona decidida y vigorosa. En una ocasión el gobernador de Pebas logró llevar a los indios de ese poblado al Napo para juntar zarzaparrilla, en contra de los deseos del padre* que quería que limpiaran el bosque y construyeran un nuevo poblado. Cuando el gobernador regresó, el cura le dijo que no podían vivir juntos, que uno de los dos debía renunciar a su puesto e irse; y el hombre, conociendo el poder e influencia de] sacerdote, se retiró de la contienda y de su puesto. El padre* enfrentó mucha oposición y problemas para crear su nuevo asentamiento. Incluso las mujeres de Pebas (esposas de los hombres blancos) venían para reírse y ridiculizar su trabajo; pero el buen padre llamó a sus varayos, condujo a las damas a sus canoas y con excesiva y ceremoniosa educación les indicó que se alejaran.
Obtuvimos más leche envenenada del catao y también leche del árbol vaca que nos trajeron los indios. La beben cuando está fresca y, cuando me la trajeron en una calabaza, tenía una apariencia espumosa como si la acabaran de ordeñar de la vaca; además se veía muy rica y tentadora. Sin embargo, se coagula rápidamente y se vuelve dura y espesa como la cola. Los indios aprovechan esta propiedad para depilarse las cejas. Esta no es una operación tan dolorosa como lo parece, ya que los indios nunca han dejado que sus cejas crezcan y se endurezcan; además el pelo crece para abajo y se lo sacan fácilmente. Cuando la leche se coagul6, aumentó de modo que destapó la tapa de vidrio de la botella en que la puse, aunque estaba sellada con brea. También conseguimos almendras de la región que no he visto en ninguna otra parte. Son casi de] tamaño de nuestra nuez negra y se le parecen un poco, con una semilla oblonga similar en sabor a la nuez del Brasil.
26 de noviembre. Hace un día o dos ha llovido copiosamente. Varias personas se vieron afectadas por el catarro y dolor de cabeza. El padre* me dijo que la mitad de la población se había enfermado y que esto sucede al comenzar las lluvias. La enfermedad se llama romadiza y es como nuestra influenza. Ijurra y yo sufrimos de dolores reumáticos en la parte posterior del cuello y en los hombros. Esto no me extrañó ya que todo el tiempo dormimos en una habitación sólo tarrajeada con barro y tan húmeda que en los lugares donde mi ropa de cama rozaba con la pared, se humedecía completamente; y la lluvia me caía en la cabeza y en los hombros a través de una ventana abierta que estaba casi encima mío. Cada mañana mis botas amanecen con moho y las armas se llenan de agua casi hasta la mitad.
Le di quince granitos del polvo de Dower (sólo el cielo sabe si era lo indicado o no) al sirviente del padre* que sufría mucho con la romadiza, y cuarenta gotas de láudano a la hermana del padre que había estado sufriendo de una diarrea dolorosa por algunos días. La vieja dama se recuperó rápidamente y dijo que nunca había conocido un remedio* tan bueno. Le di un frasco pequeño de éste con las indicaciones para su uso, diciéndole (con lo que pareció horrorizarse) que era un veneno mortal. Es curioso ver como la gente bien informada de este lejano lugar es completamente ignorante en lo que se refiere a las propiedades de las medicinas. Muchas de ellas no saben los nombres, mucho menos los efectos de las drogas tan comunes como el calomel y el opio. Creo que este es el caso de la mayoría de los españoles; también creo que los médicos españoles han convertido su ciencia en un gran misterio.
Zarpamos de Echenique a la una y media de la tarde. El padre Valdivia es entonado, pero cantó la misa en un falsete que sería muy difícil de diferenciar, a poca distancia, del estrepitoso sonido de una cacerola, y me encargó que le trajera (si regresaba) un pequeño piano y un corno francés, los que me pagaría con pescado salado y zarzaparrilla. No pude evitar expresar mi sincero agradecimiento por tanta atención e información, a mis amigos (los amables y bien informados caballeros como Arébalo (sic) y el piadoso, ingenuo, sincero y pequeño cura indio de Pebas). Llegamos a Cochiquinas (veinticinco millas de distancia) a las ocho y media de la noche.
NOTAS AL CAPITULO
(1) Coffin: Significa "ataúd". El autor está haciendo una comparación en cuanto al aspecto fúnebre que tiene la persona que está describiendo. (N.T.)
(2) "Viaje a Manas" (N.T.)